Y caerán los infiernos:
Aparecimos en Central Park, al norte del Pond, el lago con forma de coma. La Señorita O'Leary parecía muy cansada cuando se detuvo cojeando junto a un grupo de rocas. Se puso a olisquear alrededor y temí que fuese a desmallarse allí mismo, pero Nico me tranquilizó.
—No pasa nada—dijo—. Ha olido el camino a casa.
Fruncí el entrecejo.
—¿Entre las rocas?
—El Érebo tiene dos entradas principales—explicó—. Tú ya conoces la de Los Ángeles.
—La barca de Caronte.
Asintió.
—La mayoría de las almas entran por allí, pero hay un camino más estrecho y más difícil de encontrar: La Puerta de Orfeo.
—El tipo del arpa.
—El tipo de la lira—me corrigió—. Pero sí, él. Orfeo usó la música para hechizar la tierra y abrir una nueva entrada al inframundo. Avanzó cantando hasta el palacio de Hades y estuvo a punto de rescatar el alma de su esposa y salirse con la suya.
Recordaba bien la historia. Orfeo no debía mirar atrás mientras conducía a su esposa hacia el mundo de los vivos, pero, por supuesto, desobedeció y se volvió a mirarla. Vamos, el típico mito en plan "y así fue como murieron, fin" que nos cuentan en el campamento al amor del fuego mientras nos vamos quedando dormidos.
—Así que ésta es la Puerta de Orfeo—fingí estar impresionado, aunque aquello seguía pareciéndome un montón de rocas—. ¿Cómo se abre?
—Nos hace falta un poco de música. ¿Qué tal se te da cantar?
—Hum, no muy bien. ¿Te sirven unos silbidos? La melodía fue inventada por Hades, después de todo...
—Quizá—reconoció Nico—. Haz la prueba.
Inhalé profundamente para tomar aire, pero ni bien lo hice, sentí un hormigueó en la cabeza. La primera vez en meses que notaba mi conexión por empatía, cosa que sólo podía significar dos cosas: que un montón de gente había encendido de golpe el canal de Naturaleza, o que Grover andaba cerca.
—Oh, dioses... ¡Esto es perfecto!—sonreí, antes de volverme y gritar a todo pulmón—: ¡¡¡Grover!!!
Esperamos un buen rato. La Señorita O'Leary se hizo un ovillo y se echó una siesta. Entre los árboles, oía el canto de los grillos y también el ulular de un búho. El zumbido del tráfico llegaba amortiguado desde West Central Park. También oí ruido de cascos en un sendero cercano, quizá una patrulla de la policía montada. Seguro que les encantaría encontrar a dos chicos merodeando por el parque a la una de la madrugada.
—No funciona—susurró Nico por fin.
Pero yo tenía un presentimiento. Cerré los ojos y me concentré: "Grover"
Estaba en algún rincón del parque, seguro. Entonces, ¿por qué no podía percibir sus emociones? Lo único que me llegaba era un ligero zumbido en el fondo de mi cerebro.
"¡Grover!"—pensé, con insistencia.
"Hum-hum"—me pareció oír.
Me vino una imagen a la cabeza. Un olmo gigantesco en lo más profundo del bosque, lejos de los senderos principales; unas raíces torcidas aferradas a la tierra que formaban una especie de lecho. Y allí, tendido de brazos cruzados y con los ojos cerrados, un sátiro, como si llevara mucho tiempo durmiendo. Las raíces parecían estar rodeándolo y hundiéndolo poco a poco en la tierra.
"Grover"—dije—. "Despierta"
"Hum... zzzzz"
"Estás cubierto de mugre, amigo. ¡Despierta!"—lo arengue.
"Sueño..."—murmuró su mente.
"Comida"—sugerí—. "Crepés"
Abrió los ojos de golpe y capté una borrosa secuencia de pensamientos, como si de pronto se le hubiera puesto la mente en avance rápido. La imagen se hizo añicos y no me caí de bruces por poco.
—¿Qué pasó?—preguntó Nico.
—Conecté con él. Ya... ya viene hacia acá.
Un minuto más tarde el árbol que teníamos al lado se estremeció y Grover cayó de sus ramas. De cabeza.
—¡Grover!—grité.
—¡Guau!—La Señorita O'Leary levantó la cabeza. Quizá se preguntaba si íbamos a jugar a lanzarnos el sátiro como un hueso.
—¡Beee-eee!—baló Grover.
—¿Estás bien?
—Oh, sí—dijo, y se rascó la cabeza. Los cuernos le habían crecido tanto que le sobresalían un par de centímetros entre su pelo ensortijado—. Estaba en la otra punta del parque. Las dríadas han tenido la gran idea de pasarme de un árbol a otro para llegar aquí. No acaban de comprender el factor altura.
Sonrió de oreja a oreja y se puso de pie... bueno, quiero decir sobre sus pezuñas. Desde el verano anterior, Grover había dejado de disfrazarse de humano. Ya no se ponía una gorra para disimular los cuernos ni zapatos con pies postizos. Ni siquiera llevaba tejanos para cubrirse las patas peludas y los cuartos traseros. Iba, eso sí, con una camiseta estampada con un dibujo del libro titulado Donde viven los monstruos, aunque estaba manchada de tierra y savia. Tenía su barbita de chivo más poblada (todo un hombre ya, ¿o un macho cabrío?) y me había igualado en estatura.
