Un inicio no tan atropellado:
Lo último que deseaba hacer durante las vacaciones de verano era destrozar otra escuela. Sin embargo, allí estaba, un lunes por la mañana de la primera semana de junio, sentado en el auto de mi madre frente a ls Escuela secundaria Goode de la calle Ochenta y una Este.
Era un edificio enorme de piedra rojiza que se levantaba junto al East River. Delante había estacionados un montón de BMW y Lincoln Town Car de lujo. Mientras contemplaba el historiado arco de piedra, me pregunté cuánto tiempo iban a tardar en expulsarme a patadas.
—Tú relájate—me aconsejó mamá, aunque ella no me pareció demasiado relajada—. Es sólo una sesión de orientación. Y recuerda, cariño, que es la escuela de Paul. O sea, que procura no... Bueno, ya me entiendes.
—¿Destruirla?
—Eso.
Paul Blofis, el novio de mamá, estaba en la entrada dando la bienvenida a los futuros alumnos de primero de secundaria que iban subiendo la escalera. Con el cabello canoso, la ropa tejana y la chaqueta de cuero, a mí me parecía un actor de televisión, pero en realidad no era más que profesor de Lengua. Se las había arreglado para convencer a la escuela Goode de que me aceptaran en primero, a pesar de que me habían expulsado de todos los colegios a los que había asistido. Yo ya le había advertido de que no era buena idea, pero no sirvió de nada.
Miré a mamá.
—No le has contado la verdad sobre mí, ¿o sí?
Ella se puso a dar golpecitos nerviosos en el volante. Iba de punta de blanco, con su mejor vestido, el azul, y sus zapatos de tacón. Tenía una entrevista de trabajo.
—Me pareció que era mejor esperar un poco—reconoció.
—¿Para qué no salga corriendo en pánico?
—Estoy segura de que todo ira bien, Percy. Es sólo una mañana.
—Genial—mascullé—. No pueden expulsarme antes de haber empezado el curso siquiera.
—Sé positivo: ¡mañana te vas al campamento! Después de la sesión de orientación tienes esa cita...
—Yo no...
—Annabeth viene a verte expresamente desde el campamento.
—O sea, sí, pero...
—Van al cine.
—Ya.
—Los dos solos.
Golpeé mi cabeza contra el tablero.
—Ya entendí—gruñí—. ¿Te importaría...?
Alzó las manos, como si se rindiera, pero noté que estaba conteniendo la risa.
—Será mejor que entres, cariño. Nos vemos esta noche.
Ya estaba a punto de bajarme cuando eché otro vistazo a la escalera y vi a Paul Blofis saludando a una chica de cabello rojizo rizado. Llevaba una camiseta granate y unos tejanos andrajosos personalizados con dibujos hechos con rotulador. Cuando se volvió, vislumbré su cara, y no pude evitar maldecir mi suerte.
—Percy—dijo mi madre—, ¿qué pasa?
—Nada...—murmuré—. Esto... va a ser incomodo. Te veré después.
Bajé del auto y me dirigí hacia la entrada, rezando en silencio para que aquella chica no me reconociese.
Sí me reconoció.
Nada más verme, abrió los ojos como platos.
—¡Aquí estás!—exclamó Paul, antes de que ella pudiese decir nada—. ¡Bienvenido a Goode!
—Hola, Paul.... Esto... señor Blofis,
La chica no paraba de verme raro, así que me limité a hacer una mueca de confusión.
—¿Acaso nos conocemos?
Ella trató de responder, pero Paul se le adelantó.
—Rachel, ¿por qué no vas a la sesión de orientación? Es en el gimnasio. Ya tendrás tiempo de conocer a Percy cuando terminen.
Quizo protestar, pero cedió. Probablemente supuso que quedarse a preguntar si había sido yo quien casi la asesinaba con una espada el invierno pasado la haría quedar como una loca.
En cuanto se hubo ido, Paul me dio una palmada en la espalda.
—Oye, ya sé que estas nervioso, pero no te preocupes. Aquí hay un montón de chicos con Trastorno de Hiperactividad por Déficit de Atención y dislexia. Los profesores conocen el problema y te ayudarán.
Casi me dieron ganas de reír. Como si el THDA y la dislexia fuesen mis mayores problemas.
Entendía bien que sus intenciones eran buena, pero de conocer los verdaderos problemas que me aquejaban, me hubiese internado en un psiquiátrico... o se hubiese internado él mismo en un psiquiátrico.
