Equino devorador de hombres:
La puerta estaba medio escondida detrás de una cesta de la lavandería del hotel llena de toallas sucias. No tenía nada de particular, pero Rachel me señaló dónde debía mirar y distinguí el símbolo azul, apenas visible en la superficie de metal.
—Lleva mucho tiempo en desuso—observó Annabeth.
—Traté de abrirla una vez—dijo Rachel—. Por simple curiosidad. Está atrancada por el óxido.
—No.—Annabeth se adelantó—. Sólo le hace falta el toque de un mestizo.
En efecto, en cuanto puso la mano encima, la marca adquirió un fulgor azul y la puerta metálica se abrió con un chirrido a una oscura escalera que descendía hacia las profundidades.
—¡Uau!—Rachel parecía tranquila, aunque yo no sabía si fingía. Se había puesto una raída camiseta del Museo de Arte Moderno y sus vaqueros de siempre, decorados con rotulador. Del bolsillo le sobresalía el cepillo de plástico azul. Llevaba el pelo rojo recogido en la nuca, todavía con algunas motas doradas. En la cara también le brillaban algunos restos de pintura—. Bueno... ¿ustedes por delante?
—Tú eres la guía—replicó Annabeth con burlona educación—. Adelante.
Las escaleras descendían a un gran túnel de ladrillo. Estaba tan oscuro que no se veía nada a medio metro, pero Annabeth y yo nos habíamos aprovisionado con varias linternas y, en cuanto las encendimos, Rachel soltó un aullido.
Un esqueleto nos dedicaba una gran sonrisa. No era humano. Tenía una estatura descomunal, de al menos tres metros. Lo habían sujetado con cadenas por las muñecas y los tobillos de manera que trazaba una "X" gigantesca sobre el túnel. Pero lo que me provocó un escalofrío fue el oscuro agujero que se abría en el centro de la calavera: la cuenca de un solo ojo.
—Un cíclope—señaló Annabeth—. Es muy antiguo. Nadie... que conozcamos.
"No es Tyson", quería decir, aunque eso no me tranquilizó. Tenía la impresión de que lo habían puesto allí en señal de advertencia. No me apetecía tropezarme con lo que fuera capaz de matar a un cíclope adulto.
Rachel tragó saliva.
—¿Tienen un amigo cíclope?
—Tyson—contesté—. Mi hermano.
—¿Cómo?
—Espero que nos lo encontremos por aquí abajo—comenté—. Y también a Grover. Un sátiro.
—Ah—dijo con una vocecita intimidada—. Bueno, entonces será mejor que avancemos.
Pasó por debajo del brazo izquierdo del esqueleto y continuó caminando. Annabeth y yo nos miramos un momento; ella se encogió de hombros y luego seguimos a Rachel rumbo a las profundidades del laberinto.
Después de recorrer unos ciento cincuenta metros llegamos a una encrucijada. El túnel de ladrillo seguía recto. Hacia la derecha, se abría un pasadizo con paredes de mármol antiguo; hacia la izquierda, un túnel de tierra cuajada de raíces.
Señalé a la izquierda.
—Se parece al camino que tomaron Tyson y Grover.
Annabeth frunció el ceño.
—Ya, pero a juzgar por la arquitectura de esas viejas losas de la derecha, es probable que por ahí se llegue a una parte más antigua del laberinto. Tal vez al taller de Dédalo.
—Debemos seguir recto—decidió Rachel.
Los dos la miramos.
—Es la opción menos probable—objetó Annabeth.
—¿No se dan cuenta?—preguntó Rachel—. Miren el suelo.
Yo no veía nada, salvo ladrillos gastados y barro.
—Hay un brillo ahí—insistió ella—. Muy leve. Pero el camino correcto es ése. Las raíces del túnel de la izquierda empiezan a moverse como antenas más adelante, cosa que no me gusta nada. En el pasadizo de la derecha hay una trampa de seis metros de profundidad y agujeros en las paredes, quizá con pinchos. No creo que debamos arriesgarnos.
Yo no captaba nada de lo que describía, pero asentí.
—De acuerdo. Recto.
—¿Te crees lo que dice?—me preguntó Annabeth.
—Sí. ¿Tú no?
Parecía a punto de discutir, pero indicó a Rachel que siguiera adelante. Avanzamos por el túnel de ladrillo. Tenía muchas vueltas y revueltas, pero ya no presentaba más desvíos. Daba la sensación de que descendíamos y nos íbamos sumiendo cada vez a mayor profundidad.
—¿No hay trampas?—le pregunté, inquieto.
—Nada—respondió Rachel, arqueando las cejas—. ¿No debería resultar tan fácil?
—No lo sé—admití—. Hasta ahora no lo ha sido.
—Dime, Rachel—preguntó Annabeth—, ¿de dónde eres exactamente?
Sonaba como: "¿De qué planeta has salido?" Pero Rachel no pareció ofenderse.
—De Brooklyn.
—¿No se preocuparán tus padres si llegas tarde a casa?
Ella resopló.
—No creo. Podría pasarme una semana fuera y no se darían ni cuenta.
—¿Por qué no?—Esta vez mi novia no fue tan sarcástica. Los problemas con los padres los entendía muy bien.
Antes de que Rachel pudiera responder, se oyó un gran chirrido, como si hubieran abierto unas puertas gigantescas.
—¿Qué fue eso?—preguntó Annabeth.
—No lo sé—dijo Rachel—. Unas bisagras metálicas.
—Ya, gracias por la información. Quería decir: "¿Qué es eso?"
Entonces sonaron unos pasos que sacudían el pasadizo entero y se acercaban a nosotros.
