Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

El diabólico rancho de mi sobrino:


Nos detuvimos por fin en una sala llena de cascadas. El suelo era un gran pozo rodeado por un paso de piedra sumamente resbaladiza. El agua salía de unas enormes tuberías, chorreaba por las cuatro paredes de la estancia y caía con estrépito en el pozo. No divisé el fondo cuando lo enfoqué con mi ojo.

Briareo se desplomó junto al muro. Recogió agua con una docena de manos y se lavó la cara.

—Este poso va directamente al Tártaro—musitó—. Debería saltar y ahorraros más problemas.

—No hables así—dijo Annabeth—. Puedes volver al campamento con nosotros y ayudarnos a hacer los preparativos. Seguro que tú sabes mejor que nadie cómo combatir a los titanes.

—No tengo nada que ofrecer—se lamentó él—. Lo he perdido todo.

—¿Y tus hermanos?—dijo Tyson—. ¡Los otros dos deben de seguir siendo altos como montañas! ¡Podemos llevarte con ellos!

El rostro de Briareo adoptó una expresión aún más triste: era su cara de luto.

—Ya no existen. Se desvanecieron.

Las cascadas seguían rugiendo. Tyson contempla el pozo y pestañeó. Un par de lágrimas asomaban en su ojo.

—¿Qué significa que se desvanecieron?—pregunté débilmente—. Creía que los monstruos eran inmortales, como los dioses.

—Percy—dijo Grover débilmente—, hasta la inmortalidad tiene sus límites. A veces... a veces los monstruos caen en el olvido y pierden la voluntad de seguir siendo inmortales.

Observé a Grover y me pregunté si estaría pensando en Pan. El año pasado, Apolo nos había hablado del antiguo dios Helios, comentó que había desaparecido y lo había dejado solo con todas las tareas del dios del sol. No me había detenido a pensar en todo ello, pero en ese momento, mirando a Briareo, comprendí lo terrible que debía resultar ser tan viejo—tener miles y miles de años—y encontrase completamente solo en el mundo.

—Debo irme—dijo Briareo.

—El ejército de Crono invadirá el campamento—advirtió Tyson—. Necesitamos tu ayuda.

El centímano bajó la cabeza.

—No puedo, cíclope.

—Eres fuerte.

—Ya no.—Briareo se levantó.

—Eh—me puse de pie a muy duras penas. El mundo me daba vueltas, el cuerpo me dolía terriblemente y mis músculos temblaban incontrolablemente.

Tomé al hijo de Gaia de uno de sus brazos y me lo llevé aparte, de modo que el rugido del agua ahogara nuestras palabras.

—Briareo, te necesitamos. Por si no te habías dado cuenta, Tyson cree en ti. Ha arriesgado la vida para salvarte.

Se lo conté todo: el plan de invasión de Luke, la entrada del Laberinto en el corazón del campamento, el taller de Dédalo, el ataúd de oro de Crono.

Briareo negó con la cabeza.

—No puedo, semidiós. No tengo la pistola para ganar este juego—me dijo, formando cien pistolas con las manos.

—Quizá por eso de desvanecen los monstruos—respondí—. Tal vez no se trate de lo que crean los mortales. A lo mejor lo que pasa es que dejan de creer en sí mismos.

Sus ojos castaños me observaron. Su rostro se transformó y asumió una expresión muy reconocible: la vergüenza. Se volvió y se alejó caminando pesadamente por el pasadizo hasta desaparecer entre las sombras.

Tyson sollozaba.

—Tranquilo, todo irá bien—le dijo Grover, dándole unas palmadas con aire vacilante, como si hubiera tenido que armarse de valor para hacerlo.

—No irá bien, niño cabra. Él era mi héroe.

Yo también quería consolarlo, pero no sabía qué decir.

Finalmente, Annabeth se incorporó y se echó la mochila al hombro.

—Vamos, chicos. Este pozo me pone nerviosa. Vamos a buscar un mejor sitio para pasar la noche.







Nos instalamos en un pasadizo hecho de enormes bloques de mármol. En las paredes había soportes de bronce para las antorchas y daba la impresión de haber formado parte de una tumba griega. Aquello debía de ser un sector más antiguo del Laberinto, cosa que era buena señal, según Annabeth.