—¿Dijiste que la sesión era en el gimnasio?
—Sí, claro.
—Te veré después.
Me encaminé hacia allí, sabiendo bien que me aguardaba una larga e incomoda conversación.
En cuanto encontré un baño me recargué contra la pared y traté de recobrar el aliento. Ese definitivamente era un día malo.
Me metí una mano al bolsillo y extraje un gran pedazo de ambrosía. No dudé en metérmelo a la boca y masticar. La comida divina apenas y mejoró mi condición.
El mundo me daba vueltas y tenía nauseas, pero no podía darme el lujo de simplemente tirarme al suelo y tiritar. El mundo seguiría girando sin importar que fuese de mí, y por ello no me podía quedar atrás.
Si me quedaba bajo el agua todos los días que el dolor empeoraba, no me fortalecería o mejoraría. Sólo sería patético. Les estaría dando la razón a todos los que pensaban en mí como una pobre víctima del Éxodo. Tenía que ser mejor que eso y continuar, por más que sufriese en el camino.
Me remojé el rostro y respiré profundamente. Sólo serían algunas horas, luego sería libre para disfrutar del verano... durante otro par de horas. Después de todo, tenía un abuelo caníbal y un sobrino homicida de los cuales encargarme.
En el momento exacto en el que pisé el gimnasio me convertí en uno más de los trescientos alumnos de catorce años que se apretujaban en las gradas. Una banda de música interpreta un desafinado himno de batalla; sonaba como si estuvieran golpeando un saco lleno de gatos con un bate de béisbol.
Algunos chicos mayores, probablemente miembros del consejo escolar, se habían colocado delante y exhibían el uniforme de Goode con aire engreído. Los profesores circulaban de acá para allá, sonriendo y estrechando la mano con los alumnos. Las paredes del gimnasio estaban cubiertas de enormes carteles de color morado y blanco que rezaban: "BIENVENIDOS, FUTUROS ALUMNOS DE PRIMERO. GOODE ES GUAY. SOMOS UNA FAMILIA", y otras consignas similares que me daban ganas de vomitar.
Ninguno de los futuros alumnos parecía muy entusiasmado. Tener que asistir a una sesión de orientación en pleno junio, cuando las clases no empezaban hasta septiembre, no era un plan demasiado apetecible. Pero en Goode "¡Nos preparamos para ser los mejores cuanto antes!". Al menos eso afirmaba uno de los carteles.
La banda de música terminó de maullar por fin y un tipo com traje a rayas se acercó al micrófono y empezó a hablar. Había mucho eco en el gimnasio y yo no me enteraba de nada. Por mí, podría haber estado haciendo gárgaras.
De pronto alguien me agarró del hombro.
—¿Qué haces tú aquí?
Era ella: mi pesadilla pelirroja.
—Rachel Elizabeth Dare—dije.
Se quedó boquiabierta, como si le pareciese increíble que recordara su nombre.
—Y tú eres "alguien incapaz de proteger a los que le importan"—recordó—. No me dijiste tu nombre en diciembre, cuando estuviste a punto de matarme. El profesor te llamó Percy, ¿no?
—Jamás estuviste en peligro real—repuse—. Asumo que vives en Nueva York, ¿no?
—¡No me cambies el tema! ¿Cómo es eso de que no estuve en peligro? ¡Me atacaste con una espada!
—Era un bolígrafo.
—Estabas cubierto de tatuajes.
—Pero ya no, quizá porque nunca fueron tatuajes.
—Tu cabello era negro.
—Me salieron canas por el estrés.
—¡Te faltaba un ojo!
—Conseguí un repuesto.
Descubrí que la mejor manera de lidiar con sus bombardeos de preguntas, era bombardeándola con respuestas, las cuales no tenían que ser necesariamente correctas.
—¿Qué demonios eres?
—Soy, como máximo, la mitad de humano que tú.
—¿Eso qué rayos significa?
A nuestras espaldas, un chico nos susurró:
—Eh, cierren la boca, van a hablar las animadoras.
—¡Hola, chicos!—dijo una chica con excitación. Era rubia y de glaciales ojos azules. Me recordaba muy vagamente a Poseidón, Tirano de los Mares—. Me llamo Tammi y mi compañera es Kelli.
Una afroamericana de cabello ensortijado entro haciendo una rueda.
Rachel soltó un gritito, como si alguien la hubiese pinchado con una aguja. Varios chavales la observaron, riéndose con disimulo, pero ella se limitaba a mirar horrorizada a las admiradoras.
