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La Gran Profecía:


Odiaba tener ser yo quien diese las malas noticias, pero eso, al menos, se lo debía a Beckendorf.

Apenas salí del mar, corrió la voz de mi llegada. Aquella tarde el vigía de guardia era Connor Stoll, de la cabaña de Hermes. En cuanto me divisó, se emocionó tanto que se cayó del árbol. Luego, hizo sonar la caracola para avisar al campamento t vino corriendo a mi encuentro.

Tenía una sonrisa torcida que armonizaba con su sentido del humor. Era un buen tipo, pero convenía sujetar bien la cartera cuando andaba cerca. Tenía el cabello castaño y rizado, era un poco más bajo que su hermano Travis (el único rasgo que permite distinguirlos). Eran tan distintos a Luke que costaba creer que los tres fueran hijos de Hermes.

—¡Percy!—chilló—. ¿Cómo salió? ¿Dónde está Beckendorf?—entonces vio mi expresión y la sonrisa se esfumó en el acto—. Oh, no—se lamentó—. Pobre Silena. Por Zeus sagrado, verás cuando se entere...

Cruzamos juntos las dunas y a unos trescientos metros vimos a la gente del campamento acercándose en masa, emocionados y sonrientes.

Me detuve en el pabellón comedor y los esperé allí. No valía la pena apresurarse para contarles la desgracia que había ocurrido.

Contemplé el valle, tratando de recordar cómo era el Campamento Mestizo la primera vez que lo vi. Tenía la sensación que que habían pasado un billón de años o más desde entonces.

Desde el comedor se podía ver casi todo. De entrada, el círculo de colinas que rodeaban el valle. En la más alta, la colina Mestiza, se alzaba el pino de Thalia; y de una de sus ramas bajas colgaba el famoso Vellocino de Oro, que extendía su protección mágica sobre el campamento. El dragón que lo vigilaba día y noche, Peleo, había crecido tanto que se veía incluso desde aquella distancia, enroscado alrededor del tronco y enviando señales de humo cada vez que soltaba un ronquido.

A mi derecha se extendían los bosques. A mi izquierda, el lago de las canoas brillaba bajo los últimos rayos de sol y el muro de escalada resplandecía con la cascada de lava que caía por uno de sus flancos. Enfrente, se desplegaban cómo herradura las doce cabañas alrededor de un prado verde de uso comunitario. Más hacia el sur estaban los campos de fresas, el arsenal y la Casa Grande, un edificio de cuatro pisos pintado de azul cielo y coronado con una veleta de bronce que representa un águila.

En cierto modo, el campamento no había cambiado. No se percibía ningún indicio de guerra en los campos y edificios. La percibías en los rostros de los semidioses, los sátiros y las náyades que subían por la cuesta.

Ahora no había tantos como cuatro veranos atrás. Algunos se habían ido y no habían regresado. Algunos habían caído en combate. Y otros—procurábamos no hablar de ellos—se habían pasado al enemigo.

Los que continuaban allí eran guerreros curtidos, aunque se los veía cansados. Últimamente no se oían muchas risas en el campamento. Ni siquiera los de la cabaña Hermes hacían tantas travesuras. No es fácil disfrutar de las bromas cuando toda tu vida parece una broma pesada.

Quirón llego primero galopando. Tenía la barba cada vez más larga y enmarañada a medida que avanzaba el verano. Llevaba una camiseta con la leyenda: "MI OTRO COCHE ES UN CENTAURO" y un arco colgado a la espalda.

—¡Percy!—exclamó—. Gracias a los dioses. Pero ¿dónde...?

Annabeth entró corriendo al pabellón justo detrás de él. Se hizo un breve e incómodo silencio. Apenas y habíamos hablado desde el invierno pasado, y todo se había reducido a hacer misiones en conjunto durante la guerra. Ahora, para bien o para mal, ambos sabíamos que teníamos que detener nuestra ley del hielo y trabajar juntos como en los viejos tiempos. Pero eso se decía muy fácilmente.

—Jackson—saludó ella.

—Chase.

Iba cómo de costumbre, con el cabelló ondulado grisáceo recogido en coleta, con las raíces rubias tomando cada vez más terreno a medida que pasaba el tiempo. Si fuese un simple tinte de pelo, su caballera hubiera regresado a la normalidad desde hacía más de un año, pero al tratarse de la repercusión de ver su vitalidad consumida por el peso del cielo, le calculaba aún un año más antes de que se recuperase por completo.

