Vista Clara:
Navegué en silencio por varias horas, sin hacer o decir nada. Limitándome a mirar el cielo y respirar profundamente para calmar mis nervios.
—¿Podemos hablar?—dije al aire, esperando ser escuchado.
Durante unos minutos sólo hubo silencio. Luego, la brillante figura de Zoë se manifestó junto a mí, sentada en la balsa abrazándose las rodillas.
"No hay nada de qué hablar"—murmuró.
Inhalé a conciencia, tratando de atenuar mi inquietud.
—Lo siento mucho—seguí de cualquier modo—. Dije cosas que no debí. Cosas que no creo. Estaba furioso, pero eso no justifica el haberte tratado como lo hice.
Ella miró al horizonte, sus pensamientos eran tan confusos como los míos.
"Yo también me disculpo"—dijo, finalmente—. "De igual forma, me arrepiento de mis palabras. Realmente creo que tu hambre de justicia es genuina, y deseo permanecer a tu lado para ayudarte a cumplir con tu objetivo"
Saqué a Contracorriente de mi bolsillo y me le quedé viendo en su forma de bolígrafo.
—Estabas sensible por lo de tu hermana—entendí—. No debí seguir empujando...
"Y yo debí haberos contado lo que sucedía, en lugar de arremeter en contra por tu ignorancia"
—Así pues, ¿amigos?
Me sonrió con cansancio.
"Por supuesto"
—Y... ¿no tenemos que volver a mencionar jamas el...?
"Definitivamente no"
—Sólo fue fruto del momento.
"Una liberación de estrés acumulado por medio del contacto físico"
—Perfectamente natural para el ser humano.
"Sin sentimientos románticos involucrados"
—Química cerebral pura y dura.
Nos reímos, pues supimos que teníamos razón. Compartíamos un mismo corazón, nuestras almas se habían hecho una, veíamos en el interior del otro.
Era paradójico, pues aunque peleásemos entre nosotros, seguíamos siendo nuestra única compañía constante, literalmente éramos el amigo más cercano del otro.
"Entonces, ¿qué planeas hacer ahora?"
—¿Respecto al Laberinto?
"Respeto a Annabeth"
Me quedé en blanco por un momento.
—Pues... no lo sé—admití—. A ella no le va a gustar ni un poco el enterarse de dónde fuimos a parar, y le gustará aún menos lo que tenemos que hacer para continuar con la misión.
"Peeeero..."
—Pero creó que si he de hacer algo... debe ser ahora.
"¡Eso es lo que quería oír!"
Negué con la cabeza, divertido.
—Eres imposible...
"Te lo agradesco"
Unas horas más tarde, la balsa me depositó en la playa del Campamento Mestizo. No tengo la menor idea de cómo llegué allí. En algún punto, el agua del lago se convirtió en agua marina. Las costas tan familiares de Long Island se dibujaron en el horizonte y un par de tiburones blancos salieron a la superficie y amistosamente me empujaron hasta la playa.
Cuando toqué tierra, el campamento parecía desierto. Era media tarde, pero en el campo de tiro al arco no había nadie. El muro de escalada seguía rugiendo y arrojando lava para nadie. En el pabellón, nada. Las cabañas, vacías... Entonces reparé en una columna de humo que se elevaba del anfiteatro. Demasiado temprano para una fogata. Y no creía que estuvieran asando malvaviscos. Corrí hacia allá.
Aún no había llegado, cuando oí que Quirón hacía un anuncio. Al comprender lo que decía, me detuve en seco.
—... aceptar que ha muerto—expuso—. Después de un silencio tan largo, no es probable que nuestras plegarias sean atendidas. Le he pedido a su mejor amiga que haga los honores finales.
Llegué a la parte trasera del anfiteatro. Nadie reparó en mí. Todos me daban la espalda y miraban a Annabeth, que tomó un largo sudario de seda verde con un tridente bordado y le prendió fuego. Estaban quemando mi sudario.
Ella volvió su rostro hacia la audiencia. Tenía los ojos hinchados de llorar, pero acertó a decir:
—Era seguramente el amigo más valeroso que he tenido. Él...—Entonces me vio— . ¡Está allí!
Todas las cabezas se volvieron. La gente sofocó un grito.
—¡Percy!—exclamó Beckendorf con una gran sonrisa. Un montón de chavales me rodearon y empezaron a darme palmadas en la espalda. Clarisse se limitó a darme un puñetazo en el estómago, como si no pudiese creer que yo hubiera tenido la cara dura de sobrevivir. Quirón se acercó a medio galope y todos le abrieron paso.
—Bueno—dijo con un suspiro de alivio—. Creo que nunca me había alegrado tanto al ver regresar a un campista. Pero tienes que contarme...
—¿Dónde has estado?—lo interrumpió Annabeth, apartando a los demás campistas. Creí que iba a darme un puñetazo, pero lo que hizo fue abrazarme con tal fuerza que casi me rompió las costillas. Los demás enmudecieron. Ella pareció darse cuenta de que estaba haciendo una escena y se separó de mí—. Yo... ¡pensábamos que habías muerto, sesos de alga!
—Lo siento—dije—. Me perdí.
—¡¿Que te perdiste?!—aulló—. ¡¿Dos semanas?! ¡¿Dónde demonios...?!
—Annabeth—la interrumpió Quirón—. Quizá deberíamos discutir esto en privado, ¿no crees? Los demás, regresad a vuestras ocupaciones.
Sin darnos tiempo a protestar siquiera, nos agarró a Annabeth y a mí con la misma facilidad que si fuéramos dos gatitos, nos colocó sobre su lomo y nos llevó al galope hacia la Casa Grande.
