La Batalla del Laberinto:
El resto del verano fue tan normal que casi resultó extraño. Las actividades diarias prosiguieron: tiro al arco, escalada, equitación con pegaso... Jugamos a capturar la bandera (aunque todos evitamos el Puño de Zeus), cantamos canciones junto a la hoguera, celebramos carreras de carros y les gastamos bromas a las demás cabañas. Pasé mucho tiempo con Tyson, jugando con la Señorita O'Leary, pero ella seguía aullando por las noches cuando echaba de menos a su antiguo dueño.
Annabeth y yo... más bien rehuíamos el uno del otro.
Me gustaba estar con ella, pero también me producía una especie de dolor, una sensación que me abrumaba igualmente aunque no estuviéramos juntos.
Quería hablar con ella de Crono, pero no podía hacerlo sin sacar a Luke a colación. Ése era un tema que no podía tocar, porque me cortaba en seco cada vez que lo intentaba.
Eso me hacía enfurecer, pues era un tema realmente importante a tratar. Y al mencionárselo, únicamente conseguí enfurecerla a ella también. Nuestras peleas se hicieron más y más intensas con el avanzar de los días.
Pasó el mes de julio. Luego, Agosto resultó tan caluroso que las fresas se asaban en los campos. Finalmente, llegó el último día de campamento. Después del desayuno, apareció en mi cama la carta de costumbre, advirtiéndome que las arpías de la limpieza me devorarían si seguía allí después de mediodía.
A las diez en punto me aposté en la cima de la Colina Mestiza para esperar a la furgoneta que había de llevarme a la ciudad. Había arreglado las cosas para dejar a la Señorita O'Leary en el campamento. Quirón me había prometido que cuidaría de ella. Tyson y yo nos turnaríamos para visitarla durante el curso.
Confiaba en que Annabeth saliera para Manhattan al mismo tiempo que yo, pero sólo vino a despedirme. Me dijo que había decidido quedarse un poco más en el campamento. Atendería a Quirón hasta que se le curase del todo la pata y continuaría estudiando el portátil de Dédalo, que ya la había mantenido totalmente absorta durante los últimos dos meses. Luego regresaría a la casa de su padre en San Francisco.
—Voy a ir a una escuela privada de allí—me dijo—. Seguramente será horrorosa, pero...—se encogió de hombros.
—Ya, bueno... llámame, ¿de acuerdo?
—Claro—respondió sin mucho entusiasmo—. Mantendré los ojos abiertos por si...
Ya estábamos otra vez. Luke. No podía pronunciar su nombre siquiera sin destapar una caja de enorme dolor, inquietud y rabia.
—Annabeth—le dije—. ¿Cuál era el resto de la profecía?
Ella fijó su mirada en los bosques lejanos, pero no contestó.
—"Rebuscarás en la oscuridad del laberinto sin fin"—recordé—. "El muerto, el traidor y el desaparecido se alzan". Hicimos que se alzaran un montón de muertos. Salvamos a Ethan Nakamura, que terminó siendo un traidor. Rescatamos el espíritu de Pan, el desaparecido.
Annabeth meneó la cabeza.
—Detente...
—"Te elevarás o caerás de la mano del rey de los fantasmas"—insistí—. Ese no era Minos, como decía ser, sino Nico. Al escoger nuestro bando, nos salvó. Y luego, "el último refugio de la criatura de Atenea" se refería a Dédalo.
—Percy...
—"Destruye a un héroe con su último aliento". Ahora tiene sentido. Dédalo murió para destruir el Laberinto. Pero ¿cuál era el verso...?
—"Y perderás un amor frente a algo peor que la muerte"—recitó Annabeth, con lágrimas en los ojos—. Ése era el último verso, Percy. ¿Ya estás contento?
El sol parecía haberse enfriado de golpe.
—No hablas en serio...—murmuré, dolido—. Así que, Luke...
—Percy, yo no sabía de quién hablaba la profecía. N... no sabía si...—se le quebró la voz—. Pensé que se podría referir a ti, pero...
—Pero se refería a Luke—la corté.
—Es que... Luke y yo... Él fue durante años la única persona que se preocupó por mí. Creí...