Vestía con la vieja camiseta naranja del campamento y unos tejanos. Sus tormentosos ojos grises, como de costumbre, me analizaban de pies a cabeza, como si buscase debilidades estructurales en mi sistema. La mayoría de veces no podíamos mantener una conversación sin intentar estrangularnos el uno al otro. Pero, aún así, el pasado invierno, antes de que Luke se convirtiera en Crono y todo se torciera entre nosotros, creí, realmente creí que tal vez... bueno, que tal vez llegaríamos a superar esa fase de querer estrangularnos el uno al otro.

—¿Qué sucedió?—preguntó, incapaz de ocultar su inquietud—. ¿Luke está...?

Hice una mueca. Por supuesto que esa sería su prioridad. Ni siquiera un: "Oh, que bueno que no te moriste".

—El barco voló por los aires—dije—. Pero Crono sigue vivo. No sé dónde...

Silena Beauregard se abrió paso entre la multitud. No iba peinada ni llevaba maquillaje, cosa sorprendente en ella.

—¿Dónde está Charlie?—preguntó, mirando alrededor como si pudiera haberse escondido.

Miré a Quirón, impotente.

El viejo centauro carraspeó.

—Silena, querida, vamos a hablar a la Casa Grande...

—No—musitó ella—. No. No. No...

Rompió a llorar y los demás nos quedamos alrededor, paralizados, demasiado aturdidos para hacer o decir nada. Habíamos sufrido muchas pérdidas a lo largo del verano, pero ésta era sin duda la peor. Con Beckendorf fuera, era como si alguien nos hubiera robado el ancla de todo el campamento.

Finalmente, Clarisse se adelantó y rodeó a Silena con un brazo. Tenían una amistad muy pero muy rara, pero desde que Silena le había dado algunos consejos sobre su primer novio, ésta había decidido convertirse en su guardaespaldas personal.

Iba con su armadura de combate manchada de sangre y llevaba el cabello castaño recogido bajo un pañuelo. Había relajado momentáneamente su usual expresión huraña para hablarle con suma delicadeza a Silena:

—Anda, chica. Vamos a la Casa Grande. Te prepararé una taza de chocolate caliente.

Todos dieron media vuelta y empezaron a regresar hacia las cabañas en grupitos de dos o tres. Ya no sentían unas ganas locas de saber qué había pasado en el barco.

Sólo Annabeth y Quirón se quedaron a mi lado.

Ella se secó una lágrima de la mejilla.

—Me alegra... que no estés muerto, seos de alga.

Sonreí con pesar.

—Gracias—murmuré—. Digo lo mismo.

Quirón apoyó una mano en mi hombro.

—Estoy seguro de que hiciese todo lo que pudiste, Percy. ¿Quieres contarnos lo que pasó?

No deseaba repasarlo una vez más, pero aún así les conté la historia con lujo de detalles, incluido mi sueño sobre los titanes. Sólo omití un pequeño detalle: el comentario de Nico. En su día me había hecho prometerle que no le contaría a nadie su plan hasta que me decidiera, y ese plan era tan espeluznante que no me importaba mantenerlo en secreto.

Quirón contempló el valle que se extendía a nuestros pies.

—Tenemos que convocar de inmediato un consejo de guerra para hablar de ese espía y de otros asuntos.

—Poseidón se refirió a otra amenaza—dije—. Una más importante incluso que el Princesa Andrómeda. Pensé que quizá se trataba del desafío al que se había referido el titán en mi sueño.

Quirón y Annabeth cruzaron una mirada, como si supieran algo que yo ignoraba. No soporto que me hagan eso.

—También hablaremos de ello—me prometió Quirón.

—Una cosa más—inspiré hondo—. Cuando hablé con mi padre, me pidió que te dijera que el momento ha llegado. Debo conocer la profecía entera.

Quirón bajó los hombros, pero no pareció sorprendido.

—Durante mucho tiempo he temido que llegara este día. Muy bien. Annabeth, vamos a mostrarle a Percy la verdad. Subamos al desván.







Ya había subido al desván de la Casa Grande tres veces, lo cual era tres veces más de lo que habría deseado.

