When the winged hussars arrived:
El centro de la ciudad era un campo de batalla. Desde lo alto se veían pequeñas escaramuzas por todas partes. Un gigante iba destrozando árboles en Bryant Park mientras las dríades lo acribillaban con nueces. Delante del Warldorf Astoria, una estatua de bronce de Benjamin Franklin le atizaba golpes a un perro del infierno con un periódico enrollado. Un trío de campistas de Hefesto hacía frente a un escuadrón de dracaenae en medio del Rockefeller Center.
Deseaba detenerme para ayudar, pero por el humo y el ruido era obvio que la verdadera batalla se había desplazado mucho más al sur. Nuestras defensas se venían abajo. El enemigo ya se acercaba al Empire State.
Hicimos un rápido barrido por los alrededores. Las cazadoras habían levantado una línea defensiva en la Treinta y siete, sólo tres manzanas al norte del Olimpo. Hacia el este, en Park Avenue, Jacke Mason y algunos campistas más de Hefesto dirigían a un ejército de estatuas contra el enemigo. Al oeste, la cabaña de Deméter y los espíritus de la naturaleza de Grover habían convertido la Sexta Avenida en una selva que entorpecía el avance de los semidioses de Crono. El sur estaba despejado por el momento, pero los flancos de la fuerza enemiga empezaban a abarcarlo con una maniobra envolvente. Unos minutos más y estaríamos completamente rodeados.
—Tenemos que ir a donde más nos necesiten—mascullé.
"Eso significa en todas partes, jefe"
Divisé un estandarte con una lechuza plateada en la esquina sudeste de la contienda, en la calle Treinta y tres a la altura del túnel de Park Avenue. Annabeth y dos de sus hermanos mantenían a raya a un gigante hiperbóreo.
—Allí—le dije a Blackjack, que se lanzó directo al campo de batalla.
Salté de su lomo y aterricé en la cabeza del gigante; cuando éste levantó la vista, me deslicé por su cara, machacándole la nariz por el camino.
—¡Uaurrrr!—El gigante dio un paso atrás tambaleándose, mientras le manaba sangre azul de la nariz.
Caí en la acera y eché a correr. El hiperbóreo exhaló una nube de niebla blanquecina y la temperatura descendió en picado. El punto donde había caído quedó revestido de una capa de hielo, y yo mismo me encontré cubierto de escarcha como una dona de azúcar.
—¡Eh, imbécil!—gritó Annabeth. Confié en que estuviera diciéndoselo al gigante, y no a mí.
El Chico Azul dio un bramido y se volvió hacia ella, dejándome expuesta la parte posterior de sus piernas. Me lancé a la carga y le hinqué la espada en una corva.
—¡Uaaaaaaa!
El hiperbóreo se dobló. Aguardé a que se volviera, pero se quedó congelado. Literalmente: se convirtió en un bloque de hielo. A partir del punto donde lo había ensartado, empezaron a surgir grietas por todo su cuerpo. Se hicieron cada vez más grandes y anchas y, finalmente, el gigante se desmoronó en una montaña de carámbanos azules.
—Gracias.—Annabeth hizo una mueca mientras trataba de recuperar el aliento—. ¿Y la cerda?
—Hecha chicharrón prensado.
—Fantástico—dijo, flexionando el hombro. Obviamente, todavía le molestaba la herida, pero al ver mi expresión puso los ojos en blanco—. Estoy bien, Percy. ¡Vamos! Aún quedan muchos enemigos.
Tenía razón. De la hora siguiente sólo tengo un recuerdo borroso. Luché como nunca había luchado, abriéndome paso entre legiones de dracaenae, eliminando a docenas de telekhines con cada mandoble, destruyendo empusas y dejando fuera de combate a los semidioses enemigos. Pero, por muchos que yo abatiera, muchos más venían a ocupar su puesto.
Annabeth y yo corríamos de una manzana a otra, tratando de apuntalar nuestras defensas. Muchos de nuestros amigos yacían malheridos por las calles, y muchos habían desaparecido.