—¿Tú lo amas?
Me miró a los ojos, tratando de controlar su respiración.
—No es tan sencillo.
—¿Sales conmigo pero es a él a quien quieres?—pregunté, sin pensar realmente en lo que decía—. ¿Por qué me haces eso? Acaso...
—¡Te dije que no es tan simple!
—¡Entonces explícamelo! ¡¿Cómo puedes seguir albergando sentimientos por ese asesino?!
—¡¡Por milésima vez, Crono lo tiene hechizado!! ¡¡Él no...!!
—¡¡¡Yo no vi que Crono moviese su espada mientras mataba a sangre fría a Bianca di Angelo!! ¡¡Su odio es sólo suyo, y debe hacerse responsable por sus actos!!—le espeté—. ¡¡Abre los malditos ojos de una vez y conecta el cerebro del que tanto te gusta alardear!! ¡Thalia lo entendió, ¿por qué tú no?!
Finalmente explotó y me dio un puñetazo en la mandíbula con todas sus fuerzas.
—¡¡Tú jamás lo conociste de verdad, yo sí!! ¡¡Sé que está ahí y que puede volver al lado correcto!!
Escupí un chorro de sangre.
—Te diré lo que va a pasar...—gruñí—. La próxima vez que Crono y yo nos veamos las caras usaré tantos trabajos como sea necesario, me disolveré en el Nifhel si es preciso. Lo destruiré, sin importar de quién sea el cuerpo que habite.
Annabeth rompió en llanto.
—¿Dices que sólo temes al día en que te separes de la justicia?—preguntó—. Pues te tengo noticias, Jackson. Ese día ya llegó.
Minutos antes, el sólo verla así me hubiese hecho correr a consolarla. Ahora, únicamente podía sentir ira.
—No estás siendo racional, oh, hija de Atenea—le dije—. Dejas que tus emociones nublen tu juicio, y eso acabará matándote tarde o temprano.
Me dedicó una mirada tan cargada de odio que me sacó el aire de los pulmones.
—¡¿Me hablas a mí de emociones?! ¡¿Crees que no he hablado con Grover?! ¡¡Tus sentimientos son un caos!! ¡¿Crees que no sé como has mirado a otras chicas?! ¿Zoë? ¿Calipso? ¿Rachel? ¡Incluso a la jodida Artemisa!
—¡No tuve nada con Calipso!—repuse—. ¡Rachel es sólo una amiga, igual que Zoë! Y...
—¿Y?
Bajé la mirada, apretando los puños.
—Mis emociones en caos se calmaron cuando empezamos a salir, Annabeh—murmuré—. Creí encontrar finalmente calma y control. Pero me equivoqué...
Pareció querer volver a golpearme, pero se retracto con el último segundo. Comenzó a temblar.
—Lo nuestro jamás funcionará mientras estemos en desacuerdo con lo de Luke, ¿no es así?
Asentí de mala gana.
—Ninguno de los dos cederá—entendí—. Al menos no pronto.
Ahogó un sollozo, tratando de mantenerse firme.
—Entonces, ¿ahora es cuando termina todo?
—Eso parece.
—Lamento que las cosas...
Antes de que pudiera seguir, surgió a nuestro lado un repentino destello de luz, como si alguien hubiera abierto una cortina dorada en el aire.
—No tienes nada de qué disculparte, querida.
Sobre la colina había aparecido una mujer muy alta con una túnica blanca y el pelo oscuro trenzado sobre los hombros.
—¡Hera!—exclamó Annabeth.
La diosa sonrió.
—Has hallado las respuestas, como había previsto. Tu búsqueda ha sido un éxito.
—¿Un éxito? —dijo Annabeth—. Luke se ha ido. Dédalo ha muerto. Pan ha muerto. ¿Cómo puedes...?
—Nuestra familia está a salvo—insistió Hera—. En cuanto a esos otros, mejor que se hayan ido, querida. Estoy orgullosa de ti.
Cerré los puños con fuerza. No podía creer que estuviese diciendo aquello.
—Fuiste tú quien pagó a Gerión para que nos permitiera cruzar por su rancho, ¿no es cierto?