Había una escalera de mano que ascendía desde el último rellano. Me pregunté cómo iba a arreglárselas Quirón para subir, siendo un centauro, pero ni siquiera hizo el intento.

—Ya sabes dónde está—le dijo a Annabeth—. Bájalo aquí, por favor.

Ella asistió.

—Vamos, Percy.

Fuera, el sol se había puesto, así que el desván resultaba más sombrío y espeluznante de lo normal. Por todas partes se veían montones e trofeos de antiguos héroes: escudos mellados, tarros con cabezas de monstruos diversos, un par de dados de peluche sobre una placa de bronce que rezaba: "BIRLADOS DEL HONDE ÚLTIMO MODELO DE CRISAOR POR GUS, HIJO DE HERMES, 1988)

Tomé una enorme espada de bronce cuya hoja seguía impregnada de veneno mágico. La etiqueta tenía una fecha del verano anterior: "CIMITARRA DE CAMPE, OBTENIDA EN LA BATALLA DEL LABERINTO"

—¿Te acuerdas de Briareo lanzando todas esas rocas?—pregunté.

Annabeth me dirigió una sonrisa reticente.

—¿Y de Grover desatando el pánico?

Nos miramos a los ojos. Recordé el verano anterior, ese breve momento en que las cosas se veían tan bien para nosotros.

Ella carraspeó y desvió la mirada.

—Escuché que... ahora estás saliendo con Rachel—dijo.

Asentí lentamente, como si temiese que el menor movimiento fuese a desencadenar una explosión.

—Sí... eso.

Se hizo un incómodo silencio.

—Y... ¿tú has... salido con alguien más?

Negó con la cabeza.

—He estado... ocupada.

—Ya, lo entiendo.

Eso... definitivamente no ayudo con nuestra incomodidad. La tensión en el aire era tal que podía palparse.

—Te extraño—dije, finalmente—. Como amiga, quiero decir. Vale que lo nuestro no funcionó como pareja. De acuerdo, tú quieres salvar a Luke y yo quiero matarlo. Pero... ¿podemos estar de acuerdo en estar en desacuerdo y volver a como era antes?

Se quedó mirando a la nada por varios segundos.

—No lo sé, Percy—dijo, después de tiempo—. Las cosas son más difíciles que eso, y lo sabes.

—Annabeth...

—Vamos por la profecía—me cortó—. No hagamos esperar a Quirón.

—Pero...

—Vamos.

Suspiré, y no me quedó ora opción que dejar el tema.

Nos acercamos a la ventana. Sobre un taburete de tres patas reposaba el Oráculo: una momia de mujer con un colorido vestido hippy. Todavía tenía algunos mechones de pelo oscuro pegados al cráneo, y sus ojos vidriosos sobresalían en la cara apergaminada. Se me ponía la piel de gallina sólo de mirarla.

El cadáver había caído en desuso el último verano. Antes, la única forma de salir de misión era recibiendo una profecía del Oráculo, pero desde el comienzo de la guerra habíamos dejado esa norma de lado, los semidioses salíamos constantemente de misión, era la única forma de mantener el ritmo de Crono.

Aún así, me acordaba muy bien de aquella niebla verde—el espíritu de Delfos—que vivía dentro de la momia.

Parecía sin vida ahora, pero cuando pronunciaba una profecía podía moverse. A veces salía humo de su boca, creando formas extrañas. Una vez, incluso bajó del desván y dio un pequeño paseo por el bosque para entregar un mensaje. Así que me preocupaba que sería capaz de hacer para la Gran Profecía.

Sin embargo, la momia permaneció inmóvil.

—Nunca lo he entendido—susurré.

—¿El qué?—preguntó Annabeth.

—Por qué es una momia.

—En la antigüedad no lo era. Durante milenios, el espíritu de Delfos vivió en el interior de una hermosa doncella. El espíritu pasaba de una generación a otra. Quirón me contó que ella era así hace cincuenta años—explicó, señalándola—. Pero ésta fue la última.

—¿Qué sucedió?

Estaba a punto de responder, pero cambió de idea.

—Hagamos lo que tenemos que hacer y salgamos de aquí—dijo.

Miré nervioso la cara marchita del Oráculo.

—De acuerdo, ¿y ahora qué?

Annabeth se volvió hacia la momia y extendió las palmas de las manos.