Basándome en mi breve experiencia anterior hacia con Rachel, sabía que tenía que haber visto algo sobrenatural. Después de todo, sus ojos tenían la extremadamente rara facultad de mirar a travez de la Niebla, el velo mágico que ocultaba a los mortales la existencia de lo divino.
Seguí su mirada, la cual se posaba sobre las animadoras. Cerré mi ojo derecho y me concentré.
Sentí como el mundo se distorsionaba levemente mientras mi ojo izquierdo trataba de mostrarme a los monstruos que se ocultaban en la habitación. Admito que me sorprendió bastante lo que vi.
Eran criaturas de piel blanca como la cera y ojos completamente rojos. Los dientes se le convirtieren en colmillos. Por un segundo pensé en que eran alguna clase de vampiros, no obstante, al mirar sus piernas, noté que había algo... extraño. Por debajo de las faldas de animadora, se les veían las patas. La izquierda, peluda, marrón y con una pesuña de burro. En cambio, la derecha, parecía una pierna humana, pero hecha de bronce.
—Corre—me dijo Rachel—. Rápido.
Trató de irse, pero la sostuve del brazo.
—No—la detuve.
—Pero...
—Yo me voy, en silencio y sin llamar la atención—repuse—. Tengo que llevarlas lejos de aquí para que no lastimen a nadie.
—No me dejes con ellas—me rogó.
La miré a los ojos.
—Tranquila—le pedí—. Cuando me vaya, irán tras de mí. No tienes que tener miedo.
Negó con la cabeza.
—Me debes muchas respuestas, iré contigo quieras o no.
Miré a mi alrededor, no deseaba armar un escándalo y llamar la atención de los monstruos, por lo que, resignado, suspiré.
—De acuerdo—cedí—. Pero harás exactamente lo que te diga y cómo te lo diga.
Ella asintió, y ambos salimos del gimnasio, abriéndonos paso a empujones hasta el final de las gradas, haciendo caso omiso de las miradas enfurruñadas de los profesores y los gruñidos de los alumnos a los que íbamos propinando pisotones.
Por un segundo vacilé y me volví para ver el frente. Tammi estaba diciendo que íbamos a repartirnos en pequeños grupos para visitar la escuela. Kelli me miró y me dirigió una sonrisa divertida, como si estuviese deseando ver qué iba a hacer. Quedaría fatal si me largaba en ese momento. Paul Blofis estaba abajo con los demás profesores y se preguntaría qué pasaba.
No obstante, me traía un poco sin cuidado. Siendo sincero, veía la escuela como algo meramente secundario en mi vida. No tendría tiempo de crecer, estudiar y buscar empleo si mi abuelo destruía el mundo.
Guíe a Rachel hacia el exterior y nos pusimos a buscar alguna salida trasera que no llamase mucho la atención.
—¿Nos están siguiendo?—preguntó ella.
—Probablemente—asentí—. Ese era el plan, después de todo.
—¿Qué eran esas cosas?
—No lo sé—reconocí—. Pero sean lo que sean, probablemente quieran comerme. Tenemos que darnos prisa.
Rodeamos el edifico hasta llegar a una pequeña zona oculta por los salones que nos presentaba un muro que daba al exterior. Si lográbamos trepar la pared sin ser descubiertos, lo habríamos logrado.
—¿Por qué nadie más puede verlas?—me preguntó.
Me crucé de brazos.
—Hay una antigua fuerza conocida como Niebla que oculta las cosas de los ojos de los mortales—expliqué—. Por alguna razón, tú naciste con la anómala habilidad de ver a través de ella.
Me observó con atención.
—Hiciste exactamente lo mismo en la presa Hoover. Me llamaste mortal. Como si tú no lo fueras.
Suspiré, quizá estaba cometiendo un error terrible al revelarle tanta información. Incluso si ella podía ver los fenómenos sobrenaturales, eso no significaba que su cerebro pudiese procesarlo, podría terminar friéndole la cabeza.
Pero había sido mi culpa. Yo había alimentado su curiosidad, y la había expuesto a un gran peligro por eso mismo. Le debía respuestas.
—Dime—me rogó—: ¿tú sabes lo que significan todas estas cosas horribles que veo?
—Te parecerá extraño, pero sí—confirmé—. ¿Te suenan los mitos griegos? A sabes: Héroes, monstruos y dioses.