Hera se encogió de hombros. En la tela de su vestido temblaban los colores del arco iris.
—Quería facilitaros el camino.
—Pero Nico no le importaba. Le parecía bien que se lo entregaran a los titanes.
—Oh, vamos.—La diosa hizo un ademán despectivo—. El propio hijo de Hades lo ha dicho. Nadie quiere tenerlo cerca. Él no encaja, no resulta adecuado en ninguna parte.
—Hefesto tenía razón—mascullé—. Lo único que te importa es tu familia "perfecta", no la gente real.
Sus ojos relampaguearon peligrosamente.
—Cuida tus palabras, hijo de Poseidón. Te he orientado en el laberinto más veces de las que crees. Estuve a tu lado cuando te enfrentaste a Gerión. Permití que tu ira asesina brotase. Te envié a la isla de Calipso. Te abrí el paso a la montaña del titán... Annabeth, querida, seguro que tú sí eres consciente de lo mucho que os he ayudado. Agradecería un sacrificio por todos mis esfuerzos.
Annabeth permanecía tan inmóvil como una estatua. Podría haberle dado las gracias. Podría haber prometido que arrojaría al brasero una parte de la barbacoa en honor a la divinidad y olvidar sin más el asunto. Pero lo que hizo fue apretar los dientes con aire testarudo. Tenía el mismo aspecto que cuando se había enfrentado a la esfinge: como si no estuviera dispuesta a aceptar una respuesta fácil, aunque ello le acarrease graves problemas. Me di cuenta de que ése era uno de los rasgos que más me gustaban de Annabeth y al mismo tiempo, uno de los que más odiaba y más me dolía tener en contra.
—Percy tiene razón—replicó, dándole la espalda—. Eres tú la que no resulta ser adecuada, reina Hera. Así que la próxima vez, gracias... Pero no, gracias.
La mueca de desdén de la diosa era mucho peor que la de una empusa. Su forma empezó a resplandecer.
—Te arrepentirás de este insulto, Annabeth. Te arrepentirás de verdad.
Desvié la mirada mientras Hera adoptaba su auténtica forma divina y desaparecía en una llamarada de luz.
La cima de la colina volvió a la tranquilidad. Peleo dormitaba junto al pino, bajo el Vellocino de Oro, como si no hubiese pasado nada.
—Tenías razón sobre una cosa—me dijo Annabeth—. No quiero que Luke muera, pero tampoco deseo que tú lo hagas.
—Escucha, Annabeth...
Pensé en el monte Saint Helens, en la isla de Calipso, en Luke y Rachel Elizabeth Dare, en cómo se había vuelto de repente todo tan complicado. Quería decirle a Annabeth que no quería sentirme tan alejado de ella.
Entonces Argos tocó la bocina desde la carretera y perdí mi oportunidad.
—Será mejor que te vayas...—murmuró.
Asentí lentamente.
—Cuídate, listilla.
Echó a correr colina abajo. La contemplé hasta que llegó a las cabañas. No miró atrás ni una sola vez.
Dos días más tarde era mi cumpleaños. Nunca hacía mucha propaganda porque caía justo después del campamento, de modo que ninguno de mis compañeros de allí podía venir a celebrarlo y, por otro lado, tampoco tenía muchos amigos mortales. Además, hacerme mayor no me parecía un acontecimiento digno de celebrarse desde que conocía la gran profecía según la cual había de destruir o salvar el mundo al cumplir los dieciséis. Ese año cumplía quince. Se me agotaba el tiempo.
Mi madre organizó una pequeña fiesta en nuestro apartamento. Asistieron Paul Blofis y también Tyson. Mi madre preparó otros dos pasteles azules para que hubiese de sobra. Mientras mi hermano la ayudaba a reventar globos, Paul Blofis me pidió que le echara una mano en la cocina para servir el ponche.
—Creo que tu madre ya te ha inscrito para que te saques el permiso de conducir este otoño.
—Sí. Es genial. Me muero de ganas.
