La muerte del salvaje:
Corrí hasta quedar exhausto. Rachel nos mantenía alejados de las trampas, pero nos movíamos sin otro objetivo que alejarnos de aquella siniestra montaña y del rugido de Crono.
Me detuve en un túnel de roca blanca y húmeda que parecía formar parte de una cueva natural. No oía que nos siguiera nadie, pero no por eso me sentía más seguro. Aún tenía presentes en mi imaginación aquellos ojos dorados y antinaturales en el rostro de Luke, y también la sensación de que mis miembros se iban petrificando poco a poco.
—¿Nos dejas bajar?—preguntó Rachel.
—Claro, perdonen—los volví aa dejar de pie en el suelo.
Annabeth no había cesado de llorar durante todo el trayecto. Ahora se desplomó y escondió la cara entre las rodillas. El eco de sus sollozos rebotaba por todo el túnel. Nico y yo nos sentamos juntos. El dejó su espada junto a la mía e inspiró, tembloroso.
—¡Vaya mierda!—dijo, expresión que me pareció que resumía bastante bien la situación.
—Nos salvaste la vida.
Nico se limpió el polvo de la cara.
—Las chicas fueron las que me arrastraron hasta allí. Es en lo único en lo que estaban de acuerdo: debíamos ir a ayudarte o acabarías arruinándolo todo.
—Es agradable saber que confían tanto en mí.—analicé la cueva con mi ojo plateado. Caían gotas de las estalactitas, como una lluvia en cámara lenta—. Pero tú, Nico... te has delatado.
—¿Qué quieres decir?
—Hombre, esa columna de piedra... Ha sido impresionante. Si Crono no sabía quién eras, ahora ya lo sabe... un hijo del inframundo.
Nico frunció el ceño.
—¡Qué más da!
Lo dejé correr. Era obvio que trataba de disimular lo asustado que estaba. No le faltaban motivos, la verdad.
Annabeth alzó la cara. Tenía los ojos irritados de tanto llorar.
—¿Qué... qué le pasaba a Luke? ¿Qué le han hecho?
Le conté lo que había visto en el ataúd: cómo había entrado el último fragmento del espíritu de Crono en el cuerpo de Luke en cuanto Ethan Nakamura juró ponerse a su servicio.
—No—dijo Annabeth—. No puede ser cierto. Él no podría...
—Se ha sacrificado por Crono—dije—. Lo siento, Annabeth. Luke ya no existe.
—¡No!—insistió—. Viste lo que le pasó cuando Rachel lo golpeó.
Asentí y miré a nuestra guía con respeto.
—Le has dado al señor de los titanes en el ojo con un cepillo para el pelo.
Rachel parecía avergonzada.
—Era lo único que tenía a mano.
—Tú mismo lo has visto—insistió Annabeth—. Al recibir el golpe, se ha quedado aturdido durante un segundo. Ha recobrado el juicio.
—O sea, que Crono quizá no estaba del todo asentado en su cuerpo, o algo así— deduje—. Lo cual no significa que Luke controlara la situación.
—¡Quieres que sea un malvado, ¿no es eso?!—gritó Annabeth—. Tú no lo conocías, Percy. ¡Yo sí!
—¡¿Y a ti qué te importa?!—le espeté—. ¡¿Por qué lo defiendes tanto?!
—Eh, ustedes dos—terció Rachel—. Deténganse ya.
Annabeth se volvió hacia ella.
—¡Tú no te metas, mortal! Si no fuera por ti...
Algo iba a decir, pero se le quebró la voz. Bajó la cabeza de nuevo y estalló en sollozos. Me habría gustado consolarla, pero no sabía cómo hacerlo. Aún me sentía aturdido, como si el efecto que había provocado Crono al volver más lento el paso del tiempo me hubiera afectado el cerebro. No conseguía asimilar todo lo que había visto. Crono estaba vivo. Armado. Y probablemente se avecinaba el fin del mundo.
