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Menudo montón de mierda:


Las distancias eran más cortas en el laberinto. Aun así, cuando llegamos otra vez a Times Square, guiados por Rachel, me sentía como si hubiese hecho todo el camino a pie desde Nuevo México. Salimos al sótano del hotel Marriot y emergimos por fin a la luz deslumbrante de un día veraniego. Aturdidos y guiñando los ojos, contemplamos el tráfico y la muchedumbre. No sabía qué resultaba más irreal: Nueva York o la cueva de cristal en que había visto morir a un dios.

Abrí la marcha hasta llegar a un callejón, donde podía obtener un buen eco. Silbé con todas mis fuerzas cinco veces.

Un minuto más tarde, Rachel sofocó un grito.

—¡Son preciosos!

Un rebaño de pegasos bajó del cielo en picado entre los rascacielos. Blackjack iba delante; lo seguían otros cuatro colegas de color blanco.

"¡Eh, jefe!"—me dijo mentalmente—. "¡Está vivo!"

—Sí—le respondí—. Soy un tipo con suerte. Escucha, necesito que nos lleves al campamento. Pero muy deprisa.

"¡Mi especialidad! Ah, vaya, ¿ha venido con ese cíclope? Eh, Guido, ¿qué tal tienes ese lomo?"

El pegaso Guido gimió y protestó, pero al final accedió a llevar a Tyson. Todo el mundo empezó a montar, salvo Rachel.

—Bueno—me dijo—. Supongo que esto se ha acabado.

Asentí, incómodo. Ambos sabíamos que no podía acompañarnos al campamento. Miré un momento a Annabeth, que se hacía la ocupada con su pegaso.

—Gracias, Rachel—dije—. No lo habríamos logrado sin ti.

—No me lo habría perdido por nada del mundo. Bueno, salvo lo de estar a punto de morir, y lo de Pan...—Le flaqueó la voz.

—Dijo algo de tu padre—recordé—. ¿A qué se refería?

Rachel retorció la correa de su mochila.

—Mi padre... El trabajo de mi padre... Bueno, es una especie de hombre de negocios famoso.

—¿Quieres decir que... eres rica?

—Pues... sí.

—¿Así fue como lograste que nos ayudara el chófer? Pronunciaste el nombre de tu padre y...

—Sí—me cortó Rachel—. Percy... mi padre es promotor. Viaja por todo el mundo en busca de zonas poco desarrolladas.—Inspiró, temblorosa—. Las zonas vírgenes... Él las compra. Es horrible, pero desbroza la vegetación, divide la tierra en parcelas y construye centros comerciales. Y ahora que he visto a Pan... La muerte de Pan...

—Pero no debes culparte por eso.

—No sabes lo peor. No... no me gusta hablar de mi familia. No quería que lo supieras. Perdona. No debería haberte contado nada.

—No—repliqué—, has hecho lo mejor. Mira, Rachel, lo has hecho increíble. Nos has guiado por el laberinto. Has demostrado un gran valor. Eso es lo único que yo valoro, me tiene sin cuidado lo que haga tu padre.

Rachel me miró, agradecida.

—Bueno... Si alguna vez te apetece dar una vuelta con una mortal... puedes llamarme y eso.

—Claro, sería bueno tener algún amigo fuera del campamento.

Traté de sonar amistoso, pero debía marcar clara una línea. A pesar de todo el caos que había habido en mis emociones, era un chico de un sólo barco.

—Me alegro...—dijo ella, procurando sonar animada—. Mi número no está en la guía.

—Lo tengo.

—¿Aún no se ha borrado? Imposible.

—No. Eh... me lo aprendí de memoria.

Su sonrisa reapareció lentamente, ahora más luminosa.

—Nos vemos, Percy Jackson. Ve a salvar el mundo por mí, ¿de acuerdo? Echó a andar por la Séptima Avenida y desapareció entre la multitud.







Al regresar junto a los caballos, vi que Nico tenía problemas. Su pegaso retrocedía una y otra vez, y no se dejaba montar.

"¡Huele como los muertos!"—protestaba el animal.

"Bueno, bueno"—dijo Blackjack—. "Venga, Porkpie. Hay cantidad de semidioses que huelen mal. No es culpa suya. Ah... eh, no me refería a usted, jefe."

—¡Váyanse sin mí!—dijo Nico—. No quiero volver a ese campamento, de todos modos.

—Nico—repliqué—, necesitamos tu ayuda.

Él se cruzó de brazos y frunció el ceño. Annabeth le puso una mano en el hombro.