Era verdad, siempre me había hecho ilusión la idea de sacarme el permiso. Pero supongo que en ese momento ya no me emocionaba tanto y Paul se dio cuenta. De un modo bastante curioso, a veces me recordaba a Quirón por su facilidad para adivinarme el pensamiento de una simple ojeada. Me imagino que ambos poseían el aura de los maestros.
—Has pasado un verano difícil—comentó—. Deduzco que has perdido a alguien importante. Y también... ¿un problema con una chica?
Lo miré fijamente.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te ha dicho mi madre...?
Él levantó las manos.
—Tu madre no me ha contado ni una palabra. Y no voy a entrometerme. Me doy cuenta de que hay algo diferente en ti, Percy. Te pasan muchas cosas que ni siquiera puedo imaginar. Pero yo también tuve quince años y adivino por tu expresión... Bueno, que has pasado una temporada difícil.
Asentí. Había prometido a mi madre que le contaría a Paul la verdad sobre mí, pero aquél no me parecía el momento adecuado. Todavía no.
—Perdí a un par de amigos en ese campamento al que voy en verano—expliqué— . O sea, no eran amigos íntimos, pero aun así...
—Lo siento.
—Ya. Y, eh, supongo que el tema chicas...
—Toma—dijo tendiéndome un vaso de ponche—. Por tus quince años. Y para que este año sea mejor.
Brindamos con los vasos de plástico y bebimos un trago.
—Percy, lamento tener que plantearte una cosa más—añadió Paul—, pero quería hacerte una pregunta.
—¿Sí?
—Del tema chicas.
Fruncí el ceño.
—¿A qué te refieres?
—Tu madre—prosiguió Paul—. Estoy pensando en hacerle una proposición...
Poco faltó para que se me cayera el vaso.
—¿Quieres decir... para casarte con ella? ¿Tú y ella?
—Bueno, ésa es la idea, más o menos. ¿A ti te molestaría?
—¿Me estás pidiendo permiso?
Paul se rascó la barba.
—No sé si tanto como pedirte permiso, pero, en fin, es tu madre. Y sé que ya has tenido que soportar mucho. No me sentiría bien si no lo hablara contigo primero, de hombre a hombre.
—De hombre a hombre—repetí.
Sonaba raro. Pensé en Paul y en mi madre: en la manera que ella tenía de sonreír, de reírse mucho más cuando lo tenía cerca, y en las molestias que Paul se había tomado para que me admitieran en secundaria. Y de repente, me sorprendí a mí mismo diciendo:
—Creo que es una gran idea, Paul. Adelante.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Salud, Percy. Volvamos a la fiesta.
Estaba a punto de soplar las velas cuando sonó el timbre.
Mi madre frunció el ceño.
—¿Quién será?
Parecía raro, porque en nuestro edificio había portero, pero no nos había avisado. Mi madre abrió la puerta y ahogó un grito.
Era mi padre. Iba con bermudas, con una camisa hawaiana y unas sandalias, como siempre. Llevaba la barba perfectamente recortada y sus ojos verde mar centelleaban. Se había puesto también una gorra muy maltrecha, decorada con anzuelos, que decía: "LA GORRA DE LA SUERTE DE NEPTUNO"
—Posei...—Mi madre se calló en seco. Se había sonrojado hasta la raíz de los cabellos—. Humm, hola.
—Hola, Sally—la saludó Poseidón—. Estás tan hermosa como siempre. ¿Puedo pasar?
Mi madre soltó una especie de gritito que igualmente podía significar "sí" o "no". Poseidón lo interpretó como un sí y entró.
Paul iba mirándonos a todos, tratando de descifrar la expresión que teníamos en la cara. Al final, se presentó él mismo.
—Hola, soy Paul Blofis.
Poseidón arqueó las cejas mientras se estrechaban la mano.
—¿Besugoflis, ha dicho?
—Eh, no, Blofis.
—Ah, vaya—replicó mi padre—. Lástima. A mí el besugo me gusta bastante. Yo soy Poseidón.
—¿Poseidón? Un nombre interesante.
—Sí, no está mal. He tenido otros nombres, pero prefiero Poseidón.
—Como el dios del mar.
—Justamente, sí.
—¡Bueno!—intervino mi madre—. Humm, nos encanta que hayas podido pasarte. Paul, éste es el padre de Percy.