Les expliqué cómo había provocado la explosión en el monte Saint Helens y cómo había salido disparado del volcán. Les conté, fallándome la voz, de mi estadía en Ogigia (omití el incidente con Zoë) y cómo más tarde Hefesto me había encontrado y me había indicado cómo partir. Y que una balsa mágica me había llevado hasta el campamento.
—Has estado desaparecido dos semanas.—Ahora Annabeth hablaba con voz más firme, un tanto dura, pero aún se la veía conmocionada—. Cuando oí la explosión, pensé...
—Ya, lo siento. Pero te prometí que regresaría, ¿no es así?—asentí—. Además ya he averiguado cómo cruzar el laberinto. Hablé con Hefesto.
—¿Te dio él la clave?
—Bueno, vino a confirmar lo que ya nos temíamos. Ahora lo entiendo.
Annabeth se quedó boquiabierta, definitivamente no le agradaba la idea.
—¡Eso es una locura, Percy!
Quirón se arrellanó en su silla de ruedas y se acarició la barba.
—Exactamente, ¿cuál es la solución de la que hablas?
—Un simple humano—expliqué—. Pero, uno con Vista Clara.
Me miró, intrigado.
—Cómo dije—intervino Annabeth—. Una locura.
—Hay un precedente, no obstante. Teseo contó con la ayuda de Ariadna.
—Pero esta búsqueda es mía—protestó Annabeth—. He de dirigirla yo.
Quirón parecía incómodo.
—Querida, la búsqueda es tuya, pero necesitas ayuda.
—¿Y se supone que eso va a representar una ayuda? ¡Por favor! Es un error. Es cobarde. Es...
—Cuesta tener que admitir que necesitamos la ayuda de un mortal—admití—. Pero es cierto.
Annabeth me lanzó una mirada fulminante.
—¡Eres la persona más odiosa que he conocido!—dijo, y salió de la habitación hecha una furia.
Me quedé mirando la puerta. Tenía ganas de romper algo de un puñetazo.
—¡Ya ves de qué me ha servido ser el amigo más valeroso que ha tenido!
—Ya se calmará—aseguró Quirón—. Está celosa, chico.
—Créeme, lo sé—suspiré—. Tengo que hacer algo al respecto...
Quirón rió entre dientes.
—No le ha gustado enterarse de dónde te quedaste aislado.
Lo miré a los ojos y comprendí que había adivinado mis verdaderas intenciones. Es difícil ocultarle algo a un tipo que lleva tres mil años entrenando a héroes. Ya lo ha visto prácticamente todo.
—¿Debería decírselo ahora?—pregunté.
—No vamos a ocuparnos de tus preferencias—dijo, aunque con un brillo suspicaz en los ojos—. Has vuelto y eso es lo que importa.
—Díselo a Annabeth.
Quirón sonrió.
—Por la mañana haré que Argos os lleve a los dos a Manhattan. Podrías parar un momento para ver a tu madre, Percy. Está muy... trastornada, lógicamente.
El corazón me dio un brinco. Durante todo aquel tiempo en la isla de Calipso ni siquiera se me había ocurrido pensar en lo que sentiría mi madre. Sin duda, creería que había muerto. Debía de estar destrozada. ¿Qué me pasaba? ¿Cómo no se me había ocurrido pensar en eso siquiera?
—Quirón—dije—, ¿qué hay de Grover y Tyson? Tú crees...
—No lo sé, muchacho.—Miró fijamente la chimenea vacía—. Enebro está muy afectada. Todas sus ramas se han vuelto amarillas. El Consejo de los Sabios Ungulados ha revocado in absentia el permiso de buscador de Grover. Aun suponiendo que regrese vivo, lo condenarán a un exilio vergonzoso.—Suspiró—. Grover y Tyson tienen muchos recursos, sin embargo. Todavía podemos albergar esperanzas.
—No debería haber permitido que se fueran.
—Grover tiene su propio destino y Tyson fue lo bastante valiente para seguirlo. Si Grover corriera un peligro mortal lo sabrías, ¿no crees?
—Supongo. La conexión por empatía. Pero...
—He de contarte otra cosa, Percy. En realidad, dos cosas desagradables.
—Genial.
—Chris Rodríguez, nuestro invitado...
Recordé lo que había visto en el sótano, cuando vi a Clarisse habiéndole mientras él no paraba de farfullar incoherencias sobre el laberinto.
—¿Ha muerto?
—Aún no—respondió Quirón con gravedad—. Pero está mucho peor. Lo hemos trasladado a la enfermería; no le quedan fuerzas para moverse. Tuve que ordenar a Clarisse que regresara a sus actividades normales, porque se pasaba el día junto a su cabecera. El enfermo no responde a ningún tratamiento. No acepta comida ni bebida. Ninguna de mis medicinas le ha servido. Ha perdido las ganas de vivir, sencillamente.
Me estremecí, me sentía fatal por ella. Había tratado de ayudarlo con todas sus fuerzas. Pero ahora que habíamos estado en el Laberinto comprendía por qué al fantasma de Minos le había resultado tan fácil volver loco a Chris. Si yo hubiera vagado solo por aquellos túneles sin ningún amigo que me ayudara, nunca habría salido de allí.
—Lamento decir que la otra noticia es aún más desagradable—continuó Quirón— . Quintus ha desaparecido.
—¿Que ha desaparecido? ¿Cómo?
—Hace tres noches entró en el Laberinto. Enebro lo vio. Parece que tenías razón sobre él.
—Es un espía de Luke.—Le hablé del Rancho Triple G y le conté que Quintus había comprado sus escorpiones allí y que Gerión se había dedicado a proporcionar suministros al ejército de Crono—. No puede ser una coincidencia.
Quirón respiró hondo.
—¡Cuántas traiciones! Confiaba en que Quintus demostraría ser un amigo. Por lo visto, me equivocaba.