—Nico. Por favor.

Poco a poco, su expresión se fue suavizando.

—Está bien—accedió, de mala gana—. Lo hago por ti. Pero no voy a quedarme.

Miré a Annabeth arqueando una ceja, como diciendo: "¿Desde cuándo te hace caso a ti?" Ella me sacó la lengua.

Por fin montamos todos y salimos disparados por el aire. Muy pronto sobrevolábamos el East River mientras toda la panorámica de Long Island se extendía a nuestros pies.







Aterrizamos en mitad de la zona de las cabañas y enseguida salieron a recibirnos Quirón y Sileno, el sátiro barrigón, junto con un par de arqueros de Apolo. Quirón arqueó una ceja cuando vio a Nico, pero si yo esperaba sorprenderle con nuestras últimas noticias, o sea, al contarle que Quintus era Dédalo y que Crono se había alzado, me llevé un buen chasco.

—Me lo temía—dijo—. Debemos apresurarnos. Esperemos que hayas logrado retrasar un poco al señor de los titanes, pero la vanguardia de su ejército ya debe de estar en camino. Y llegará sedienta de sangre. La mayor parte de nuestros defensores se halla en sus puestos. ¡Venid!

—Un momento—intervino Sileno—. ¿Qué hay de la búsqueda de Pan? ¡Llegas con casi tres semanas de retraso, Grover Underwood! ¡Tu permiso de buscador ha sido revocado!

Mi amigo sátiro respiró hondo. Se enderezó y miró a Sileno a los ojos.

—Los permisos de buscador ya no importan. El gran dios Pan ha muerto. Ha fallecido y nos ha dejado su espíritu.

—¿Qué?—Sileno se había puesto rojo como la grana—. ¡Sacrilegios y mentiras! ¡Grover Underwood, serás exiliado por hablar así!

—Es la verdad—corroboré—. Nosotros estábamos presentes cuando murió. Todos nosotros.

—¡Imposible! ¡Sois unos mentirosos! ¡Destructores de la naturaleza!

Quirón miró a Grover fijamente.

—Hablaremos de eso más tarde.

—¡Hablaremos ahora!—exigió Sileno—. ¡Hemos de ocuparnos...!

—Sileno—lo cortó Quirón—. Mi campamento está siendo atacado. El asunto de Pan ha podido esperar dos mil años. Me temo que deberá esperar un poquito más. Siempre y cuando sigamos aquí esta noche.

Y con esta nota de optimismo, preparó su arco y echó a galopar hacia el bosque. Los demás nos apresuramos a seguirlo.








Aquélla era la mayor operación militar que había visto en el campamento. Todo el mundo estaba en el claro del bosque, con la armadura de combate completa, pero esta vez no era para jugar a capturar la bandera. La cabaña de Hefesto había colocado trampas alrededor de la entrada del laberinto: alambre de espino, fosos llenos de frascos de fuego griego e hileras de estacas aguzadas capaces de repeler una carga. Beckendorf se ocupaba de dos catapultas grandes como un camión, que ya estaban cargadas y orientadas hacia el Puño de Zeus. La cabaña de Ares se había situado en primera línea y ensayaba una formación de falange a las órdenes de Clarisse. Los miembros de las cabañas de Apolo y Hermes se habían dispersado por el bosque, con los arcos preparados. Muchos habían tomado posiciones en los árboles. Incluso las dríadas estaban armadas con arcos y flechas, y los sátiros trotaban de acá para allá con porras de madera y escudos hechos de corteza basta y sin pulir.

Annabeth corrió a unirse a sus compañeras de la cabaña de Atenea, que habían instalado una tienda de mando y dirigían las operaciones. Una gran pancarta con una lechuza parpadeaba en el exterior de la carpa. Nuestro jefe de seguridad, Argos, hacia guardia en la puerta. Las hijas de Afrodita se afanaban ayudando a todo el mundo a colocarse la armadura y ofreciéndose a desenredar los nudos de nuestros penachos de crin. Incluso los chicos de Dioniso habían encontrado algo que hacer. Al dios en persona no se le veía aún por ninguna parte, pero sus dos rubios hijos gemelos andaban repartiendo botellas de agua y cajas de zumo entre los sudorosos guerreros.

Parecía estar todo muy bien organizado, pero Quirón murmuró a mi lado:

—No bastará.

