El hermano mayor de los dioses:
Ya era demasiado tarde cuando llegamos a la calle.
Había campistas y cazadoras tendidos por el suelo. Clarisse debía de haber sido derrotada por un gigante hiperbóreo, porque había quedado congelada—ella y su carro—en un bloque de hielo. A los centauros no los veía por ningún lado. O habían huido despavoridos o se habían desintegrado.
El ejército del titán había cercado el edificio y se hallaba apenas a seis metros de las puertas. Iban en cabeza Ethan Nakamura, la reina dracaena con su armadura verde y dos hiperbóreos. No vi a Prometeo. El muy rastrero seguramente se había quedado escondido en el cuartel general. Pero era el mismísimo Crono quien abría la marcha guadaña en mano.
Y lo único que se interponía en su camino era...
—Quirón—dijo Annabeth, con voz trémula.
Si éste llegó a oírnos, no respondió. Tenía una flecha en el arco y apuntaba a Crono directamente a la cara.
Los ojos del titán llamearon al verme. Se me paralizaron todos los músculos instantáneamente. Crono volvió a concentrarse en Quirón.
—Hazte a un lado, hijo.
Oír a Luke llamando "hijo" a Quirón ya resultaba bastante raro. Pero Crono lo dijo, además, de un modo infinitamente despectivo, como si tener un "hijo" fuese lo peor de lo peor.
—Me temo que no.—Quirón respondió con un tono acerado y sereno, como siempre que se enfadaba de verdad.
Intenté moverme, pero era como si tuviera los pies de cemento. Annabeth, Grover y Thalia forcejeaban también, por lo visto tan paralizados como yo.
—¡Quirón!—le advirtió Annabeth—. ¡Cuidado!
La reina dracaena había perdido la paciencia y se abalanzó sobre él. La flecha de Quirón le entró justo entre los ojos y la monstruosa criatura se volatilizó en el acto, mientras su armadura hueca se estrellaba contra el asfalto.
Quirón fue a tomar otra flecha, pero tenía el carcaj vacío. Tiró el arco y sacó su espada. Yo sabía que no le gustaba combatir con ella. Nunca había sido su arma favorita.
Crono sofocó una risotada. Dio un paso adelante; Quirón removió inquieto sus patas, agitando la cola.
—Tú eres un maestro—dijo el titán con desdén—. No un héroe.
—Luke era un héroe—respondió Quirón—. Uno muy bueno, hasta que tú lo corrompiste.
—¡Idiota!—La voz de Crono sacudió toda la ciudad—. Le llenaste la cabeza de promesas vacías. ¡Dijiste que los dioses se preocupaban por mí!
—"Mí"—advirtió Quirón—. Has dicho "mí".
Crono parecía desconcertado. Quirón se lanzó al ataque en ese momento.
Una buena maniobra: una finta seguida de un tajo a la cara. Yo mismo no lo habría hecho mejor, pero Crono era muy rápido. Poseía todas las dotes de combate de Luke, lo cual ya era mucho. Desvió la estocada de Quirón y gritó:
—¡Atrás!
Una luz blanca y cegadora estalló entre ambos. Quirón salió despedido por los aires y se estampó contra un lado del edificio con tal violencia que la pared se derrumbó sobre él.
—¡No!—aulló Annabeth. El hechizo se había roto y corrimos a socorrer a nuestro maestro, aunque no había ni rastro de él. Thalia y yo empezamos a apartar ladrillos, mientras un coro siniestro de risas recorría las filas del ejército enemigo.
—¡Tú!—Annabeth se volvió hacia el titán—. Y pensar que... que yo había creído...
Sacó su cuchillo.
—No, Annabeth—traté de sujetarla del brazo, pero ella se zafó.
En cuanto se abalanzó sobre Crono, a éste se le borró la sonrisa petulante de los labios. Quizá una parte de Luke recordaba que aquella chica le había gustado y que se había ocupado de ella cuando era sólo una niña.