—Me alegro de verte, Grover—le dije—. ¿Te acuerdas de Nico?
Grover lo saludó con un gesto y luego me dio un fuerte abrazo. Olía a césped recién cortado.
—¡Peeeercy!—baló—. ¡Te extrañé! ¡Y también el campamento! Las enchiladas que sirven en las tierras vírgenes no son muy buenas, que digamos.
—Me tenías preocupado—le dije—. ¿Dónde te has metido en los dos últimos meses?
—Los dos últimos...—La sonrisa se le desdibujó—. ¿Los dos últimos meses? Pero ¿qué demonios dices?
—No hemos tenido noticias tuyas. Enebro está muy angustiada. Te enviamos mensajes Iris, pero...
—Aguarda un segundo.—Alzó los ojos hacia las estrellas, como si pretendiera calcular su posición—. ¿En qué mes estamos?
—En agosto.
Se le fue el color de la cara.
—¡Imposible! Estamos en junio. Me he tumbado un ratito a dormir la siesta...—De pronto, me agarró con fuerza—. ¡Ahora lo recuerdo! Me dejó fuera de combate. ¡Hemos de detenerlo, Percy!
—Eh, calma—dije—. No corras tanto. Cuéntamelo todo.
Inspiró hondo.
—Yo estaba... caminando por el bosque, cerca del lago de Harlem, y noté un temblor en el suelo, como si se aproximara algo muy poderoso.
—¿Tú percibes esas cosas?—preguntó Nico.
Grover asintió.
—Desde la muerte de Pan, noto si algo va mal en la naturaleza. Es como si se me aguzasen la vista y el oído cuando estoy en la naturaleza. Bueno, el caso es que me puse a seguir el rastro. El hombre caminaba por el parque con un largo abrigo negro y me fijé en que no tenía sombra. Era un día soleado, pero su cuerpo no arrojaba ninguna sombra. Y su imagen parecía temblar al moverse.
—¿Como un espejismo?—preguntó Nico.
—Sí—contestó Grover—. Y cada vez que se cruzaba con humanos...
—Los humanos se desmayaban—adivinó Nico—. Se acurrucaban en el suelo y se ponían a dormir.
—¡Exacto! Y cuando ya se había marchado, la gente se levantaba y seguía con sus asuntos como si nada.
Miré a Nico.
—¿Tú conoces a ese tipo del abrigo negro?—le pregunté.
—Me temo que sí. ¿Y qué pasó, Grover?
—Seguí al tipo. Él no paraba de mirar los edificios que hay alrededor del parque, como si estuviera calculando algo. Pasó una señora en chándal trotando y, al llegar a su altura, se tendió en un lado del sendero y empezó a roncar. El tipo de negro le puso la mano en la frente como si le tomara la temperatura. Luego siguió andando. Para entonces, ya sabía que era un monstruo o algo peor. Lo seguí por una arboleda hasta el pie de un olmo gigante. Iba a llamar a las dríadas para que me ayudaran a capturarlo cuando dio media vuelta y...—Tragó saliva —. Su cara, Percy. No pude distinguir su cara porque no paraba de modificarse. Sólo de mirarlo me entraba sueño. "¿Qué estás haciendo?" , le dije. "Sólo echando un vistazo" , respondió. "Siempre hay que explorar el campo de batalla antes del combate". Contesté algo tremendamente inteligente, tipo: "Este bosque está bajo mi protección. ¡Y no vas a librar aquí ninguna batalla!". Se echó a reír y me dijo: "Tienes suerte de que esté ahorrando energías para el número principal, pequeño sátiro. Sólo te voy a conceder una pequeña siesta. Dulces sueños". Eso es lo último que recuerdo.
Nico suspiró.
—Era Morfeo, Grover, el dios de los sueños. Tienes suerte de haber despertado.
—Dos meses—gimió—. ¡Me dejó dormido dos meses!
Traté de asimilar todo aquello. Ahora se entendía por qué no habíamos podido contactar con Grover durante tanto tiempo.
—¿Por qué no han intentado despertarte las ninfas?
Él se encogió de hombros.
—La mayor parte de las ninfas no se aclaran mucho con el tiempo—explicó—. ¿Qué son dos meses para un árbol? Nada. Seguramente no creían que me pasara nada raro.
—Debemos averiguar qué estaba haciendo Morfeo en el parque—dije, pensativo—. No me gusta ese "número principal" del que te habló.
—Trabaja para Crono—observó Nico—, como muchos otros dioses menores. Cosa que ya sabemos. Esto sólo demuestra que va a haber invasión. Hay que seguir con el plan, Percy.
—Un momento—intervino Grover—. ¿Qué plan?
Se lo explicamos rápidamente. Grover empezó a arrancarse pelos de la pata izquierda.
—¡No hablarás en serio!—exclamó—. ¡Otra vez el inframundo no!