—¿Cómo... el Minotauro y la Hidra?
—De hecho, pero te voy a pedir que no pronuncies esos nombres. Es peligroso.
—Y las Eríneas—prosiguió, entusiasmándose—. Y las Sirenas, y...
—¡Ya basta!—Eché un vistazo en todas direcciones, temiendo que Rachel acabara de invocar una legión de monstruos sedientos de sangre. No muy lejos podía escuchar pasos acercándose. No nos quedaba mucho tiempo—. Tenemos que irnos ahora, te contaré del otro lado.
—¿Del otro lado de qué...?
Antes de que pudiese decir nada más, la tomé en brazos y me impulsé con mi fuerza hercúlea, saltando el muro y aterrizando en la calle.
La dejé en el suelo nuevamente, ella temblaba por el repentino subidón de adrenalina.
—¡La próxima vez avisa!—chilló.
—Ya, lo siento—me disculpé, empezando a caminar hacia algún callejón cerrado en el que pudiese combatir sin ser visto—. Como te decía, todos esos monstruos y dioses son reales.
—¡Lo sabía!
Me habría sentido mejor si me hubiese tachado de mentiroso, pero me dio la impresión de que acababa de confirmarle sus peores sospechas.
—No sabes lo duro que ha sido—dijo—. Durante años creí que estaba loca. No podía contárselo a nadie. No podía...—Me miró entornando los ojos—. Un momento: ¿y tú quién eres? Quiero decir, de verdad.
—No soy un monstruo.
—Eso ya lo sé. Lo vería si lo fueras. Tú te pareces... a ti. Pero no eres humano, ¿verdad?
Guardé silencio por algunos segundos. Jamás había hablado con un mortal sobre mi vida, salvo con mi madre, quien ya conocía la mayoría de detalles importantes. Eso me dio una idea, quizá mi madre pudiese hablar con Rachel, enseñarle un par de cosas, decirle como hizo para no perder la cabeza al crecer con la Vista Clara.
Sacudí la cabeza, ya pensaría en ello más tarde. Por el momento, tenía dos monstruos (cómo mínimo) de los cuales encargarme.
—Soy un mestizo—declaré finalmente—. Medio humano.
—¿Y medio qué?
Justo en ese momento, doblamos a un callejón y allí estaban ellas.
No tenía ni idea de como se nos habían adelantado, pero ambas animadoras, Tammi y Kelli, nos esperaban impacientemente.
—Aquí estás, Perseus Jackson—dijo Tammi—. Ya es hora de que nos ocupemos de tu orientación.
—¡Son horribles!—exclamó Rachel, sofocando un grito.
Tammi y Kelli iban aún con su uniforme blanco de animadoras y con pompones en las manos.
—Dales algo de crédito—dije—. Si cierro el ojo izquierdo y apago un poco el cerebro, no están tan mal...
Algo no iba bien. Tammi me dirigió una sonrisa radiante y empezó a acercarse. Kelli permaneció apoyada contra la pared.
No estábamos atrapados. Sería fácil simplemente huir de allí, pero la sonrisa de Tammi resultaba tan deslumbrante que distraía. Sus ojos azules eran preciosos y el cabello le caía por los hombros de una manera que...
—Percy—me advirtió Rachel.
Yo dije algo inteligente, del tipo: "¿Aaah?"
Tammi se acercaba blandiendo los pompones.
—¡Percy!—me alertó Rache, aunque su voz parecía llegar desde muy lejos—. ¡Reacciona!
Cerré mi ojo derecho, centrándome completamente en el monstruo que mi orbe plateado me mostraba. Me concentré en el dolor, en las nauseas y en el malestar que me producía la marca sobre mi pecho, y saqué el bolígrafo de mi bolsillo.
Nada más quitar el tapón, Contracorriente, mi inexplicablemente plateada espada, creció hasta alcanzar casi un metro. Su hoja brillaba con una tenue luz lunar. La sonrisa de Tammi se convirtió en una mueca de desdén.
—Oh, vamos—protestó—. Eso no te hace falta. ¿Qué tal un beso?
Olía a rosas y al pelaje limpio de un animal: un olor extraño, pero curiosamente embriagador.
—O-oye—logré pronunciar—. No tan rápido. Al menos invítame un café primero, señorita... criatura... lo que seas.
Rachel me pellizcó con fuerza en el brazo.
—¡Percy, quiere morderte! ¡Cuidado!