—¿Corremos?—pregunté.
—Corremos—asintió Rachel.
Dimos media vuelta y salimos disparados por donde habíamos venido. No habíamos recorrido más de seis metros cuando nos tropezamos con unas viejas amigas. Dos dracaenae, mujeres serpiente con armadura griega, nos apuntaron al pecho con sus jabalinas. Entre ambas venía Kelli, la empusa del equipo de animadoras.
—Vaya, vaya—dijo.
Saqué a Contracorriente y Annabeth agarró su cuchillo, pero, antes de que mi bolígrafo adoptase forma de espada, Kelli se abalanzó sobre Rachel, la agarró por el cuello con unas manos que ya eran garras y la sujetó muy firmemente.
—¿Conque has sacado de paseo a tu pequeña mascota mortal?—me dijo—. ¡Son tan frágiles! ¡Tan fáciles de romper!
A nuestra espalda, los pasos retumbaron cada vez más cerca hasta que una silueta descomunal se perfiló entre las sombras: un gigante lestrigón de dos metros y medio con colmillos afilados y los ojos inyectados en sangre.
El gigante se relamió al vernos.
—¿Puedo comérmelos?
—No—replicó Kelli—. Tu amo los querrá vivos. Le proporcionarán diversión de la buena.—Me dirigió una sonrisa sarcástica—. En marcha, mestizos. O sucumbiréis aquí mismo los tres, empezando por la mascota mortal.
Nos hicieron desfilar por el túnel flanqueados por las dracaenae. Kelli y el gigante iban detrás, por si tratábamos de escapar. A nadie parecía preocuparle que echáramos a correr hacia delante: era la dirección que querían que siguiéramos.
Al fondo distinguí unas puertas de bronce que tendrían tres metros de altura y se hallaban decoradas con un par de espadas cruzadas. Desde el otro lado nos llegó un rugido amortiguado, como el de una gran multitud.
—Ah, sssssí—susurró la mujer serpiente de mi izquierda—. Le gustaréisss mucho a nuestro anfitrión.
Nunca había visto a una dracaena tan de cerca y, la verdad, no me emocionaba demasiado esa oportunidad única. Tenía una cara que tal vez habría resultado hermosa de no ser por su lengua bífida y por aquellos ojos amarillos con ranuras negras en lugar de pupilas. Llevaba una armadura de bronce que le llegaba a la cintura. Por debajo, en vez de piernas le salían dos gruesos troncos de serpiente moteados de bronce y verde. Avanzaba medio deslizándose y medio caminando, como si llevara puestos unos esquíes animados.
—¿Quién es su anfitrión?—pregunté.
—Ah, ya lo verásss. Os llevaréisss divinamente. Al fin y al cabo, es tu hermano.
—¿Mi qué?—Pensé inmediatamente en Tyson, pero no era posible. ¿A quién podría referirse?
El gigante se adelantó y abrió las puertas.
—Tú te quedas aquí—le dijo a Annabeth, sujetándola de la camisa.
—¡Eh!—protestó mi amiga, pero el tipo era el doble de grande que ella y ya nos había confiscado su cuchillo y mi espada.
Kelli se echó a reír. Todavía sujetaba a Rachel del cuello con sus garras.
—Vamos, Percy. Diviértenos. Te esperamos aquí con tus amigas para asegurarnos de que te portas bien.
Miré a Rachel.
—Lo siento. Te sacaré de ésta.
Ella asintió en la medida de lo posible, porque apenas podía moverse con aquellas garras en la garganta.
—Sería estupendo.
Las dracaenae me hostigaron con la punta de las jabalinas para que cruzara el umbral y, sin más, me vi metido en una pista de combate.
"Zoë..."—pensé—. "¿Sigues conmigo?"
"Por fortuna"—respondió—. "Menos mal, nuestra conexión se mantiene"
"Es decir que la descarga de antes no fue en lo absoluto necesaria"
"¿Realmente te vas a molestar por eso ahora?"
"Tienes razón"—reconocí—. "Esperaré a que salgamos de aquí y luego me molesto contigo, ¿de acuerdo?"
Bufó.
"¿Cómo es que los demás te aguantan?"
"No tengo ni la menor idea"
La arena quizá no era la más grande que había visto en mi vida, pero parecía muy espaciosa si se consideraba que estaba bajo tierra. Tenía forma circular y tamaño suficiente como para poder recorrerla con un coche sin despegarse del borde. En el centro, se desarrollaba un combate entre un gigante y un centauro. Este último parecía muerto de pánico y galopaba alrededor de su enemigo con una espada y un escudo; el gigante blandía una jabalina del tamaño de un poste telefónico y la muchedumbre lo vitoreaba enloquecida.
La primera fila se hallaba a más de tres metros de altura. Las gradas de piedra daban la vuelta completa a la pista y todos los asientos estaban ocupados. Había gigantes, dracaenae, semidioses, telekhines y criaturas todavía más extrañas: demonios con alas de murciélago y seres que parecían medio humanos y medio... lo que se te ocurra: pájaros, reptiles, insectos, mamíferos...
Pero lo más espeluznante eran los cráneos. La pista de tierra estaba llena de ellas. También se alineaban, una tras otra, por todo el borde de la valla, y había pilas de casi un metro decorando los escalones entre los asientos. Sonreían clavados en picas desde lo alto de las gradas o colgados del techo con cadenas, como lámparas espantosas. Algunos parecían muy antiguos: sólo quedaba el hueso blanqueado. Otros eran mucho más recientes. No voy a describírtelas. Créeme, no te gustaría.