—No te estoy pidiendo que vengas, amigo—le aseguré—. Ya sé que acabas de levantarte. Pero necesitamos un poco de música para abrir la puerta. ¿Podrías tocar algo?
Grover sacó sus flautas de junco.
—De acuerdo, puedo intentarlo. Conozco algunas canciones de Nirvana capaces de partir por la mitad una roca. Pero, Percy, ¿seguro que quieres hacerlo?
—Vamos, hombre—le dije—. Te lo agradecería mucho. Por los viejos tiempos, ¿de acuerdo?
Él gimoteó.
—En los viejos tiempos, que yo recuerde, estábamos a punto de morir cada dos por tres. Pero qué remedio, vamos allá. Tampoco va a servir de nada.
Se puso las flautas en los labios y tocó una melodía estridente y animada. Las rocas temblaron. Unas cuantas estrofas más y se resquebrajaron del todo, mostrando una grieta triangular.
Atisbé el interior. Había unos peldaños que se hundían en la oscuridad. Olía a moho y a muerto, lo cual me traía malos recuerdos del viaje por el Laberinto del año pasado, pero este túnel parecía más peligroso. Conducía directamente al reino de Hades, y ese viaje era casi siempre sólo de ida.
Me volví hacia Grover.
—Gracias... o eso creo—le dije.
—Peeeercy, ¿de veras crees que Crono va a invadirnos?
—Ojalá pudiera decirte otra cosa. Pero sí. Lo hará.
Creí que iba a masticar sus flautas de pura angustia, pero se irguió y se sacudió la hojarasca de la camiseta. No pude evitar pensar en lo distinto que era del viejo y orondo Leneo.
—Entonces debo reunir a los espíritus de la naturaleza—contestó—. Quizá podamos echar una mano. ¡Miraré si podemos localizar a ese Morfeo!
—Será mejor que llames a Enebro para decirle que estás bien—le aconsejé.
Abrió los ojos como platos.
—¡Enebro! Ay, me va a matar.
Echó a correr, retrocedió bruscamente y me dio otro abrazo.
—¡Ve con cuidado ahí abajo! ¡Y regresa vivo!
Cuando lo perdimos de vista, Nico y yo despertamos a la Señorita O'Leary de su siesta.
Se removió emocionada al olfatear el túnel y enseguida abrió la marcha por las escaleras. Entraba casi a presión. Confiaba en que no se quedara atascada. No quería ni imaginarme la cantidad de líquido lubricante que habría que echar para desatascar a un perro del infierno empotrado en medio de un túnel del inframundo.
—¿Listo?—preguntó Nico—. Todo irá bien, no te preocupes.
Sonaba como si quisiera convencerse a sí mismo.
Levanté la vista hacia las estrellas, preguntándome si volvería a verlas. Y luego me zambullí en la oscuridad.
Las escaleras seguían y seguían, interminables: estrechas, empinadas, resbaladizas. Estaban totalmente a oscuras, salvo por el fulgor de mi espada. Procuraba ir despacio, pero por lo visto la perra tenía otros planes y avanzaba dando saltos y ladrando con alegría. El eco de los ladridos rebotaba por el túnel como cañonazos. Definitivamente no tomaríamos a nadie por sorpresa cuando legásemos al final.
Nico tendía a quedarse rezagado, cosa rara.
—¿Estás bien?—le pregunté.
—Perfecto—tenía una expresión peculiar: duda—. Tú no te detengas.
Entonces, después de dos horas, comencé a oír el estruendo de un campo de batalla.
Me volví hacia Nico.
—¿Qué está pasando?
Abrió los ojos de par en par, igualmente sorprendido.
—Esto no es bueno... ¡Oh, mierda!
Echó a correr con casi tanta prisa como la Señorita O'Leary, y no me quedó más remedio que seguirlo.
Con cada paso que daba, el sonido de espadas, lanzas y escudos chocando se hacía mas ensordecedor. El rugido de las multitudes y el romper de los huesos resonaban haciendo vibrar el túnel a mi alrededor.
Emergimos al pie de un risco que se abría a una llanura de arena volcánica. A nuestra derecha, el río Estigio salía a borbotones de las rocas y se lanzaba rugiendo por una cascada llena de rápidos. A nuestra izquierda, al fondo de la penumbra, ardían hogueras en los baluartes del Érebo: las grandes murallas negras del reino de Hades.
Y, a nuestro alrededor, la batalla más grande que jamás había presenciado.
Las armas y las tropas retumbaban. Comprendí que tras la derrota de Jápeto el invierno anterior, Crono había decidido mandar un ataque a gran escala sobre el Érebo al ver a Hades como un posible aliado de los Olímpicos.
El fuego y las explosiones sacudían el aire. Mirando a mi alrededor, fui capaz de distinguir a varios monstruos que luchaban ferozmente contra los inagotables ejércitos de los muertos: Leones, las Aves del Estinfalo, Hidras, el Toro de Creta, Jabalíes, la Quimera, Caballos Respira-fuego, Yeguas Carnívoras, Toros de la Colquide e inclusive un segundo prototipo de Talos.
