El fuego del hogar:
—¿Qué pretendías, insensata?—Clarisse acunaba la cabeza de Silena en su regazo.
Ella intentó tragar, pero tenía los labios resecos y resquebrajados.
—No me... habrías... escuchado. La cabaña sólo te... seguiría a ti.
—Así que me robaste la armadura—comprendió Clarisse, aún incrédula—. Esperaste a que Chris y yo saliéramos a patrullar, te apropiaste de la armadura y te hiciste pasar por mí.—Miró furiosa a sus hermanos—. ¿Y ninguno se dio cuenta?
Los campistas de Ares experimentaron un repentino interés por sus propias botas.
—No los culpes—dijo Silena—. Ellos querían... creer que eras tú.
—Estúpida hija de Afrodita—gimió Clarisse—. ¿Y por qué te has enfrentado al drakon?
—Todo ha sido por mi culpa—admitió Silena, mientras una lágrima resbalaba por su rostro—. El drakon, la muerte de Charlie... el campamento amenazado...
—¡Basta!—exclamó Clarisse—. ¡No es cierto!
Silena abrió la mano. En la palma tenía un brazalete de plata con un amuleto en forma de guadaña: la marca de Crono.
Sentí un puño de hierro en el corazón.
—Tú eras la espía—dije.
Silena intentó asentir.
—Antes... antes de que me gustara Charlie, Luke me caía en gracia. Era... encantador. Apuesto. Más tarde quise dejar de ayudarlo, pero él me amenazó con contarlo todo. Me aseguró... que así salvaba vidas; que menos personas sufrirían daño. Me dijo que no le haría daño... a Charlie. Me mintió.
Miré a Annabeth a los ojos. Estaba blanca como la cal. Daba la impresión de que le hubieran arrancado el suelo de los pies.
A nuestra espalda, la batalla proseguía.
Clarisse miró ceñuda a sus compañeros de cabaña.
—Rápido, ayuden a los centauros. Defiendan las puertas. ¡Deprisa!
Echaron a correr para sumarse a la lucha.
Silena inspiró honda y dolorosamente.
—Perdonadme.
—No vas a morir—insistió Clarisse.
—Charlie...—Los ojos de Silena miraban muy lejos, a millones de kilómetros—. Veo a Charlie...
Ya no volvió a hablar.
Clarisse la sostuvo, sollozando. Chris le puso la mano en el hombro. Finalmente, Annabeth le cerró los ojos a Silena.
—Tenemos que luchar—dijo con voz quebrada—. Ha dado su vida para ayudarnos. Debemos hacerlo en su honor.
Clarisse se sorbió la nariz y se secó las lágrimas.
—Era una gran heroína, ¿entendido? Una heroína.
Asentí.
—"Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte solo una vez"—dije con tristeza.
Ella tomó una espada de uno de sus hermanos caídos. —
Crono lo va a pagar caro.
Me gustaría poder decir que expulsamos al enemigo de los alrededores del Empire State. Pero la verdad es que Clarisse hizo todo el trabajo por sí misma.
Incluso sin su armadura y su lanza, aquella chica era un verdadero demonio. Lanzó su carro directo hacia el ejército del titán y aplastó todo lo que fue encontrando a su paso.
Su energía era tan contagiosa que hasta los centauros despavoridos empezaron a reagruparse. Las cazadoras quitaban flechas a los caídos y lanzaban una salva tras otra al enemigo. La cabaña de Ares repartía golpes y estocadas a mansalva, lo cual no dejaba de ser su ocupación favorita. Los monstruos optaron por retirarse hacia la Treinta y cinco Este.
Clarisse regresó junto a la carcasa del drakon y la enganchó al carro pasando un garfio por sus cuencas vacías. Luego fustigó a los caballos y salió disparada, arrastrando al drakon detrás como si fuera un dragón del Año Nuevo chino. Así cargó contra los enemigos en fuga, insultándolos y retándolos a enfrentarse a ella. Mientras proseguía su avance, advertí que resplandecía literalmente, rodeada de un aura de fuego rojo.
—La bendición de Ares—dijo Thalia—. Nunca la había visto.
En aquel momento, Clarisse era tan invencible como yo. Le arrojaban lanzas y flechas, pero ninguna la dañaba.
—¡Soy Clarisse, la asesina del drakon!—gritaba enardecida—. ¡Tráiganme a Crono! ¿Acaso es un cobarde? ¡Los mataré a todos!
—¡Clarisse!—aullé—. Para ya. ¡Vuelve!