—¿Y la Señorita O'Leary?—pregunté.
—El perro del infierno sigue en el ruedo de arena. No deja que se acerque nadie. No tuve valor para encerrarla en una jaula... ni para sacrificarla.
—Quintus no la habría dejado así como así.
—Como te he dicho, Percy, por lo visto nos equivocamos con él. Y ahora deberías prepararte para mañana. Os queda aún mucho que hacer a ti y a Annabeth.
Lo dejé en su silla de ruedas, contemplando con tristeza la chimenea. Me pregunté cuántas veces habría permanecido allí sentado, esperando la vuelta de unos héroes que jamás habrían de regresar.
Antes de la cena, me pasé un momento por la arena. La Señorita O'Leary, en efecto, estaba allí acurrucada, como una montaña negra y peluda, masticando con desgana la cabeza de un maniquí de combate.
En cuanto me vio se puso a ladrarme y se me acercó dando saltos. Creí que era hombre muerto. Sólo me dio tiempo a decir "¡Vaya!" antes de que me tirase al suelo y empezara a lamerme la cara. Normalmente, siendo como soy el hijo de Poseidón, yo sólo me mojo si quiero, pero mis poderes al parecer no incluían la saliva de perro, porque me quedé completamente bañado en babas.
—¡Vaya, chica!—grité—. No puedo respirar. ¡Deja que me levante!
Finalmente, logré quitármela de encima. Le rasqué las orejas y le di una gigantesca galleta para perros.
—¿Dónde está tu amo?—le pregunté—. ¿Cómo es que te dejó aquí?, ¿eh?
Ella lloriqueó, como si también le hubiera gustado saberlo. Estaba dispuesto a creer que Quintus era un enemigo, pero aún no acababa de comprender por qué había dejado allí a la Señorita O'Leary. Si de algo estaba convencido era de que su mega perra le importaba de verdad.
Estaba pensando en ello y secándome las babas de la cara cuando oí la voz de una chica:
—Tienes suerte de que no te haya arrancado la cabeza.
Era Clarisse, que estaba al otro lado del ruedo con su espada y su escudo.
—Vine a practicar ayer—gruñó— y trató de morderme.
—Es una perra inteligente—comenté.
—Qué gracioso.
Se acercó a nosotros. La Señorita O'Leary soltó un gruñido, pero le di unas palmaditas en la cabeza y la calmé.
—Ese estúpido perro del infierno—masculló Clarisse— no va a impedirme que practique.
—Me he enterado de lo de Chris—dije—. Lo siento.
Clarisse dio unos pasos por la arena. Al pasar junto al maniquí más cercano, lo atacó con crueldad, le arrancó la cabeza de un tajo y le atravesó las tripas con la espada. Luego sacó el arma y continuó caminando.
—Ya, bueno, a veces las cosas salen mal.—Le temblaba la voz—. Los héroes quedan malheridos. Se... se mueren y los monstruos, en cambio, regresan una y otra vez.
Tomó una jabalina y la lanzó al otro extremo del ruedo. Fue a clavarse en otro maniquí, justo entre los dos orificios para los ojos del casco.
Había llamado héroe a Chris, como si nunca se hubiera pasado al bando del titán. Me recordó el modo que a veces tenía Annabeth de hablar de Luke. Decidí no mencionar el tema.
—Chris era valiente—dije—. Espero que se mejore.
Me lanzó una mirada furiosa, como si yo fuera su próxima diana. La Señorita O'Leary gruñó.
—Hazme un favor—murmuró Clarisse.
—Sí, claro.
—Si encuentras a Dédalo, no te fíes de él. No le pidas ayuda. Mátalo, simplemente.
—Clarisse...
—Porque una persona capaz de construir una cosa como el laberinto... es la maldad en persona. La maldad sin más.
Por un instante me recordó a Euritión, el pastor, que no dejaba de ser un hermanastro suyo, aunque muchísimo más viejo. Ella también tenía una expresión muy dura en los ojos, como si la hubiesen utilizado durante los últimos dos mil años y ya estuviera harta. Envainó la espada.
—Se acabaron las prácticas. A partir de ahora va en serio.
Antes de la hora de dormir, me dirigí a la cabaña de Atenea para cumplir con una ultima tarea.
—Ella no quiere verte—dijo Malcom, nada más abrir la puerta.
—Es importante—aseguré—. Es sobre la misión.
Él me estudio detenidamente, como si no me creyese del todo. Suspiró.
—Dame un minutó.
Cerró la puerta y pasó un minuto. Luego Annabeth se asomó por el umbral.
—Más vale que sea importante—dijo, con cierta frialdad.
—Créeme—respondí, haciendo esfuerzos por sonreír—. Lo es.
Caminamos en silencio hasta llegar a la playa, en donde me derrumbé sin pensarlo en la arena.
—¿Podemos hablar sobre lo que sucedió antes?
Frunció el ceño.
—No hay nada de lo que hablar—gruñó—. Tu idea es...
—No de eso—aseguré—. Quiero decir, en el Saint Helens.
Se ruborizó.
—M-mira, yo... yo no—trató de articular palabra—. L-lo siento, ¿de acuerdo? Me equivoqué. Estaba asustada y...
Me incliné sobre ella y la besé, dejando que sus palabras muriesen en el acto.
—No estoy molesto, si eso es lo que crees—le sonreí al separarnos. La tomé de las manos—. Simplemente... quería ver si entendí bien tus señales, listilla.
La ira en su mirada se despejó, lo que era una buena señal para mí.
—Para tener el cerebro lleno de algas... al menos una cosa lograste entender.
Se adelantó para intentar besarme de nuevo, pero me aparté, dandole un suave apretón en las manos.