—Oh, Oráculo de Delfos, emisario de Apolo Febo, se acerca la hora. Te pido la Gran Profecía.

Me preparé física y mentalmente, pero la momia no se movió ni un milímetro. Annabeth se acercó un poco más y le desabrochó uno de sus collares. Nunca me había detenido a examinar sus baratijas. Me imaginaba que eran adornos de estilo hippy. Pero cuando Annabeth se volvió hacia mí, tenía en las manos una bolsita de cuero, como la bolsa de la medicina de los nativos americanos, que colgaba de un cordón de plumas trenzadas. La abrió y extrajo un rollo de pergamino no más grande que su meñique.

—Tiene que ser una mala broma—gruñí—. ¿Así que me he pasado todos estos años haciendo preguntas sobre esa estúpida profecía y ahora resulta que la tenía aquí, colgada del cuello?

—No había llegado el momento—dijo Annabeth—. Créeme, Percy. Yo sólo oí un pequeño fragmento a los diez años y todavía tengo pesadillas.

—Fantástico. ¿Ya puedo leerla?

—Abajo, en el consejo de guerra—repuso—. No delante de... ya me entiendes.

Miré los ojos vidriosos del Oráculo y decidí no discutir.

Bajamos a reunirnos con los demás. No lo sabía entonces, pero aquélla sería la última vez que subiría al desván.







Los líderes más veteranos del campamento estaban reunidos alrededor de la mesa de ping-pong. Cuando llegamos Annabeth, Quirón y yo, aquello parecía un concurso de alaridos.

Clarisse iba aún con la indumentaria de combate. Llevaba sujeta a la espalda su lanza eléctrica (mejor dicho, su segunda lanza eléctrica. Ella la llamaba "Matamonstruos", aunque todo el mundo la conocía como "Matamoscas", y puede que yo sea culpable de eso). Sostenía bajo el brazo su casco con forma de jabalí y llevaba un puñal al cinto.

Justo en ese momento Michael Yew, el nuevo líder de la cabaña de Apolo, le estaba echando un buen rapapolvo, lo cual resultaba bastante gracioso, pues Clarisse le sacaba, como mínimo, treinta centímetros.

Michel había ocupado el puesto de Lee Fletcher cuando éste cayó en combate el verano anterior. Medía sólo un metro cuarenta, pero con su actitud parecía que midiese dos metros. A mí me recordaba a un hurón, con su nariz puntiaguda y aquellos rasgos contraídos de tanto fruncir el ceño para apuntar sus flechas.

—¡Ese botín es nuestro!—chillaba Michael, parándose de puntillas para tratar de ponerse a la altura de Clarisse—. ¡Y si no te gusta, te jodes!

En torno a la mesa, todos hacían esfuerzos para no reír: los hermanos Stoll, Pólux, de la cabaña de Dioniso; Katie Gardner, de Deméter. Incluso esbozó una leve sonrisa Jake Mason, nombrado precipitadamente nuevo líder de Hefesto para sustituir a Beckendorf. La única que no prestaba atención al altercado era Silena Beauregard. Permanecía sentada junto a Clarisse, contemplando la red de ping-pong con aire ausente. Tenía los ojos rojos e hinchados, y una taza de chocolate delante que ni siquiera había tocado. Me pareció injusto que tuviera que asistir a la reunión. Y no podía creer que Clarisse y Michael se hubieran puesto a discutir allí mismo de algo tan idiota como un botín cuando ella acababa de perder a su novio.

—¡Basta!—bramé—. ¡¿Qué demonios están haciendo?!

Clarisse me miró enfurruñada.

—Dile a Michael que no se porte como un imbécil egoísta.

—Muy indicado que lo digas tú nada menos—replicó el aludido.

—¡La única razón por la que estoy aquí es para apoyar a Silena!—gritó Clarisse—. Si no, me habría quedado en mi cabaña.

—¿Se puede saber qué pasa?—pregunté.

Pólux carraspeó.

—Clarisse no piensa en hablarnos hasta que su, hum... asunto se resuelva. No nos dirige la palabra desde hace tres días.

—¿Qué asunto?

Clarisse se volvió hacia Quirón.

—Eres tú quién está al mando, ¿no? ¿Le corresponde o no le corresponde a mi cabaña lo que pedimos?

Quirón arrastró las pesuñas, incómodo.