—¿Qué te pasa, señor de los titanes?—decía—. ¡Da la cara!
Los enemigos no respondían. Empezaron a retroceder poco a poco tras una barrera de escudos de las dracaenae, mientras ella describía círculos con su carro por la Quinta Avenida, desafiándolos a interponerse en su camino. El chasis de sesenta metros del drakon chirriaba sobre la calzada como un millar de cuchillos.
Entretanto, atendimos a los heridos y los trasladamos al vestíbulo del edificio. Mucho después de que el enemigo se hubiera perdido de vista, Clarisse continuaba recorriendo la avenida con su espantoso trofeo y exigiéndole a Crono que saliera a pelear.
—Yo la vigilo—dijo Chris—. Se acabará cansando. Ya me encargaré de que entre a descansar.
—¿Y el campamento?—le pregunté—. ¿Quedó alguien allí?
Chris negó con la cabeza.
—Sólo Argos y los espíritus de la naturaleza. Y Peleo en su árbol.
—No aguantarán mucho. Pero me alegro de que hayan venido.
Chris asintió tristemente.
—Siento que haya sido tan tarde. Intenté hacerla entrar en razón. Le dije que no tenía sentido defender el campamento si todos morían. Todos nuestros amigos están aquí. Lo que lamento es que haya sido necesario que Silena...
—Mis cazadoras te ayudarán a montar guardia—le dijo Thalia—. Annabeth, Percy, deberían ir al Olimpo. Me da la sensación de que los necesitan allá arriba. Para organizar la última línea defensiva.
El portero había desaparecido del vestíbulo. Su libro yacía boca abajo sobre el mostrador y su silla estaba vacía. El resto del vestíbulo, sin embargo, se encontraba abarrotado de campistas, cazadoras y sátiros heridos.
Connor y Travis Stoll, de la cabaña de Hermes, se nos acercaron junto a los ascensores.
—¿Es cierto lo de Silena?—preguntó Connor.
Asentí.
—Tuvo una muerte heroica.
Travis se removió incómodo.
—Eh, también escuché que...
—Nada más—insistí—. Fin de la historia.
—De acuerdo—masculló Travis—. Escucha, suponemos que el ejército del titán tendrá problemas para subir en ascensor. Tendrán que hacerlo por turnos. Y los gigantes no cabrán ni en broma.
—Ahí está nuestra mayor ventaja—le dije—. ¿Hay alguna manera de inutilizar el ascensor?
—Es mágico respondió—. Normalmente, hace falta una tarjeta magnética, pero el portero se ha esfumado. Lo cual significa que nuestras defensas se desmoronan. Ahora cualquiera puede meterse en el ascensor y subir directamente.
—Tenemos que mantenerlos alejados de las puertas—dije—. Y en todo caso, estrangularemos su avance en el vestíbulo, como en el paso de las Termópilas.
—Necesitamos refuerzos—repuso Travis—. Ellos no pararán de enviar fuerzas. Y al final terminarán arrollándonos.
—No tenemos refuerzos—se quejó Connor.
Miré a la Señorita O'Leary, que me esperaba fuera, pegada a las puertas de cristal, empañándolas con su aliento y llenándolas de babas.
—Eso tal vez no sea del todo cierto.
Salí de nuevo y le acaricié el hocico a mi mascota. Quirón le había vendado la pezuña, pero ella seguía cojeando. Tenía el pelaje salpicado de barro, hojas, porciones de pizza y sangre reseca de monstruo.
—Eh, chica—dije, procurando sonar animoso—. Ya sé que estás cansada, pero tengo que pedirte otro gran favor. Necesito que le metas prisa a algunos amigos...
Una vez que la Señorita O'Leary emprendió su viaje por las sombras, volví dentro a reunirme con Annabeth. Cuando nos dirigíamos a los ascensores, vimos a Grover arrodillado junto a un grueso sátiro malherido.
—¡Leneo!—exclamé.
El viejo sátiro ofrecía un aspecto deplorable. Tenía una lanza rota clavada en la barriga y sus peludas patas de cabra, retorcidas en un ángulo increíble. Se le habían amoratado los labios y, aunque trataba de enfocarnos con ojos vidriosos, creo que y a no nos veía.
—¿Grover?—murmuró.
—Estoy aquí, Leneo.
A pesar de todas las cosas horribles que el anciano había dicho de él, Grover parpadeaba para contener las lágrimas.
—¿Hemos... vencido?