Y en mitad de este panorama, orgullosamente desplegada en la valla, había una cosa que para mí no tenía ningún sentido: una pancarta verde con el tridente de Poseidón. ¿Qué significaba aquel símbolo allí, en un lugar tan horrible?
Por encima de la pancarta, en un asiento de honor, distinguí a un viejo enemigo.
—¿Por qué...?—gruñí, sintiendo como me hervía la sangre—. ¡No me jodas! ¡¡Luke!!
No sé si llegó a oírme entre el rugido de la multitud, pero me sonrió fríamente. Llevaba unos pantalones de camuflaje, una camiseta blanca y una coraza de bronce, tal como lo había visto en mi sueño. Pero todavía iba sin su espada, cosa que me pareció extraña. Junto a él se sentaba el gigante más enorme que he visto jamás: muchísimo más grande, en todo caso, que el que luchaba en la pista con el centauro. Aquél debía de medir cerca de cinco metros y era tan corpulento que ocupaba él solo tres asientos. Llevaba únicamente un taparrabos, como un rikishi (luchador de sumo).
Su piel de color rojo oscuro estaba tatuada con dibujos de olas azules. Supuse que sería el nuevo guardaespaldas de Luke.
Se oyó un alarido en el ruedo y retrocedí de un salto justo cuando el centauro aterrizaba a mi lado.
Me miró con ojos suplicantes.
—¡Ayuda!
Eché mano a la espada, pero me la habían quitado y aún no había reaparecido en mi bolsillo.
El centauro se debatía en el suelo y trataba de incorporarse, mientras el gigante se acercaba con la jabalina en ristre.
Una mano férrea me agarró del hombro.
—Si aprecias las vidasss de tus amigasss—me advirtió la dracaena que me custodiaba—, será mejor que no te entrometas. Éste no es tu combate. Aguarda a que llegue tu turno.
El centauro no podía levantarse. Se había roto una pata. El gigante le puso su enorme pie en el pecho y alzó la jabalina. Levantó la vista para mirar a Luke. La muchedumbre gritó:
—¡Muerte! ¡muerte!
Luke no movió una ceja, pero su colega, el rikishi tatuado, se puso en pie y dirigió una sonrisa al centauro, que gimoteaba desesperado:
—¡No! ¡Por favor!
El tipo extendió la mano y colocó el pulgar hacia abajo.
Cerré los ojos cuando el gladiador levantó el arma sobre su víctima. Al volver a abrirlos, el centauro se había desintegrado y convertido en ceniza. Lo único que quedaba era una pezuña, que el gigante recogió del suelo y mostró a la multitud como si fuese un trofeo. Se alzó un rugido de aprobación.
En el extremo opuesto de la pista se abrió una puerta y el gigante desfiló con aire triunfal.
Arriba, en las gradas, el rikishi alzó las manos para pedir silencio.
—¡Una buena diversión!—bramó—. Pero nada que no hubiera visto antes. ¿Qué más tenéis, Luke, hijo de Hermes?
Éste apretó los dientes. Era evidente que no le gustaba que lo llamaran "hijo de Hermes", pues odiaba a su padre.
Pese a ello se levantó tranquilamente, con los ojos brillantes. De hecho, parecía de muy buen humor.
—Señor Anteo—dijo, levantando la voz para que todos los espectadores lo oyesen—. ¡Habéis sido un excelente anfitrión! ¡Nos encantaría divertiros para pagaros el favor de dejarnos cruzar vuestro territorio!
—¡Un favor que no he concedido todavía!—refunfuñó Anteo—. ¡Quiero diversión!
Luke hizo una reverencia.
—Creo que tengo algo mejor que un centauro para combatir en vuestro estadio. Se trata de un hermano vuestro.—Me señaló con el dedo—. ¡Percy Jackson, hijo de Poseidón! ¡Heredero de Hércules Victor!
La multitud empezó a abuchearme y a lanzarme piedras. Esquivé la mayoría, pero una me dio de lleno en la mejilla y me hizo un corte bastante grande.
Los ojos de Anteo se iluminaron.
—¿Un hijo de Poseidón? ¿Heredero de Hércules? ¡Entonces sabrá luchar bien! ¡O morir bien!
—Si su muerte os complace, ¿dejaréis que nuestros ejércitos crucen vuestro territorio?
—Tal vez—respondió Anteo.
A Luke no pareció convencerle aquella respuesta. Me lanzó una mirada asesina, como advirtiéndome que procurase morir de un modo espectacular... o me vería metido en un buen lío.
—¡Luke!—chilló Annabeth—. ¡Termina con esto! ¡Suéltanos!
Sólo entonces Luke pareció reparar en ella. Por un momento se quedó atónito.
—¿Annabeth?
—Ya habrá tiempo para que luchen las mujeres—lo interrumpió Anteo—. Primero, Percy Jackson. ¿Qué armas piensas elegir?
La dracaena me empujó hacia el centro de la pista, desde donde miré a Anteo.
—¿Cómo es posible que seas hijo de Poseidón?
Anteo se rió y la muchedumbre estalló en carcajadas.
—¡Soy su hijo favorito!—declaró con voz tonante—. ¡Mira el templo que he erigido al Agitador de la Tierra con los cráneos de todos los que he matado en su nombre! ¡El tuyo se unirá a mi colección!
Miré horrorizado los centenares de calaveras y la pancarta de Poseidón. ¿Cómo iba a ser aquello un templo dedicado a mi padre? Él era un buen tipo. Nunca me había exigido que le enviara una postal el Día del Padre, mucho menos la calavera de alguien.
—¡Percy!—me gritó Annabeth—. ¡Su madre es Gaia! ¡Gaia..!
El lestrigón que la custodiaba le tapó la boca con la mano. "Su madre es Gea." La Tierra Primordial.