—Tal como expliqué en su día, querida, Michael tiene razón—respondió—. La reclamación de la cabaña de Apolo es más convincente. Además, tenemos cosas más importantes...

—Ya, claro—le espetó Clarisse—. Siempre hay cosas más importantes que atender las reclamaciones de Ares. Se supone que hemos de presentarnos y luchar sin rechistar cuando ustedes lo digan.

—No estaría mal—murmuró Connor Stoll.

Clarisse empuñó el cuchillo.

—Quizá debería preguntarle al señor D...

—Como bien sabes—la interrumpió Quirón, ahora algo irritado—, nuestro director Dioniso está muy ocupado con la guerra y no se le puede molestar.

—Ya veo. ¿Y los líderes veteranos? ¿Ninguno de ustedes va a ponerse de mi lado?

Ya nadie sonreía, ni se atrevía a mirarla a los ojos.

—Muy bien—dijo, volviéndose hacia Silena—. Perdona. No pretendía meterme en esta discusión cuanto tú acabas de perder... En din, me disculpo. Pero sólo ante ti. Ante nadie más.

Silena no pareció captar sus palabras.

Clarisse arrojó su cuchillo sobre la mesa de ping-pong.

—Y ustedes ya pueden prepararse para librar esta guerra sin Ares. Hasta que reciba una reparación, ningún miembro de mi cabaña levantará un dedo. Que se diviertan cayendo como moscas.

Los demás líderes se habían quedado pasmados y se limitaron a mirarla salir hecha una furia.

Michael Yew dijo al fin:

—¡Que se joda!

—¿Bromeas?—protestó Katie Gardner—. ¡Esto es un autentico desastre!

—No puede hablar en serio—dijo Travis—. ¿O sí?

Quirón suspiró.

—Se ha sentido herida en su orgullo. Acabará calmándose.

No parecía muy convencido.

Estaba a punto de preguntar de qué demonios se trataba todo aquello cuando miré a Annabeth, ella me respondió con los labios: "Luego te cuento"

—Bueno—prosiguió Quirón—. Si hacéis el favor, Bercy ha traído algo que debéis oír. Percy... la Gran Profecía.

Annabeth me tendió el pergamino. Se notaba viejo y reseco al tacto. Forcejeé con el corte, lo desenrollé con cuidado, procurando no romperlo, y empecé a leer.

Las letras parecían flotar sobre el papel, el significado y pronunciación de las palabras se me escapaban debido a la dislexia, pero puse toda mi concentración en recitar los versos de forma adecuada.

—"De los dioses más antiguos un mestizo llegará a los dieciséis contra todo lo predicho..."

Titubeé un momento, examinando los versos siguientes. Me había entrado una sensación de frío en los dedos, como si el pergamino estuviera congelado.

—"Y en un sueño sin fin el mundo se verá... El alma del héroe, una hoja maldita habrá de segar".

De pronto, me pareció que Contracorriente me pesaba más en el bolsillo. ¿Una hoja maldita? Quirón me había dicho una vez que Anaklusmos había causado dolor a muchas perdonas. ¿Sería posible que yo fuese a morir por el filo de mi propia espada? Zoë sabría si el arma estaba maldita, ella era el arma, en primer lugar, seguramente me habría dicho algo, ¿no?

¿Y cómo podía caer el mundo en un sueño sin fin? A menos... que se tratara de la muerte.

—Percy—me apremió Quirón—. Lee el resto.

Sentí la boca llena de arena, pero leí en voz alta los dos últimos versos:

—"Al salir la bestia encadenada desde los infiernos, una sola decisión con sus días acabará. El Olimpo preservará o asolará".

La habitación quedó en silencio. Connor Stoll comentó al fin:

—"Asolará" no está tan mal. Es "aislar", ¿no?

—Para nada—repuso Silena. Hablaba con tono inexpresivo, pero me sobresaltó oír su voz—. Significa, "destruirá".

—"Arrasará"—añadió Annabeth—. "Aniquilará", "Reducirá a escombros"

—Sí, de acuerdo—sentía un peso en el corazón—. Mensaje recibido.

Todo el mundo me miraba: con inquietud o compasión, tal vez incluso con miedo.

Quirón tenía los ojos cerrados, como si se hubiera puesto a rezar. Cuando adoptaba forma de caballo, su cabeza casi rozaba el techo de la sala.