—Hum, sí—mintió Grover—. Gracias a ti, Leneo. Hemos rechazado al enemigo.
—Te lo dije—masculló el sátiro—. Un líder de verdad...
Entonces sus ojos se cerraron definitivamente.
Tragando saliva, Grover le puso una mano en la frente y pronunció una antigua bendición. El cuerpo del viejo sátiro se fue disolviendo hasta que sólo quedó un arbolito minúsculo en un montoncito de tierra fresca.
—Un laurel—comentó Grover, sobrecogido—. Ah, qué buena suerte la de ese viejo sátiro.
Recogió el arbolito con sumo cuidado.
—He de plantarlo en los jardines del Olimpo.
—Nosotros vamos para allá—le dije—. Ven con nosotros.
En el ascensor sonaba música ligera. Me acordé de la primera vez que había visitado el monte Olimpo, a los doce años. Annabeth y Grover no me habían acompañado en aquella ocasión. Me alegraba que ahora estuvieran conmigo. Tenía la sensación de que aquélla podía ser nuestra última aventura juntos.
—Percy—dijo Annabeth en voz baja—, tenías razón sobre Luke.
Eran sus primeras palabras desde que había muerto Silena y las pronunció con los ojos fijos en el panel del ascensor, donde había empezado a parpadear la numeración mágica de las plantas superiores: 400,450, 500.
Grover y yo nos miramos.
—Annabeth—dije—, lo siento...
—Intentaste decírmelo.—La voz le temblaba—. Luke es malvado. No quería creerte. Pero ahora que supe cómo utilizó a Silena... Ahora lo sé. Espero que estés contento.
—No, eso no me pone nada contento—le aseguré con pesar—. "Dios, para hacernos humanos, nos da algún defecto. De ese defecto llega a nacer la tragedia"
—Me agradabas más cuando no sabías poesía...
Apoyó la cabeza en el tabique del ascensor, rehuyendo mi mirada.
Grover sostenía en sus manos el minúsculo laurel.
—En fin... es bueno estar otra vez juntos. Discutiendo. A punto de morir. Sintiendo un terror atroz. Miren, ya hemos llegado.
Sonó la campanilla, se abrieron las puertas y salimos al sendero aéreo que ascendía entre las nubes.
"Deprimente"—no suele ser un adjetivo muy adecuado para describir el monte Olimpo, pero así era el aspecto que presentaba ahora. No se veía fuego en los braseros ni luz en las ventanas. Las calles estaban desiertas; las puertas, atrancadas. Sólo se percibía movimiento en los parques, que habían sido habilitados como hospitales de campaña. Will Solace y otros campistas de Apolo se afanaban de un lado para otro, ocupándose de los heridos. Las náyades y las dríadas procuraban ayudar, utilizando canciones mágicas naturales para curar las quemaduras y los efectos del veneno.
Mientras Grover plantaba el laurel, Annabeth y yo nos dimos una vuelta, tratando de animar a los heridos. Vi a un sátiro con una pata rota y a un semidiós vendado de pies a cabeza; también un cuerpo cubierto con el sudario dorado de la cabaña de Apolo. No sabía de quién era y prefería no averiguarlo.
Nos esforzábamos en decir algo positivo, aunque yo sentía un peso terrible en el corazón.
—¡En un abrir y cerrar de ojos estarás recuperado y combatiendo con los titanes!—le dije a un campista.
—Se te ve cada vez mejor—le comentó Annabeth a otro.
—¡Leneo se ha convertido en un arbusto!—le explicó Grover a un sátiro quejumbroso.
Me encontré a Pólux, el hijo de Dioniso, apoyado contra un árbol. Tenía el brazo roto, pero por lo demás estaba bien.
—Aún puedo luchar con la otra mano—me dijo, apretando los dientes.
—No—respondí—.Ya has hecho más que suficiente. Quiero que te quedes aquí, atendiendo a los heridos.
—Pero...
—Prométeme que te mantendrás a salvo—insistí—. ¿De acuerdo? Te lo pido como un favor personal.
Frunció el entrecejo, indeciso. No es que fuéramos amigos ni nada, pero yo no iba a explicarle que se trataba de una petición de su padre. No habría hecho más que avergonzarlo. Al final me lo prometió y, mientras se reclinaba otra vez contra el tronco, me pareció ver alivio en su expresión.
Annabeth, Grover y yo seguimos adelante, hacia el palacio. Era allí adonde se dirigiría Crono. En cuanto se las arreglase para subir en ascensor—y no me cabía duda de que lo lograría—, se apresuraría a destruir la sala del trono: el centro del poder de los dioses.