Recordé entonces que en el pasado había sido el mismo Hércules quien había asesinado al gigante.
—Estás loco, Anteo—le dije—. Si crees que ésa es una buena manera de rendir honores a Poseidón, es que no lo conoces.
Los espectadores me insultaban a gritos, pero Anteo levantó la mano para imponer silencio.
—Armas—insistió—. Así veremos cómo mueres. ¿Quieres un par de hachas? ¿Escudos? ¿Redes? ¿Lanzallamas?
Alcé mi brazo derecho, mostrando mi anillo, el cual destelló, invocando así mi tridente.
"Intentaré no tomármelo personal"—bufó Zoë.
"Es una declaración de intenciones"—me encogí de hombros—. "Me pareció lo más apropiado"
—¡Frente a todo el Olimpo defendí el honor de Poseidón batiéndome en duelo con Ares, dios de la guerra!—anuncié—. ¡¡Fui coronado como príncipe de los mares!! Así pues... ¡¡¿Quién será mi oponente?!!
El gigante me miró a los ojos antes de gritar:
—¡Primer asalto!
Se abrieron las puertas y salió a la pista una dracaena con un tridente en una mano y una red en la otra: el equipo clásico de un gladiador reciario romano. Yo llevaba años entrenándome en el campamento contra aquel tipo de armas.
Me lanzó un viaje con el tridente para probarme y me hice a un lado. Enseguida me arrojó la red para trabarme la mano con la que sujetaba la la lanza, pero yo me aparté con facilidad, le partí en dos el mango del tridente y le clave mi arma aprovechando una grieta de su armadura. Con un alarido de dolor, la criatura se volatilizó. Los vítores del público se apagaron instantáneamente.
—¡No!—bramó Anteo—. ¡Demasiado deprisa! Has de esperar para matarla. ¡Sólo yo puedo dar esa orden!
Miré a Annabeth y Rachel por encima del hombro. Tenía que hallar el modo de liberarlas, quizá distrayendo a sus guardias.
—¡Buen trabajo, Percy!—dijo Luke sonriendo—. Has mejorado con ese tenedor, lo reconozco.
—¡Segundo asalto! —bramó Anteo—. ¡Y esta vez más despacio! ¡Más entretenido! ¡Aguarda mi señal antes de matar a alguien, o sabrás lo que es bueno!
De las puertas salió ahora un gigante de tres metros, armado con una enorme espada de doble filo.
Sonreí por lo bajo y clavé y tridente en el suelo, poniéndome en guardia para luchar sólo con los puños.
El monstruo se carcajeó.
—Eres un idiota si crees que puedes pelear contra mí con las manos vacías—rugió—. ¡¡¡Cae como gota de agua por mi espada!!!
Balanceó su arma con todas sus fuerzas sobre mí. Di un quiebro hacia la izquierda, evadiendo el golpe.
Un cráter se abrió en la zona de impacto, rocas salieron despedidas en todas direcciones. Una de ellas me abrió un nuevo corte en la mejilla derecha.
Mientras sentía la sangre correr por mi rostro, el gigante se abalanzó sobre mí nuevamente, trazando un arco de izquierda a derecha.
Evité el ataque con un salto hacia atrás. Pronto una lluvia de golpes llovieron a mi alrededor, pero ninguno fue capaz de alcanzarme, me moví ágilmente a su alrededor, esquivándolo con cortos y precisos saltos.
Los gritos del público no se hicieron esperar.
—¡No huyas!—rugió Anteo—. ¡¡Pelea un poco, deshonra de Poseidón!!
Marqué distancia con mi oponente, quién gritó furioso:
—¡Te mueves como una mosca! ¡Me niego a creer que estés emparentado de forma alguna con el señor Anteo!
Balanceó la espada nuevamente de izquierda a derecha. Lo esquivé arqueando la espalda. Desesperado, el monstruo pateó el suelo, lanzando tierra a mis ojos.
Desvié la mirada para protegerme, momento que el gigante aprovechó para pisarme con fuerza, atrapando mi pie izquierdo.
—¡Te atrapé, gusano!
El monstruo alzó su espada en alto y se lanzó a matar.
El suelo se sacudió y los escombros volaron por el aire. El silencio alrededor se volvió aplastante. El sudor corrió por el rostro de mi enemigo.
Sonreí, mientras únicamente con mi mano había detenido su golpe, al aferrarme al brazo izquierdo de la criatura.
—Lindo—reí—. Mi turno.
Apliqué algo de mi fuerza hercúlea, destrozando su extremidad por completo. La sangre salpicó en todas direcciones y su músculo se desgarró hasta quedar hecha polvo.
El gigante gritó de dolor, retrocediendo torpemente mientras se lamentaba.
—¡Mi brazo! ¡Mi brazo! ¡Miserable bastardo!
—Adios.
Lancé un golpe lateral con el costado de mi mano, impactando al gigante en el pecho. Atravesé su cuerpo como mantequilla, aplastando su carne, partiendo sus costillas y finalmente haciéndolo explotar en polvo.
—Ups...—murmuré—. Fue un accidente.
Antes parecía a punto de estallar por la ira.
—¡Tercer asalto!
Se abrieron otra vez las puertas y esta vez apareció un joven guerrero algo mayor que yo, de unos dieciséis años. Tenía el pelo negro y reluciente, y llevaba un parche en el ojo izquierdo. Era flaco y nervudo, de manera que la armadura griega le venía holgada. Clavó su espada en el suelo, se ajustó las correas del escudo y se puso un casco con un penacho de crin.
—¿Quién eres?—le pregunté.