—Ah.—Paul asintió, aunque no parecía muy complacido—. Ya veo.
Poseidón me sonrió.
—Aquí está mi chico. Y Tyson. ¡Hola, hijo!
—¡Papá!—Tyson cruzó el salón dando saltos y le dio a Poseidón un gran abrazo. A punto estuvo de tirarle la gorra.
Paul se quedó boquiabierto. Miró a mi madre.
—Tyson es...
—No es mío—le aseguró ella—. Es una larga historia.
—No podía perderme el decimoquinto cumpleaños de Percy—dijo Poseidón—. ¡Si esto fuera Esparta, Percy se convertiría hoy en un hombre!
—Cierto—convino Paul—. Yo antes enseñaba historia antigua.
Los ojos de Poseidón centellearon de nuevo.
—Eso es lo que yo soy. Historia antigua. Sally, Paul, Tyson... ¿les importaría si me llevo un momentito a Percy?
Me rodeó con un brazo y me arrastró a la cocina.
Una vez solos, su sonrisa de desvaneció.
—¿Estás bien, muchacho?
—Eh, podría estar mejor, supongo.
—He oído muchas cosas—dijo Poseidón—. Pero quería oírlo de tus labios. Cuéntamelo todo.
Así lo hice. Fue un poco desconcertante, porque él me escuchaba atentamente. No me quitaba los ojos de encima. Su expresión no cambió mientras estuve hablando. Cuando concluí, asintió lentamente.
—O sea, que Crono realmente ha vuelto. No pasará mucho antes de que tengamos una guerra total.
—¿Y Luke?—le pregunté—. ¿Realmente ya no existe?
—No lo sé, Percy. Es algo de verdad inquietante.
—Pero su cuerpo es mortal. ¿No podrías destruirlo?
Poseidón parecía agitado.
—Mortal, tal vez. Pero hay algo distinto en Luke, muchacho. No sé cómo habrá sido preparado para albergar el alma del titán, pero matarlo no va a ser fácil. Y no obstante, me temo que debe morir si queremos mandar a Crono otra vez al abismo. Debo pensar en todo ello. Por desgracia, yo también tengo mis propios problemas.
Recordé lo que me había dicho Tyson al empezar el verano.
—¿Los antiguos dioses del mar?
—En efecto. Los combates han empezado antes para mí. De hecho, no puedo quedarme mucho tiempo, Percy. El océano está en guerra consigo mismo. Es lo único que puedo hacer para impedir que los tifones y los huracanes destruyan el mundo en la superficie. La lucha es muy intensa.
—Deja que baje contigo—le pedí—. Déjame ayudar.
Poseidón sonrió, entornando los ojos.
—Todavía no, muchacho. Intuyo que van a necesitarte aquí. Lo cual me recuerda...—Sacó un dólar de arena (un caparazón plano y redondo de erizo) y me lo puso en la mano—. Tu regalo de cumpleaños. Gástalo con tino.
—Eh... ¿gastarme un dólar de arena?
—Claro. En mis tiempos, podías comprar un montón de cosas con uno de éstos. Creo que descubrirás que aún tiene un gran valor si lo utilizas en la situación adecuada.
—¿Qué situación?
—Cuando llegue el momento lo sabrás.
Apreté el dólar de arena entre mis dedos. Pero aún había algo que me preocupaba.
—Papá, cuando estaba en el laberinto me encontré a Anteo. Y me dijo... bueno, que era tu hijo preferido. Había decorado su pista de combate con calaveras y...
—Me las había dedicado a mí—intervino Poseidón, completando mi pensamiento—. Y te preguntas ahora cómo es posible que alguien pueda hacer algo horrible en mi nombre.
Asentí, incómodo.
Poseidón me puso su mano curtida en el hombro.
—Percy, los seres inferiores hacen muchas cosas horribles en nombre de los dioses. Lo cual no significa que los dioses estén de acuerdo. Lo que nuestros hijos e hijas hacen en nuestro nombre... suele decir más de ellos que de nosotros. Y tú, Percy, eres mi hijo favorito.