Annabeth le clavó el puñal entre las correas de la armadura, justo a la altura de la clavícula. La hoja debería haberse hundido en su pecho, pero rebotó como si nada. Ella se dobló, agarrándose el brazo. Seguramente la violencia de la sacudida había bastado para dislocarle el hombro herido.
La arrastré hacia atrás justo cuando Crono lanzaba un golpe de guadaña que la habría rebanado por la mitad.
Ella se resistió fieramente y gritó:
—¡Te odio!
No sabía con quién hablaba; si se lo decía a Luke, a Crono o a mí. Las lágrimas trazaban surcos entre el polvo que le cubría la cara.
—Debo luchar con él—le dije.
—¡Ésta también es mi pelea, Percy!
Crono se echó a reír.
—¡Cuánto ímpetu!—se burló—. Ya entiendo por qué quería salvarte Luke. Por desgracia, no va a ser posible.
Alzó otra vez su guadaña y me apresté a defenderme, pero, antes de que pudiera asestarme un golpe, el aullido de un perro rasgó el aire inmóvil desde un punto situado por detrás de su ejército.
—¡Auuuurrr!
Tal vez fuese demasiado esperar, pero grité:
—¿Señorita O'Leary?
Los enemigos se removieron inquietos. Y entonces sucedió la cosa más extraña del mundo: sus filas empezaron a abrirse y partirse en dos, como si alguien las obligara a despejar un camino a lo largo de la calle.
En unos instantes, en el centro de la Quinta Avenida se había creado un largo corredor al final del cual—más o menos a una manzana— distinguí la silueta de mi perra gigantesca y la de una figura mucho más pequeña con armadura negra.
—¿Nico?—murmuré.
—¡Guau!—La Señorita O'Leary corrió hacia mí dando saltos, sin hacer caso de los monstruos que gruñían a ambos lados.
Nico avanzó con paso tranquilo. El ejército enemigo retrocedía ante él como si irradiase un aura de muerte. Lo cual era cierto, desde luego.
A través de la abertura inferior de su casco, que tenía forma de calavera, vi que sonreía.
—Recibí tu mensaje—dijo—. ¿Es muy tarde para sumarse a la fiesta?
—Hijo de Hades—Crono escupió en el suelo—. ¿Tanto amas a la muerte que deseas experimentarla?
—Tu muerte sería maravillosa para mí—respondió Nico.
—¡Soy inmortal, estúpido! He escapado del Tártaro. Y tú no tienes nada que hacer aquí. Ninguna posibilidad de salir vivo.
Nico sacó su espada: un metro de hierro estigio afilado y maligno, negro como una pesadilla.
—No lo creo.
La tierra retumbó. Surgieron grietas en la calle, en las aceras y fachadas de los edificios; y de ellas empezaron a asomar manos esqueléticas que parecían asir el aire ávidamente después de abrirse paso desde las profundidades hasta el mundo de los vivos. Eran miles y, a medida que emergían, los monstruos del titán se iban acobardando y retrocedían.
—¡Mantened la posición!—ordenó Crono—. Los muertos no son rivales para nosotros, no están a nuestra altura.
El cielo se volvió oscuro y frío. Las sombras se espesaron. Sonó un estridente cuerno de guerra y, mientras los soldados muertos formaban filas, con fusiles, lanzas y espadas, un carro enorme bajó atronando por la Quinta Avenida y se detuvo al lado de Nico. Los caballos eran sombras vivientes, moldeadas de niebla y oscuridad. El carro tenía incrustaciones de oro y obsidiana, y una decoración con escenas de muertes atroces.
Empecé a reír eufórico.
—¡Viniendo desde el Helheim en un momento de necesidad está este dios!—anuncié—. ¡¡Cuando este dios camina, el mundo entero tiembla!! ¡¡Cuando este dios pone mala cara, todos se arrodillan ante él!!