—Ethan Nakamura—dijo—. Debo matarte.
—¿Por qué haces esto?
—¡Eh!—nos abucheó un monstruo desde las gradas—. ¡Dejaos de charla y luchad!—Los demás se pusieron a corear lo mismo.
—Tengo que probarme a mí mismo—explicó Ethan—. ¡Es la única manera de alistarse!
Dicho lo cual, arremetió contra mí.
El desgraciado de Luke me conocía, yo no iba a usar la misma brutalidad con un mestizo que con un gigante.
Retrocedí, desplegando mi espada (que ya había vuelto a reaparecer en mi bolsillo) y bloqueando su primer golpe. Lo pateé en el pecho y lo obligué a retroceder.
—Hagamos esto un combate justo—le dije, y acto seguido me quité el ojo izquierdo, el cual se endureció en una canica plateada que me guardé en el bolsillo.
Frunció el ceño y, dudando, se quitó el escudo.
Y si se preguntan por qué no desplegué yo mi escudo, es simple, era una prueba para el sujeto. Si se negaba a dejar su defensa, entonces yo desplegaría la mía y atacaría sin contemplaciones. Pero al aceptar mi propuesta de justicia significaba que quizá y sólo quizá aún no era myst tarde para salvarlo de Crono.
Él apuntó su espada, yo hice lo propio, poniéndome en guardia.
Empezamos a caminar lentamente en círculos alrededor del otro, buscando aperturas en nuestras respectivas defensas, intentando colarnos en el lado ciego del otro.
Finalmente, ambos atacamos. Nuestras espadas echaron chispas y la multitud rugió entusiasmada. Quedamos de espaldas, girando al mismo tiempo para intercambiar otra serie de golpes.
Intentó conectar una estocada, lo desvié y respondí con con un mandoble al cuerpo que consiguió bloquear.
El cargó con toas sus fuerzas hacia delante, por lo que permití que siguiese su camino, haciéndome a un lado, dejando que su propio impulso lo desequilibrase.
Intenté aprovechar y atacar, pero desvió mi golpe y con una patada bien colocada me mandó al suelo. Rodé por el suelo y me recompuse a tiempo para detener su siguiente ataque, empezando un nuevo y feroz intercambio.
Me presionaba. Era bueno. Nunca había estado en el Campamento Mestizo, que yo supiera, pero se le notaba bien entrenado.
Iniciamos un bind, el cual gané, aprovechando la posición para arrancarle el yelmo de la cabeza con un codazo.
Respondió corrigiendo su postura y adelantándose para intentar recuperar el bind, pero lo obligué a alejarse con una patada en el abdomen.
Lancé un golpe a la cabeza, él me bloqueó y probó con una estocada. Giré alrededor de su cuerpo evadiendo el embate.
Lancé un tajo a sus pies, interpuso su hoja a tiempo y buscó responder, no obstante perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Rodó sobre sí mismo para dar la cara y detuvo mi siguiente embate, ganando el tiempo suficiente para ponerse de pie.
—¡Sangre!—gritaban los monstruos.
Mi contrincante levantó la vista hacia las gradas. Ése era su punto flaco, pensé. Necesitaba impresionarlos. Yo no.
Lanzó un iracundo grito de guerra y arremetió otra vez con su espada. Paré el golpe y retrocedí, dejando que me siguiera.
—¡Buuuuu!—gritó Anteo—. ¡Aguanta y lucha!
Ethan me acosaba, pero, aun sin escudo, yo no tenía problemas para defenderme. El iba vestido de un modo defensivo—con una pesada armadura— y pasar a la ofensiva le resultaba muy fatigoso. Yo era un blanco más vulnerable, pero también más ligero y rápido. La multitud había enloquecido, protestaba a gritos y nos lanzaba piedras. Llevábamos casi cinco minutos luchando y aún no había sangre a la vista.
"¿Quién es ese?"—preguntó entonces Zoë.
"¿De qué hablas?"
Miré de reojo hacia dónde estaban Annabeth, Rachel y las dracaenae. Casi me da un infarto al reconocer al sujeto que ahora las acompañaba: El Furioso Dragón.
Era un hombre musculoso de mediana estatura con múltiples cicatrices de batalla en su cuerpo. Carecía de cejas además de tener una barba corta y su cabello era largo de color negro el cual ataba con un moño decorado con una larga cinta amarilla. Su caracteristica más notable era que todos sus dientes tenían una forma afilada y puntiaguda.
También poseía dos tatuajes en su cuerpo, uno de ellos estaba en el pecho con los caracteres 飛将 (General Volador) y el otro era un dragón chino o "Lóng" el cual cubría su espalda, hombros y llegaba hasta sus antebrazos. También iba descalzo y con el pecho al descubierto.
Su cabeza, brazos y piernas tenían las cicatrices más notorias, como si lo hubiesen aplastado y luego vuelto a pegar en una especie de Frankensteinasiatico. En su mano derecha sostenía una enorme arma de asta: una alabarda.
—Parece que tenemos a un ganador—dijo el hombre a mis amigas.
Las dracaenae y el lestrigón retrocedieron, acobardados. Ellos ya conocían al sujeto desde antes.
—¿Quién eres tú?—preguntó Annabeth.
—No importa quién soy—respondió él—. Lo que importa es que el que gane no será el de armadura.
—¿Cómo lo sabes?—cuestionó Rachel.
—Porque pelea como si tratara de ganar una competencia de puntos en vez de un duelo real—explicó.
Mi atención volvió a Ethan, quien lanzó una serie de cortes y estocadas que desvíe mientras retrocedía. Arqué la espalda para evitar otro golpe y volví a huir, notando como el cansancio se apoderaba de la mirada de un solo ojo del chico.
