El segundo round:
Por suerte Blackjack estaba de servicio.
Solté un silbido y en pocos minutos divisé en el cielo dos formas oscuras volando en círculos. Al principio parecían halcones, pero cuando bajaron un poco más distinguí las largas patas de los pegasos lanzadas el galope.
"Eh, jefe"—Blackjack aterrizó con un trotecillo, seguido de su amigo Porkpie—. "¡Los dioses del viento por poco nos mandan a Pensilvania! ¡Menos mal que he dicho que estaba con usted!"
—Gracias por venir—le dije—. Por cierto, ¿por qué galopan los pegasos mientras vuelan?
Blackjack soltó un relincho.
"¿Y por qué los humanos balancean los brazos al andar? No lo sé, jefe. Te sale sin pensarlo. ¿A dónde?"
—Tenemos que llegar cuanto antes al puente de Williamsburg.
Blackjack negó con la cabeza.
"¡Y que lo diga, jefe! Lo hemos sobrevolado al venir para aquí y no tenía buena pinta. ¡Suba!"
De camino hacia el puente se me fue formando un nudo en la boca del estómago. El Minotauro había sido uno de los primeros monstruos que había derrotado. Cuatro años atrás, había estado a punto de matar a mi madre en la colina Mestiza. Aún tenía pesadillas.
Había confiado en que el Minotauro seguiría muerto unos cuantos siglos más, pero debería haber sabido que mi suerte no iba a durar tanto.
Divisamos la batalla antes de tenerla lo bastante cerca como para identificar a los guerreros. Era plena madrugada ya, pero el puente resplandecía de luz. Había autos incendiados y arcos de fuego surcando el aire en ambas direcciones: las flechas incendiarias y las jabalinas que arrojaban ambos bandos.
Cuando nos acercamos para hacer una pasada a poca altura, advertí que la cabaña de Apolo se batía en retirada. Corrían a parapetarse detrás de los autos para disparar a sus anchas desde allí; lanzaban flechas explosivas y arrojaban abrojos de afiladas púas a la carretera; levantaban barricadas donde podían, arrastrando a los conductores dormidos fuera de sus coches para que no quedaran expuestos al peligro. Pero el enemigo seguía avanzando pese a todo. Encabezaba la marcha una falange entera de dracaenae, con los escudos juntos y las puntas de las lanzas asomando en lo alto. De vez en cuando, alguna flecha se clavaba en un cuello o una pierna de reptil, o en la juntura de una armadura, y la desafortunada mujer-serpiente se desintegraba, pero la mayor parte de los dardos de Apolo se estrellaban contra aquel muro de escudos sin causar ningún daño. Detrás, avanzaba un centenar de monstruos.
Los perros del infierno se adelantaban a veces de un salto, rebasando su línea defensiva. La mayoría caían bajo las flechas, pero uno de ellos atrapó a un campista de Apolo y se lo llevó a rastras. No vi lo que sucedió con él después. Prefería no saberlo.
—¡Allí!—gritó Annabeth desde el lomo de su pegaso.
En efecto, en medio de la legión invasora iba el Viejo Cabezón: el Minotauro en persona.
La última vez que lo había visto no llevaba nada encima, salvo los calzoncillos (unos blancos y ajustados). No sé por qué, quizá lo habían sacado de la cama para perseguirme. Esta vez, en cambio, sí venía preparado para la batalla.
De cintura para abajo llevaba el equipo de combate griego normal, o sea, un delantal—tipo falda escocesa— de tirillas de cuero y metal; unas grebas de bronce que le cubrían las piernas y unas sandalias de cuero firmemente atadas. De cintura para arriba, era puro toro: pelo, pellejo y músculos que ascendían hacia un cabezón tan enorme que debería haberse volcado sólo por el peso de sus cuernos. Parecía más alto que la otra vez. Ahora debía de medir tres metros al menos. Llevaba a la espalda un hacha de doble filo, pero era demasiado impaciente para molestarse en usarla. En cuanto me vio sobrevolar en círculos el puente (o me olió, cosa más probable, porque tenía mala vista) soltó un bramido mayúsculo y alzó en sus brazos una limusina blanca.