Las riendas las llevaba el mismísimo señor de los muertos, que iba escoltado por Deméter y Perséfone.
—¡¡Cerbero, el Guardian de los Infiernos se inclina ante su presencia!! ¡¡Tifón, el monstruo más temible, ronronea como un gatito!! ¡¡El mayor de los tres hermanos más poderosos de Grecia y el rey del inframundo!!
¡¡¡HADES!!!
El soberano del Érebo sonrió con crueldad, llevaba una armadura negra y una capa color sangre. Sobre su cabellera plateada lucía el Yelmo de la Oscuridad: una corona que irradiaba terror en estado puro y cambiaba de forma ante tus propios ojos, pasando de una cabeza de dragón a un círculo de llamas negras y luego a una guirnalda de huesos humanos.
Pero no era eso lo más espeluznante. Lo peor era que aquel casco tenía la facultad de desatar tus peores pesadillas, tus temores más secretos. En aquel momento deseé meterme en un agujero y esconderme, y los miembros del ejército enemigo se sentían igual. Sólo el poder y la autoridad de Crono impedían que rompieran filas y corrieran en desbandada.
Hades, majestuoso gracias a la combinación de sus apariencias moderna y antigua, sonrió con frialdad.
—Hola, padre. Se te ve... joven.
—Hades—gruñó Crono—. Espero que tanto tú como estas damas hayáis venido a jurarme lealtad.
—Me temo que no—Hades suspiró—. Mi hijo, aquí presente, me ha convencido de que debería establecer prioridades en mi lista de enemigos. Al diablo mi palacio—me miró y asintió con la cabeza—. No puedo dejar que caiga el Olimpo. Echaría de menos las riñas con mis hermanos. Y si hay algo en lo que todos coincidimos... es en que fuiste un padre horrible.
—Cierto—masculló Deméter—. Nunca valoró la agricultura.
—¡Madre!—exclamó Perséfone.
Además, Crono era, antes que cualquier otra cosa, el titán de la cosecha. Si había alguna actividad no retorcida y malvada que el desgraciado conocía, esa era la agricultura.
Hades invocó su bidente, una hermosa lanza de Hierro Estigio con intrincados grabados en plata.
—¡Y ahora lucha conmigo!—retó—. Esta vez los miembros de la casa de Hades serán aclamados como salvadores del Olimpo.
—No tengo tiempo para tonterías—dijo Crono con desdén.
Golpeó el suelo con la guadaña y una línea se expandió en ambas direcciones, abarcando en un círculo al Empire State. Era un muro de fuerza lo que relucía a lo largo de la línea: un muro impenetrable que nos separaba a la vanguardia de Crono, a mis amigos y a mí del grueso de los dos ejércitos.
—¿Qué demonios...?—murmuré.
—Nos ha encerrado herméticamente—explicó Thalia—. Ha encogido las barreras mágicas que rodeaban Manhattan para aislar únicamente el edificio, y a nosotros dentro.
En efecto: en el exterior de la barrera, los motores de los coches cobraron vida; los peatones despertaron y contemplaron perplejos a los monstruos y zombis que los rodeaban. A saber qué veían realmente a través de la Niebla, aunque seguro que debía de ser terrorífico. Los conductores se apeaban desconcertados de sus coches. Y al final de la manzana, vi que Paul Blofis y mi madre abrían las puertas y se bajaban del Prius.
—No—dije—. No...
Mi madre veía a través de la Niebla. Y deduje por su expresión que comprendía la gravedad de la situación. Yo confiaba en que tuviera la sensatez de huir. Pero ella era mi madre, después de todo. Me miró, le dijo algo a Paul y los dos corrieron directamente hacia nosotros.
No podía avisarla ni decir nada. Lo último que quería era que Crono se fijase en ella.