—Es muy diferente cuando peleas por sobrevivir—seguía diciendo el General Volador—. Peleas con instinto, debes mirar a tu blanco como un halcón. Es fácil cansarse en una batalla larga cuando no hay quién la detenga.
Desvié un nuevo golpe de Ethan y lo devolví al suelo con otra patada en el estomago. Él no tardó en recuperar su espada y alzar su guardia en nueva cuenta.
—El chico de los tatuajes tiene buena postura—reconoció el dragón—. Evita la fatiga en los brazos. Se mantendrá fuerte. Cuando el de la armadura vaya por el punto, el de los tatuajes encontrará una apertura y atacará. Busca un golpe decisivo. Es la diferencia entre ellos dos.
Dicho y hecho. Ethan Intentó clavarme la espada en el estómago, le bloqueé la empuñadura con la mía y giré bruscamente la muñeca. Su arma cayó al suelo. Antes de que él atinara a recuperarla, le golpeé en la cabeza con el mango de Contracorriente y le propiné un buen empujón. Su pesada armadura me ayudó lo suyo. Aturdido y exhausto, se vino abajo una última vez. Le puse la punta de la espada en el pecho.
—Acaba ya—gimió Ethan.
Alcé la vista hacia Anteo. Su cara rubicunda se había quedado de piedra de pura contrariedad, pero extendió la mano y colocó el pulgar hacia abajo.
—Ni hablar.—Envainé la espada.
—No seas idiota—gimió Ethan—. Nos matarán a los dos.
Le tendí la mano. Él la agarró de mala gana y lo ayudé a levantarse.
—¡Nadie osa deshonrar los juegos!—bramó Anteo—. ¡Vuestras dos cabezas se convertirán en tributo al dios Poseidón!
Miré a Ethan.
—Cuando tengas la oportunidad, corre.
Luego me volví hacia Anteo.
—¿Por qué no luchas conmigo tú mismo? ¡Si es cierto que gozas del favor de papá, baja aquí y demuéstralo!
Los monstruos volvieron a rugir en las gradas. Anteo miró alrededor y comprendió que no tenía alternativa. No podía negarse sin parecer un cobarde.
—Soy el mejor luchador del mundo, chico—me advirtió—. ¡Llevo combatiendo desde el primer pankration!
—¿Pankration?—pregunté.
—Quiere decir "lucha a muerte"—explicó Ethan—. Sin reglas, sin llaves prohibidas. En la Antigüedad era un deporte olímpico.
—Gracias por la información.
—No hay de qué.
Rachel me miraba con los ojos como platos. Annabeth movió la cabeza enérgicamente una y otra vez, pese a que el lestrigón seguía tapándole la boca con una mano.
Apunté a Anteo con mi espada.
—¡El vencedor se lo queda todo! Si gano yo, nos liberas a todos. Si ganas tú, moriremos todos. Júralo por el río Estigio.
Anteo se echó a reír.
—Esto va a ser rápido. ¡Lo juro con tus condiciones!
Saltó la valla y aterrizó en la pista.
—Buena suerte—me deseó Ethan—. La necesitarás.—Y se retiró a toda prisa.
Anteo hizo crujir los nudillos y sonrió. Entonces me fijé en que incluso sus dientes tenían grabado un diseño de olas. Debía de ser un suplicio cepillárselos después de las comidas.
—¿Armas?—preguntó.
Hice crujir el cuello y los nudillos.
—Creo que usaré los puños. ¿Y tú?
Él alzó sus grandiosas manazas y flexionó los dedos.
—¡Los puños también! ¡No necesito nada más!—me sonrió—. Me agradas, chico. Maestro Luke, vos seréis el arbitro del combate.
—Con mucho gusto—respondió éste dirigiéndome una sonrisa desde lo alto.
Me estiré, bombeé sangre a los músculos y concentré mi fuerza hercúlea mientras adoptaba posición de carrera. Estaba a punto de hacer una estupidez, pero la apariencia de luchador de sumo de Anteo me había dado una idea.
—Supongo que podremos divertirnos—sonrió el gigante, y de inmediato se lanzó sobre mí.
—¿Eso crees? Muy bien...—respondí, abalanzándome contra él en respuesta—. ¡¿Comenzamos de una vez?!
Sus ojos se abrieron de par en par cuando di un enorme salto manteniendo ambas piernas piernas juntas y extendidas, de modo que mi cuerpo se hallase recto en el aire de forma horizontal.
Golpeé la cara de mi oponente con la planta de ambos pies.
¡¡DROPKICK: PATADA VOLADORA!!
Admito que mi técnica era lo que le seguía a terrible. Nunca la había practicado a conciencia, únicamente la había usado alguna vez a manera de broma entrenando con Clarisse, y me moría por ponerla en práctica en un combate real de "todo se vale".
La fuerza del impacto mandó a Anteo a volar de espaldas, con el cráneo aplastado en una herida definitivamente mortal.
—¡Aj!—aulló. Pero no salió sangre, sino un chorro de arena que se derramó en el suelo.
Al chocar contra el suelo, la tierra de la pista se alzó en el acto y se acumuló en tornó a su cabeza, casi como un molde. Cuando volvió a caer, la herida había desaparecido.
El monstruo se puso de pie.
—Oh... bien—sonrió, robándose la cien—. Sentí eso...
No le di tiempo de seguir hablando, me abalancé sobre él con un gancho izquierdo al hígado, el cual logró detener con una sola mano,
—¿Eso es todo, renacuajo?