Las puertas de bronce rechinaron al abrirse. Nuestras pisadas en el suelo de mármol resonaron con fuerza. En el techo, las constelaciones destellaban fríamente. En el centro de la vasta estancia, la hoguera había quedado reducida a un débil resplandor. Hestia, con su apariencia de niña vestida con una túnica marrón, se acurrucaba temblando junto a las brasas. El taurofidio nadaba tristemente por su esfera de agua y al verme dejó escapar un mugido no demasiado entusiasta.
A la luz de la lumbre, los tronos arrojaban sombras de aspecto maligno, como de garras retorcidas.
Al pie del trono de Zeus, levantando la vista hacia las estrellas, se encontraba Rachel Elizabeth Dare con una vasija griega de cerámica en las manos.
—¿Rachel?—dije—. Hum, ¿qué haces con eso?
Ella me miró como si despertase de un sueño.
—La he encontrado. Es la jarra de Pandora, ¿no?
Sus ojos brillaban más de lo normal, y me vino un mal recuerdo de sándwiches mohosos y galletas carbonizadas.
—Deja la jarra, por favor.
—Veo a la Esperanza dentro—musitó, recorriendo con los dedos los dibujos de su superficie—. Tan frágil...
—¡Rachel!
Mi voz pareció devolverla a la realidad. Me tendió la jarra y la sujeté. Estaba fría como un témpano.
—Grover—murmuró Annabeth entre dientes—. Vamos a registrar el palacio. Quizá haya reservas de fuego griego o de trampas de Hefesto.
—Pero...
Ella le dio un codazo.
—¡Vale!—chilló—. ¡Me encantan las trampas!
Lo tomó del brazo y lo arrastró fuera de la sala del trono.
Junto al fuego, Hestia se arropaba con su túnica y se mecía sin cesar adelante y atrás.
—Ven—le dije a Rachel—. Quiero presentarte a alguien.
Nos sentamos junto a la diosa.
—Señora Hestia.
—Hola, Percy Jackson—murmuró—. Cada vez hace más frío y resulta más difícil mantener el fuego encendido.
—Lo sé. Los titanes se acercan.
Hestia se fijó en Rachel.
—Hola, querida. Por fin has venido a nuestro Hogar.
Rachel pestañeó.
—¿Me estaba esperando?
Hestia extendió las manos y las brasas cobraron un repentino resplandor. Distinguí en el fuego una serie de imágenes: mi madre, Paul y yo, cenando en la mesa de la cocina el día de Acción de Gracias; mis amigos y yo, alrededor de la hoguera del Campamento Mestizo, cantando y asando malvaviscos; Rachel y yo conduciendo por la playa el Prius de Paul.
No sabía si Rachel veía las mismas imágenes, pero toda la tensión desapareció de sus hombros. El calor del fuego parecía difundirse por todos sus miembros.
—Para reclamar tu puesto en el Hogar—le dijo Hestia—debes abandonar todas tus distracciones. Es la única manera de que sobrevivas.
Rachel asintió.
—Comprendo.
—Espera—le dije—. ¿Tú sabes de qué está hablando?
Rachel inspiró entrecortadamente.
—Percy, cuando vine aquí... creía que venía por ti. Pero no era así. Tú y yo...—Meneó la cabeza.
—¿Cómo? ¿Ahora resulta que soy una "distracción"? ¿Es porque "no soy el héroe" o algo por el estilo?
—No sé si sería capaz de explicarlo con palabras. Me sentí atraída hacia ti porque... porque me abriste la puerta a todo esto.—Abarcó con un gesto la sala del trono—. Necesitaba comprender mi verdadera visión. Pero no era porque tú y yo... Nuestros destinos no están entrelazados. Y eso siempre lo supimos, por eso acordamos que todo terminaría cuando el momento llegase.
La miré fijamente. Quizá yo no sea el tipo más avispado del mundo en asuntos de chicas, pero estaba seguro de que Rachel acababa de cortarme, lo cual era más bien patético teniendo en cuenta que moriría en algunas horas.
—O sea que...—musité, procurando no sonar demasiado molesto o dolido—. "Muchas gracias por traerme al Olimpo y adiós muy buenas". ¿Es eso lo que me estás diciendo?
Rachel no apartaba la vista del fuego.
—Percy Jackson—intervino Hestia—. Rachel te ha dicho todo lo que podía decirte. Su momento se acerca, pero tu decisión se aproxima todavía con mayor rapidez. ¿Estás preparado?