Por suerte, Hades se encargó de distraer la atención. Arremetió contra el muro de fuerza y su carro se estrelló contra él violentamente y acabó volcando. El dios se incorporó soltando maldiciones y lanzó una explosión de energía negra, pero la barrera resistió.
—¡Al ataque!—rugió.
Los ejércitos de los muertos se abalanzaron sobre los monstruos del titán y el caos más absoluto se apoderó de la Quinta Avenida. Los mortales chillaban y corrían para ponerse a cubierto. Deméter hizo un ademán y convirtió una columna de gigantes en un campo de trigo. Perséfone transformó las lanzas de las dracaenae en girasoles. Nico se abría paso entre el enemigo a base de golpes y mandobles, esforzándose por proteger a los peatones. Mis padres se acercaban a todo correr, esquivando monstruos y zombis, pero yo no podía hacer nada para ayudarlos.
—Nakamura—llamó Crono—. Acompáñame. Que los gigantes se encarguen de ellos—añadió, señalándome a mí y a mis amigos. Y se zambulló sin más en el vestíbulo.
Me quedé atónito. Había esperado un combate, pero Crono pasó de mí totalmente, como si no valiera la pena entretenerse conmigo. Lo cual me puso furioso.
El primer gigante hiperbóreo trató de asestarme un golpe con su porra. Rodé entre sus piernas, le clavé a Contracorriente en la espalda y el monstruo se desmoronó en un montón de trozos de hielo. El segundo gigante exhaló un chorro de escarcha hacia Annabeth, que apenas se tenía en pie, pero Grover la sacó de en medio a rastras mientras Thalia entraba en acción. Trepó por la espalda del gigante como una gacela, le rebanó el cuello azul con sus cuchillos de caza y creó la escultura de hielo decapitada más grande del mundo.
Miré a través de la barrera mágica. Nico se iba abriendo paso hacia mi madre y Paul, pero ellos no aguardaron a recibir ayuda. Paul tomó la espada de un héroe caído y se las arregló la mar de bien para mantener entretenida a una dracaena. Es más: le dio una estocada en la tripa y la criatura se desintegró.
—¿Paul?—dije, alucinado.
Él se volvió y me sonrió, entusiasmado.
—Espero que fuera un monstruo lo que acabo de matar. ¡En la universidad participé en algunas obras de Shakespeare! ¡Aprendí un poco de esgrima!
—"El trabajo nos deleitamos en el dolor físico"—reí, aliviado.
"Esta es la puerta"—terminó la frase.
Me cayó todavía mejor por aquella hazaña. Pero justo en ese momento un gigante lestrigón arremetió contra mi madre. Ella se había puesto a registrar un coche de policía abandonado (tal vez buscando el transmisor de radio) y estaba de espaldas.
—¡Mamá!—aullé.
Se volvió cuando ya tenía al monstruo prácticamente encima. Creí que era un paraguas lo que sujetaba en las manos hasta que hizo fuego a bocajarro, mandando al gigante a cinco metros, justo donde lo esperaba la espada de Nico.
—¡Buen disparo!—exclamó Paul.
—¿Cuándo aprendiste a usar una escopeta?—le pregunté.
Mi madre se apartó el pelo de la cara.
—Hace dos segundos. Descuida, Percy, nos las arreglaremos. ¡Sigue adelante!
—Sí—asintió Nico—, nosotros nos encargamos del ejército. ¡Debes atrapar a Crono!
—Vamos, sesos de alga—me dijo Annabeth.
Asentí. Pero entonces miré el montón de escombros del flanco del edifico y se me encogió el corazón. Me había olvidado de Quirón. ¿Cómo era posible?
—¡Señorita O'Leary, por favor!—grité—. ¡Quirón está ahí debajo! Si alguien puede sacarlo eres tú. ¡Encuéntralo!
No sé cuánto entendería, pero ella se plantó sobre los escombros en dos saltos y empezó a excavar. Annabeth, Thalia, Grover y yo corrimos hacia los ascensores.
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