—Está celosa.—Tammi se volvió hacia Kelli—. ¿Puedo proceder, señora?
Ella seguía junto a la pared, relamiéndose como si estuviera hambrienta.
—Adelante, Tammi. Vas muy bien.
La susodicha avanzó otro paso, pero yo le apoyé la punta de la espada en el pecho.
—Atrás.
Ella soltó un gruñido.
—Novato—me dijo con repugnancia—. Esta escuela es nuestra, mestizo. ¡Aquí nos alimentamos con quién queremos!
Avanzó con aquellas extremidades desiguales que tenía. Tenía una apariencia rarísima, sobre todo con los pompones en las manos, pero no podía reírme, al menos mientras tuviera delante esos ojos rojos, por no mencionar los afilados colmillos.
—¿Qué... qué son ustedes dos...?—pregunté, trabándome con cada palabra—. ¿A-alguna clase de vampiros?
—¿Vampiros, dices?—Kelli se echó a reír—. Esa estúpida leyenda se inspiro en nuestra apariencia, idiota. Nosotras somos empousai, servidoras de Hécate.
—Hummm...—murmuró Tammi, que estaba cada vez más cerca—. La magia negra nos creó como una mezcla de bronce, animal y fantasma. Nos alimentamos con la sangre de hombres jóvenes. Y ahora, ven, ¡y dame ese beso de una vez!
Me mostró los colmillos. Yo estaba paralizado, no podía mover ni una ceja, pero Rachel me salvó arrojando lo primero que tuvo a la mano, que resultó ser un cepillo para el cabello.
El artefacto fue a darle directo en el ojo derecho al monstruo, haciéndola gritar con dolor.
—Normalmente no mato chicas—gruñó el monstruo—. Pero contigo, mortal, voy a hacer una excepción. ¡Tienes una vista demasiado buena!
Se lanzó sobre Rachel.
—¡No!—grité, asestando una estocada. Tammi trató de esquivar el golpe, pero la hoja plateada de Contracorriente la atravesó de lado a lado, rasgando su uniforme de animadora.
Con un espantoso alarido, la criatura estalló formando una nube de polvo sobre Rachel.
Ésta empezó a toser. Parecía como si acabase de caerle un saco de harina.
—¡Qué asco!
—Es lo que tienen los monstruos—comenté—. Lo siento.
—¡Mataste a mi becaria!—chilló Kelli—. ¡Necesitas una buena lección de auténtico espíritu escolar, mestizo!
Su cabello se convirtió en una temblorosa llamarada. Caminó hacia nosotros a grandes zancadas, aunque el pie de cobre y la pezuña de burro golpeaban el suelo con un ritmo irregular.
—Soy una empura veterana—refunfuñó—. Ningún héroe me ha vencido en mil años.
—¿Ah, sí?—respondí—. ¡Entonces ya va siendo hora!
Kelli era más rápida que Tammi. Esquivó con un quiebro el primer tajo que le lancé y rodó por el suelo. Rachel se apartó a toda prisa. Me situé entre ella y la empusa, que había empezado a da vueltas a nuestro alrededor sin perdernos de vista ni a mí ni a mi espada.
—Una hoja tan hermosa...—dijo—. ¡Qué lástima que se interponga entre nosotros!
Su forma vibraba y temblaba de tal manera que por momentos parecía un demonio y otras veces una animadora. Procuré mantener la concentración, pero debía esforzarme mucho para no distraerme.
—Pobre muchacho—dijo Kelli con una risita—. Ni siquiera sabes lo que pasa, ¿verdad? Muy pronto tu pequeño y precioso campamento arderá en llamas y tus amigos se habrán convertido en esclavos del señor de los titanes. Y tú no puedes hacer nada para impedirlo. Sería un acto de misericordia acabar con tu vida ahora, antes de que tengas que presenciarlo.
Le apunté con mi arma.
—Eres bienvenida a intentar.
El monstruo cargó.
Yo ataqué.
El demonio evitó mi primer golpe arqueando la espalda y lanzó un zarpazo. Corregí la trayectoria de mi arma y detuve el golpe con su hoja, quedando en la posición perfecta para mandarla al suelo con una patada.
—¡Desaparece de mi vista!—rugí, mientras trazaba un arco descendente con mi espada.