Criaturas provenientes de cada rincón de Grecia, liderados por un titán que montaba sobre un dragón habían unido fuerzas contra el rey del inframundo.
Acompañando al titán, liderando a sus hijos en la batalla, había una vieja señora serpentina a la que no me alegré de ver: Equidna, la mismísima esposa de Tifón.
Por el lado de Hades, su ejército estaba conformado por millones de guerreros muertos de cada rincón del planeta: hoplitas griegos, legionarios romanos, jinetes chinos, samurái japoneses, y soldados modernos de distintas nacionalidades.
Los muertos también variaban en su forma. Habían fantasmas, sombras, esqueletos y cuerpos putrefactos. Decenas de demonios y otros dioses también luchaban: Eurínomo, Orco, Macaria, las tres Erineas, inclusive Melínoe y Caronte ayudaban.
Cerbero, el guardián de los infiernos, barría con decenas de enemigos con sus zarpas y colmillos, siendo a su vez montado por un individuo que bien conocía.
—¡Hades!—grité, reconociendo al rey de Helheim.
El dios de otro mundo me saludó con un gesto de la cabeza, parado sobre la cabeza central de Cerbero, pero no se detuvo a hablar. Su cuerpo estaba manchado de sangre, una capa hondeaba a su espalda y su arma más poderosa, Desmos, volaba de un lado a otro destruyendo monstruos sin piedad alguna.
—Jamás creí que Crono sería tan estúpido de atacarnos aquí—maldijo Nico, desenvainando su espada y entrando a combate.
Sin perder el tiempo, me monté sobre la Señorita O'Leary de un saltó y lo seguí a la batalla.
La perra aplastó a un monstruo tras otro con sus garras mientras yo balanceaba a Contracorriente de un lado a otro.
De reojo fui capaz de distinguir una fugaz silueta que pasaba por el campo de batalla como un rayo, montado en un caballo esquelético y destruyendo monstruos por cientos con cada movimiento de su alabada.
—¡General Lü Bu!—exclamé.
El Furioso Dragón reía a carcajadas mientras medía sus fuerzas con un gigante, al cual asesinó con un sólo golpe. No obstante, lejos de desanimarse, centró su atención sobre el siguiente enemigo más grande que encontró y volvió a atacar.
Una explosión de poder devolvió mi atención al líder enemigo, aquel titán que montaba sobre el dragón. Iba ataviado en una armadura completa de Hierro Estigio con un diamante que brillaba en el centro de su coraza. Sus ojos eran de color blanco azulado, como muestras de un glaciar, e igual de fríos. Su cabello era del mismo color, cortado al rape. Un yelmo de combate con forma de calavera de oso se encontraba sobre su cabeza. En mano blandía una espada del tamaño de una tabla de surf.
A pesar de sus cicatrices de guerra, el rostro del titán era apuesto me resultaba extrañamente familiar. Estaba convencido de que jamás lo había visto antes, aunque sus ojos y su sonrisa me recordaban a alguien...
—¡Débiles! ¡Débiles! ¡Débiles! ¡¡Muy débiles!!—rugía él, mientras aplastaba a los guerreros y demonios de Hades por montones—. ¿Estos son los que se están oponiendo a la "Nueva Edad Dorada" ¡¡¡No me hagan reír!!!
Un héroe muerto se lanzó sobre él, montado en el esqueleto de un pegaso.
—¡¡Yo soy Belerofonte, hijo de Poseidón!!—rugió el fantasma—. ¡¡Asesino de la Quimera, y ahora voy a asesinarte, Ceo!!
Me quedé atónito por un segundo: ¿Ese era Belerofonte, el héroe que domó al dios Pegaso original? ¡¿Y se enfrentaría cara a cara con el titán?!
Mi hermano muerto balanceó su lanza y cargó a toda velocidad. No obstante, y sin siquiera prestarle atención real, el líder enemigo lo partió en dos con un movimiento descendente de su espada.
Para mi sorpresa, el fantasma tomó el daño, y con un chillido de agonía se deshizo en el aire.
Noté que su esencia fue absorbida por la armadura de Hierro Estigio del tal Ceo, disminuyendo la temperatura de los alrededores drásticamente.
El titán estalló en carcajadas.
—¡Esa fue una buena forma de empezar!—anunció—. ¡¿Quién sigue?!
Solté un gruñido.
—¿Quién demonios es ese sujeto?
"Ceo, el señor del norte"—me explicó Zoë—. "Es el titán de la profecía y... el padre de Leto"
El nombre me cayó como un balde de agua fría. Leto: la madre de los gemelos. Por eso el titán me resultaba familiar, porque tenía los fríos ojos de Artemis y la radiante sonrisa de Apolo. Él era su abuelo.
La idea me provocó dolor de cabeza.
Justo cuando me disponía a atacarle, Nico apareció a mi lado, en el lomo de la Señorita O'Leary, y me tomó del brazo.
—Es una perdida de tiempo—dijo—. Ellos quieren sacar a mi padre de la ecuación como hicieron con el tuyo. Tenemos que concentrarnos en nuestra misión.
Señalé los alrededores.
—No creo que podamos hacer el ritual por aquí.
Él negó con la cabeza.