Me sonrió y yo sentí en ese momento que estar allí con él, en la cocina, era el mejor regalo de cumpleaños que había recibido nunca.
Entonces mi madre me llamó desde el salón.
—¿Percy? ¡Las velas se están derritiendo!
—Será mejor que vayas—dijo Poseidón—. Pero hay una última cosa que debes saber, Percy. Ese incidente en el monte Saint Helens...
Por un instante creí que se refería al beso que Annabeth me había dado y mi corazón se encogió adolorido. No obstante, enseguida comprendí que hablaba de algo mucho más importante.
—Las erupciones continúan—prosiguió—. Tifón está despertando. Es muy probable que pronto, en unos meses tal vez, en un año como máximo, logre liberarse de sus ataduras.
—Lo siento—dije—. No pretendía...
Poseidón alzó la mano.
—No es culpa tuya, Percy. Habría ocurrido igual tarde o temprano, ahora que Crono está reanimando a los monstruos antiguos. Pero mantente alerta. Si Tifón despierta... será algo muy distinto de lo que has afrontado hasta ahora. La primera vez que apareció, todas las fuerzas unidas del Olimpo apenas bastaron para combatirlo. Y cuando despierte de nuevo, vendrá aquí, a Nueva York. Irá directamente al Olimpo.
Ése era el tipo de noticia maravillosa que deseaba recibir el día de mi cumpleaños... Pero Poseidón me dio unas palmaditas en la espalda, como si no hubiera que preocuparse.
—He de irme. Disfruta del pastel.
Y sin más, se convirtió en niebla y una cálida brisa oceánica se lo llevó por la ventana.
Suspiré, estaba a punto de salir de la cocina cuando una nueva voz habló a mi espalda:
—Creo que has estado algo ocupado.
Me volví, sintiendo un vuelco en el corazón, lo cual sólo me hizo sentir aún más culpable. No había pasado ni una semana desde mi rompimiento con Annabeth y ya habían vuelto a atormentarme mis emociones confusas... quizá porque jamás se habían ido.
¿Tenía derecho yo a enojarme con ella por no entender lo que sentía cuando yo tampoco lo hacía? Peor aún, ¿después de decirle que ya no estaba confundido cuando sí lo estaba?
Hice esos pensamientos a un lado y luché por poner mi mejor cara.
—Me alegro de verte una vez más, Artemis.
Me dedicó una brillante sonrisa.
—¿Qué tal tu ojo?—preguntó, por iniciar conversación.
—Genial—respondí—. Fue muy útil en mi última misión. Me ahorró una fortuna en pilas para linterna.
La diosa se recargó contra la pared.
—Escuché que ahora sales con Annabeth—me dijo. Lo decía en forma de felicitación, pero tras sus palabras se escondía una emoción que fui incapaz de identificar.
Alcé una ceja, inquisitivo, luchando por no romper en llanto en ese mismo instante.
—¿Quién te lo dijo?
—Afrodita.
—Tiene sentido.
Respiré profundamente.
—Lo nuestro no duró mucho—suspiré—. Ella cree que Luke puede ser salvado y redimido. Yo creo que tiene que morir y pagar en el infierno por lo que hizo.
Los ojos de Artemis relucieron brevemente.
—No deseo tomar partido en su discusión—dijo—. Pero, después de lo que ese chico hizo a mis cazadoras y a mí misma el invierno anterior, apoyo tu decisión.
—Gracias, supongo...
Su expresión se suavizó.
—Eso no era lo que necesitabas oír, ¿o me equivoco?
Miré mis brazos, cubiertos en gran parte por la Marca de Hércules.
—La razón de mi separación con Annabeth es irrelevante—murmuré—. Independientemente de la pelea, mi fecha de caducidad expira justo dentro de un año. Sería egoísta de mi parte ilusionarla con una relación destinada a terminar en tragedia. Además, sólo tengo quince años, las cosas no podían salir bien...
—Estás tratando de racionalizar—dijo ella—. No te diré que no tengas razón, pero ese no es motivo para ignorar tu dolor.
—Sólo fueron un par de meses...