—¡Baja en picado!—le grité a Blackjack.
"¿Qué?"—dijo el pegaso—. "Imposible, no va... ¡Santo cielo!"
Debíamos de estar al menos a treinta metros de altura, pero la limusina venía hacia nosotros girando sobre sí misma como un boomerang de dos toneladas. Annabeth y Porkpie hicieron un brusco viraje a la izquierda para esquivarla, pero Blackjack cerró las alas y se dejó caer a plomo. La limusina pasó caso rozándome la cabeza y no me dio por unos cuantos centímetros; se coló entre los cables de suspensión del puente sin tocarlos y se desplomó hacia las aguas del río Este.
Los demás monstruos soltaban gritos y abucheos, y el Minotauro tomó otro auto en sus manos.
—Déjanos detrás de las líneas de Apolo—ordené a Blackjack—. No te relajes demasiado por si te necesito, pero ponte enseguida a cubierto.
"¡No pienso discutir, jefe!"
Descendió a toda velocidad y fue a posarse tras un autobús escolar volcado, donde había dos campistas cubriéndose. Annabeth y yo bajamos de un salto en cuanto los pegasos tocaron el suelo con sus cascos. Luego Blackjack y Porkpie desaparecieron en el cielo oscuro.
Michael Yew corrió a nuestro encuentro. Era el líder más canijo que había visto en mi vida. Tenía el brazo vedado y su cara de hurón tiznada, y apenas le quedaban flechas en el carcaj, pero sonreía como si lo estuviera pasando en grande.
—Me alegro de que vinieran—dijo—. ¿Y los refuerzos?
—Nosotros somos los refuerzos—repuse.
—¿Todavía tienes tu carro volador?—preguntó Annabeth.
—No—gruñó Michael—. Lo dejé en el campamento. Le dije a Clarisse que podía quedárselo. Qué más da, ¿entiendes? No valía la pena discutir más. Pero ella me contestó que ya era tarde. Que nunca más íbamos a ofenderla en su honor, o una estupidez por el estilo.
—Al menos lo intentaste.
Se encogió de hombros.
—Sí, bueno, le solté unos cuantos insultos cuando me dijo que aun así no pensaba combatir. Me temo que eso tampoco ayudó demasiado. ¡Ahí vienen esos adefesios!
Sacó una flecha y se la lanzó al enemigo. La saeta voló con un agudo silbido y, al estrellarse en el suelo, desató una explosión que sonó como una guitarra eléctrica amplificada por un altavoz brutal. Los coches cercanos saltaron por los aires. Los monstruos soltaron sus armas y se taparon los oídos con muecas de dolor. Algunos echaron a correr; otros se desintegraron allí mismo.
—Era mi última flecha sónica —comentó Michael.
—Vibraciones... me agrada.
Michael me miró con una sonrisa malvada.
—La música a tope puede perjudicar la salud—dijo—. Por desgracia, no siempre mata.
En efecto, la mayoría de los monstruos, una vez recuperados de su aturdimiento, empezaban a reagruparse.
—Tenemos que retroceder—decidió—. Tengo a Kayla y Austin colocando trampas un poco más abajo.
—No—respondí—. Trae a tus campistas a este posición y aguarda mi señal. Vamos a mandar a esos bastardos de regreso a Brooklyn.
Michael se echó a reír.
—¿Cómo piensas hacer eso?
Desenvainé mi espada.
—Tú observa.
—Percy—dijo Annabeth—, déjame ir contigo.
—Demasiado peligroso. Además, necesito que ayudes a Michel a coordinar la línea defensiva. Yo distraeré a los monstruos. Ustedes agrúpense aquí. Saquen de en medio a los mortales dormidos. Luego pueden empezar a abatir monstruos a distancia mientras yo los mantengo ocupados. Si hay alguien capaz de hacer todo eso, eres tú.