—Annabeth, yo... necesito saber si crees que esto realmente puede funcionar—le dije—. Sabes que siempre estoy del lado de la justicia... pero no me parece muy justo para ti el que yo inicie una relación contigo, a sabiendas de que lo más probable es que muera dentro de no mucho...
Ella negó con la cabeza.
—Encontraremos una solución—prometió—. Yo... realmente creo que puede funcionar. Podemos hacer que lo haga. Hemos viajado por el Érebo, el Mar de los Monstruos y el Laberinto de Dédalo... ¿qué tan difícil puede ser una relación de pareja?
La miré a los ojos.
—¿Estás segura?
Me sonrió, y sus orbes grises relucieron con determinación.
—Como "aliado de la justicia" tendrías que entender que también es justo que seas feliz—me dijo—. Te lo mereces. Yo quiero esto, y si tú también lo quieres... ¿entonces por qué no intentar?
Nos dimos un último beso.
—Entonces, te veo mañana a primera hora—le dije, sintiendo mi corazón latir a mil por hora.
Ella asintió.
—Claro, esperemos que no te equivoques con tu solución...
Esa noche dormí en mi propia litera y, por primera vez desde hacía semanas, desde que había despertado en la isla de Calipso, los sueños volvieron a encontrarme.
Me hallaba en la corte de un rey: una espaciosa sala blanca en la que destacaban unas columnas de mármol y un trono de madera en el que se sentaba un tipo rollizo con el pelo rizado y rojizo, tocado por una corona de laurel. Había tres chicas a su lado que parecían sus hijas, todas pelirrojas como él y con túnicas azules.
Las puertas se abrieron con un crujido y un heraldo se adelantó y anunció:
—¡Minos, rey de Creta!
Me puse alerta, pero el hombre del trono se limitó a sonreír a sus hijas.
—Me muero de impaciencia por ver la expresión de su cara.
Minos, el siniestro monarca en persona, entró majestuosamente. Era tan alto y tenía un aire tan serio que el otro rey parecía ridículo comparado con él. La barba puntiaguda de Minos se había vuelto gris. Estaba más delgado que la última vez que lo había visto en sueños y tenía las sandalias manchadas de barro, pero en sus ojos habitaba la crueldad de siempre.
Se inclinó rígidamente ante el hombre del trono.
—Rey Cócalo, tengo entendido que habéis resuelto mi pequeño enigma.
Éste sonrió.
—Yo no lo llamaría pequeño, rey Minos. Sobre todo cuando vos mismo habéis anunciado a los cuatro vientos que estáis dispuesto a pagar mil talentos de oro a quien sea capaz de resolverlo. ¿Es auténtica esa oferta?
Minos dio una palmada. Aparecieron dos guardias fornidos, que a duras penas lograban sostener una enorme caja de madera. La pusieron a los pies de Cócalo y la abrieron. Un sinfín de barras de oro perfectamente apiladas refulgía en su interior. Aquello debía de valer tropecientos millones de dólares.
Cócalo silbó, admirado.
—Habréis dejado vuestro reino en la bancarrota para reunir semejante recompensa, amigo mío.
—Eso no es asunto vuestro.
Cócalo se encogió de hombros.
—El enigma era bastante sencillo, en realidad. Uno de mis criados lo resolvió.
—Padre—le dijo una de las chicas, en señal de advertencia. Era algo más alta que sus hermanas y parecía la mayor
Pero él hizo caso omiso. De los pliegues de sus ropas, sacó un caparazón de molusco en espiral. Lo habían atravesado con un hilo plateado, de tal manera que colgaba como si fuese la abultada cuenta de un collar.
Minos se adelantó y tomó el caparazón.
—¿Uno de vuestros criados, decís? ¿Cómo pasó el hilo sin romper el caparazón?
—Usó una hormiga, lo creáis o no. Ató un hilo de seda a esa criatura diminuta y la espoleó para que cruzara todo el caparazón poniendo miel en el otro extremo.
—Un hombre ingenioso—comentó Minos.
—Ya lo creo. Es el tutor de mis hijas. Ellas lo aprecian mucho.
Minos lo miró con ojos glaciales.
—Yo en vuestro lugar me andaría con cuidado.
Habría deseado advertir a Cócalo: "¡No confíes en ese tipo! ¡Enciérralo en una mazmorra con varios leones devoradores de hombres!" Pero el rey pelirrojo se limitó a reírse.
—No hay de qué preocuparse, Minos. Mis hijas son más sabias de lo que corresponde a su edad. En cuanto a mi oro...
—Sí—dijo Minos—. Pero, veréis, el oro es para el hombre que ha solventado el enigma. Y sólo existe un hombre capaz de hacerlo. Estáis ocultando a Dédalo.
Cócalo se removió incómodo en su trono.
—¿Cómo es que conocéis su nombre?
—Es un ladrón—respondió Minos—. En otro tiempo trabajó en mi corte y volvió a mi hija contra mí. Ayudó a un usurpador a ponerme en ridículo en mi propio palacio. Y luego huyó de la justicia. Llevo diez años persiguiéndolo.
—No sabía nada. Pero yo le he ofrecido a ese hombre mi protección. Ha sido extraordinariamente...
—Os propongo una cosa—lo interrumpió Minos—. Entregadme al fugitivo y el oro será vuestro. De lo contrario, debéis arriesgaros a convertiros en mi enemigo. No querréis tener en contra a Creta.
Cócalo palideció. Pensé que era absurdo que pareciese tan asustado en su propia sala del trono. Podría haber llamado a su ejército o algo así. Minos sólo tenía dos guardias. Pero Cócalo permaneció sudando en su trono.
—Padre—dijo su hija mayor—, no podéis...