—Debemos seguir moviéndonos—dijo Nico—. Habrá enviado en nuestra búsqueda a un montón de monstruos.
Nadie estaba en condiciones de correr, pero Nico tenía razón. Me incorporé con esfuerzo y ayudé a Rachel a levantarse.
—Lo hiciste muy bien allá arriba—le dije.
Ella esbozó una leve sonrisa.
—Sí, bueno. No quería que murieras.—Se ruborizó—. O sea... simplemente porque, ya me entiendes... me debes demasiados favores. ¿Cómo voy a cobrármelos si te mueres?
Me arrodillé junto a Annabeth.
—Eh, listilla—dije tan suavemente como pude, levantando con un dedo su cabeza para que me mirase a los ojos—. Lo siento mucho. Luego... hablaremos del tema. Ahora debemos ponernos en marcha.
—Lo sé, de acuerdo—asintió—. Estoy... bien.
Evidentemente, no era cierto. Pero se puso de pie y echamos a caminar penosamente por el laberinto.
—De vuelta a Nueva York—indiqué—. Rachel, ¿podrías...?
Me quedé petrificado. Apenas a un metro, el haz de luz de mi linterna iluminó en el suelo un amasijo pisoteado de tela roja. Era un gorro rasta: el de Grover.
Me temblaban las manos al recoger la prenda. Parecía que la hubiera pisado una enorme bota embarrada. Después de todo lo que había vivido ese día, no podía soportar la mera idea de que a Grover también le hubiera pasado algo.
Entonces me fijé en otra cosa: el suelo de la cueva estaba húmedo y blando, a causa del agua que goteaba de las estalactitas, y se veían unas huellas grandes como las de Tyson y otras más pequeñas—pezuñas de cabra— que se desviaban hacia la izquierda.
—Debemos seguirlas—dije—. Han ido por allí. Tiene que haber sido hace poco.
—¿Y el campamento?—preguntó Nico—. No queda tiempo.
—Tenemos que encontrarlos—sentenció Annabeth—. Son nuestros amigos.
Tomó la gorra aplastada de mis manos y echó a andar.
La seguí, preparándome para lo peor. El túnel era traicionero: tenía bruscas pendientes cubiertas de barro. Más que caminar, nos pasábamos casi todo el tiempo resbalando y deslizándonos.
Por fin, bajamos una pronunciada pendiente y nos encontramos en una cueva inmensa con enormes estalagmitas. Por el centro pasaba un río subterráneo. Junto a la orilla, vislumbré la silueta de Tyson. Tenía en el regazo a Grover, que permanecía inmóvil y con los ojos cerrados.
—¡Tyson!—grité.
—¡Percy! ¡Deprisa!
Corrimos a su encuentro. Grover no estaba muerto, gracias a los dioses, pero temblaba de pies a cabeza como si estuviera muriéndose de frío.
—¿Qué le pasó?—le pregunté.
—Muchas cosas—murmuró Tyson—. Una serpiente gigante. Perros grandiosos. Hombres con espadas... Cuando nos acercábamos aquí, Grover estaba muy nervioso. Ha echado a correr. Hemos llegado a esta cueva, se ha caído y se ha quedado así.
—¿Dijo algo?—pregunté.
—Ha dicho: "Estamos cerca." Luego se ha dado un porrazo en la cabeza.
Me arrodillé junto a él. La única vez que había visto a Grover desmayarse había sido el invierno anterior, cuando había detectado la presencia de Pan.
Analicé la cueva con mi ojo. Las rocas relucían. En el otro extremo se veía la entrada a otra cueva, flanqueada por unas gigantescas columnas de cristal que parecían diamantes. Y más allá de aquella entrada...
—Grover—dije—. Despierta.
—Arg.
Annabeth se arrodilló a su lado y le roció la cara con un poco de agua del río, que estaba helada.
—¡Arf!—Movió los párpados—. ¿Percy? ¿Annabeth? ¿Dónde...?
—No pasa nada—le aseguré—. Sólo te desmayaste. La presencia ha sido demasiado para ti.