—Ahora entenderás, Percy, porque consideramos conveniente no contarte la profecía entera. Bastante peso tenías ya sobre tus hombros...

—Yo ya sabía que iba a morir—lo corté—. Esa bestia de los infiernos... tiene que hacer referencia al último trabajo. Eso significa morir de forma casi universal.

Quirón me miró con tristeza. El tipo tenía miles de años, había visto morir a centenares de héroes. Quizá no le gustara, pero ya estaba acostumbrado. Seguramente era consciente de que no valía la pena tratar de tranquilizarme.

—¿Cuál es esa bestia?—preguntó Katie Gardner—. ¿A qué se refieren con "el último trabajo"?

Los miré con detenimiento a cada uno. Estaba a punto de dar una información realmente sensible, y me figuré que, de haber un espía entre nosotros, ya conocería de mi situación, por lo que no se mostraría tan impresionado como el resto.

—¿Nunca se han preguntado por qué la marca sobre mi cuerpo crece o desaparece sin explicación aparente?

—Creíamos que sólo eras adicto a la tinta—señaló Connor Stoll.

—¡Gente, mi piel está casi completamente verde!

—Una muy severa adicción a la tinta—añadió Travis.

Rodeé los ojos.

—Pónganse cómodos—bufé—. Les voy a contar la historia del Éxodo de Hércules.







Cuando terminé mi narración, el silencio se apoderó de la sala.

—No puede ser verdad... ¿o sí?—preguntó Pólux.

—Es muy real—confirmó Annabeth—. Lo he visto con mis propios ojos más veces de las que gustaría.

Jake Mason hizo memoria.

—Así fue como venciste a las Aves del Estínfalo, ¿verdad?—dijo—. Y si no me equivoco, también fue así que enfrentaste a Campe.

Asentí con la cabeza mientras estudiaba las reacciones de cada uno. Todos se notaban igualmente sorprendidos o incrédulos, con la excepción de Silena, pero considerando su estado actual, y que a ella ya le había contado un poco sobre el Éxodo el verano pasado, no me preocupó.

—¿Así que, usar ese trabajo final es una sentencia de muerte?—preguntó Michael Yew.

—No necesariamente—confesé—. Hay ciertas circunstancias en las que teóricamente podría salvarme. Pero considerando contra quién es que planeo usarlo, es una idea estúpida. La forma de terminar el trabajo es matando a mi enemigo, pero en vista de que Crono es inmortal, incluso si lo destruyo por completo no estará técnicamente muerto.

—Y eso suponiendo que la "hoja maldita" no te mate primero—añadió Jake.

Me encogí de hombros.

—Ya sea devorado por la bestia de los infiernos o cegado por una hoja, el resultado es el mismo—dije—. Yo muerto, y con suerte, me llevo a Crono conmigo. Me he preparado por años para este momento, no tengo miedo, sé lo que debo hacer.

Katie hizo una mueca.

—Pero si la forma de usar el Éxodo es a travez de esos tatuajes... ¿cómo completarás los trabajos si tu piel ya está casi totalmente llena de tinta?

—Esa... es una excelente pregunta.

Ni siquiera yo mismo conocía la respuesta. O, mejor dicho, estaba seguro de ella. Nico tenía una idea, pero prefería no pensar en ello por el momento.

—Concentremonos en lo que podemos resolver—dije, al final—. Tenemos más problemas. Hay un espía entre nosotros.

Michael frunció el entrecejo.

—¿Un espía?

Les conté lo que había descubierto en el Princesa Andrómeda, es decir, que Crono sabía que íbamos a presentarnos allí y que incluso me había enseñado el colgante con una guadaña de plata que usaba para comunicarse con su informante.

Silena se echó de nuevo a llorar; Annabeth la rodeó con un brazo.

—Bueno—dijo Connor, incómodo—, llevamos años sospechando que podría haber un espía, ¿no? Alguien que ha estado pasándole información a Luke. Como la localización del Vellocino de Oro hace un par de años. Tiene que ser alguien que lo conoce bien.

Tal vez sin darse cuenta, le echó un vistazo a Annabeth. Ella había conocido a Luke mejor que nadie, desde luego, pero Connor desvío la mirada.

—Bueno, en fin, podría ser cualquiera.