Paso a paso, a medida que avanzaba la noche y la luna se elevaba en el firmamento, nos vimos forzados a ceder terreno hasta que por fin nos encontramos sólo a una manzana del Empire State en cualquiera de las direcciones. A cierta altura vi a Grover junto a mí, atizando en la cabeza a las mujeres-serpiente con su porra. Luego se perdió entre la multitud y fue Thalia la que se situó a mi lado, mientras ahuyentaba a los monstruos con su escudo mágico. La Señorita O'Leary surgió dando brincos de la nada, agarró entre sus fauces a un gigante lestrigón y lo lanzó por los aires como si fuera un frisbee. Annabeth usaba su gorra de invisibilidad para colarse tras las líneas enemigas. Cada vez que se desintegraba un monstruo con una mueca de sorpresa, sabía que Annabeth había pasado por allí.
Sin embargo, no era suficiente.
—¡Mantengan su posición!—gritó Katie Gardner desde algún punto situado a mi izquierda.
El problema era que nos faltaban efectivos para mantenernos firmes. La entrada del Olimpo quedaba a seis metros a mi espalda. Un semicírculo de semidioses, cazadoras y espíritus de la naturaleza defendían las puertas con bravura. Yo seguía repartiendo tajos y estocadas a mansalva, destruyendo todo lo que encontraba en mi camino, pero empezaba a estar agotado y, además, no podía multiplicarme ni estar en todas partes al mismo tiempo.
Al este, a unas manzanas por detrás de las tropas enemigas, empezó a destellar una luz muy potente. Creí que ya salía el sol, pero enseguida comprendí que era Crono, que venía hacia nosotros montado en su carro de oro. Una docena de gigantes lestrigones portaban antorchas delante. Dos hiperbóreos llevaban sus estandartes de color negro y morado. El señor de los titanes parecía fresco y descansado, con sus poderes en plena forma. No se daba prisa en su avance, como si quisiera dejar que me agotara.
Annabeth apareció a mi lado.
—¡Tenemos que retroceder hacia las puertas!—exclamó—. ¡Y defenderlas cueste lo que cueste!
Tenía razón. Estaba a punto de ordenar retirada cuando oí un cuerno de caza. Su sonido se impuso sobre el fragor de la batalla como una alarma de incendios. Y enseguida le respondió un coro de cuernos, cuyos ecos se propagaban en todas direcciones por las calles de Manhattan.
Miré a Thalia, pero ella se limitó a fruncir el entrecejo.
—Las cazadoras no son—me aseguró—. Estamos todas aquí.
—¿Quién, entonces?
Los cuernos de caza sonaron con más fuerza. No sabía de dónde venían a causa de los ecos, pero daba la impresión de que se aproximaba un ejército entero.
Me temí que fueran más enemigos, pero las fuerzas de Crono parecían tan desconcertadas como nosotros. Los gigantes bajaban embobados sus porras. Las dracaenae siseaban. Incluso la guardia de honor de Crono parecía un poco incómoda.
Entonces, a nuestra izquierda, un centenar de monstruos gritaron al unísono. Todo el flanco norte de Crono avanzó como en una oleada. Pensé que estábamos perdidos. Pero no atacaron. Cruzaron a todo correr nuestras líneas y fueron a chocar con sus compañeros situados al sur.
Un nuevo estruendo de cuernos de caza sacudió la noche, y el aire pareció estremecerse. En un movimiento fulgurante, como si hubiera surgido a la velocidad de la luz, apareció un cuerpo entero de caballería.
—¡Sí, chicos!—aulló una voz—. ¡¡Vamos de fiesta!!
Una lluvia de flechas trazó un arco por encima de nuestras cabezas y cayó sobre el enemigo, pulverizando a centenares de demonios. No eran flechas normales. Pasaban disparadas con un zumbido especial: algo como ¡ffzzzz! Algunas tenían molinetes adosados; otras, guantes de boxeo en la punta.
—¡Centauros! exclamó Annabeth.
El ejército de Ponis Juerguistas apareció allí en medio como una eclosión de colorido: camisetas teñidas, pelucas afro multicolores, gafas de sol gigantes y de marca con pinturas de guerra. Algunos tenían eslóganes garabateados en los flancos, del tipo "CABALLOS AL PODER" o "CRONO AL HOYO".