Habría querido replicar que no, que no lo estaba ni remotamente. Pero, "El hombre arruinado lee su condición en los ojos de los demás con tanta rapidez que él mismo siente su caída"
Miré la jarra de Pandora y, por primera vez, sentí el impulso de abrirla. La Esperanza me parecía bastante inútil ahora mismo. Muchos de mis amigos habían muerto. Rachel estaba cortando conmigo. Annabeth no quería ni verme. Mis padres seguían profundamente dormidos en la calle mientras un ejército de monstruos cercaba el edificio. El Olimpo se hallaba al borde del abismo. Y yo había presenciado un montón de crueldades perpetradas por los dioses. Había visto a Zeus destruir a María di Angelo; a Hades maldecir al último Oráculo, y a Hermes darle la espalda a Luke, pese a que sabía que su hijo se volvería un malvado.
"Ríndete"—me susurraba al oído la voz de Prometeo—. "De lo contrario, tu hogar será destruida y tu precioso campamento arderá en llamas".
—Ahí está la respuesta que buscaba...—murmuré—. Realmente... realmente nos querías ver arder.
Miré a Hestia. Sus ojos rojos resplandecían con calidez. Pensé en las imágenes que había visto en su hogar: amigos, familiares... todos aquellos que me importaban.
Recordé una cosa que había dicho Chris Rodríguez: "No tenía sentido defender el campamento si todos morían". Todos nuestros amigos están aquí". Y me acordé de Nico, plantándose ante Hades, su padre, instándolo a arriesgarlo todo, incluyendo su reino, para venir a asistirnos. "Si cae el Olimpo—había dicho—, de nada te servirá proteger el Érebo".
Oí pasos. Annabeth y Grover volvieron a entrar en la sala del trono y se detuvieran al vernos. Yo tenía seguramente una mirada muy extraña.
—¿Percy?—Annabeth ya no parecía molesta conmigo: sólo preocupada—. ¿Tenemos que salir otra vez?
Súbitamente, noté como si me hubieran inyectado acero por dentro. Comprendí lo que debía hacer.
Miré a Rachel.
—No cometerás ninguna estupidez, ¿verdad?—le dije—. O sea... has hablado con Quirón, ¿verdad?
Ella sonrió débilmente.
—¿Te preocupa que cometa una estupidez?
—Siendo muy sincero, sí. ¿Te mantendrás a salvo?
—No lo sé—reconoció—. Eso más bien dependerá de si tú salvas el mundo, héroe. "No temáis a la grandeza; algunos nacen grandes, algunos logran grandeza, a algunos la grandeza les es impuesta y a otros la grandeza les queda grande"
—¿Qué...?
—Escuché que ahora te gusta Shakespeare.
Rodé los ojos y tomé la jarra de Pandora. El espíritu de la Esperanza aleteaba dentro, tratando de caldear aquel recipiente helado.
—Hestia—dije—. Te entrego esto como ofrenda.
La diosa ladeó la cabeza.
—Soy la menos importante de los dioses. ¿Por qué habrías de confiarme una cosa así?
—Eres la ultima de los olímpicos—dije—. Y la más importante.
—¿Y eso por qué, Percy Jackson?
—Porque la Esperanza sobrevive mejor con el calor del hogar. Guárdamela y nunca tendré la tentación de darme por vencido.
La diosa sonrió, tomó la jarra en sus manos y ésta cobró un ligero resplandor.
El fuego ardió con más intensidad.
—Bien hecho, Percy Jackson—dijo—. Ojalá los dioses te bendigan.
—Estamos a punto de descubrirlo—Miré a Annabeth y Grover—. Vamos, chicos.
Me dirigí hacia el trono de mi padre.
El trono de Poseidón se alzaba a la derecha del de Zeus, pero no era ni mucho menos tan majestuoso. Era un asiento de cuero negro moldeado, adosado a un pedestal giratorio, con un par de anillas de hierro para sujetar una caña de pescar (o un tridente). Básicamente, se parecía al asiento de una barca de pesca en el que te acomodarías si quisieras atrapar un tiburón o un marlín o un monstruo marino.
En su estado natural, los dioses miden unos seis metros, de manera que sólo llegaba al borde del asiento si extendía los brazos.
—Ayúdenme a subir—les dije a Annabeth y Grover.
—¡¿Te volviste loco?!—preguntó Annabeth.
—Desde hace rato—reconocí.