—No hace falta, el río se extiende alrededor de caso todo el Érebo, encontraremos una ribera despejada. Pero antes, tenemos que hablar con mi padre.
Asentí con la cabeza, en eso estábamos de acuerdo.
Un rugido sacudió el campo de batalla, y Hades pasó entre los enemigos convertido en un gigantesco taladro que rompía el viento, en curso de colisión directa con Ceo.
¡¡¡PERSEPHONE ROA: DESTRUCTOR DE TORMENTAS!!!
Me protegí con un brazo de los vientos huracanados que azotaron los alrededores.
Me incliné hacia el oído de mi montura:
—Señorita O'Leary, llévanos al palacio de Hades—le pedí—. ¡Ahora!
Ella ladró y comenzó a correr entre los guerreros, dirigiéndose a toda prisa hacia las puertas del Hades.
Las tres Erineas nos divisaron, y para evitar que fuésemos confundidos con el enemigo se dispusieron a escoltarnos, batiendo sus alas coriáceas sobre nuestras cabezas.
Una sombra nos embistió sorpresivamente, derribándonos.
Al retomar conciencia de mis alrededores, me vi rodeado de más monstruos de los que me gustaría.
—Esperaba ansiosamente la ocasión de devorarte, Perseus Jackson—dijo una voz frente a mí.
Cuando me reincorporé, me vi frente a frente con la madre de los monstruos, Equidna.
—Aunque, siendo justos...—decía ella—. Quizá tenga que agradecerte por liberar a mi marido de su encierro.
Le apunté con mi espada.
—No te preocupes, pasarán mucho tiempo juntos cuando los mandemos a ambos al Tártaro.
La mujer serpiente extendió ambos brazos hacia los lados.
—¡Vengan, mis pequeños!—llamó—. ¡Protejan a su madre!
Un grupo de criaturas se abrieron paso de entre el caos, rodeándome: Un gigante escupió al suelo y me señaló con su garrote; La Quimera de Licia me miró fijamente con sus tres pares de ojos; Una Esfinge enseñó los dientes y me apuntó con sus garras; la mismísima Hidra de Lerna comenzó a escupir chorros venenosos mientras se relamía; una bandada de aves con plumaje metálico revoloteó a mi alrededor y finalmente un gigante lestrigón al que no me alegraba precisamente de ver, un caníbal llamado Quebrantahuesos.
—Hola, bolsa de carne—saludó el sujeto—. ¡Vas a pagar por la muerte de mis hermanitos!
Le sostuve la mirada.
—En vista de que los horrendos no están por aquí, asumo yo que aún no se han reformado como tú, suerte la mía.
Equidna soltó una carcajada.
—Me gusta terminar las cosas que empiezo, ¿sabes?—siseó—. Han pasado años hasta que la oportunidad se me dio. ¡¡Hijos míos, mátenlo!!
Los monstruos se dispersaron, buscando atacar cada uno desde un ángulo distinto. El grupo de aves se elevó frente a mi y lanzaron una lluvia de plumas que cruzaron el aire como flechas.
Tracé un arco con mi espada y destruí los proyectiles. No obstante, al tratar de mover otra ves mi espada, me encontré con que una de las cabezas de la hidra se había aferrado a su hoja, tratando de arrancarme el arma de las manos con un tirón.
Hice acopio de mi fuerza hercúlea, balanceando mi peso de un lado al otro, levantando al monstruo serpentino del suelo y haciéndolo girar por el aire antes de estrellarlo contra la pared del Hades, no obstante, su agarré sobre Contracorriente era férreo.
Antes de atinar a soltarme, una nueva ráfaga de plumas volaron por el aire, encajándose en mi brazo y mano derecha, obligándome a soltar mi arma.
Intenté replegarme, pero el primer gigante lanzó una cadena que se extendió por sí misma en el aire y me envolvió ambos brazos y piernas, inmovilizándome mientras cada uno de los monstruos se aferraba a un extremo de la tira metálica y luchaba por mantenerme en mi lugar.
—¿Qué te pareció, eh?—sonrió el gigante, triunfal—. El señor Crono nos recompensará generosamente cuando le llevemos tu cabeza.
Empecé a bombear sangre a mis músculos, forcejeando con mis ataduras, concentrando cada vez más poder divino en ello.
—¡¡Es Bronce Celestial puro!!—se burló Quebrantahuesos—. ¡¡No podrás romperlo!!
Se abalanzó sobre mí, balanceando una bala de cañón al rojo vivo como arma.
Cuando ya estaba a punto de arrancarme el cráneo con un golpe, logré romper las cadenas de mis brazos, y con mi mano derecha desnuda detuve el golpe.
El metal ardiente quemaba mi piel y dolía terriblemente, pero no le di importancia. A toda velocidad, estiré mi brazo izquierdo y me aferré a la cabeza del monstruo.
—B-bastardo—gruñó—. ¡¡S-suéltame!!
Me dio una patada a la desesperada, tratando de liberarse, pero mi agarre no cedió. Luego, con un movimiento de muñeca, le torcí el cuello, matándolo en el acto.