Había centenares de ellos inundando la manzana. Yo no conseguía procesar ni la mitad de lo que veía, pero tenía muy claro que si hubiera sido el enemigo, habría huido.
—Heh... los Húsares Alados siempre sí llegaron...
—¡Percy!—gritó Quirón entre aquella marea de centauros embravecidos. Llevaba una armadura de cintura para arriba y el arco en la mano, y sonreía satisfecho—. ¡Siento haberme retrasado!
—¡Chicos!—aulló otro centauro—. Dejad la charla para luego. ¡Ahora acabemos con esos monstruos!
Apuntó y cargó su pistola de pintura de dos cañones y roció de rosa chillón a un perro del infierno. La pintura debía de estar mezclada con polvo de bronce celestial, porque el monstruo soltó un gañido a las primeras salpicaduras y se disolvió en un charco negro y rosa.
—¡Ponis Juerguistas de Florida!—gritó un centauro.
Y desde el otro lado del campo de batalla, una voz gangosa le respondió:
—¡Sección de Texas!
—¡Batallón de Hawai!—gritó un tercero.
Fue lo más impresionante que había visto en mi vida. El ejército entero del titán dio media vuelta y salió huyendo, acosado por aquella legión armada con pistolas de pintura, flechas, espadas y bates de béisbol virtuales. Los centauros lo arrollaban todo a su paso.
—¡Dejad de correr, idiotas!—rugía Crono—. Mantened la posición y... ¡aggg!
Un gigante hiperbóreo había tropezado hacia atrás, derrumbándose sobre él. El señor del tiempo desapareció bajo un trasero azul gigantesco.
Los perseguimos varias manzanas hasta que Quirón gritó:
—¡Alto! ¡Me lo prometisteis, alto!
No fue nada fácil, pero finalmente la orden se transmitió entre las filas de los centauros y todos empezaron a retirarse, dejando que el enemigo huyera.
—Quirón sabe lo que hace—dijo Annabeth, secándose el sudor de la frente—. Si los perseguimos, acabaremos dispersándonos. Debemos reagruparnos.
—Pero el enemigo...
—No está derrotado—admitió—. Pero ya se aproxima el alba. Al menos hemos ganado tiempo.
No me hacía mucha gracia retirarme, pero sabía que tenía razón. Contemplé cómo se escabullía el último de los telekhines hacia el río Este. Luego di media vuelta de mala gana y desanduve el camino hacia el Empire State.
Establecimos un perímetro defensivo de dos manzanas, con el centro de mando en el Empire State. Quirón nos explicó que los Ponis Juerguistas habían enviado destacamentos de casi todos los estados: cuarenta de California, dos de Rhode Island, treinta de Illinois... En total, unos quinientos habían respondido a su llamada. Pero incluso con tan elevada cantidad de refuerzos, no podíamos defender más que unas cuantas manzanas.
—Jo, colega—comentaba un centauro llamado Larry (su camiseta lo identificaba como "JEFAZO SUPREMO Y AUTORIDAD MÁXIMA - SECCIÓN NUEVO MÉXICO")—. ¡Esto ha sido una pasada!, ¡mucho más divertido que nuestra última convención en Las Vegas!
—Sí—contestó Owen, de Dakota del Sur, que llevaba una chaqueta de cuero negro y un viejo casco de la Segunda Guerra Mundial—. ¡Los hemos machacado!
Quirón le dio unas palmaditas a Owen.
—Habéis estado magníficos, amigos míos, pero no os confiéis—le dijo—. Nunca hay que subestimar a Crono. Y ahora, ¿por qué no hacéis una visita al restaurante de la Treinta y tres Oeste y desayunáis un poco? Me han dicho que la sección de Delaware ha encontrado un alijo de cerveza de raíces.
—¡Cerveza de raíces!—exclamaron, y casi se tropezaron unos con otros al salir galopando.
Quirón sonrió. Annabeth le dio un fuerte abrazo y la Señorita O'Leary le lamió la cara.
—Ay—refunfuñó—. Ya está bien, perrita. Sí, yo también me alegro de verte.