—Percy—dijo Grover—, a los dioses no les gusta que la gente se siente en su trono. En el sentido de "convertirte-en-un-montón-de-cenizas", ¿entiendes?
—"No tratéis de guiar al que pretende elegir por sí su propio camino"—repuse—. Es la única manera de que me preste algo de atención.
Ellos se miraron, inquietos.
—Bueno—dijo Annabeth—, así seguro que lo conseguirás.
Entrecruzaron los brazos formando un peldaño y me impulsaron hacia el trono. Arriba, con los pies tan por encima del suelo, me sentí como un bebé. Miré alrededor los otros tronos, vacíos y sumidos en la penumbra, y me hice una idea de lo que debía de ser sentarse en el Consejo Olímpico: tantísimo poder en tus manos, pero tantos conflictos también. Siempre con otros once dioses tratando de salirse con la suya. No debía de ser difícil volverse paranoico y cuidar sólo de tus propios intereses, sobre todo si eras Poseidón. Sentado en su trono, sentí como si tuviera el mar entero a mis órdenes: miles de kilómetros cúbicos de océano agitándose con todo su poder y misterio. ¿Por qué habría Poseidón de escuchar a nadie? ¿Por qué no debería ser él, y nadie más que él, el más grande de los doce?
Sacudí la cabeza.
"Concéntrate".
El trono retumbó. Una oleada de cólera semejante a un vendaval resonó en mi interior.
"¡¿Quién osa...?!".
La voz se apagó bruscamente. El vendaval amainó, lo cual era de agradecer, porque aquellas dos únicas palabras habían estado a punto de hacerme trizas el cerebro.
"Percy"—mi padre aún sonaba irritado, pero parecía haber recuperado la compostura—. "¿Qué estás haciendo exactamente en mi trono?".
—Perdona, padre—dije—. Tenía que conseguir que me prestaras atención.
"Has hecho algo muy peligroso. Incluso para ti. Si no hubiera mirado antes de fulminarte, ahora no serías más que un charco de agua salada".
—Perdona—repetí—. Escucha, las cosas se están poniendo muy feas aquí.
Le expliqué lo que pasaba y luego le conté mi plan. Permaneció en silencio largo rato.
"Percy, lo que pides es imposible. Mi palacio...".
—Padre, Crono envió un ejército contra ti a propósito. Quiere separarte de los demás dioses porque sabe que podrías inclinar la balanza.
"Sea como fuere, ataca mi hogar".
—No es cierto. Yo sí estoy en tu hogar. En el Olimpo.
El suelo tembló, Una oleada de ira barrió mi mente. Creí que había ido demasiado lejos, pero luego el temblor decreció. En mi conexión mental, me llegaba de fondo un rumor de explosiones submarinas y el fragor de la batalla: los bramidos de los cíclopes, los alaridos de los tritones.
—¿Tyson está bien?—pregunté.
La pregunta pareció sorprenderlo.
"Está bien. Se porta mejor de lo que esperaba. Aunque, la verdad, "¡Pol mejillón!" me parece un grito de guerra muy raro".
—¿Le dejaste combatir?
"¡No cambies de tema! ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? Mi palacio será destruido".
—Y el Olimpo tal vez se salve.
"¿Te haces una idea del tiempo que llevo remodelando este palacio? Sólo la sala de juegos me llevó seiscientos años".
—Padre...
"¡Está bien! Se hará como tú dices. Pero, hijo mío, reza para que funcione".
—Ya estoy rezando. Hablo contigo, ¿no?
"Hum... sí. Buena observación. Anfítrite... ¡ya voy!".
El ruido de una tremenda explosión cortó la comunicación.
Me escurrí del trono y salté al suelo.
Grover me miraba muy nervioso.
—¿Te encuentras bien?—preguntó—. Te has puesto pálido... y has empezado a humear.
—Oh, mierda...
Me eché un vistazo, por si acaso, y vi que me salían hilos de humo por las mangas y que tenía todo el vello chamuscado.
—Si hubieras pasado más rato ahí sentado—dijo Annabeth—, habrías entrado espontáneamente en combustión. Espero que la conversación haya valido la pena.
—Muuuu—mugió el taurofidio en su esfera de agua.
—Pronto lo averiguaremos—respondí.
Justo entonces se abrieron las puertas de la sala del trono y apareció Thalia. Tenía el arco partido en dos y el carcaj vacío.
—Deben bajar de inmediato—nos dijo—. El enemigo está avanzando. Y Crono marcha al frente de las tropas.
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