Pensé en lo que había visto en el Laberinto: en los monstruos de la pista de combate de Anteo, en el poder de Crono que yo había sentido en persona en el monte Tamalpais, y se me cayó el alma a los pies. Seguramente Quirón estaba en lo cierto, pero aquél era el ejército que habíamos logrado reunir. Por una vez, me habría gustado que Dioniso estuviera allí, aunque incluso en ese caso no estaba seguro de que hubiera podido hacer nada. Cuando se desataba la guerra, los dioses tenían prohibido intervenir directamente. Por lo visto, los titanes no creían en esa clase de restricciones.

Grover hablaba con Enebro en lo más alejado del claro. Ella le había tomado las manos mientras escuchaba de sus labios el relato de nuestra aventura. Se le saltaron unas lágrimas verdes al enterarse de lo que le había ocurrido a Pan.

Tyson ayudaba a los chavales de Hefesto a preparar las defensas. Tomaba rocas enormes y las apilaba como munición junto a las catapultas.

Me acerqué hasta dónde Nico y me lo llevé a parte.

—¿Qué sucede?—preguntó, un tanto incomodó.

Suspiré.

—Es muy posible que las fuerzas enemigas nos superen—le dije—. Y si ese es el caso, tengo una habilidad que podría emparejar las cosas, quizá, incluso, retrasar todo el plan de Crono y destruir su recipiente mortal. No obstante, esa opción significa casi con total seguridad mi muerte.

Abrió mucho los ojos y retrocedió levemente.

—No puedes hablar en serio...

—Lo hago—respondí—. Pero esa es sólo la última opción.

Suspiró.

—¿Qué necesitas que haga?

Le revolví el cabello con tristeza.

—Si de verdad llegase a tener que recurrir a ello, si muero el día de hoy, el peso de la Gran Profecía caeré sobre tus hombros—expliqué—. Odio tener que hacerte esto pero... ¿podré confiar en que tomarás la decisión correcta de ser necesario?

—P-Percy... yo no...

—¿Lo harás?

Volvió la cabeza para esconder las lágrimas.

—Lo haré...—susurró finalmente.

Hice esfuerzos por sonreír.

—Sólo eso necesitaba.

Mientras volvía hasta donde Quirón, Zoë se manifestó a mi lado.

"¿Realmente confías en él?"—preguntó.

"Es ahora el Rey de los Fantasmas"—respondí—. "Ha sufrido mucho, pero no optó por el mal camino, no se entregó al hedonismo. Puede sentir la muerte de aquellos a su alrededor, su dolor. Y un rey que conoce el sufrimiento de los demás puede cambiar el mundo, aunque sea un poco, para bien"

"Espero que tengas razón..."

"La tengo"—aseguré con confianza—. "Pero no adelantemos conclusiones, tampoco es que tenga planeado morir hoy si es que puedo evitarlo"

"En eso, estamos muy de acuerdo"

—Quédate a mi lado por ahora, Percy—indicó Quirón, cuando llegué con él—. Cuando empiece la lucha, quiero que esperes hasta que sepamos con qué nos enfrentamos. Debes acudir a donde sean más necesarios los refuerzos.

—Vi a Crono—le dije, todavía estupefacto yo mismo—. Lo miré fijamente a los ojos. Era Luke... pero no lo era.

Quirón deslizó los dedos por la cuerda de su arco.

—Supongo que tenía los ojos dorados. Y que el tiempo, en su presencia, parecía volverse líquido.

Asentí.

—¿Cómo ha podido apoderarse de un cuerpo mortal?

—No lo sé, Percy. Los dioses han asumido la apariencia de seres mortales durante siglos. Pero convertirse realmente en uno de ellos... mezclar la forma divina con la mortal... No sé cómo podría hacerse sin que la forma de Luke se hiciera ceniza.

—Crono dijo que su cuerpo había sido preparado.

—Cuando pienso en lo que significa eso me entran escalofríos. Pero quizá limite el poder de Crono. Durante algún tiempo, al menos, se halla confinado en una forma humana. Ésta lo mantiene de una pieza. Ojalá también restrinja su potencia.

—Quirón, si es él quien dirige este ataque...

—No lo creo, muchacho. Si se estuviera acercando yo lo notaría. No dudo de que lo tuviera planeado así, pero creo que al hacer que se desmoronase la sala del trono sobre él le complicaste las cosas.—Me miró con una expresión de reproche—. Tú y tu amigo Nico, hijo de Hades.

Sentí un nudo en la garganta.

—Perdona, Quirón. Sé que debería habértelo contado. Es sólo...

Él alzó la mano.

—Entiendo por qué lo hiciste, Percy. Te sentías responsable. Tratabas de protegerlo. Pero, si queremos salir vivos de todo esto, hemos de confiar el uno en el otro. Debemos...