La cuestión es que no había aplicado fuerza divina en ese golpe, pues era sólo una distracción,
Mi puño derecho trazó un arco en el aire, impactando su rostro de lleno por el lateral con un gancho ruso.
La cabeza de Anteo explotó en pedazos de arena y una vez más la tierra se alzó para cubrirlo, rodeándole todo el cuerpo. Cuando quedó de nuevo a la vista, se había recobrado.
—¿Comprendes ahora por qué nunca pierdo, semidiós?—dijo, regodeándose—. Ven aquí para que te aplaste. ¡Será rápido!
Me abalancé sobre él con un salto, sujetándolo de la cabeza con ambas manos antes de asestarle un potente rodillazo.
La arena voló, la tierra se alzó y su cuerpo se recuperó.
—Mi turno—sonrió, para acto seguido arrancarme de su cuerpo, aferrándose a mis brazos. Luego, giró sobre sí mismo para ganar impulso y procedió a lanzarme violentamente hasta el otro lado de la arena.
Logré darme la vuelta en el aire y aterrizar de pie a duras penas.
"La tierra"—me explicó Zoë.
"¿Cómo dices?"
"La madre de Anteo es Gaia, la madre tierra, la más antigua de todas las diosas. Su padre puede ser Poseidón, pero es Gaia quien lo mantiene con vida"
Suspiré.
"Así que es imposible herirlo de verdad mientras tenga los pies en el suelo"
"Eso me temo"
Me erguí y respiré profundamente.
—Bien, aquí vamos otra vez...
Cargué de frente contra mi oponente, imprimiendo fuerza divina en mi avancé, sorprendiéndolo por la velocidad de mi embate.
Antes de que lograse responder apropiadamente, lancé un puñetazo directo a su cabeza. El gigante se protegió con los brazos, recibiendo el golpe con ellos. Salió disparado de espaldas a gran velocidad.
Mis movimientos habían perdido potencia, pues no podía usar el poder hercúleo por demasiado tiempo antes de que mi cuerpo humano colapsara bajo su propio peso. Bastante a mi pesar, por mi propio bien tuve que contenerme.
Eso no me impidió seguir atacando. Lancé una lluvia de veloces jabs con el brazo izquierdo, impactando todos en el rostro del gigante, arrancándole uno de sus extraños dientes.
Anteo se plantó firmemente sobre el suelo y tomó impulso.
—Bastardo...
Estiré mi brazo derecho y probé un nuevo movimiento estrella de mi luchador de sumo favorito.
¡¡KIKU-ICHIMONJI: LAZO DE CRISANTEMOS!!
Atrapé el cuello del gigante con la articulación de mi codo, y aplicando fuerza suficiente para romper una traquea humana lo mandé al suelo con un giro.
El rostro de Anteo se estrelló contra la roca con tal violencia que quedó completamente desfigurado. No obstante, un baño de tierra más y estaba como nuevo,
Trató de reincorporarse, pero me le adelanté, sujetándolo por la cara antes de balancear todo mi peso en un cabezazo.
¡¡DAKI JIZŌ: ABRAZO DE JIZŌ!!
Retrocedí aturdido, mientras la sangre corría a chorros por mi rostro.
—Debí... suponer que eso no iba a funcionar...—murmuré, atontado.
Anteo se carcajeó, divertido. Como de costumbre, su cuerpo estaba intacto.
—Niño, eso dolió... me gusta.
Me asestó un devastador puñetazo doble al hígado que casi me noquea, luego un gancho al rostro que me mandó al suelo.
—Ya es mi turno—anunció el gigante, mientras yo luchaba por recomponerme.
Estaba exhausto, cuatro batallas seguidas eran demasiado incluso para mí.
Los puños del monstruo chocaron contra mí cual balas de cañón, y me hubiesen pulverizado los huesos si en el último segundo no hubiese desplegado mi escudo.
El sonido de los golpes se asemejaba a la lluvia sobre techo de lámina, pero mil veces peor. En cuestión de segundos, el hermoso escudo que Tyson me había hecho y arreglado quedó como un deforme pedazo de metal torcido.
Mis pies dejaron marcas en la tierra mientras retrocedía, y, aprovechando para ganar impulso, me adelante con un puñetazo que dio de llenó en la mandíbula de mi oponente.
El desgraciado ni se inmutó, y con furia volvió a azotarme con sus embates.
Crucé los brazos frente a mí para defenderme y traté de aguantar. Podía trabajar bajo la presión del dolor, únicamente requería de tiempo.
El gigante no pensaba darme ese lujo. Lanzó un nuevo gancho al hígado que conectó de llenó, haciéndome doblar de dolor y apoyar una rodilla en el suelo.
Era un golpe sucio, capaz de noquear con facilidad. E incluso si no, causaba mucho dolor, desorientaba y entorpecía los tiempos de reacción a futuro.
Desesperado, me aferré al brazo izquierdo del gigante y con furia concentre mi fuerza divina en mis manos.
—No tienes idea de lo mucho que te estoy odiando...—gruñí.
¡¡MIDARE BOTAN: PEONIA PERTURBADORA!!
La potencia de mi agarré bastó para destrozarle el brazo y desgarrar su músculo, de forma similar a como había hecho con el gigante de antes.
Anteo me pateó en el estómago, mandándome a volar.
Para cuando recuperé el equilibrio, el bastardo ya se había regenerado.
"Tres veces"—dijo Zoë.
"¿Qué...?"
"Tres veces tuvo que derribarlo Hércules antes de entender que era inútil y cambiar de táctica"—me dijo—. "¿Cuántes te tomará a ti?"
Suspiré.
"No lo has entendido, ¿verdad?"—dije.
"¿Entender qué?"