—Gracias, Quirón—le dije—. Nos has salvado de una buena.
Él se encogió de hombros.
—Siento haberme demorado. Los centauros viajan deprisa, ya lo sabes: podemos imprimir una curvatura especial a la distancia mientras corremos. Pero no ha sido fácil reunirlos a todos. Estos ponis no son muy organizados, que digamos.
—¿Cómo atravesaron las defensas mágicas que rodean la ciudad?—preguntó Annabeth.
—Han ralentizado un poco nuestro avance—reconoció Quirón—, pero creo que están diseñadas sobre todo para mantener a raya a los mortales. Crono no quiere que un montón de insignificantes humanos interfieran en su gran victoria.
—Entonces tal vez puedan atravesar la barrera otros refuerzos—observé, esperanzado.
Quirón se atusó la barba.
—Quizá. Pero queda poco tiempo. En cuanto Crono reagrupe a sus fuerzas, atacará de nuevo. Y sin el elemento sorpresa de nuestro lado...
Comprendí lo que quería decir. Crono no estaba vencido, ni mucho menos. Había albergado vagamente la esperanza de que hubiese sido aplastado bajo el peso del gigante hiperbóreo, pero en realidad sabía que no era así. Volvería a la carga. Aquella noche a más tardar.
—¿Y Tifón?—pregunté.
El rostro de Quirón se ensombreció.
—Los dioses se están agotando—murmuró—. Dioniso quedó ayer fuera de combate. Tifón aplastó su carro y el dios del vino cayó por la zona de los Apalaches. Nadie ha vuelto a verlo desde entonces. Hefesto también está noqueado. Salió despedido con tal fuerza del campo de batalla que creó un nuevo lago en Virginia Occidental. Se curará, pero no a tiempo para echar una mano. Los demás siguen luchando. Han conseguido retrasar el avance de Tifón, pero no hay manera de parar a ese monstruo. Llegará a Nueva York mañana a estas horas. Y una vez que combine sus fuerzas con las de Crono...
—¿Qué vamos hacer?—pregunté—. No podremos resistir otro día.
—Tenemos que hacerlo—repuso Thalia—. Me encargaré de poner nuevas trampas alrededor del perímetro.
Se la veía exhausta. Tenía la chaqueta manchada de mugre y polvo de monstruo, pero todavía se mantenía en pie y se alejó con paso vacilante.
—Le echaré una mano—decidió Quirón—. Y voy a asegurarme de que mis hermanos no se pasen de la raya con la cerveza.
Iba a decirle que "pasarse de la raya" era la especialidad de los Ponis Juerguistas, pero él ya se había puesto en marcha a medio galope, dejándonos solos a Annabeth y a mí.
Ella estaba limpiando su cuchillo con esmero. La había visto cientos de veces haciéndolo, pero nunca me había preguntado por qué le importaba tanto conservarlo.
—Al menos tu madre está bien—dije.
—Suponiendo que luchar a la desesperada con Tifón sea estar bien—me miró a los ojos—. Percy, incluso con la ayuda de los centauros, empiezo a pensar...
—Ya.—Tenía el presentimiento de que aquélla podía ser nuestra última ocasión para charlar, y sentía que había millones de cosas que no le había contado—. Escucha, Hestia me mostró ciertas... visiones.
—¿De Luke, quieres decir?
A lo mejor era sólo una suposición, pero me daba la impresión de que Annabeth sabía lo que yo me había estado guardando. Quizá también ella había tenido sueños por su parte.
—Sí—dije—. De ti, Thalia y Luke. Del día en que se conocieron. Y de cuando se encontraron con Hermes.
Volvió a deslizar el cuchillo en su vaina.
—Luke prometió que nunca permitiría que me hiciesen daño. Dijo que formaríamos una nueva familia y que funcionaría mejor que la suya.
Su expresión me recordó a la niña de siete años del callejón: furiosa, despavorida y desesperada por encontrar un amigo.
—Hablé antes con Thalia—dije—. Tememos...
—Que yo no pueda hacerle frente a Luke—remató con tristeza.
Asentí.