Le flaqueó la voz. El suelo había empezado a temblar bajo nuestros pies.

Todo el mundo se quedó inmóvil. Clarisse gritó una única orden:

—¡Juntad los escudos!

Entonces el ejército del señor de los titanes surgió como una explosión de la boca del laberinto.







Había asistido a muchos combates en mi vida, pero aquello era una batalla a gran escala. Lo primero que vi fue una docena de gigantes lestrigones que brotaban del subsuelo como un volcán, gritando con tal fuerza que creí que iban a estallarme los tímpanos. Llevaban escudos hechos con coches aplastados y porras que eran troncos de árboles rematados con pinchos oxidados. Uno de los gigantes se dirigió con un rugido hacia la falange de Ares, le asestó un golpe con su porra y la cabaña entera salió despedida: una docena de guerreros volando por los aires como muñecos de trapo.

—¡Fuego!—gritó Beckendorf.

Las catapultas entraron en acción. Dos grandes rocas volaron hacia los gigantes. Una rebotó en un coche-escudo sin apenas hacerle mella, pero la otra le dio en el pecho a un lestrigón y el gigante se vino abajo. Los arqueros de Apolo lanzaron una descarga y, en un abrir y cerrar de ojos, brotaron docenas de flechas en las armaduras de los gigantes, como si fueran púas de erizo. Algunas se abrieron paso entre las junturas de las piezas de metal y varios gigantes se volatilizaron al ser heridos por el bronce celestial.

Pero, cuando ya parecía que los lestrigones estaban a punto de ser arrollados, surgió la siguiente oleada del laberinto: treinta, tal vez cuarenta dracaenae con armadura griega completa, que empuñaban lanzas y redes y se dispersaron en todas direcciones. Algunas cayeron en las trampas que habían tendido los de la cabaña de Hefesto. Una de ellas se quedó atascada entre las estacas y se convirtió en un blanco fácil para los arqueros. Otra accionó un alambre tendido a ras del suelo y, en el acto, estallaron los tarros de fuego griego y las llamas se tragaron a varias mujeres serpiente, aunque seguían llegando muchas más. Argos y los guerreros de Atenea se apresuraron a hacerles frente. Vi que Annabeth desenvainaba su espada y empezaba a luchar con ellas. Tyson, por su parte, cabalgaba sobre un gigante. Se las había ingeniado para trepar a su espalda y le arreaba en la cabeza con un escudo de bronce.

¡Dong! ¡Dong! ¡Dong!

Quirón apuntaba con calma y disparaba una flecha tras otra, derribando a un monstruo cada vez, pero seguían surgiendo más enemigos del laberinto. Y finalmente, salió un perro del infierno que no era la Señorita O'Leary y arremetió contra los sátiros.

—¡¡¡Allí!!!—me gritó Quirón.

Saqué a Contracorriente y me lancé a la carga.

Mientras cruzaba a toda velocidad el campo de batalla, vi cosas terribles. Un mestizo enemigo luchaba con un hijo de Dioniso en un combate muy desigual. El enemigo le dio un tajo en el brazo y luego un golpe en la cabeza con el pomo de la espada. El hijo de Dioniso se desmoronó. Otro guerrero enemigo lanzaba flechas incendiarias a los árboles, sembrando el pánico entre nuestros arqueros y entre las dríadas.

Una docena de dracaenae abandonó el combate y se deslizó por el camino que conducía al campamento, como si supieran muy bien adonde se dirigían. Si llegaban allí, podrían incendiar el lugar entero. No encontrarían la menor resistencia.

El único que se hallaba cerca era Nico di Angelo, que acababa de clavarle su espada a un telekhine. La hoja negra de hierro estigio absorbió la esencia del monstruo y chupó su energía hasta convertirlo en un montón de polvo.

—¡Nico!—grité.

Miró hacia donde yo señalaba, vio a las mujeres serpiente y comprendió en el acto. Inspiró hondo y extendió su negra espada.

—¡Obedéceme!—ordenó.

La tierra tembló. Frente a las dracaenae se abrió una grieta de la que surgió una docena de guerreros muertos. Eran cadáveres espeluznantes con uniformes militares de distintos períodos históricos: revolucionarios norteamericanos de la guerra de Independencia, centuriones romanos, oficiales de la caballería de Napoleón con esqueletos de caballo,... Todos a una, sacaron sus espadas y se abalanzaron sobre las dracaenae. Nico cayó de rodillas; no tuve tiempo de comprobar si se encontraba bien.