—Silencio, Aelia.—El rey se retorcía la barba. Volvió a echar un vistazo al oro reluciente—. Esto me causa un gran dolor, Minos. Los dioses no aman a un hombre que rompe sus promesas de hospitalidad.
—Los dioses tampoco aman a quienes dan cobijo a los criminales.
Cócalo asintió.
—Muy bien. Os entregaré encadenado a vuestro hombre.
—¡Padre!—intervino Aelia otra vez. Luego se dominó y habló con un tono más dulce—. Al menos... dejad que obsequiemos primero a nuestro invitado. Después de un viaje tan largo, deberíamos ofrecerle un baño caliente, ropa limpia y una comida digna. Será para mí un gran honor prepararle el baño personalmente.
Sonrió con gracia a Minos y el viejo rey soltó un gruñido.
—Supongo que no me vendría mal un baño.—Miró a su anfitrión—. Os veré en la cena. Con el prisionero.
—Por aquí, majestad—dijo la joven, y en compañía de sus hermanas, condujo a Minos fuera de la sala.
Los seguí hasta un gran baño decorado con mosaicos. El vapor inundaba el aire. Un grifo de agua caliente iba llenando la bañera. Aelia y sus hermanas arrojaron pétalos de rosa y algún producto que debía de ser el equivalente al gel Burbujitas de la antigua Grecia, porque el agua quedó cubierta enseguida de una espuma multicolor. Las chicas se dieron la vuelta cuando Minos se despojó de su túnica y se deslizó en la bañera.
—¡Aahh!—suspiró con una sonrisa—. Un baño excelente. Gracias, queridas. El viaje ha sido muy largo, en verdad.
—¿Y habéis seguido a vuestra presa durante diez años, mi señor?—preguntó Aelia, con mucho juego de pestañas—. Debéis de ser un hombre muy decidido.
—Nunca olvido una deuda—respondió Minos, sonriendo—. Vuestro padre ha actuado sabiamente accediendo a mis deseos.
—Ya lo creo, mi señor—convino Aelia. Me pareció que se estaba pasando con la adulación, pero el viejo se lo tragaba todo sin sospechar. Las otras dos hermanas rociaron la cabeza del rey con aceites perfumados—. ¿Sabéis, mi señor?—prosiguió ella—, Dédalo pensaba que vendríais. Sospechaba que el enigma podía ser una trampa, pero no pudo resistir la tentación de resolverlo.
Minos frunció el ceño.
—¿Dédalo os habló de mí?
—Sí, mi señor.
—Es una mala persona, princesa. Mi propia hija cayó bajo su hechizo. No le prestéis oídos.
—Es un genio—replicó Aelia—. Y considera que una mujer es tan inteligente como un hombre. Él fue el primero en enseñarnos como si tuviéramos mente propia. Quizá vuestra hija sintió lo mismo.
Minos trató de incorporarse, pero las hermanas de Aelia lo empujaron para que permaneciese en el agua. La mayor se situó detrás de él. Tenía tres esferas diminutas en la palma de la mano. Al principio creí que serían perlas de baño, pero cuando las arrojó en el agua brotaron de ellas unos hilos de cobre que empezaron a envolver el cuerpo del rey, atando sus tobillos, amarrándole las muñecas a los costados y rodeándole el cuello. Aunque yo odiaba a Minos, contemplar aquello resultaba horrible. El gritó y se debatió, pero las chicas eran mucho más fuertes y muy pronto quedó totalmente indefenso, tendido en el fondo de la bañera y con la barbilla justo por encima del agua. Las hebras de bronce seguían envolviendo firmemente su cuerpo como un capullo metálico.
—¿Qué pretendéis?—protestó Minos—. ¿Por qué hacéis esto?
Aelia sonrió.
—Dédalo ha sido muy bueno con nosotras, majestad. Y no me gusta que nadie amenace a nuestro padre.
—Decídselo a Dédalo—rugió el rey—. ¡Decidle que lo acosaré incluso después de muerto! Si hay justicia en el inframundo, ¡mi alma lo atormentará durante toda la eternidad!
—Valerosas palabras, majestad—dijo la joven—. Os deseo suerte en vuestra búsqueda de justicia en el inframundo.
Y apenas hubo pronunciado estas palabras, los hilos de bronce envolvieron el rostro de Minos y lo convirtieron en una momia de bronce.
Se abrió la puerta del baño. Dédalo entró con una bolsa de viaje en las manos. Llevaba el pelo muy corto y tenía la barba completamente blanca. Parecía frágil y entristecido. Se agachó y tocó la frente de la momia. Los hilos se desenredaron y se hundieron en el fondo de la bañera. Bajo ellos no había nada. Era como si el rey Minos se hubiera disuelto.
—Una muerte indolora—musitó Dédalo—. Más de lo que merecía. Gracias, mis princesas.
Aelia lo abrazó.
—No podéis quedaros aquí, maestro. Cuando nuestro padre descubra...
—Sí—convino Dédalo—. Me temo que os he traído problemas.
—Oh, no os preocupéis por nosotras. Nuestro padre se quedará con mucho gusto el oro de ese viejo. Y Creta está muy lejos de aquí. Pero él os acusará de la muerte de Minos. Tenéis que huir a un lugar seguro.
—Un lugar seguro—repitió el anciano—. Durante años he huido de reino en reino, buscando un sitio seguro. Me temo que Minos decía la verdad. La muerte no impedirá que siga acosándome. En cuanto corra la voz de este crimen, no habrá ningún lugar bajo el sol donde cobijarme.
—¿Adonde iréis, entonces?—preguntó Aelia.
—A un lugar al que juré no volver jamás. Mi prisión será quizá mi único santuario.
—No os entiendo.
—Mejor así.
—¿Y en el inframundo?—preguntó otra de las hermanas—. ¡Os aguarda un terrible juicio! Y todos los hombres deben morir.