—Ya... recuerdo. Pan.
—Sí. Hay algo muy poderoso más allá de esas columnas.
Hice unas rápidas presentaciones, porque Tyson y Grover no conocían a Rachel. Tyson le dijo que era muy linda y Annabeth, al oírlo, pareció a punto de echar fuego por la nariz.
—Bueno—dije—. Vamos, Grover. Apóyate en mí.
Entre Annabeth y yo lo levantamos y lo ayudamos a vadear el río subterráneo. La corriente era bastante fuerte. El agua nos llegaba a la cintura. Decidí mantenerme seco, una pequeña habilidad que me resulta muy útil, pero que no podía aplicar a los demás. De todos modos, el frío lo sentía igual, como si estuviera atravesando un ventisquero.
—Creo que estamos en las Cavernas Carlsbad—comentó Annabeth, tiritando y entre castañeteos de dientes—. Quizá una zona aún inexplorada.
—Así que nuestra teoría estaba bien—apunté—. Realmente dimos en el clavo.
Salimos del agua y seguimos caminando. Al aproximarnos, pude apreciar mejor el increíble tamaño de las columnas de cristal y empecé a captar el intenso poder que emanaba de la otra cueva. Había estado otras veces en presencia de los dioses, pero aquello era diferente. La piel me hormigueaba con una energía viva. Mi agotamiento se evaporó de golpe, como si acabase de dormir una noche entera. Sentía cómo aumentaba mi vigor, igual que en esos vídeos que muestran a cámara rápida el desarrollo de una planta. La fragancia procedente de la cueva no tenía nada que ver con el tufo a humedad de los subterráneos. Olía a árboles, a flores, a un cálido día de verano.
Grover gimoteaba de nerviosismo. Yo estaba demasiado atónito para pronunciar palabra. Hasta Nico parecía sin habla. Entramos en la cueva.
—¡Vaya!—exclamó Rachel.
Los muros relucían cubiertos de cristales rojos, verdes y azules. Bajo aquella luz extraña, crecían plantas preciosas: orquídeas gigantes, flores con forma de estrella, enredaderas cargadas de bayas anaranjadas y moradas que trepaban entre los cristales. El suelo estaba alfombrado con un musgo verde y mullido. El techo era más alto que el de una catedral y destellaba como una galaxia repleta de estrellas. En el centro de la cueva había un lecho romano de madera dorada con forma de U, cubierto de almohadones de terciopelo. Alrededor se veían animales ganduleando, pero eran seres que ya no existían, que no deberían haber estado vivos. Había un pájaro dodo, una criatura que venía a ser un cruce entre un lobo y un tigre, un enorme roedor que parecía la madre de todas las cobayas y, algo más atrás, recogiendo bayas con su trompa, un mamut lanudo.
Sobre el lecho reposaba un viejo sátiro. Mientras nos acercábamos, nos observó con unos ojos azules como el cielo. Su pelo ensortijado, y también su barba puntiaguda, eran completamente blancos; incluso el pelaje de sus patas estaba escarchado de gris. Tenía unos cuernos enormes y retorcidos de un marrón reluciente que habría sido imposible disimular con un gorro como hacía Grover. Llevaba colgado del cuello un juego de flautas de junco.
Grover cayó ante él de rodillas.
—¡Señor Pan!
El dios sonrió gentilmente, pero había una expresión de tristeza en sus ojos.
—Grover, mi querido y valeroso sátiro. Te he esperado mucho tiempo.
—Me... perdí—se disculpó él.
Pan se echó a reír con un sonido maravilloso, como una brisa primaveral que llenó de esperanza la cueva entera. El tigre-lobo dio un suspiro y apoyó la cabeza en la rodilla del dios. El dodo le picoteó cariñosamente las pezuñas y produjo una cadencia extraña. Habría jurado que tarareaba la canción de Disney It's a Small World.
Pese a todo, Pan parecía cansado. Su forma entera temblaba como si estuviera hecha de niebla.