Corrí al encuentro del perro del infierno, que estaba haciendo retroceder a los sátiros hacia el bosque. La bestia le lanzó una dentellada a un sátiro, que se apartó con agilidad, pero el golpe lo recibió otro más lento y éste se desplomó con el escudo de corteza destrozado.

—¡Eh!—grité.

El perro del infierno se volvió con un gruñido y saltó sobre mí. Balanceé mi espada aplicando fuerza divina en el movimiento y lo partí en dos.

El sátiro que había sido pisoteado por el perro del infierno no se movía. Corrí a ver cómo estaba, pero en ese momento oí la voz de Grover:

—¡Percy!

Se había desatado un incendio en el bosque. El fuego rugía a tres metros del árbol de Enebro, y ella y Grover estaban enloquecidos tratando de salvarlo. Él tocaba una canción de lluvia con sus flautas mientras Enebro, ya a la desesperada, trataba de apagar las llamas con su chal verde, aunque lo único que conseguía era empeorar las cosas.

Corrí hacia ellos, saltando entre distintos contendientes y colándome entre las piernas de los gigantes. La fuente de agua más cercana era el arroyo, que quedaba casi a un kilómetro... Tenía que hacer algo. Me concentré. Sentí un tirón en las entrañas y un fragor en los oídos. Un muro de agua avanzó de repente entre los árboles, sofocó el incendio y dejó empapados a Enebro, Grover y casi todos los demás.

El sátiro escupió un chorro de agua.

—¡Gracias, Percy!

—¡De nada!—Regresé corriendo al combate, al tiempo que la parejita me seguía. Él tenía una porra en la mano y ella, una fusta como las que usaban antiguamente en los colegios. Se la veía muy enfadada, como si estuviera dispuesta a zurrarle a alguien en el trasero.

Cuando ya parecía que la batalla estaba otra vez equilibrada y que quizá teníamos alguna posibilidad, nos llegó desde el laberinto el eco de un chillido sobrenatural: un ruido que en mi vida había oído.

Y súbitamente Campe salió disparada hacia el cielo, con sus alas de murciélago desplegadas, y fue a aterrizar en lo alto del Puño de Zeus, desde donde examinó la carnicería. Su rostro estaba inundado de una euforia maligna. Las cabezas mutantes de animales le crecían en la cintura y las serpientes silbaban y se le arremolinaban alrededor de las piernas. En la mano derecha sostenía un ovillo reluciente de hilo, el de Ariadna, pero enseguida lo guardó en la boca de un león, como si fuera un bolsillo, y sacó sus dos espadas curvas. Las hojas brillaban con su habitual fulgor verde venenoso. Campe soltó un chillido triunfal y algunos campistas gritaron despavoridos; otros trataron de huir corriendo y fueron pisoteados por los perros del infierno o por los gigantes.

—¡Dioses inmortales!—gritó Quirón. Apuntó con su arco, pero Campe pareció detectar su presencia y echó a volar a una velocidad asombrosa. La flecha pasó zumbando sobre su cabeza sin causarle ningún daño.

Tyson se soltó del gigante al que había aporreado hasta dejarlo fuera de combate. Corrió hacia nuestras líneas, gritando:

—¡En vuestros puestos! ¡No huyáis! ¡Luchad!

Un perro del infierno saltó entonces sobre él y ambos rodaron por el suelo.

Campe aterrizó sobre la tienda de mando de Atenea y la aplastó. Corrí hacia ella y me encontré en compañía de Annabeth, que se puso a mi altura con la espada en la mano.

—Esto puede ser el final—dijo.

—Tal vez.

—Ha sido un placer combatir contigo, sesos de alga.

—Lo mismo digo.

Nos lanzamos juntos al encuentro del monstruo. Campe soltó un silbido y nos lanzó sendas estocadas. Hice una finta para intentar distraerla, mientras Annabeth le daba un mandoble, pero la bestia parecía capaz de combatir con ambas manos a la vez. Paró el golpe de Annabeth y ésta tuvo que retroceder de un salto para evitar la nube de veneno. Permanecer cerca de aquella criatura era como meterse en una niebla ácida. Los ojos me escocían y no lograba llenar los pulmones. Sabía que no podríamos mantenernos firmes más que unos segundos.

—¡Vamos!—grité—. ¡Necesitamos ayuda!

Pero no llegaba nadie. Unos se habían desmoronado y otros luchaban para salvar su propia vida o estaban demasiado aterrorizados para avanzar. Tres flechas de Quirón surgieron de repente en el pecho de Campe, pero ella se limitó a rugir con más fuerza.