—Sí.—Katie les lanzó una hosca mirada a los Stoll. No los soportaba desde que habían decorado el tejado de hierba de la cabaña de Deméter con conejitos de Pascua de chocolate—. Como, por ejemplo, alguno de los hermanos de Luke.

Travis y Connor se enzarzaron en una discusión con ella.

—¡Paren ya!—Silena dio un puñetazo tan fuerte a la mesa que volcó su taza de chocolate—. ¡Charlie ha muerto y sin embargo ustedes no dejan de pelear como niños!

Bajó la cabeza y se echó otra vez a llorar.

Ahora corría un reguero de chocolate caliente por la mesa de ping-pong. Todo el mundo parecía avergonzado.

—Tiene razón—comentó Pólux, por fin—. Acusarnos unos a otros no servirá de nada. Hemos de mantener los ojos bien abiertos por si vemos un collar con una guadaña como amuleto. Si Crono tiene uno, quizá el espía también.

Michael soltó un gruñido.

—Tenemos que encontrar a ese espía de planear la próxima operación. Que hayamos volado el Princesa Andrómede no va a detener a Crono eternamente.

—Por supuesto que no—asintió Quirón—. De hecho, su siguiente asalto ya está en marcha.

Arrugué el ceño.

—¿Hablas de esa "amenaza mayor" que mencionó Poseidón?

Él y Annabeth se miraron un instante, como diciéndose: "Ahora sí". ¿He dicho que no soporto que me hagan eso?

—Percy—prosiguió Quirón—, no queríamos contártelo hasta que regresaras. Necesitabas un descanso con... tus amigos mortales.

Annabeth desvió la mirada, fingiendo sin mucho éxito desinterés en el asunto.

—Dime lo que sucede—pedí.

Quirón tomó una copa de bronce de la mesita auxiliar y vertió agua en la plancha caliente donde solíamos fundir el queso de los nachos. De inmediato se elevó una columna de humo, formando un arco iris a la luz de los fluorescentes. Quirón sacó un dracma de oro, lo lanzó a través de la niebla y musitó:

—Oh, Iris, muéstranos la amenaza.

La niebla tembló. Vi la imagen humeante de un volcán conocido: el monte Saint Helens. Mientras lo contemplaba, la ladera de la montaña estalló violentamente, arrojando fuego, lava y cenizas. La voz de un locutor comentaba: "... incluso mayor que la erupción del año pasado, y los geólogos advierten que podría no haber concluido aún".

Conocía con todo detalle la erupción del año pasado. La había provocado yo. Pero esta explosión era muchísimo peor. La montaña se hizo pedazos y se desmoronó hacia el interior de la tierra, y entre el humo y la lava se alzó una silueta colosal, como si emergiera de la boca de una alcantarilla. Confiaba en que la Niebla impidiese que los humanos vislumbraran aquello con claridad, porque lo que veía ante mis ojos habría desatado el pánico y provocado revueltas en todo el país.

Aquel gigante era más grande que cualquier otro con el que yo hubiera tropezado. Incluso mis ojos de semidiós no lograban distinguir su forma con exactitud entre las llamas y la ceniza, pero parecía algo humanoide y era tan descomunal, tan brutalmente inmenso, que podría haber usado un rascacielos del tamaño del edificio Chrysler como bate de béisbol. La montaña se estremeció con un retumbo horrible, parecido a un terremoto, como si el monstruo se estuviera riendo.

—Es él...—murmuré—. Tifón.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. El Tifón que yo conocía, aquel que había visto en representaciones en los recuerdos de Hércules, no se parecía en nada realmente: era un ser humanoide con piel escamosa, barba poblada, cuernos en la cabeza, cola de serpiente y alas emplumadas en la espalda, por no mencionar que apenas y era unas cuentas veces más grande que un gigante promedio.

Sí, era monstruoso, pero nada ni medianamente parecido a la fuerza de la naturaleza que mis ojos presenciaban.

—El monstruo más horrible de todos—explicó Quirón—. La mayor amenaza que los dioses han afrontado jamás. Ha sido liberado finalmente de debajo de la montaña. Pero esa escena fue grabada dos días atrás. Aquí tienes lo que está ocurriendo ahora.