—Pero ella ha sido tu mejor amiga desde mucho antes de eso—me cortó—. Te duele porque temes perder el contacto con ella, incluso si no es de manera romántica.
—Hablas como si tuvieras experiencia—murmuré. Fruncí el ceño—. Cosa que, se supone, no tienes...
—Claro que la tengo—repuso—. Al menos un terció de mis cazadoras llegaron a mí con el corazón roto. Lo quisiese o no, me volví buena para dar consejos sobre rupturas.
No pude evitar que se me escapase una risa, pero casi de inmediato volví a deprimirme.
—El tiempo se me acaba, Artemis—susurré—. Y, aunque sé exactamente lo que vendrá después, tengo miedo. El desvanecimiento... el deshacerme en el Nifhel y dispersarme por el cosmos... el cese de toda sensación. Polvo soy, y en polvo me convertiré...
Me tomó de las manos, cosa que envió una descarga por todo mi sistema.
—Normalmente los dioses somos vagos al tratar con la muerte de los humanos—admitió—. Es algo tan lejano e irrelevante para nuestras vidas eternas que tenemos problemas para entenderlo. Pero cuando se trata del desvanecimiento, del olvido definitivo, y especialmente después de escuchar lo de Pan, tenemos miedo. Es natural tenerlo.
—¿Estarás allí para despedirte...?—dije, sin pensar en lo que decía.
—Lo prometo—respondió ella.
Nuestros rostros estaban muy cerca, podía sentir su aliento sobre mi piel, su suave tacto sobre mis manos, el brillo que irradiaban sus orbes plateados.
—T-tengo algo más que decirte...—logré pronunciar, tras varios segundos.
"No se lo digas"—intervino Zoë.
"P-pero... ¡Se alegrará enormemente de que estés viva!"
"Lo sé"—admitió—. "Sin embargo, decírselo arruinaría el ambiente"
"El... ¿el ambiente?"
"Tú, sólo cállate"—me dijo—. "Se lo diremos después, pero... aún no estoy lista"
"Como quieras..."—murmuré.
Artemis frunció el ceño.
—¿Estás teniendo una conversación telepática?
Me rasqué la cabeza.
—Sí... jeje—suspiré—. Es complicado. Prometo que te lo explicaré todo la próxima vez que nos veamos.
Ladeó la cabeza.
—¿Por qué no ahora?
Hice una mueca.
—Yo...
Negué con la cabeza.
—No puedo, no aquí.
La diosa me analizó con suspicacia, pero dejó el tema a parte.
—Debería irme ahora—dijo—. Sólo quería darte tu regalo de cumpleaños.
—¿Mi qué de...?
Se inclinó y me dio un pequeño beso en la mejilla, bastante cerca de mis labios. Luego, se apartó con un rubor dorado en el rostro.
—Nos veremos pronto—dijo—. Quizá entonces puedas invitarme ese café del que antes hablabas.
Se deshizo en un brillo plateado, dejándome sólo con el fantasma de su mejor amiga.
"¿No le iremos a decir cuándo nosotros...?"—empezó ella.
—Definitivamente, no—alcé una ceja—. ¿Por qué no estás tratando de matarme por involucrarme así con tu señora?
Se tardó en responder, y cuando lo hizo, sus palabras me sorprendieron profundamente:
"Es raro, muy raro"—admitió—. "Pero nunca antes la había visto así. Nunca antes la había notado tan... feliz de pasar su tiempo con alguien"
Miré a travez de la ventana de la cocina.
—Bueno... nos queda un año de vida, ¿en qué quieres aprovecharlo?
Resultó un poco difícil convencer a Paul de que Poseidón había bajado por la escalera de incendios, pero como es imposible que la gente se desvanezca en el aire, no le quedó más remedio que creérselo.
Comimos pastel azul y helado hasta hartarnos. Luego jugamos a un montón de juegos tontorrones, tipo Monopoly, acertijos y tal. Tyson no captaba los juegos de mímica. No paraba de gritar la palabra que debía representar con gestos. En cambio, el Monopoly se le daba muy bien. A mí me tumbó en las primeras cinco vueltas y luego empezó a dejar en bancarrota a mamá y a Paul.