—¡Ahora!—exclamó Annabeth.

Cargamos juntos, esquivamos los tajos del monstruo, rebasamos su guardia y casi... casi habíamos logrado clavarle nuestras espadas en el pecho cuando de su cintura brotó la cabeza de un oso gigante y tuvimos que retroceder a trompicones para que no nos diese un mordisco mortal.

¡BRUUUM!

Se me nubló de golpe la vista. Cuando quise darme cuenta, Annabeth y yo estábamos en el suelo. El monstruo tenía las patas delanteras sobre nosotros y nos sujetaba firmemente. Cientos de serpientes se deslizaban sobre mí, con unos silbidos que parecían carcajadas. Campe alzó sus dos espadas teñidas de verde y comprendí que nos habíamos quedado sin opciones.

Sujeté mi espada con todas mis fuerzas y solté un rugido gutural.

Recordé la voz de la náyade en el rancho, la determinación con la que estaba dispuesta a enfrentarse a mí para proteger su río.

El poder del Éxodo de Hércules trabajó en conjunto con mi naturaleza como hijo de Poseidón, encontrando una extraña y peligrosa armonía. Sentí nuevamente aquel tirón en el estomago, la marca sobre mi cuerpo creció, y antes de darme cuenta, había mandado a volar al monstruo lejos de mí.


¡ÉXODO DE HÉRCULES: DOCE DESASTRES Y PECADOS!

¡¡SÉPTIMO TRABAJO!!

¡¡¡ESTABLOS DE AUGÍAS: TORRENTE DEL RÍO DESENCADENADO!!!


De mis brazos comenzó a salir agua a chorros, como creada de la nada. Me impulsé con todas mis fuerzas hacia el frente, envuelto en cientos y cientos de litros que aumentaban en cantidad con cada segundo que pasaba.

Luego, con la potencia de un maremoto, arrasé con el campo de batalla, arrollando a Campe y decenas de monstruos por igual. Las corrientes evitaban a mis aliados, fluyendo a su alrededor suavemente sin dañarlos.

Luego, toda esa agua se concentró a mi alrededor, girando como un gigantesco vórtice. El remolinó barrió con los alrededores. Los monstruos atrapados en él fueron golpeados violentamente contra los arboles, aplastados unos con otros, triturados con sus propias armas o ahogados hasta morir.

El agua desapareció rápidamente, filtrándose en la tierra y dejando limpio y reluciente el campo de batalla. Campé se estrelló violentamente contra el suelo, creando un gran cráter a su alrededor.

Las alas y las espadas le habían sido arrancadas por el golpe, y respiraba con dificultad mientras tosía sangre sin control.

Yo apoyé una rodilla en el suelo, exhausto. Había usado ya tres trabajos en un muy corto periodo de tiempo entre ellos, y mi cuerpo lo resentía. El dolor nublaba mi mente y la marca me cubría gran parte del cuerpo, sólo me quedaban uno o dos trabajos más antes de consumirme por completo.

—"Maldito mestizo..."—siseó el monstruo en su lengua antigua, que de alguna forma logré entender—. "Te arrancaré lentamente cada hueso de tu..."

Una enorme sombra se abalanzó sobre Campe, derribándola en nueva cuenta. Ahora era la mole de la Señorita O'Leary lo que tenía encima, soltando gruñidos y lanzándole dentelladas al monstruo.

—¡Buena chica!—dijo una voz conocida. Dédalo se abría paso con su espada desde la entrada del laberinto, abatiendo enemigos a diestra y siniestra y aproximándose a nosotros. Había alguien más a su lado: un gigante muchísimo más alto que los lestrigones, con un centenar de brazos sinuosos y cada uno de ellos con una roca de buen tamaño.

—¡Briareo!—gritó Tyson, asombrado.

—¡Hola, hermanito!—bramó el gigante—. ¡Aguanta!

Y mientras la Señorita O'Leary se hacía rápidamente a un lado, el centímano le lanzó a Campe una ráfaga de rocas que parecían aumentar de tamaño al salir de sus manos. Y eran tantas que parecía que la mitad de la tierra hubiera aprendido a volar.

¡BRUUUUUM!

Allí donde se hallaba Campe un segundo antes sólo vi de repente una montaña de rocas casi tan grande como el Puño de Zeus. El único signo de que el monstruo había existido era el diluido veneno que chorreaba entre las grietas.