—Muchas gracias—gruñó Michael.
Mantuve los ojos fijos en Annabeth, que asintió de mala gana.
—Está bien. En marcha—dije.
Salí de detrás del autobús escolar y caminé por el puente a la vista de todos, directo hacia el enemigo.
Cuando el Minotauro me vio, sus ojos llamearon de odio. Soltó un gran bramido, que era una combinación de chillido, mugido y eructo brutal.
—Hola, viejo amigo—sonreí—. Creí que ya había terminado contigo. Supongo que habré de... remediarlo.
Él le arreó un puñetazo al capó de un Lexus, que se arrugó como si fuese papel de plata.
Varias dracaenae me lanzaron jabalinas en llamas que desvié con la espada. Un perro del infierno saltó sobre mí y lo esquivé. Podría haberlo atravesado sin más, pero vacilé.
"No es la Señorita O'Leary" —me recordé—. "Es un monstruo indómito que podría matarnos a mí y a mis amigos".
Volvió a saltar. Esta vez tracé un arco mortal con Contracorriente y el perro se desintegró en una nube de polvo y pelos.
Ya venía una nueva oleada de monstruos—serpientes, gigantes y telekhines—, pero el Minotauro les soltó un rugido y retrocedieron de inmediato.
—¿Uno contra uno?—grité—. ¡Cómo en los viejos tiempos!
Las narices del Minotauro temblaban de rabia. Debería haber llevado un paquete de pañuelitos de aloe vera en el bolsillo de la armadura, porque tenía las napias rezumantes, enrojecidas y decididamente asquerosas. Desató la correa del hacha y la blandió por encima de su cabeza con ademanes furiosos.
Era un arma preciosa, no podía negarse, en un estilo bestial del tipo "voy a destriparte como a un pescado". Cada una de sus hojas gemelas tenía forma de omega: Ω, la última letra del alfabeto griego (quizá porque aquella hacha era lo último que veían sus víctimas). El mango, de bronce forrado de cuero, era casi tan alto como el Minotauro. Atados en torno a la base de cada hoja había montones de collares de cuentas. Comprendí con un escalofrío que eran cuentas del Campamento Mestizo: collares arrebatados a los semidioses vencidos.
Me puse tan furioso que mis ojos destellaron igual que los del bicharraco. Alcé la espada. El ejército de monstruos vitoreó al Minotauro, pero sus gritos se acallaron en seco cuando eludí su primer golpe con un quiebro y partí en dos el hacha, justo entre las dos hojas.
—¿Muuuuu? —gruñó.
—¡Ja!—Me volví y le arreé una patada en el hocico.
Él retrocedió tambaleándose, procurando no perder pie, y enseguida bajó la cabeza para embestir.
No le dio tiempo: mi espada destelló en el aire, seccionándole un cuerno y luego el otro. Intentó apresarme, pero con un nuevo movimiento le corté el brazo derecho.
La bestia rugió de dolor, y yo le mandé al suelo con una patada.
Tomé del suelo uno de los cuernos cortados del monstruo y lo balanceé en mi mano.
—Con gusto me quería con otro de tus cuernos como souvenir—sonreí, mientras encajaba su punta en el cráneo de la bestia, hundiéndolo lentamente en su cabeza—. Pero... "Conservar algo que me ayude a recordarte sería admitir que te puedo olvidar"
Presioné con un poco más de fuerza, viendo como los anteriormente crueles ojos del monstruo ahora temblaban con terror.
—¿Nunca lo has oído?—pregunté—. Es de Shakespeare, Romeo y Julieta... aunque no creo que sepas leer. Mala mía.
El Minotauro trató de apartarme con un manotazo del brazo que le quedaba, pero sin siquiera mirar le corté la extremidad con otro movimiento de mi espada.
—¿En qué estábamos? Ah, sí...