—Pero hay otra cosa que debes saber. Ethan Nakamura parece creer que Luke sigue vivo en el interior de su cuerpo: que está forcejeando incluso con Crono para recuperar el control.
Annabeth intentó disimular, pero ya la veía barajando posibilidades mentalmente, tal vez acariciando cierta esperanza.
—No quería contártelo—reconocí—. "El aspecto exterior pregona muchas veces la condición interior del hombre"
Ella alzó la vista hacia el Empire State.
—Percy, durante gran parte de mi vida me sentí como si todo cambiara continuamente. No tenía a nadie en quien confiar.
Asentí. Eso lo habrían entendido la mayoría de los semidioses.
—Me fugué a los siete años—prosiguió—. Luego creí haber encontrado una familia en Luke y Thalia, pero casi enseguida se vino abajo. Lo que quiero decir... es que no soporto que la gente me decepcione ni que las cosas sean sólo temporales. Es por eso, me parece, por lo que quiero ser arquitecto.
—Para construir algo permanente—dije—. Un monumento que dure mil a ños.
Ella me sostuvo la mirada.
—Supongo que suena como mi defecto fatídico.
Años atrás, en el Mar de los Monstruos, Annabeth me había dicho que su mayor defecto era el orgullo: creer que ella podía arreglarlo todo. Yo había vislumbrado su deseo más profundo cuando las sirenas se lo habían mostrado con su magia. Annabeth se había imaginado a su madre y su padre juntos, frente a un Manhattan reconstruido y diseñado por ella. Y Luke aparecía también: regenerado y dándole la bienvenida a casa, por no mencionar que por allí estaba yo tambien.
—Creo que comprendo lo que sientes—le dije—. Pero Thalia tiene razón. Luke te ha traicionado ya muchas veces. Era malvado incluso antes de Crono. No quiero que te lastime más.
Annabeth frunció los labios. Me di cuenta de que estaba esforzándose para no enfadarse.
—Comprenderás también que conserve la esperanza de que te equivoques—repuso.
Desvié la mirada.
"Hay para mí más peligro en tus ojos que en afrontar veinte espadas desnudas"—pensé. Me parecía que ya había hecho todo lo posible, pero eso no me hacía sentir mejor.
Al otro lado de la calle, la cabaña de Apolo había montado un hospital de campaña para atender a los heridos: docenas de campistas y un número no mucho menor de cazadoras. Contemplé a los médicos trabajando y pensé en nuestras escasas posibilidades de mantener a salvo el monte Olimpo...
Y de repente, ya no estaba allí.
Me encontré en un lóbrego bar de paredes negras, lleno de rótulos de neón y adultos de juerga. Sobre la barra había un cartel que rezaba: "FELIZ CUMPLEAÑOS, BOBBY EARL". Por los altavoces sonaba música country. El local estaba abarrotado de tipos fornidos con tejanos y camisas a cuadros. Las camareras pasaban con bandejas de bebidas y se hablaban a gritos. En fin, era exactamente el tipo de antro al que mi madre no me habría dejado ir.
Me encontraba apretujado en la parte trasera del local, al lado de los baños (que no olían muy bien) y de un par de máquinas recreativas del año de Maricastaña.
—Ah, vaya, estás aquí—me dijo el hombre que jugaba con una de las máquinas—. Yo tomaré una Coca-Cola Light.
Era un tipo regordete con una camisa hawaiana de leopardo, shorts morados, zapatillas de deporte rojas y calcetines negros. Todo lo cual no le ayudaba a pasar desapercibido. Tenía la nariz roja como un tomate y un vendaje alrededor de la frente, ciñendo su ensortijado pelo negro, como si se estuviera recuperando de una conmoción cerebral.
Parpadeé con incredulidad.
—¿Señor D?
Él suspiró sin apartar la vista del juego.
—La verdad, Peter Johnson—contestó—, ¿cuánto tiempo necesitas para reconocerme a simple vista?
—Más o menos el mismo que a usted para recordar mi nombre—mascullé—. ¿Dónde estamos?
—En la fiesta de cumpleaños de Bobby Earl—dijo Dioniso—. En algún punto encantador de la América rural.