Una oleada de vítores estalló entre los campistas. Pero nuestros enemigos no estaban vencidos aún.

—¡Acabad con ellos!—chilló una dracaena—. ¡Matadlos a todos o Crono os desollará vivos!

Por lo visto aquella amenaza era más terrorífica que nosotros mismos. Los gigantes se lanzaron en tropel en un último y desesperado intento. Uno de ellos sorprendió a Quirón con un golpe oblicuo en las patas traseras, que lo hizo trastabillar y caer. Otros seis gigantes gritaron eufóricos y avanzaron corriendo.

—¡No!—grité, pero estaba demasiado lejos y aturdido como para echar una mano.

Y entonces sucedió. Grover abrió la boca y de ella surgió el sonido más horrible que he oído. Era como una trompeta amplificada mil veces: el sonido del miedo en estado puro.

Los secuaces de Crono, todos a una, soltaron sus armas y echaron a correr como si en ello les fuera la vida. Los gigantes pisotearon a las dracaenae para huir primero por el Laberinto. Los telekhines, los perros del infierno y los mestizos enemigos se apresuraban tras ellos a tropezones. El túnel se cerró, retumbando. La batalla había llegado a su fin. El claro se quedó de repente en silencio, salvo por el crepitar del fuego en el bosque y los lamentos de los heridos.

Annabeth me ayudó a ponerme de pie y corrimos hacia Quirón.

—¿Te encuentras bien?—le pregunté.

Estaba tendido de lado, tratando en vano de levantarse.

—¡Qué embarazoso!—masculló—. Creo que me recuperaré. Por suerte, nosotros no les pegamos un tiro a los centauros cuando tienen... ¡aj!, una pata rota.

—Necesitas ayuda—dijo Annabeth—. Voy a buscar a un médico de la cabaña de Apolo.

—No—insistió Quirón—. Hay heridas más importantes que atender. ¡Dejadme! Estoy bien. Grover... luego tenemos que hablar de cómo has hecho eso.

—Fue increíble—asentí.

Grover se ruborizó.

—No sé de dónde me ha salido.

Enebro lo abrazó con fuerza.

—¡Yo sí lo sé!

Antes de que pudiera añadir más, Tyson me llamó:

—¡Percy, deprisa! ¡Es Nico!







Su ropa negra despedía humo. Tenía los dedos agarrotados y la hierba alrededor de su cuerpo se había vuelto amarilla y se había secado.

Le di la vuelta con todo cuidado y le puse la mano en el pecho. El corazón le latía débilmente.

—¡Traigan néctar!—grité.

Uno de los campistas de Ares se acercó cojeando y me tendió una cantimplora. Le eché a Nico en la boca un chorro de la bebida mágica. Empezó a toser y farfullar, pero sus párpados temblaron y se acabaron abriendo.

—¿Qué te pasó, Nico?—pregunté—. ¿Puedes hablar?

Asintió débilmente.

—Nunca había intentado convocar a tantos a la vez. Me pondré bien.

Lo ayudamos a sentarse y le di un poco más de néctar. Nos miró parpadeando, como si tratara de recordar quiénes éramos, y se fijó en alguien que estaba a mi espalda.

—Dédalo—graznó.

—Sí, muchacho—dijo el inventor—. Cometí un gran error. He venido a corregirlo.

Tenía varias heridas que sangraban aceite dorado, pero daba la impresión de estar mejor que la mayoría de nosotros. Al parecer, su cuerpo de autómata se curaba por sí solo rápidamente. La Señorita O'Leary le lamía las heridas de la cabeza y le iba dejando el pelo levantado de un modo muy gracioso. Un poco más allá, vi a Briareo rodeado de un grupo de campistas y de sátiros maravillados. Tenía un aire tímido, pero estaba firmando autógrafos en armaduras, escudos y camisetas.

—Me encontré con el hecatónquiro mientras recorría el Laberinto—explicó Dédalo—. Había tenido la misma idea, o sea, venir a echar una mano, pero se había perdido. Nos entendimos enseguida. Los dos veníamos a enmendar nuestras faltas.

—¡Yuju!—Tyson se puso a dar saltos de alegría—. ¡Sabía que vendrías, Briareo!

—Yo no lo sabía—dijo el centímano—. Pero tú me ayudaste a recordar quién soy, cíclope. Eres tú el héroe.

Tyson se ruborizó, pero yo le di una palmada en la espalda.

—Lo sé desde hace mucho tiempo—dije—. Pero, Dédalo... el ejército del titán sigue ahí abajo. Incluso sin el hilo, regresarán. Darán con el camino tarde o temprano, y esta vez con Crono al frente.