Seguí presionando lentamente, pero una descarga en mi cerebro me detuvo.
"¡Percy!"—gritó Zoë—. "¡¿Qué demonios estás haciendo?! ¡Mátalo rápido y a lo que sigue!"
Vi a mi alrededor, la horda de monstruos me miraba con horror.
Hice una mueca de repulsión hacia mí mismo.
—T-tienes razón...
Apliqué toda mi fuerza de golpe he hice estallar su cráneo.
—Me estoy volviendo loco, Zoë... ese baño en el Estigio...
"Lo sé, Percy, pero no tenemos tiempo para dudar"—me dijo profundamente afligida—. "Utiliza esa ira como arma, pero se eficiente, no cruel"
—Pero...
"Nuestras dudas son traidores que nos hacen perder lo que a menudo podríamos ganar, al temer intentarlo"—dijo—. "Yo también he leído algo de Shakespeare, ¿sabes?"
Sonreí levemente, aún algo tembloroso.
—T-tienes razón...
Me volví hacia su ejército. Eran aproximadamente ciento noventa y nueve contra uno. Yo hice lo más natural: me lancé sobre ellos.
Seguramente te preguntarás cómo funcionaba lo de ser "invencible", o sea, si esquivaba mágicamente las armas, o si éstas me daban sin hacerme daño. No lo recuerdo, la verdad. Lo único que tenía claro era que no iba a permitir que aquellos monstruos invadieran mi ciudad natal.
Rebanaba las armaduras como si fueran de papel. Las mujeres-serpiente explotaban y los perros del infierno se deshacían en sombras. Repartía tajos y estocadas, giraba y me revolvía. Pronto empecé a reír: una risa loca que me daba tanto miedo a mí como a mis oponentes, pero no por eso me detuve. Notaba el respaldo de los campistas de Apolo, que disparaban flechas desde atrás, impidiendo que los monstruos se reagruparan. Y éstos, finalmente, dieron media vuelta y emprendieron la huida. Los que seguían vivos: unos veinte de doscientos.
Los perseguí corriendo, con los guerreros de Apolo pegados a mis talones.
—¡Sí!—aullaba Michael—. ¡Así se hace!
Los empujamos por el puente hacia la orilla de Brooklyn. El cielo había empezado a clarear hacia el este y, al fondo, distinguí el peaje.
—¡Percy!—gritó Annabeth—. Ya los has puesto en fuga. ¡Vuelve atrás! ¡Nos estamos desperdigando!
Ella tenía razón, por supuesto, pero mi mente estaba ida, lo único que deseaba era acabar con hasta el último enemigo.
Entonces divisé a una multitud en la entrada del puente. Los monstruos en desbandada corrían directamente a reunirse con sus refuerzos. No parecía un grupo muy numeroso: unos treinta o cuarenta semidioses con armadura, montados en caballos-esqueleto. Uno de ellos llevaba un estandarte morado con la guadaña negra.
El jinete que iba delante avanzaba al trote. De improviso, se quitó el casco y reconocí en él al mismísimo Crono, con aquellos ojos inconfundibles de oro fundido.
Annabeth y los campistas de Apolo vacilaron. Los monstruos a los que habíamos perseguido alcanzaron las líneas del titán y fueron a engrosar sus filas. Crono miró en nuestra dirección. Estaba a unos quinientos metros, pero juraría que lo vi sonreír.
Sacudí la cabeza para despejar mis pensamientos, aunque fuera un poco.
—Esto es malo...
Los hombres del señor de los titanes desenvainaron sus espadas y se lanzaron a la carga. Los cascos de sus caballos-esqueleto atronaban en el pavimento. Nuestros arqueros dispararon, derribando a unos cuantos enemigos, pero los demás siguieron al galope.
—¡Retírense!—ordené—. ¡Yo los distraeré!
Michael y sus arqueros emprendieron la retirada, pero Annabeth se quedó a mi lado, combatiendo con su cuchillo y escudo mágico mientras retrocedíamos poco a poco hacia el otro lado del puente.