—Tal vez—dijo Dédalo. Sacó un rollo de su bolsa de viaje: el mismo rollo que había visto en mi sueño anterior, con las notas de su sobrino—. O tal vez no.
Le dio a la mayor una palmadita en el hombro y luego bendijo a las tres hermanas. Echó una última mirada a los hilos de cobre que brillaban en el fondo de la bañera.
—Encuéntrame si te atreves, rey de los fantasmas.
Se volvió hacia la pared de mosaico y presionó un azulejo. Surgió una marca resplandeciente—una Δ griega— y la pared se deslizó hacia un lado. Las princesas sofocaron un grito.
—¡Nunca nos hablasteis de pasadizos secretos!—exclamó Aelia—. ¡Cuánto habéis trabajado!
—Cuánto ha trabajado el Laberinto, más bien—la corrigió Dédalo—. No tratéis de seguirme, mis queridas princesas, si apreciáis vuestra cordura.
Mi sueño cambió de escenario. Me hallaba en una cámara subterránea de piedra. Luke y otro guerrero mestizo estudiaban un mapa con una linterna.
El primero soltó una maldición.
—Debía de ser por el último desvío.—Arrugó el mapa y lo tiró.
—¡Señor!—protestó su compañero.
—Los mapas aquí son inútiles. No te preocupes. Lo encontraré.
—Señor, ¿es cierto que cuanto más grande es el grupo...?
—¿Mayores son las probabilidades de perderse? Sí, es cierto. ¿Por qué crees que los primeros exploradores que enviamos iban solos? Aunque no debes preocuparte. En cuanto tengamos el hilo, podremos guiar a la vanguardia de nuestro ejército sin problemas.
—Pero ¿cómo vamos a conseguirlo?
Luke se levantó y flexionó los dedos.
—Ah, Quintus nos lo proporcionará. Lo único que debemos hacer es llegar a la pista de combate. Está en una encrucijada. No se puede ir a ninguna parte sin pasar por allí. Por eso hemos de hacer un trato con su dueño. Tenemos que mantenernos con vida hasta que...
—¡Señor!—Ahora era una voz que procedía del pasadizo. Enseguida apareció un tipo con armadura griega y una antorcha—. ¡Las dracaenae han encontrado a un mestizo!
Luke frunció el ceño.
—¿Solo? ¿Vagando por el Laberinto?
—¡Sí, señor! Será mejor que venga enseguida. Están en la cámara siguiente. Lo tienen acorralado.
—¿Quién es?
—Nunca lo había visto, señor.
Luke asintió.
—Una bendición de Crono. Quizá podamos utilizar a ese mestizo. ¡Vamos!
Echaron a correr por el pasadizo y yo desperté de repente en mitad de la oscuridad. "Un mestizo vagando solo por el Laberinto." Me costó mucho volver a dormirme.
A la mañana siguiente me ocupé personalmente de que la Señorita O'Leary tuviera suficientes galletas y le pedí a Beckendorf que no la perdiese de vista, cosa que no pareció hacerle mucha gracia. Luego crucé a pie la Colina Mestiza y me encontré en la carretera con Argos y Annabeth.
Subimos a la furgoneta. Ella y yo permanecimos en silencio, aunque tomados de la mano como buena parejita recién formada que se dirige a una muerte segura.
Annabeth parecía mareada, como si hubiese dormido incluso peor que yo.
—¿Pesadillas?—le pregunté por fin.
Meneó la cabeza.
—Un mensaje Iris de Euritión.
—¡Euritión! ¿Le pasó algo a Nico?
—Abandonó el rancho anoche y entró en el Laberinto.
—¿Qué? ¿Euritión no intentó detenerlo?
—Nico se había ido antes de que despertara. Ortos siguió su rastro hasta la rejilla de retención. Euritión me ha dicho que en las últimas noches había oído a Nico hablando solo. Aunque ahora cree que hablaba con el fantasma de Minos.
—Corre un gran peligro.
—Ya lo creo. Minos es uno de los jueces de los muertos, pero su crueldad es increíble. No sé lo que querrá de Nico, pero...
—No me refería a eso. He tenido un sueño esta noche...—Le conté todo lo que le había oído decir a Luke, incluida su alusión a Quintus, y también que sus hombres habían encontrado a un mestizo que andaba solo por el laberinto.
Annabeth apretó los dientes.
—Es una noticia terrible.
—¿Qué vamos a hacer?
Ella arqueó una ceja irónicamente.
—Menos mal que tú tienes un plan para guiarnos, ¿no?
Era sábado y había mucho tráfico para entrar en la ciudad. Llegamos al apartamento de mi madre hacia mediodía. Nada más abrir la puerta, se abalanzó sobre mí y me dio un abrazo un poco menos abrumador—sólo un poco— que las muestras de afecto de la Señorita O'Leary.
—Ya les decía yo que estabas bien—dijo mi madre, aunque parecía como si se hubiera quitado de encima todo el peso del cielo (y, créeme, conozco la sensación por experiencia).
Nos hizo sentar a la mesa de la cocina e insistió en servirnos sus galletas azules de chocolate mientras la poníamos al día sobre nuestra búsqueda. Como siempre, procuré suavizar las partes más terroríficas (o sea, casi todas). Pero, por algún motivo, así sólo conseguía que sonaran más peligrosas.
Cuando llegué a la parte de Gerión y los establos, mi madre hizo ademán de estrangularme.
—No hay forma de que limpie su habitación y, en cambio... ¡está dispuesto a limpiar las toneladas de estiércol de los establos de un monstruo!
Annabeth se echó a reír. Era la primera vez que oía su risa en mucho tiempo y la sensación resultaba agradable.