"A riesgo de ser demandado por Supermán, siento que vivo en un mundo de cartón, siempre cuidándome de no dañar a algo o a alguien. Siempre que pierdo el control, aunque sea por un momento, alguien muere de forma cruel e injusta. Pero el grandulón de allí es realmente fuerte. Una oportunidad única de dejarme ir, de luchar con todas mis fuerzas sin consecuencias"
"Percy..."
"Todo acabará pronto, Zo. Lo prometo"
—Vaya un enclenque—dijo Anteo—. ¡No eres digno de ser hijo del dios de mar!
Se lanzó contra mí con un devastador puñetazo. Esquivé el golpe con un quiebro a la izquierda, y luego otro más.
—Me toca.
Le asesté un puñetazo en el rostro haciéndolo retroceder ligeramente. No obstante, el bastardo usó el impulso para responderme con un brutal golpe directo.
Me defendí cruzando los brazos frente a mi cuerpo, no obstante salí despedido nuevamente de espaldas-
"Me estoy agotando"—pensé—. "Tengo que ser más rápido..."
El gigante se lanzó sobre mí. Respondí con una lluvia de veloces jabs directo a su rostro, aprovechando que para atacarme frente a frente tenía que agacharse sí o sí.
EL monstruo conectó un nuevo gancho al hígado, y luego un cabezazo.
Retrocedí con un salto, apenas manteniéndome en pie.
—Eso fue todo...—gruñí—. ¡Ahora si estás muerto!
Desplegué mi espada y la sujeté a dos manos.
—¡Fin del juego, hermanito!
—¡Pequeño enano de mierda!
Se abalanzó contra mí, yo le apunté con mi espada.
Mi cuerpo echó humo, mi marca creció y el dolor aumentó un millón de veces.
¡ÉXODO DE HÉRCULES: DOCE DESASTRES Y PECADOS!
¡¡OCTAVO TRABAJO!!
¡¡¡LLEGUAS DE DIOMEDES: DEVORADOR DE HOMBRES!!
La hoja de mi espada adoptó la forma de la cabeza de un caballo, y a su ves, una deslumbrante energía comenzó a emanar del arma.
Lenguas de energía maligna atravesaron el campo de batalla a velocidad de vértigo, asemejándose a equinos galopando por un campo.
—¿Q-qué...?—empezó Anteo, antes de comenzar a gritar de dolor.
La energía lo envolvió de pies a cabeza, creando un capullo que, al despejarse, nos permitió ver el esqueleto del gigante. Sin una sola pizca de carne, músculo o piel.
El estadio entero quedó en silencio mientras yo hacía una última carrera, con la cual partí los huesos en pedazos con un mandoble final, haciendo volar los restos por el aire antes de que la tierra pudiese regenerarlos.
Contracorriente volvió a su forma original, y yo caí de rodillas, exhausto.
—¡Jackson!—aulló Luke—. ¡Tendría que haberte matado hace tiempo!
—Ya lo intentaste —le recordé, jadeando—. Ahora déjanos marchar. He hecho un trato con Anteo bajo juramento. Soy el ganador.
Él reaccionó como me esperaba.
—Anteo está muerto—replicó—. Su juramento muere con él. Pero, como hoy me siento clemente, haré que te maten deprisa.
Señaló a Annabeth.
—Perdonadle la vida a la chica.—La voz le tembló un poco—. Quiero hablar con ella... antes de nuestro gran triunfo.
Todos los monstruos de la audiencia sacaron un arma o extendieron sus garras. Estábamos atrapados. Nos superaban de un modo abrumador.
Entonces, el gigante lestrigón que custodiaba a Annabeth explotó en mil pedazos, destruido por un único movimiento del General Volador.
—Los dejarán ir—ordenó el furioso dragón—. O de lo contrario, se las verán conmigo.
Se volvió a hacer un profundo silencio. Los seguidores de Anteo empezaron a murmurar, temerosos. Luke, por otro lado, le sostuvo la mirada al hombre.
—No te conviene enemistarte con mi señor, bárbaro.
El dragón hizo crujir su cuello.
—Si da buena pelea, puede venir a matarme cuando quiera.
Decidí que había tenido suficiente. Noté algo en el bolsillo: una sensación gélida que se hacía más y más glacial. "El silbato para perros." Lo rodeé con mis dedos. Durante días había evitado recurrir al regalo de Quintus. Tenía que ser una trampa. Pero en esa situación... no tenía alternativa. Me lo saqué del bolsillo y soplé. No produjo ningún ruido audible y se partió en pedazos de hielo que se me derritieron en la mano.
—¿Para qué se supone que servía eso?—se burló Luke.
—¡Aj!
Kelli, la empusa, soltó un chillido. Un mastín negro de doscientos kilos la había agarrado con los dientes como si fuera un pelele y la lanzó por los aires, directa al regazo de Luke. La Señorita O'Leary gruñó amenazadora y las dos dracaenae retrocedieron. Durante un instante, los monstruos de las gradas quedaron sobrecogidos por la sorpresa.
—¡Vamos!—grité a mis amigas—. ¡Aquí, Señorita O'Leary!
—¡Por el otro lado!—dijo Rachel—. ¡Ése es el camino!
Ethan Nakamura nos siguió sin pensárselo dos veces. Y para mi sorpresa, el General Volador vino también, aunque no se le veía en lo absoluto preocupado, como sí lo estaba el resto. Cruzamos el ruedo corriendo todos juntos y salimos por el extremo opuesto, seguidos por la Señorita O'Leary. Mientras corríamos, oí el tremendo tumulto de un ejército entero que saltaba desordenadamente de las gradas, dispuesto a perseguirnos.
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