La caballería de Crono se arremolinó alrededor de nosotros, lanzando mandobles e insultándonos. El titán avanzó tranquilamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Cosa que, en realidad, no dejaba de ser cierta.
Yo procuraba herir a sus hombres y no matarlos, lo cual me hacía ir más despacio, claro, pero aquéllos no eran monstruos, sino semidioses que habían sucumbido al hechizo de Crono. Aunque no podía verles la cara, porque todos llevaban casco, seguramente algunos habían sido amigos míos. Lancé tajos a las patas de sus caballos para que se desintegraran. Y cuando unos cuantos semidioses cayeron de bruces, los demás optaron por desmontar y enfrentarse a pie conmigo.
"La clemencia que perdona a los criminales es asesina"—decía una parte de mi cerebro.
"Cierra la puta boca"—respondía la otra.
Annabeth y yo luchábamos hombro con hombro, mirando en direcciones opuestas. Noté una sombra sobre mí y me atreví a levantar la vista. Eran Blackjack y Porkpie, que hacían rápidas pasadas, repartiendo coces a los cascos de nuestros enemigos, para alejarse enseguida como grandes palomas kamikaze.
Ya casi habíamos llegado a la mitad del puente cuando sucedió una cosa muy rara. Sentí un escalofrío en la espina dorsal: como si alguien caminara sobre mi tumba, según el viejo dicho. A mi espalda, Annabeth soltó un grito de dolor.
—¡Annabeth!—me volví justo cuando se desplomaba y aún pude sujetara del brazo. Junto a ella había un semidiós empuñando un cuchillo ensangrentado.
Comprendí lo sucedido en una fracción de segundo. Era a mí a quien había tratado de apuñalar y, a juzgar por su posición, me habría dado justo (por pura suerte) en la base de la columna: en mi único punto débil.
Annabeth había tomado el golpe con su propio cuerpo.
El guerrero y yo nos miramos. Sólo se le veía un ojo bajo el casco; el otro lo llevaba tapado con un parche. Ethan Nakamura, hijo de Némesis. No sabía cómo, pero había sobrevivido a la explosión del Princesa Andrómeda.
Solté un rugido bestial y le asesté un puñetazo que lo mandó a volar decenas de metros de espaldas, arrancándole el casco de la cabeza en el proceso.
—¡Atrás!—blandí mi espada trazando un círculo, obligando a los enemigos a apartarse. Los que no fueron lo suficientemente rápidos acabaron cortados limpiamente en dos—. ¡Que nadie la toque!
Crono se rió con interés.
—Qué interesante...
Se alzaba sobre mí con su caballo-esqueleto, sosteniendo la guadaña con una mano. Estudiaba la escena con los ojos entornados, como si intuyera que yo había estado muy cerca de la muerte, igual que un lobo oliendo el miedo.
—Un bravo combate, Percy Jackson—prosiguió—. Pero ha legado el momento de rendirte... o la chica morirá.
—No, Percy—gimió Annabeth. Tenía la camiseta empapada de sangre. Debía sacarla de allí cuanto antes.
—¡Blackjack!—grité.
Raudos como la luz, los pegasos bajaron disparados y sujetaron con los dientes las correas de la armadura de Annabeth. Antes de que el enemigo llegara a reaccionar, alzaron el vuelo y se remontaron por encima del río.
Crono soltó un gruñido.
—Un día de éstos voy a hacerme una sopa de pegaso. Mientras tanto...—desmontó del caballo; la hoja de la guadaña centelleaba a la luz del alba—. Mientras tanto, me conformaré con otro semidiós muerto.
Recibí su primer golpe con Contracorriente. El impacto sacudió el puente entero, pero me mantuve firme. La sonrisa de Crono se evaporó.
Con un alarido, le asesté una patada en las piernas, derribándolo. La hoja de la guadaña tintineó por el suelo.