Los dejé jugando y me fui a mi habitación.
Puse sobre la cómoda un pedazo de pastel azul intacto. Me saqué mi collar del Campamento Mestizo y lo coloqué en el alféizar de la ventana. Tenía tres cuentas que representaban mis tres veranos en el campamento: un tridente, el Vellocino de Oro y el último, un intrincado laberinto, símbolo de la Batalla del Laberinto, como los campistas habían empezado a llamarla. Me pregunté cuál sería la cuenta del año siguiente, si es que todavía estaba en condiciones de conseguirla. Y si el campamento sobrevivía tanto tiempo.
Miré el teléfono que tenía junto a la cama. Pensé en llamar a Rachel Elizabeth Dare. Mi madre me había preguntado si quería invitar a alguien más aquella tarde y yo había pensado en ella, pero no la había llamado. No sé por qué. La mera idea casi me ponía tan nervioso como pensar en una puerta del Laberinto.
Me palpé los bolsillos y los vacié: Contracorriente, un pañuelo de papel, la llave del apartamento. Luego me palpé el bolsillo de la camisa y noté un bulto. No me había dado cuenta, pero llevaba la camisa blanca de algodón que me había dado Calipso en Ogigia. Saqué un paquete de tela, lo desenvolví y hallé el ramito de lazo de luna. Era diminuto y se había marchitado después de dos meses, pero todavía percibí el leve aroma del jardín encantado.
Aquello me entristeció.
Recordé la última petición que me había hecho Calipso: "Planta por mí un jardín en Manhattan, ¿de acuerdo?"
Abrí la ventana y salí a la escalera de incendios.
Mi madre tenía allí una maceta. En primavera sembraba flores, pero ahora sólo contenía tierra. La noche estaba despejada. La luna llena iluminaba la calle Ochenta y dos. Planté la ramita seca de lazo de luna en la tierra y la rocié con un poco de néctar de mi cantimplora.
Al principio, no pasó nada.
Luego, mientras seguía mirando, brotó una plantita plateada: un retoño de lazo de luna que fulguraba en la cálida noche de verano.
—Bonita planta—comentó una voz.
Di un respingo. Nico di Angelo estaba a mi lado, en la escalera de incendios, como salido de la nada.
—Perdona—se disculpó—. No pretendía asustarte.
—No... está bien. O sea... ¿qué haces aquí?
Había crecido un par de centímetros en los dos últimos meses y llevaba el pelo oscuro completamente desgreñado. Iba con una camiseta negra, vaqueros negros y se había puesto un anillo de plata nuevo en forma de calavera. La espada de hierro estigio le colgaba del cinto.
—He estado investigando un poco—dijo— y he pensado que te gustaría saberlo: Dédalo ha recibido su castigo.
—¿Lo has visto?
Nico asintió.
—Minos quería hervirlo durante toda la eternidad en una olla de queso fundido, pero mi padre tenía una idea distinta. Dédalo se dedicará hasta el fin de los tiempos a construir pasos elevados y rampas de salida en los Campos de Asfódelos. Servirá para descongestionar un poco el tráfico. En realidad, me parece que el viejo se ha quedado bastante contento. Podrá seguir construyendo y creando. Y puede ver a su hijo y a Perdix durante los fines de semana.
—Está muy bien.
Nico dio unos golpecitos a su anillo de plata.
—Pero no he venido por eso, a decir verdad. He descubierto algunas cosas. Quiero hacerte una oferta.
—¿Cuál?
—El método para derrotar a Luke—me dijo—. Si no me equivoco, es la única manera de que tengas alguna posibilidad.
Inspiré hondo.
—¿Además del Éxodo?
—No. En conjunto con el Éxodo.
—De acuerdo... Te escucho.
Nico echó un vistazo al interior de mi habitación y frunció el ceño.
—¿Eso no es... pastel azul de cumpleaños?
Parecía hambriento, tal vez algo triste. Me pregunté si el pobre chico habría celebrado alguna vez una fiesta de cumpleaños, o si lo habrían invitado a alguna.
—Entra, hermanito. Hay pastel y helado—le invité—. Me parece que tenemos mucho de que hablar.
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