Solté un rugido gutural y liberé mis piernas de las cadenas, mientras los monstruos a mi alrededor me miraban perplejos.
—¡Suficiente!—grité—. ¡Soy el Indómito Dios de la Guerra! ¡¡Salgan de mi camino o sean aplastados!!
Con una sacudida, me quité las flechas encajadas en el brazo.
—Ah... ese idiota...—murmuró el otro gigante.
—Un imprudente—estuvo de acuerdo la esfinge, lo que me recordó que esa cosa podía hablar.
Equidna apretó los puños, furiosa.
—¡¡Equídnades!! ¡¡Fix!! ¡¡Controlen a sus hermanos!! ¡¡Quiero muerto a ese semidiós y lo quiero muerto ahora!!
Los reté con un gesto de la mano.
—Vengan.
Las aves alzaron el vuelo una vez más, atacando ahora desde mi flanco izquierdo, dejando ir una nueva ráfaga de flechas. Arqué mi espalda y evadí el ataque, quedando en una posición desventajosa cuando el gigante, Equídnades, se abalanzó sobre mí con su garrote en alto.
—¡¡Sólo fui derrotado por el mismo dios de la guerra, Ares!!—rugió—. ¡¡Tú no tienes nada que hacer en mi contra!!
Salté hacia atrás, esquivando por los pelos el golpe, y respondí con un gancho al rostro que le torció el cráneo y arrancó la mandíbula.
—¿Ué... ué...?—balbuceó mientras de desplomaba.
Creí que eso sería todo lo que vería de él, pero en su lugar, se aferró a mi brazo izquierdo y trató de rompérmelo en un desesperado intento de dañarme. Lastimosamente para él, yo fui más rápido, y con un movimiento alcé su cuerpo y luego procedí a aplastarlo contra el suelo.
Dos menos.
La Hidra y Fix, la esfinge, atacaron en conjunto. Con los cuellos del monstruo serpentino abalanzándose sobre mí frontalmente desde siete ángulos distintos.
No tuve tiempo para esquivar. A la desesperada levanté mi guardia y recibí el golpe. Los colmillos de la Hidra se enterraron en mi carne. Una cabeza en cada brazo y otra más en mi abdomen.
La esfinge procedió, entonces, a lanzarse sobre mí con las garras en ristre. Arqué la espalda, aún con los colmillos de la Hidra encajados, y esquivé su embate.
De inmediato, me aferré con ambas manos a los cuellos del monstruo serpentino que más cerca tenía y presioné con fuerza. Comencé a hacer girar al monstruo a mi alrededor y luego con un tirón lo atraje hacía mí.
Con un puñetazo seco, atravesé su pecho, arrancándole el corazón.
Me giré hacía la esfinge, la cual retrocedió acobardada.
—¡N-no te me acerques, monstruo!
Me dispuse a atacar, pero una ronda de flechas se encajaron en mi brazo izquierdo. Me giré hacia los pájaros, que ya me estaban sacando de quicio.
—¡Mantengan sus distancias!—ordenó Equidna—. ¡Que no se les acerque! ¡Sólo hay que hacer tiempo!
El cuerpo me dolía terriblemente, una agonía superior al promedio de la Marca de Hércules, pero eso no me impidió seguir luchando.
Flexioné las piernas, me puse en posición de arranque. Acto seguido, dando un tremendo salto, me abalancé contra las aves metálicas.
Los animales graznaron, dispararon sus plumas y trataron de dispersarse, pero yo evadí cada uno de sus ataques y atrapé a dos de ellas entre mis manos, utilizando sus cuerpos para aplastar a la tercera, matándolas a todas en el acto.
Respiraba con dificultad, me sentía débil, tuve que apoyar una rodilla sobre el suelo.
Equidna estalló en carcajadas.
—¡Es el veneno de la Hidra, idiota!—anunció—. No sé como es que sobrellevas el dolor, ¡pero morirás en cuestión de segundos de cualquier modo!
Tenía razón, desde luego. Empecé a ver borroso y a vomitar sangre. El veneno de hidra era capaz de dejar en agonía eterna a un inmortal. A mí, me fulminaría antes de que lograse dar otro paso.
La quimera y la esfinge se cernieron sobre mí. Mantuve la cabeza en alto, aceptando el final, y entonces...
¡BARK!
Una sombra de proporciones bíblicas aplastó a ambos monstruos bajo sus garras, cerniéndose frente a mí como un guardián.
—¿Ce-Cerbero...?—balbuceé.
Equidna miró furioso al canino.
—¡Maldito hijo traidor!—le espetó.
El perro tricéfalo respondió comiéndose a su madre con un sólo mordisco.
—¡Percy!—Nico apareció detrás del guardián de los infiernos, montado aún en la Señorita O'Leary—. Maldición, tenemos que llevarte al palacio ahora.
Cerbero se volvió hacia mi perra, al lado de él, ella parecía un caniche de peluche. Pero eso no les impedía saludarse alegremente.
—¡No, Señorita O'Leary!—le grité—. No lo olisques... Ay, dioses.
Nico sonrió un instante. Luego me miró con expresión seria.
—Ya habrá tiempo para que jueguen, primero hay que llevarte con mi padre.