Lancé una estocada, pero él rodó hacia un lado y volvió a incorporarse de un salto. La guadaña volvió a sus manos.
—Bueno...—me miró con una expresión ligeramente irritada—. Tuviste el coraje de visitar el Estigio. Hube de presionar a Luke de muchas maneras para convencerlo. Si hubieras sido tú quien me hubiera proporcionado un cuerpo... Pero no importa. Sigo siendo más poderoso. ¡Soy un titán!
Golpeó el puente con la punta de la guadaña y salí despedido hacia atrás por una oleada de pura fuerza. Los coches se deslizaron por la calzada, escorándose peligrosamente, y varios semidioses—incluido alguno de Luke— fueron barridos de la superficie del puente. Los cables de suspensión daban latigazos mientras yo resbalaba hacia Manhattan.
Conseguí detener mi avance enterrando mi espada en el pavimento, con mis pies dejando marcas en el suelo a su paso.
Los demás campistas casi habían llegado al final del puente. Todos salvo Michael Yew, al que vi encaramado en uno de los cables de suspensión a pocos metros de mí. Tenía preparada en el arco su última flecha.
—¡Michael, sal de aquí!—grité.
—¡Percy, el puente!—me advirtió—. ¡Está flaqueando!
Al principio no lo entendí. Entonces bajé la vista y vi grietas en el pavimento.
Había algunos trechos medio fundidos por el fuego griego. El puente había recibido una buena paliza entre el estallido de Crono y las flechas explosivas.
Comprendí su plan, una idea desesperada, pero le hice caso. Sonreí con una extraña emoción y hundí aún más profundamente mi espada en el suelo, llegando hasta la empuñadura, y de la rendija empezó a brotar agua salada a chorro, como un géiser.
—London Bridge is Falling Down....—comencé a cantar, casi inconscientemente.
Al retirar mi hoja, la fisura se ensanchó rápidamente. El puente se estremeció y empezó a desmoronarse. Caían bloques del tamaño de una casa al río Este. Los hombres de Crono gritaban alarmados y retrocedían a gatas. Algunos habían caído de bruces y no lograba levantarse. En cuestión de segundos, se abrió una sima de quince metros en el puente de Williansburg entre Crono y yo.
—My Fair Lady...
Las sacudidas se interrumpieron. Los hombros de Crono se acercaron al borde y contemplaron el abismo de cuarenta metros que había hasta el agua.
Sin embargo, no me sentía seguro. Los cables de suspensión seguían unidos y los enemigos podían llegar por allí a nuestro lado si reunían el suficiente valor. O tal vez Crono dispondría de algún medio mágico para rellenar el hueco.
El señor de los titanes parecía estudiar la situación. Miró a su espalda, al sol naciente, y luego me dirigió una sonrisa desde la otra orilla de la sima.
—Hasta la noche, Jackson.
Dicho lo cual, montó en su caballo, hizo un caracoleo y partió al galope hacia Brooklyn, seguido de sus guerreros.
Me volví hacia Michael para agradecerle la idea, pero las palabras se me quedaron atascadas. A cinco metros, había un arco en el suelo. Su dueño no aparecía por ningún lado.
—¡No!
Corrí a buscar entre los escombros de nuestro lado del puente y miré hacia el río. Nada.
Solté un aullido de rabia y frustración. El eco se prolongó una eternidad en la mañana inmóvil. Iba a silbar para que Blackjack me ayudara a buscar cuando sonó el móvil de mi madre. Según decía en la pantalla, tenía una llamada de Finklestein y Asociados: probablemente un semidiós que me llamaba desde un teléfono prestado.
Respondí, rezando para que fueran buenas noticias. Pero, naturalmente, me equivocaba.
—¿Percy?—Silena Beauregard sonaba como si hubiera estado llorando—. Hotel Plaza. Será mejor que vengas deprisa y que traigas a un sanador de Apolo. Se trata de... Annabeth.
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