Dédalo envainó su espada.

—Tienes razón. Mientras el Laberinto siga ahí, vuestros enemigos podrán usarlo. Ese es el motivo por el que no puede seguir existiendo.

Annabeth se quedó mirándolo.

—Pero... ¡Tú dijiste que el Laberinto está ligado a tu fuerza vital! Mientras estés vivo...

—Sí, mi joven arquitecta—asintió Dédalo—. Cuando yo muera, el Laberinto morirá también. Así que tengo un regalo para ti.

Se quitó la mochila de cuero, abrió la cremallera y sacó un portátil plateado de aspecto impecable: era uno de los que habíamos visto en su taller. En la tapa figuraba una Δ azul.

—Todo mi trabajo está aquí—dijo—. Es lo único que logré salvar del incendio. Son notas de proyectos que nunca he empezado, incluidos algunos de mis diseños preferidos. No he podido desarrollarlos en los últimos milenios. No me atrevía a revelar mi trabajo al mundo de los mortales. Pero tú quizá lo encuentres interesante.

Le tendió el portátil a Annabeth, que lo miraba como si fuese de oro macizo.

—¿Y me lo das a mí? ¡Pero esto tiene un valor incalculable! Debe de costar... ¡Yo qué sé cuánto!

—Una pequeña compensación por tu comportamiento—señaló Dédalo—. Tenías razón, Annabeth, sobre los hijos de Atenea. Deberíamos actuar sabiamente, y yo no lo hice. Algún día llegarás a ser una arquitecta más grande que yo. Toma mis ideas y mejóralas. Es como dijo Percy antes: mientras heredemos y desarrollemos la ciencia, la humanidad no perecerá. Es lo mínimo que puedo hacer antes de morir.

—¿De morir?—exclamé—. ¡No puedes quitarte la vida! ¡No está bien!

Él negó con la cabeza.

—No tan mal como ocultarme durante dos mil años a causa de mis crímenes. El genio no disculpa la maldad, Percy. Ha llegado mi hora. Debo afrontar mi castigo.

—No tendrás un juicio justo—dijo Annabeth—. El espíritu de Minos está en el tribunal...

—Aceptaré lo que sea—respondió él—. Y confío en la justicia del inframundo. Es lo único que podemos hacer, ¿no?—Miró fijamente a Nico y el rostro de éste se ensombreció.

—Sí—convino.

—¿Vas a tomar entonces mi alma para pedir un rescate?—le preguntó Dédalo—. Podrías usarla para reclamar a tu hermana.

—No—respondió Nico—. Te ayudaré a la liberar tu espíritu. Pero Bianca ha muerto. Debe permanecer donde está.

Dédalo asintió.

—Bien hecho, hijo de Hades. Te estás volviendo sabio.—Luego me miró a mí—. Un último favor, Percy Jackson. No puedo dejar sola a la Señorita O'Leary. Y ella no tiene el menor deseo de regresar al inframundo. ¿La cuidarás tú?

Miré el enorme mastín negro, que gimoteaba lastimosamente y seguía lamiéndole el pelo a Dédalo. Pensé que en el edificio de mi madre no se admitían perros, no digamos ya perros como apartamentos, pero aun así contesté:

—Sí, claro.

—Entonces ya estoy listo para ver a mi hijo... y a Perdix —declaró—. He de decirles lo arrepentido que estoy.

Annabeth tenía lágrimas en los ojos.

Dédalo se volvió hacia Nico, quien sacó su espada. Temí que fuese a matar al viejo inventor, pero se limitó a decir:

—Ha llegado tu hora finalmente. Queda liberado y reposa.

Una sonrisa de alivio se expandió por el rostro de Dédalo y, en el acto, se quedó paralizado como una estatua. Su piel se volvió transparente, mostrando los engranajes de bronce y la maquinaria que zumbaba en el interior de su cuerpo. Luego la estatua se transformó en ceniza y se desintegró.

La Señorita O'Leary soltó un aullido. Le acaricié la cabeza, tratando de consolarla. La tierra tembló mientras el antiguo Laberinto se desmoronaba: una especie de terremoto que seguramente fue registrado en todas las grandes ciudades del país, quizá incluso del mundo entero.

Los restos del ejército del titán, esperaba, habían quedado sepultados en algún punto del subterráneo.

Contemplé la carnicería que se había producido en el claro del bosque, y luego los rostros agotados de mis amigos.

—Vamos—les dije—. Tenemos cosas que hacer. 

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