Me di cuenta de que todos mis amigos se habían arrodillado y tenían una expresión de pavor y veneración en la cara, así que yo también me puse de rodillas.
—Su pájaro dodo tararea—comenté a lo tonto.
Los ojos del dios centellearon.
—Sí, se llama Dede. Mi pequeña actriz.
Dede, la dodo, pareció ofendida. Le dio un picotazo a Pan en la rodilla y tarareó una melodía que sonaba como una marcha fúnebre.
—¡Éste es el lugar más hermoso del mundo!—dijo Annabeth—. ¡Más que cualquier edificio construido a lo largo de la historia!
—Me alegra que te guste, querida—respondió Pan—. Es uno de los últimos lugares salvajes. Arriba, me temo que mi reino ha desaparecido. Sólo quedan algunos reductos, diminutas islas de vida. Esta permanecerá intacta... durante algo más de tiempo.
—Mi señor—intervino Grover—, ¡por favor, tenéis que volver conmigo! ¡Los viejos Sabios no se lo van a creer! ¡Se pondrán contentísimos! ¡Aún podéis salvar la vida salvaje!
Pan le puso la mano en la cabeza y le alborotó su pelo ensortijado.
—Qué joven eres, Grover. Qué bueno y qué fiel. Creo que escogí bien.
—¿Escogisteis?—dijo él—. N... no comprendo.
La imagen de Pan parpadeó y por un instante se convirtió en humo. La cobaya gigante se deslizó corriendo bajo el lecho con un chillido de terror. El mamut lanudo soltó un gruñido y Dede escondió la cabeza bajo el ala. Pan volvió a formarse enseguida.
—He dormido durante muchos eones—explicó el dios, con aire desolado—. He tenido sueños sombríos. Me he despertado a ratos y mi vigilia cada vez ha sido más breve. Ahora nos acercamos al fin.
—¿Cómo?—gritó Grover—. Pero ¡no es así! ¡Estáis aquí!
—Mi querido sátiro—suspiró Pan—. Ya traté de decírselo al mundo hace dos mil años. Se lo anuncié a Lysas, un sátiro muy parecido a ti que vivía en Efeso, y él intentó propagar la noticia.
Annabeth abrió los ojos como platos.
—Es la antigua leyenda. Un marinero que pasaba junto a las costas de Efeso oyó una voz que gritaba desde la orilla: "¡Diles que el gran dios Pan ha muerto!"
—¡Pero no era cierto!—estalló Grover.
—Los de tu especie nunca lo creyeron—admitió Pan—. Vosotros, dulces y testarudos sátiros, os negasteis a aceptar mi muerte. Y os quiero por ello, pero no habéis hecho más que retrasar lo inevitable. Sólo habéis prolongado mi larga y dolorosa agonía, mi oscuro sueño crepuscular. Pero ahora debe llegar a su fin.
—¡No!—protestó Grover con voz temblorosa.
—Querido Grover—repuso Pan—, debes aceptar la verdad. Tu compañero, Nico, lo entiende.
Nico asintió lentamente.
—Se está muriendo. Debería haber muerto hace mucho. Esto... es como una especie de recuerdo.
—Pero los dioses no pueden morir—alegó Grover.
—Pueden desvanecerse—dijo Pan—. Cuando todo lo que representaban ya no existe. Cuando dejan de tener poder y sus lugares sagrados desaparecen. La vida salvaje, querido Grover, es tan reducida y tan precaria que ningún dios es capaz de salvarla. Mi reino se ha esfumado. Por eso te necesito, para que transmitas un mensaje. Debes regresar ante el Consejo. Debes comunicar a los sátiros, y a las dríadas, y a los demás espíritus de la naturaleza que el gran dios Pan ha muerto. Relátales mi muerte, porque han de dejar de esperar que vaya a salvarlos. Ya no está en mi mano hacerlo. La única salvación debéis buscarla vosotros mismos. Cada uno de vosotros ha de...
Se detuvo y miró ceñudo al pájaro dodo, que se había puesto a tararear otra vez.