—Creía que Tifón lo había mandado a la estratosfera. Dicen que tuvo que hacer un aterrizaje forzoso.
—Tu interés me conmueve. Tuve un aterrizaje accidentado, sí. Muy doloroso. De hecho, una parte de mí sigue enterrada bajo treinta metros de escombros en una mina de carbón abandonada. Pasarán muchas horas aún antes de que reúna la energía suficiente para remendarme. Pero, entretanto, una parte de mi conciencia está aquí.
—En un bar, jugando una partida de Pac-man.
—A tiempo parcial—precisó Dioniso—. Seguro que ya lo sabes. Allí donde se monta una fiesta, donde hay locura o tragedia, mi presencia es invocada. Por este motivo, tengo la capacidad de existir en muchos lugares a la vez. El único problema ha sido encontrar una buena fiesta. No sé si te haces una idea de lo seria que se ha puesto la cosa fuera de la pequeña y tranquila burbuja de Nueva York...
"¿Pequeña y tranquila?".
—... pero créeme, los mortales del corazón del país están despavoridos. Tifón los tiene aterrorizados. Muy pocos se animan a montar una fiesta. Bobby Earl y sus amigos, benditos sean, son un poco cortos de entendederas. Todavía no han captado que se acerca el fin del mundo.
—Entonces... ¿yo no estoy aquí realmente?
—No. En un momento te enviaré de vuelta a tu insignificante vida normal, y será como si nada hubiera sucedido.
—¿Y para qué me ha traído aquí?
Dioniso resopló con desdén.
—Ah, no te quería a ti en particular. Me servía cualquier héroe de pacotilla. Como esa chica, Annie...
—Annabeth.
—La cuestión—prosiguió— es que te he invitado a esta fiesta para hacerte una advertencia. Estamos en peligro.
—Vaya—dije—. Nunca me lo habría imaginado. Gracias.
Me miró furioso y se olvidó por un instante del juego. Su Pac-man fue devorado por el fantasma rojo.
—¡Erre es korakas, Blinky!—maldijo en griego—. ¡Te arrancaré el alma!
—Hum... es un personaje de videojuego—apunté.
—¡Eso no es excusa! ¡Y me estás arruinando la partida, Jorgenson!
—Jackson.
—Como sea. Ahora escucha: la situación es más grave de lo que imaginas. Si cae el Olimpo, no sólo se desvanecerán los dioses, sino que todo lo que tiene que ver con nuestro legado empezará a deshacerse. Los cimientos mismos de vuestra raquítica civilización.
La máquina emitió una musiquilla y el señor D pasó al nivel 254.—¡Ja!—gritó—. ¡Chúpate esa, demonio pixelado!
—Hum... los cimientos de la civilización—lo animé a proseguir.
—Sí, sí. Vuestra sociedad entera se disolverá. Quizá no de inmediato, pero recuerda mis palabras: el caos de los titanes significará el fin de la civilización occidental. El arte, la ley, la cata de vinos, la música, los videojuegos, las camisas de seda, los cuadros sobre terciopelo... ¡Todas aquellas cosas por las que merecía la pena vivir desaparecerán!
—¿Y por qué no vuelven los dioses corriendo para ayudarnos?—dije—. Deberíamos unir nuestras fuerzas en el Olimpo. Olvidémonos de Tifón.
Dioniso chasqueó los dedos con impaciencia.
—Te has olvidado de mi Coca Light.
—¡Es usted insufrible, por los dioses!
Llamé la atención de una camarera y pedí su estúpido refresco. Lo apunté en la cuenta de Bobby Earl.
El señor D bebió un buen trago sin apartar los ojos del videojuego.
—La verdad, Pierre...
—Percy...
—... los demás dioses nunca lo reconocerían, pero necesitamos a los mortales para preservar el Olimpo. Al fin y al cabo, somos manifestaciones de vuestra cultura. Si no tenéis el interés suficiente para querer salvar el Olimpo vosotros mismos...
—Como Pan dije—, que ha dejado en manos de los sátiros la misión de salvar la Naturaleza.