—En resumen—dijo mi madre, cuando terminé de contarle la historia—, has destrozado la isla de Alcatraz, has hecho saltar por los aires el monte Saint Helens y provocado el desplazamiento de medio millón de personas, pero por lo menos estás sano y salvo.
Así es ella: siempre sabe ver el lado positivo de las cosas.
—Sí—admití—. Eso lo resume todo más o menos.
—Ojalá estuviera Paul aquí—dijo, en parte hablando consigo misma—. Quería hablar un poco contigo.
—Ya, vale. La escuela.
Habían pasado tantas cosas desde entonces que ya casi se me había olvidado la sesión de orientación de la escuela Goode; o, más exactamente, el hecho de que yo la hubiese abandonado a la mitad, de alguna forma u otra despreciando el favor que el novio de mi mamá nos hacía.
—¿Qué le contaste?—pregunté.
Mi madre meneó la cabeza.
—¿Qué podía decirle? Él es consciente de que hay algo diferente en ti, Percy. Es un hombre inteligente. Y está convencido de que no eres mala persona. Pero no entiende lo que ocurre. Va a resultarle difícil...
Annabeth me observaba. Parecía compadecerme: ella había pasado por situaciones similares. Para un mestizo es difícil desenvolverse en el mundo de los mortales.
—Hablaré con él—le prometí—. En cuanto hayamos terminado la búsqueda. Incluso le contaré la verdad, si quieres.
Mi madre me puso la mano en el hombro.
—¿En serio?
—Bueno, sí. Aunque pensará que estamos locos.
—Ya lo piensa.
—Entonces no tenemos nada que perder.
—Gracias, Percy. Le diré que vendrás a casa...—Arrugó la frente—. Pero ¿cuándo? ¿Qué ha de suceder ahora?
Annabeth partió una galleta en dos.
—Percy tiene una especie de plan.
Se lo conté a mi madre de mala gana y ella asintió lentamente.
—Suena peligroso. Pero quizá funcione.
—Tú tienes esa misma capacidad, ¿verdad?—le pregunté—. Puedes ver a través de la Niebla.
Mi madre suspiró.
—Ya no tanto. Cuando era más joven me resultaba fácil. Pero sí, siempre he sido capaz de ver más de lo que me hubiera convenido. Es una de las cosas que le llamó la atención a tu padre cuando nos conocimos. Tú ve con cuidado. Prométeme que no les pasará nada.
—Lo intentaremos, señora Jackson—dijo Annabeth—. Aunque mantener a salvo a su hijo es una tarea abrumadora.—Cruzó los brazos y miró airada por la ventana de la cocina, mientras yo desmenuzaba mi servilleta de papel, procurando mantenerme calladito.
Mi madre frunció el ceño.
—¿Qué les pasa? ¿Se pelearon?
Ninguno de los dos respondió en un inicio. Luego, en un silencioso acuerdo, respondimos uno tras del otro:
—Nos besamos.
—Y estamos saliendo.
—Por favor no más preguntas.
Dejaré a interpretación de cada uno el quién dijo qué cosa.
Mi madre parpadeó dos veces, para después encogerse de hombros, como si no le diese importancia.
—Ya se habían tardado.
—Así que...
—Así que esperaré a que se vayan para poder gritar de emoción y luego se lo diré a todo el mundo—respondió tranquilamente—. No quiero avergonzarlo más de lo que ya están. Por ahora, recuerden que Grover y Tyson cuentan con ustedes dos.
"Tres"—apuntó Zoë, manifestándose en la silla a mi costado, tratando inútilmente de hacerse con una galleta azul, y mirando con tristeza como sus dedos traspasaban el sólido.
Mi madre dio un brinco que casi la catapulta fuera de la cocina.
—¡¿Pero qué...?!
Sonreí.
—Oh, gracias a los dioses—dije—. Zoë, finalmente alguien más que te ve y escucha.
"Bendita sea la Vista Clara"—asintió ella.
—Mamá, te presento al fantasma que me jala las patas por la noche.
"Cierra el pico"
Me encogí de hombros.
—Dejaré que ella te explique los bizarros detalles de su aparición—dije—. Yo... tengo que hacer una llamada.
Mi madre ladeó la cabeza.
—Claro... Será mejor que uses el teléfono del vestíbulo, Percy. Buena suerte.
Me sentí aliviado al salir de la cocina, aunque por otra parte me inquietara lo que estaba a punto de hacer. Tomé el teléfono y llamé. El número se me había borrado de la mano hacía mucho, pero no importaba. Sin proponérmelo, me lo había aprendido de memoria.
Habíamos quedado en Times Square. Rachel Elizabeth Dare nos aguardaba delante del hotel Marriot Marquis y estaba completamente pintada de color dorado.
Quiero decir, su cara, su pelo, su ropa: todo. Parecía que la hubiese tocado el rey Midas. Se hallaba de pie como una estatua con otros cinco chavales, todos pintados con colores metálicos—cobre, bronce, plata— y todos congelados en distintas posturas, mientras los turistas pasaban por delante a toda prisa o se detenían a contemplarlos. Algunos lanzaban unas monedas a una lona extendida sobre la acera.
El cartel, a los pies de Rachel, ponía: "ARTE URBANO PARA NIÑOS. SE AGRADECEN LOS DONATIVOS."
Annabeth y yo permanecimos unos cinco minutos observando a Rachel sin que ella diera muestras de haber reparado en nosotros. No se movió ni pestañeó. Yo, con mi THDA, habría sido incapaz de quedarme tanto tiempo inmóvil. Me habría vuelto loco. Era muy raro ver a Rachel dorada, además. Parecía la estatua de un personaje famoso: una actriz o algo así. Sólo sus ojos tenían su color verde normal.
—Quizá si le damos un empujón...—sugirió Annabeth.