Las Erineas nos hicieron el favor de llevarnos hasta el centro de comando de Hades.
Alecto, a.k.a, la señora Dodds, me soltó como si fuera un saco de nabos en medio de la reunión. Estaba en uno de los jardines del palacio, era bonito en su estilo espeluznante. Había esqueléticos árboles blancos en macetas de mármol y macizos de flores que rebosaban de plantas de oro y piedras preciosas. En una terraza desde la que se dominaban los Campos de Asfódelos vi un par de tronos: uno de esqueletos y el otro de plata. Habría sido un sitio ideal para pasar la mañana del domingo, de no ser por el olor sulfuroso y los alaridos de las almas torturadas que resonaban a lo lejos.
La única salida estaba custodiada por guerreros-esqueleto, vestidos con uniformes andrajosos del ejército estadounidense y armados con fusiles M16.
La tercera Furia depositó a Nico a mi lado. Luego las tres fueron a posarse en lo alto del trono de esqueletos, en donde su amo aguardaba.
Tres dioses mantenían una discusión alrededor de una mesa, similar a la de mi padre, desde donde analizaban el campo de batalla. Reconocí a dos de ellos, Hades y Perséfone, pero iban acompañados de una mujer mayor que ambos.
—¡Te dije que era inútil!—gritó ella.
—¡Madre!—replicó Perséfone.
—Tenemos visitas—ladró Hades—. ¡Por favor!
Hades, uno de mis dioses predilectos, se alisó el saco blanco. Su ojo izquierdo relució intensamente como el de un demente, mientras que su orbe derecho estaba cubierto por un intrincado monóculo.
—Sobrino—dijo al verme—. Me parece que ya descubriste el problema que enfrentamos.
La reina Perséfone me estudió con curiosidad. La había visto una vez en invierno, pero ahora, en pleno verano, parecía una diosa completamente distinta. Tenía el cabello largo y lustroso y unos ojos castaños muy cálidos. Su vestido relucía con un brillo cambiante y las flores del estampado—rosas, tulipanes, madreselvas—se transformaban y florecían constantemente.
La mujer que permanecía entre ella era obviamente la madre de Perséfone. El cabello y los ojos los tenía iguales, pero se la veía mucho mayor y más severa. Iba con un vestido dorado, del color de los campos de trigo, y llevaba el pelo trenzado con hierbas secas, semejante a una cesta de mimbre. Me imaginé que si alguien encendía a su lado un cerillo, la pobre mujer correría serio peligro.
—Hum—murmuró—. Semidioses. Vaya. Lo que nos faltaba.
Nico se arrodilló junto a mí, aunque yo no estaba de rodillas por respeto, sino porque directamente no me podía mantener en pie.
—Padre—dijo Nico—. ¿Qué está sucediendo allá afuera? ¿Cómo es que Crono se atrevió a atacarnos aquí?
—El semidiós al que dejaron escapar el invierno anterior—refunfuñó Hades—. Aparentemente, llevó el mensaje a su amo de que yo estaba aliado con los Olímpicos. El ataque comenzó hace unas horas, nos tomaron por sorpresa, pero mis generales reaccionaron a tiempo y organizaron el ejército. Resistiremos, por ahora.
Nico bajó la cabeza, preocupado.
—¿Podemos ayudar de alguna forma?—pregunté.
El dios me miró con detenimiento.
—Tú no estás en condición de ayudar a nadie—dijo—. Tienes suerte de que la medicina divina a avanzado mucho en los últimos siglos. El veneno de Hidra es tratable, pero tendrás que reposar por un tiempo.
Respondí algo inteligente y temerario como: *Se pone a vomitar sangre*
—Nico—ordenó el dios—. Lleva a tu amigo a una habitación. Un médico irá a verlo cuanto antes. Después... te contaré lo que prometí.
Traté de decir algo, pero ya no me quedaban fuerzas. Caí desplomado y me quedé inconsciente.
Tener a Hades como aliado tiene sus ventajas.
Cuando me desmayé y mi cuerpo fue llevado para ser atendido, mi conciencia, (o Ba, como le llama Zoë) se quedó rondando por el palacio, lo que me permitió escuchar el resto de la conversación, incluso si tal vez no me correspondía.
—¿Exactamente qué le prometiste al chico?—preguntó Perséfone, mientras Nico volvía al jardín.
—A cambio de ser mi agente en el mundo exterior, le prometí contarle sobre su madre—reveló el rey del inframundo.
Nico se le quedó mirando fijamente.
—¿Y bien?
Perséfone suspiró con aire teatral.
—¿Podrían abstenerse de mencionar a esa mujer en mi presencia, por favor?
—Perdona, palomita—murmuró Hades—. Algo tenía que prometerle al chico.
La otra dama carraspeó ruidosamente.
—Te lo advertí, hija. Este canalla de Hades es una birria de marido. Podrías haberte casado con el dios de los médicos o el dios de los abogados. Pero no. Tuviste que comerte esa granada...
—Madre...
—¡Y te quedaste atrapada en el inframundo!
—¡Por favor, madre!