En el último segundo, justo antes de que la Plata Olímpica la tocara, Kelli explotó entre llamaradas como un cóctel molotov y el fuego se esparció a rápidas oleadas por todas partes. Nunca había visto que un monstruo hiciera algo parecido, pero no tenía tiempo de preguntarme cómo lo había conseguido. Retrocedí varios metros y me sacudí las ropas, que se habían prendido en fuego.
—¡Mierda!—grité—. ¡Adoraba esa camisa!
Mientras me giraba para salir del callejón, golpeándome el cuerpo para tratar de extinguir las llamas, fui a tropezarme directamente con Annabeth.
—¡Saliste temprano!—dijo, riéndose y agarrándome de los hombros para impedir que me cayese—. ¿Qué hiciste ahora?
Durante una fracción de segundo la vi de buen humor y todo pareció perfecto. Iba con unos téjanos, la camiseta del campamento y su collar de cuentas de arcilla.
Llevaba el cabello gris recogido en una coleta. Sus ojos igualmente grises brillaban ante la perspectiva de ver una película y pasar la tarde juntos.
Entonces Rachel Elizabeth Dare, todavía cubierta en polvo, salió en tromba del callejón.
La sonrisa de Annabeth se congeló. Miró a Rachel y luego al callejón en llamas.
Frunció el ceño.
—¿Quién es ésta?
—Ah, sí. Annabeth. Ella es Rachel. Acaba de salvarme de un par de empousai—expliqué—. Es una mortal con Vista Clara. Rachel, ella es Annabeth, mi... ¿sobrina en segundo grado que es mayor que yo?
—¿Qué?
Negué con la cabeza.
—Da igual por el momento—decidí—. Gracias por salvarme. Sé que aún te debo explicaciones. Si sobrevivo al verano, quizá te las de.
—Ah no. No me vas a decir que los monstruos existen y me dejarás así como así—insistió Rachel—. Quiero que me expliques mejor eso de los mestizos. Y de los monstruos. Y toda esa historia de los dioses—. Me agarró del brazo, sacó un rotulador y me escribió un número de teléfono en la mano—. Me llamarás y me lo explicarás, ¿de acuerdo? Me lo debes.
—Yo no tengo teléfono...
—Pues consigue uno—se sacudió algo de polvo del cabello y empezó a caminar.
—¿A dónde vas?—pregunté.
—¿No es obvio? Aún tengo una sesión de orientación a la que ir.
Me encogí de hombros. No comprendía qué clase de razonamiento podría llevar a esa chica a querer regresar a la escuela, pero no iba a ser yo quién se lo impidiera.
Salió corriendo otra vez hacia Goode, dejándonos a Annabeth y a mí en la calle.
Mi amiga me observó un instante. Luego dio media vuelta y echó a andar a paso vivo.
—¡Eh!—corrí tras ella—. ¿Qué sucede? De verdad habían dos empousai ahí adentro. Eran del equipo de animadoras y han dicho que el campamento iba a ser pasto de llamas, y...
—¿Le hablaste a un mortal de los mestizos?
—Ya te dije que puede ver a través de la Niebla. Vio a los monstruos antes que yo.
—Y le has contado la verdad.
—¿De verdad te vas a poner racista después de que me salvase la vida? ¿O preferirías que hubiese muerto? Esas demonios me tenían hipnotizado, si no fuese por ella...
—Sabes que eso no es lo que quería decir.
—¿Entonces qué quisiste decir?
—No tenías que contarle sobre nosotros. ¿Y si se lo dice a alguien más?
—¿Quién le creería?—repuse—. Ademas, no tenía de otra. Me reconoció del invierno pasado, nos vimos en la presa Hoover...
—¿La habías visto antes?
—Pues... sí. Pero apenas la conozco, en serio.
—Es bastante linda.
Parpadeé.
—¿Son celos eso que oigo de ti?
Se paró en seco y se puso rígida. Su rostro se tiñó de rojo mientras me fulminaba con la mirada.
—¡Yo no...! ¡Eso no fue...! ¡Eres un imbécil!
—Gracias, me lo dicen... no, espera. Me lo dices, seguido.
Annabeth siguió caminando hacia la avenida York.
—Supongo que nuestra salida se fue por el excusado—gruñó—. Tenemos que largarnos, la policía debe de estar buscándote.
—Eh... nop.
—¿Qué?
—Lo que dije—sonreí orgulloso—. Me las arreglé para no quedar como un fugitivo... otra vez.
Ella parpadeó dos veces.
—Oh... perdón. La costumbre.
La tome de la mano.
—Entonces, ¿qué película te gustaría ver, Listilla?
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