—Sí, exacto. Negaré que lo haya dicho, claro, pero los dioses necesitan a los héroes. Siempre los han necesitado. De lo contrario, no os preservaríamos con tanto cuidado, pandilla de impertinentes mocosos.
—Me siento muy querido. Gracias.
—Utilizad el entrenamiento que os he dado en el campamento.
—¿Qué entrenamiento?
—Ya me entiendes. Todas esas técnicas de los héroes y... ¡No! —Le dio un porrazo a la máquina—. Na pari i eychi! ¡El último nivel!—Me miró con un centelleo morado en los ojos—. Según recuerdo, una vez predije que te volverías tan egoísta como todos los héroes humanos. Bueno, ahora tienes la ocasión de demostrar que me equivocaba.
—Sí, claro. Como si llevarle la contraria ocupara un lugar preferente en mis prioridades.
—¡Debes salvar el Olimpo, Pedro! Deja a Tifón para los olímpicos y salva la sede de nuestro poder. ¡Debes hacerlo!
—Fantástico. Una charla muy agradable. Y ahora, si no le importa, mis amigos se estarán preguntando...
—Hay más aún—me advirtió—. Crono no ha alcanzado todavía la plenitud de su poder. El cuerpo del mortal era sólo un instrumento provisional.
—Ya lo suponíamos.
—¿También sabíais que, dentro de un día como máximo, Crono abrasará ese cuerpo mortal y adoptará la verdadera forma del rey de los titanes?
—Lo cual significaría...
Dioniso insertó otra moneda.
—Ya sabes lo que pasa con la auténtica forma de los dioses.
—Sí. Que no puedes mirarlos sin desintegrarte.
—Crono será diez veces más poderoso. Su sola presencia te convertirá en cenizas. Y cuando lo consiga, reforzará también el poder de los demás titanes. Son muy débiles ahora si se compara con el estado que asumirán enseguida, a menos que puedas detenerlos. El mundo se vendrá abajo, los dioses morirán y yo nunca obtendré una buena puntuación con esta estúpida máquina.
Tendría que haberme sentido aterrorizado, pero la verdad es que ya había alcanzado mi nivel máximo de pavor.
—¿Puedo irme?—dije.
—Una última cosa. Mi hijo Pólux. ¿Está vivo?
Parpadeé.
—La última vez que lo vi, sí—contesté.
—Te lo agradecería mucho si pudieras mantenerlo en ese estado. Perdí a su hermano Castor hace un año...
—Lo recuerdo.—Lo miré fijamente, tratando de asimilar la idea de que Dioniso podía ser un padre cariñoso. Me pregunté cuántos dioses olímpicos aparte de él estarían pensando en sus hijos semidioses en ese mismo momento—. Haré todo lo que pueda.
—Lo que puedas...—murmuró Dioniso—. Qué tranquilizador. Vete ya. Vas a tener que vértelas con algunas sorpresas desagradables. Y yo he de derrotar a Blinky.
—¿Sorpresas desagradables?
Agitó una mano y el bar desapareció.
Me encontré de nuevo en la Quinta Avenida. Annabeth no se había movido de su sitio. Tampoco mostró el menor indicio de que yo hubiera desaparecido o algo así.
Me sorprendió mirándola fijamente y frunció el entrecejo.
—¿Qué?—preguntó.
—Eh... no, nada.
Oteé la avenida, preguntándome qué habría querido decir el señor D con "sorpresas desagradables". ¿Podían empeorar las cosas todavía?
Me fijé en un auto azul hecho polvo, con el capó abollado de mala manera, como si hubieran pretendido hundirlo a martillazos. Sentí un hormigueo ¿De qué me sonaba aquel coche? Entonces caí en la cuenta de que era el Prius. El Prius de Paul.
Salí disparado calle abajo.
—¡Percy!—gritó Annabeth—. ¿Adónde vas?
Paul estaba desmayado al volante. Mi madre roncaba a su lado. Me quedé helado. ¿Cómo no los había visto antes? Llevaban más de un día allí, en medio del tráfico inmóvil y con la batalla librándose furiosamente alrededor, y yo ni siquiera me había fijado.