—Y resulta que llega agosto y tú no vienes a casa como deberías. ¿Acaso piensas alguna vez en tu pobre y solitaria madre?
—¡Deméter!—la cortó Hades—. Ya basta. Eres una invitada en mi casa.
—Ah, pero ¿es una casa?—replicó ella—. ¿A este vertedero lo llamas una casa? Hacer vivir a mi hija en esta oscura pocilga...
—¡Ya te lo he dicho!—bramó Hades, haciendo rechinar los dientes—. Hay una guerra en el mundo exterior. Y...
—También hay una guerra aquí abajo.
—¡No sabíamos que eso ocurría!—bufó el dios—. ¡Nos tomaron por sorpresa a todos!
Deméter le sostuvo la mirada.
—Hazte todos los cambios de imagen que quieras—dijo con frialdad—. Sigues siendo el mismo Hades de siempre, enfermo de rencor. Cuando el momento de la verdad llegue, verás por ti y sólo por ti.
Una llama negra rugió en la mano del rey del Érebo.
—¡¿Me hablas a mí de rencor, maldita hipócrita?!—rugió—. ¡Tú estás aquí abajo porque te ofrecí mi protección! ¡¿Cuándo tú o cualquier otro de los olímpicos ha hecho algo así por mí?!
Perséfone ahogó un bostezo.
—Esto es aburrido... ¿puedo ir a pelear ahora?
—¡¡No!!—le espetaron Hades y Deméter a la vez.
Nico se removió incómodo.
—Padre... ¿podrías...?
Hades frunció el entrecejo, se alisó de nuevo los pliegues de su saco y se aclaró la garganta.
—Claro, lo siento. Tu madre... ¿qué puedo decirte? Era una mujer maravillosa—le echó un vistazo incómodo a Perséfone—. Perdona, querida. Quiero decir, para ser una mortal, claro. Se llamaba Maria di Angelo. Era de Venecia, pero su padre trabajaba de diplomático en Washington. Allí la conocí. Cuando tú y tu hermana eran pequeños, la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de desatarse. Un mal momento para ser hijos de Hades. Algunos... hum... de mis otros hijos se habían colocado al frente del bando perdedor. Me pareció que lo mejor sería ponerlos fuera de peligro.
—¿Por eso nos escondiste en el Hotel Casino Loto?
Hades se encogió de hombros.
—Así no envejecieron ni se dieron cuenta del paso del tiempo. Esperé a que llegara el momento oportuno para liberarlos.
—¿Y qué pasó con nuestra madre? ¿Por qué no la recuerdo?
—Eso no importa—soltó Hades repentinamente, como si ocultase algo. Algo que le dolía.
—¿Qué? Claro que importa. Tú tenías otros hijos. ¿Por qué sólo nosotros fuimos enviados lejos del conflicto? ¿Y quién era el abogado que vino a sacarnos de allí?
Hades hizo una mueca. Incluso después de varios años tratando de suavizar su carácter, aún tenía que luchar con sus problemas de ira.
—Harías bien en hablar menos y escuchar más, muchacho. En cuanto al abogado...
Chasqueó los dedos. En el respaldo de su trono, Alecto empezó a transfigurarse hasta adoptar la apariencia de un hombre de media edad con un traje a rayas y un maletín. Allí agazapada, o bueno... agazapado junto al hombro de Hades, tenía un aspecto extrañísimo.
—¡Tú!—exclamó Nico.
La Furia chilló:
—¡Los abogados y los profesores me salen muy bien!
Nico temblaba de pies a cabeza.
—Pero ¿por qué nos sacaste del casino?
—Tú ya sabes por qué—replicó Hades—. Aunque me agrada el chico de Poseidón, dudaba muy seriamente de que... bueno, jamás creí que de verdad sobreviviría hasta los dieciséis. Tiene una tendencia a meterse en problemas mucho mayor a la media de los semidioses. Así pues, tú o tu hermana, entrenados por años aquí abajo, habrían sido dignos héroes para la Gran Profecía.
—Pero Percy sobrevivió...
—Y menos mal—suspiró Hades—. Aunque me duela decirlo, es mejor así. Si su destino realmente es la muerte, es preferible que se quedé con el puesto en tu lugar.
Nico negó con la cabeza.
—Pero...
—Tú también deberías descansar—decidió Hades—. Nos espera una semana muy difícil.
Hizo un ademán y Nico se desvaneció.
—Ese chico debería comer más—rezongó Deméter—. Está demasiado enclenque. Le hacen falta más cereales.
Perséfone puso los ojos en blanco.
—Deja ya lo de los cereales, madre. Mi señor Hades, ¿seguro que no puedo entrar a combate? Estar aquí encerrada me está matando.
—No, querida. Ya es suficiente con arriesgar a nuestros hijos y generales en la primera linea.
Deméter bufó.
—Por una vez, el muerto tiene razón. Estás mejor aquí.
Su hija suspiró.
—Bueno... ¿y qué hay para desayunar?—preguntó a continuación—. Me muero de hambre.
—Cereales—repuso Deméter.
—¡Madre!—las dos mujeres desaparecieron en un torbellino de flores y trigo.
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