Me pareció un poco malicioso por su parte, pero Rachel no respondió. Al cabo de unos minutos, un chico pintado de plata se acercó desde la parada de taxis del hotel, donde se había tomado un pequeño descanso. Se situó junto a Rachel y adoptó postura de orador, como si estuviera pronunciando un discurso. Ella se descongeló y salió de la lona.
—Hola, Percy—saludó con una sonrisa—. ¡Llegas en el momento justo! Vamos a tomar un café.
Caminamos hasta un local llamado El Alce de Java, en la calle Cuarenta y tres Este. Rachel pidió un expreso extreme, el tipo de brebaje que le gustaría a Grover, cosa que me deprimió al pensarlo. Fuimos a sentarnos a una mesa situada justo debajo del alce disecado. A pesar de su disfraz dorado, nadie miró a Rachel dos veces.
—Bueno—dije—. Rachel, ya conoces a mi novia Annabeth.
Alzó una ceja.
—¿No habías dicho que era tu sobrina en segundo grado?
Me encogí de hombros.
—Somos griegos, el incesto se permite hasta cierto punto—expliqué—. Mi padre está casado con su prima. Y mi tío está casado con su hermana, además de que mi otro tío está casado con mi prima, cuyos padres también son hermanos.
Rachel hizo señales con los dedos en el aire, como si tratase de dibujar en su mente mi árbol genealógico.
—¿Qué?
—¿Siempre vas pintada de dorado?—intervino Annabeth, con agresividad.
—Normalmente no. Estamos recaudando dinero para nuestro grupo. Trabajamos como voluntarios en proyectos de arte para niños, porque están suprimiendo el arte en los colegios, ¿lo sabías? Lo hacemos una vez al mes y llegamos a sacarnos quinientos dólares en un buen fin de semana. Aunque supongo que no has venido a hablar de esto. ¿Tú también eres una mestiza?
—¡Chist!—respondió Annabeth, mirando alrededor—. ¿Por qué no lo proclamas a los cuatro vientos?
—De acuerdo. —Rachel se puso de pie y dijo en voz alta—. ¡Oigan todos! ¡Estos dos no son humanos! ¡Son semidioses griegos!
Nadie se molestó en volverse siquiera. Rachel se encogió de hombros y se sentó otra vez.
—No les interesa.
—No es gracioso—protestó Annabeth—. Esto no es un juego, niña mortal.
—Cállense las dos—intervine—. Un poco de calma.
—Yo estoy calmada—aseguró Rachel—. Cada vez que te tengo cerca nos ataca un monstruo. ¿Por qué iba a ponerme nerviosa?
—Mira—dije—, yo intenté alejarme y tú insististe en que querías respuesta. Échale la culpa a quien quieras menos a mí.
Mostró las manos en gesto de rendición.
—Ya, bueno—cedió—. ¿Para qué me llamaste?
—Tenemos un problema—reconocí—. Necesitamos tu ayuda.
Ella miró a Annabeth con los ojos entornados.
—¿Tú necesitas mi ayuda?
Mi novia revolvió el zumo con su pajita.
—Pse...—dijo a regañadientes—. Es posible.
Le hablé a Rachel del Laberinto, le expliqué que necesitábamos encontrar a Dédalo y le conté lo que había sucedido cuando nos habíamos internado por los pasadizos.
—O sea, que quieren que los guíe —concluyó—. Por un lugar en el que nunca he estado.
—Tú puedes ver a través de la Niebla expliqué—. Igual que Ariadna. Apostaría a que eres capaz de distinguir el camino correcto. A ti el Laberinto no podrá confundirte tan fácilmente.
—¿Y si te equivocas?
—Entonces nos perderemos. De un modo u otro, será peligroso. Muy peligroso.
—¿Podría morir?
—Sí.
—Creía que habías dicho que a los monstruos no les interesan los mortales. Esa espada tuya...
—Exacto—asentí—. Los metales sagrados no hiere a los mortales. Y la mayoría de los monstruos no te harán ni caso. Pero eso a Luke le tiene sin cuidado. Él es capaz de utilizar a los mortales, a los semidioses, a los monstruos. A quien sea. Y matará a cualquiera que se interponga en su camino.
—Un tipo simpático—comentó Rachel.
—Se halla bajo la influencia de un titán—dijo Annabeth, a la defensiva—. Ha sido engañado.
Rachel nos miró a los dos varias veces.
—De acuerdo...—accedió—. Me apunto.
Parpadeé, perplejo. No me había imaginado que fuese a resultar tan fácil.
—¿Estás segura?
—Bueno, el verano se presentaba bastante aburrido. Ésta es la mejor oferta que he recibido. ¿Qué tengo que buscar?
—Hemos de encontrar una entrada al laberinto—dijo Annabeth—. Hay una en el Campamento Mestizo, pero allí no puedes entrar. Está prohibido el acceso a los mortales.
Pronunció la palabra "mortales" como si fuera una especie de enfermedad horrible, pero Rachel se limitó a asentir.
—Vale. ¿Qué pinta tiene una entrada al laberinto?
—Podría ser cualquier cosa—respondió Annabeth—. Una parte de un muro. Una puerta. Una alcantarilla. Pero debe tener la marca de Dédalo. Una delta griega con un resplandor azulado.
—¿Así?—Rachel dibujó una delta en la mesa.
—Exacto—asintió Annabeth—. ¿Sabes griego?
—No.—Rachel se sacó del bolsillo un cepillo de plástico azul y empezó a quitarse el dorado del pelo—. Dejen que me cambie. Aunque será mejor que vengan al Marriot conmigo.
—¿Por qué?—preguntó Annabeth.
—Porque hay una entrada como ésa en el sótano del hotel, donde guardamos los disfraces. Tiene la marca de Dédalo.
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