—Debieron... debieron de ver aquellas luces azules en el cielo.—Tironeé con furia de las puertas, arrancándolas—. Tengo que sacarlos.
—Percy—dijo Annabeth con suavidad.
—¡No puedo dejarlos aquí en medio!—Me estaba poniendo histérico. Golpeé el parabrisas—. Tengo que llevármelos. Tengo...
—Percy... espera un momento.—Annabeth llamó con gestos a Quirón, que estaba hablando con unos centauros en la esquina—. Empujaremos el coche hacia una calle lateral, ¿vale? No va a ocurrirles nada.
Me temblaban las manos. Después de todo lo que había pasado en los últimos días me sentía débil y atontado, pero al ver a mis padres allí me entraron ganas de echarme a llorar.
Quirón se acercó al galope.
—¿Qué...? Ay, cielos. Ya veo.
—Seguro que iban a buscarme—dije—. Mi madre debió de olerse que algo andaba mal.
—Es lo más probable—dijo Quirón—. Pero no les va a pasar nada, Percy. Lo mejor que podemos hacer es concentrarnos en nuestra misión.
Entonces reparé en algo que había en el asiento trasero y di un respingo. Detrás de mi madre, y sujeta con el cinturón de seguridad, estaba aquella jarra griega de casi un metro de altura. Tenía la tapa asegurada con una correa de cuero.
—No puede ser—mascullé.
Annabeth puso la mano en la ventanilla.
—¿Cómo es posible?—preguntó—. ¿No la habías dejado en el Plaza?
—A buen recaudo en la caja fuerte—asentí.
Quirón vio la jarra y abrió los ojos como platos.
—No será...
—Sí. La jarra de Pandora—asentí.
Le conté mi encuentro con Prometeo.
—Entonces la jarra es tuya—razonó Quirón, consternado—. Te seguirá a todas partes, tentándote para que la abras, sin importar dónde la hayas guardado. Y se te aparecerá cuando más débil te encuentres.
"Como ahora"—pensé, mirando a mis padres indefensos.
Me imaginé la sonrisa de Prometeo, siempre tan ansioso por ayudarnos a los pobres mortales. "Abandona toda esperanza, y yo sabré que te has rendido. Prometo que Crono será clemente".
—Pongamos el auto en neutral—dije— y saquémoslo de en medio. Y llevemos esa estúpida jarra al Olimpo.
Quirón asintió.
—Buena idea. Pero, Percy...—Se interrumpió bruscamente. A lo lejos sonaba el tableteo de un helicóptero que parecía acercarse.
En una mañana normal de lunes en Nueva York, aquel sonido no habría tenido nada de particular. Pero tras dos días de silencio, un helicóptero mortal parecía la cosa más extraña que hubiera oído en mi vida. Unas manzanas más al este, el ejército de monstruos empezó a soltar gritos y abucheos en cuanto el aparato se hizo visible. Era un modelo civil rojo oscuro, con un logo verde—GED—pintado en un lado. Las letras de debajo eran demasiado pequeñas para leerlas, pero yo sabía lo que ponía: "GRUPO EMPRESARIAL DARE".
Me quedé sin habla. Miré a Annabeth y advertí que también había reconocido el logo. Estaba más roja que el helicóptero.
—¿Qué demonios hace ella aquí?—me preguntó—. ¿Y cómo atravesó la barrera?
—¿Quién?—dijo Quirón, perplejo—. ¿Qué mortal estaría tan loco...?
De repente, el morro del helicóptero perdió altura.
—¡El hechizo de Morfeo!—exclamó Quirón—. El idiota del piloto se ha dormido.
Miré horrorizado cómo el aparato se escoraba y caía hacia unos edificios de oficinas. Aun suponiendo que no se estrellara, seguramente los dioses del viento lo expulsarían de los cielos por acercarse tanto al Empire State.
Estaba demasiado paralizado para moverme, pero Annabeth llamó a Guido de un silbido y el pegaso bajó en picado como surgido de la nada.
"¿Ha pedido un caballo espectacular?"—dijo.
—Vamos, Percy—refunfuñó Annabeth—. Tenemos que salvar a tu "amiguita".
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