—¿Qué haces, Dede?—preguntó Pan—. ¿Estás cantando Kumbayá otra vez?
La dodo alzó sus ojos amarillos con aire inocente y parpadeó.
Pan suspiró.
—Todo el mundo se ha vuelto cínico. Pero, como iba diciendo, mi querido Grover, cada uno de vosotros debe asumir mi labor.
—Pero... ¡no!—gimoteó él.
—Sé fuerte—dijo Pan—. Me has encontrado. Y ahora has de liberarme. Debes perpetuar mi espíritu. Ya no puede encarnarlo un dios. Habéis de asumirlo todos vosotros.
Pan me miró con sus claros ojos azules y comprendí que se refería no sólo a los sátiros, sino También a los mestizos y a los humanos. A todos.
—Percy Jackson—prosiguió el dios—, sé lo que has visto hoy. Conozco tus dudas. Pero te doy una noticia: cuando llegue la hora, el miedo no se adueñará de ti.
Se volvió hacia Annabeth.
—Hija de Atenea, tu hora se acerca. Desempeñarás un gran papel, aunque tal vez no sea el que imaginas.
Luego miró a Tyson.
—Maestro cíclope, no desesperes. Los héroes casi nunca están a la altura de nuestras esperanzas. Pero en tu caso, Tyson, tu nombre perdurará entre los de tu raza durante generaciones. Y señorita Rachel Dare...
Ella se sobresaltó al oír su nombre y retrocedió como si fuese culpable de algo malo. Pero Pan se limitó a sonreír. Alzó la mano en señal de bendición.
—Ya sé que piensas que no puedes arreglar nada—continuó—. Pero eres tan importante como tu padre.
—Yo...—Rachel titubeó. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
—Sé que ahora no lo crees—señaló Pan—. Pero busca las ocasiones propicias. Se presentarán.
Finalmente se volvió de nuevo hacia Grover.
—Mi querido sátiro—dijo Pan bondadosamente—, ¿transmitirás mi mensaje?
—N... no puedo.
—Sí puedes—aseguró Pan—. Eres el más fuerte y el más valiente. Tienes un corazón puro. Has creído en mí más que nadie. Por eso debes ser tú quien lleve el mensaje, por eso debes ser el primero en liberarme.
—No quiero hacerlo.
—Lo sé. Escucha. "Pan" significaba originalmente "rústico", ¿lo sabías? Pero con el tiempo ha acabado significando "todo". El espíritu de lo salvaje debe pasar ahora a todos vosotros. Tienes que decírselo a todo aquél que encuentres en tu camino. Si buscáis a Pan, debéis asumir su espíritu. Rehaced el mundo salvaje, aunque sea poco a poco, cada uno en vuestro rincón del mundo. No podéis aguardar a que sea otro, ni siquiera un dios, quien lo haga por vosotros.
Grover se secó los ojos y se puso de pie lentamente.
—He pasado toda mi vida buscándoos. Y ahora... os libero.
Pan sonrió.
—Gracias, querido sátiro. Mi última bendición.
Cerró los ojos y se disolvió. Una niebla blanca se deshilachó en volutas de energía, aunque no era espeluznante como el resplandor azul de Cronos. La niebla inundó la cueva. Una voluta me entró en la boca, y en la de Grover y los demás, aunque creo que al sátiro le correspondió una parte más grande. Lentamente, los cristales se fueron apagando. Los animales nos miraron con tristeza. Dede, la dodo, suspiró. Luego se volvieron todos grises y quedaron convertidos en un montón de polvo. Las enredaderas se marchitaron. Y por fin nos encontramos solos ante un lecho vacío, en mitad de una cueva oscura.
Grover respiró hondo.
—¿Te... encuentras bien?—le pregunté.
Parecía más viejo y más triste. Tomó su gorra de las manos de Annabeth, sacudió el barro y se la encasquetó sobre su pelo rizado.
—Hemos de irnos y contárselo a todos—declaró—. El gran dios Pan ha muerto.
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