Quirón hizo un ademán y la imagen cambió. Una masa de nubes tormentosas que se cernían sobre las llanuras del Medio Oeste. Los relámpagos rasgaban el cielo y una serie de tornados lo arrasaban todo a su paso, arrancando casas de cuajo y estrujando coches y camiones como si fuesen de juguete.

"Inundaciones colosales"—decía un locutor—. "Cinco estados han sido declarados zona catastrófica mientras el monstruoso temporal se desplaza hacia el este, sembrando la destrucción".

Las cámaras enfocaron un frente tormentoso que se acercaba a una ciudad. No sabía cuál era. En el interior de aquella masa rugiente vislumbraba al gigante, aunque sólo percibía atisbos fugaces de su verdadera forma: la silueta borrosa de un brazo, una mano de afiladas garras tan grande como un bloque de casas... Su furioso bramido se propagaba por la llanura como un estallido nuclear. Otras formas más pequeñas surcaban las nubes y volaban en círculos alrededor del monstruo. Vi destellos de luz y comprendí que el gigante trataba de aplastarlas. Entorné los ojos y me pareció distinguir un carro de oro que se zambullía en la negrura. Luego una especie de pájaro enorme, un mochuelo monstruoso, se lanzó directamente contra el gigante.

—¿Ésos... son los dioses?—pregunté, incrédulo, aquellos seres de poder inenarrable se veían tan... insignificantes al lado de la criatura.

—Sí, Percy—dijo Quirón—. Llevan días combatiendo con él y tratando de frenarlo. Pero Tifón continúa avanzando... hacia Nueva York. Hacia el Olimpo.

Hice una pausa para asimilar aquellas noticias.

—¿Cuánto tiempo antes de que llegue?

—¿A menos que los dioses consigan detenerlo? Con suerte, cinco días. La mayoría de los olímpicos están ahí luchando... salvo tu padre, que ha de librar su propia batalla.

—¿Entonces quién vigila el Olimpo?

Connor negó con la cabeza.

—Si Tifón llega a Nueva York, eso ya no importará.

Recordé las palabras de Crono en el barco: "Me habría encantado ver tu expresión de horror cuando entendieras cómo voy a destruir el Olimpo".

¿A eso se refería? ¿A un ataque de Tifón? No podía negarse que era terrorífico. Pero Crono siempre estaba engañándonos y tratando de despistarnos. Aquello parecía una maniobra demasiado evidente viniendo de él. Y en mi sueño, el titán dorado había asegurado que nos tenían reservados muchos más desafíos. Como si Tifón fuera sólo el primero.

—¡Es una trampa!—entendí—. Hay que avisar a los dioses. Va a ocurrir otra cosa.

Quirón me miró con gravedad.

—¿Peor que Tifón? Espero que no.

—Tenemos que defender el Olimpo—insistí—. Crono tiene planeado un ataque distinto.

—Lo tenía—me recordó Travis—. Pero ustedes dos hundieron su barco.

Todos me miraban. Querían oír algo positivo. Querían creer que al menos yo les había traído un rayo de esperanza.

Le eché una mirada a Annabeth, y supe que estábamos pensando lo mismo.

¿Y si el Princesa Andrómeda era sólo una estratagema? ¿Y si Crono nos había dejado volar el barco para que bajásemos la guardia?

Sin embargo, eso no pensaba decirlo delante de Silena. Su novio se había sacrificado por el éxito de aquella misión.

—Quizá tengas razón—dije, aunque no lo creía.

Intenté imaginarme cómo podrían empeorar aún las cosas. Los dioses se encontraban en el Medio Oeste luchando con un monstruo descomunal que en una ocasión había estado a punto de derrotarlos. Poseidón sufría un duro asedio y parecía camino de perder la guerra contra el titán Océano. Crono seguía indemne en algún lugar. El monte Olimpo estaba prácticamente indefenso. Los semidioses del Campamento Mestizo luchábamos por nuestra cuenta, pero con un espía en nuestro seno.

Ah, sí, y también estaba ese detalle de que yo moriría en cinco días: justo el tiempo que se suponía que iba a necesitar Tifón para llegar a Nueva York. Casi se me olvidaba ese detalle.

—Bueno—dijo Quirón—. Creo que ya hemos tenido bastante por esta noche.

Hizo un gesto con la mano y el humo se disipó.

—Una manera muy suave de decirlo—musité.

El consejo de guerra fue aplazado hasta el día siguiente. 

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