—Ya debemos de estar cerca del taller de Dédalo—dijo—. Descansen un poco. Seguiremos por la mañana.

—¿Cómo sabremos cuándo es de día?—preguntó Grover.

—Tú descansa—insistió ella.

A Grover no hizo falta que se lo repitieran. Sacó un montón de paja de su mochila, comió un poco, se hizo una almohada con el resto y al cabo de un momento ya estaba roncando. A Tyson le costó más dormirse. Estuvo un rato manipulando unos trozos de metal de su juego de construcciones, pero, fuese lo que fuese lo que estuviera montando, no parecía satisfacerle, porque no paraba de desarmar las piezas.

—Usaste el Éxodo—señaló Annabeth, mirando como la marca había vuelto a crecer.

Hice una mueca.

—Lo siento...—murmuré—. Estaba desesperado. No quería que le pasase nada a Tyson.

Ella suspiró.

—Lo entiendo—aseguró—. No obstante, ¿valió la pena?

Fruncí el ceño.

—¿A qué te refieres?

—Campe no murió—recordó ella—. Siguió persiguiéndonos.

Asentí lentamente con la cabeza, destinado.

—La golpeé de lleno con el Toro de Creta y la bastarda se levantó como si nada—gruñí—. Es la primera vez que un golpe de los Doce Desastres no termina con su objetivo...

Miré el techo del pasadizo.

—Estoy algo decepcionado—admití—. El Minotauro, Ares, las Aves de Estínfalo, Poseidón, el León de Nemea, todos cayeron con el golpe. Pero si no puedo vencer a un monstruo como Campe, ¿de qué tanto servirá contra un titán como Crono?

"Antes te sentías invencible gracias al Éxodo"—dijo Zoë—. "No puedo culparte. No obstante, te hará bien esta dosis de realidad. No puedes librarte de todos tus problemas golpeándolos con un animal"

—Gracias—suspiré—. Lo tendré en cuenta.

Annabeth alzó una ceja.

—¿Con quién hablas?—preguntó—. Hera dijo que tenías una conversación telepática. ¿A qué se refería?

Miré a mi compañera cazadora. Ella asintió con la cabeza.

—¿Recuerdas el invierno pasado?—dije—. ¿La muerte de Zoë?

Annabeth asintió con la cabeza lentamente.

—Pues, al parecer no murió del todo—traté de explicar—. Su alma se unió a la mía, compartimos un mismo destino. Ella está aquí, escuchando nuestra conversación.

Annabeth me miró fijamente y bufó.

—De no ser por lo que dijo Hera, creería que finalmente enloqueciste por el dolor.

Esbocé una sonrisa.

—Lo estoy manejando bien, ¿no crees? Esta vez no me desmallé.

Trató de devolverme la sonrisa, sin mucho éxito.

—Es un avance.

Tyson levantó la vista. Tenía el ojo enrojecido de haber llorado.

—No tendría que dolerte así, hermano. Lo hace porque me has salvado. No habrías tenido que hacerlo si Briareo nos hubiera ayudado.

—Estaba asustado. Seguro que lo superará.

—No es fuerte—dijo Tyson—. Ya no es importante.

Exhaló un largo y triste suspiro y luego cerró el ojo. Las piezas metálicas se le cayeron de las manos, aún desmontadas, y empezó a roncar.

Yo también traté de dormir, pero no podía. El dolor causado por el avance de la marca me hacía retorcerme y gruñir por lo bajo. Al final, agarré mi petate y lo arrastré hasta donde Annabeth se había sentado para hacer guardia.

Me senté a su lado.

—Deberías dormir—dijo.

—No puedo. ¿Tú estás bien?

—Claro. Mi primer día guiando una búsqueda. Fantástico.

—Lo encontraremos—aseguré—. Daremos con ese taller antes que Luke.

Ella se apartó el cabello de la cara. Tenía la barbilla manchada de polvo. Traté de imaginarme su aspecto de niña, cuando vagaba por todo el país con Thalia y Luke. Con sólo siete años, los había salvado de una muerte segura en la mansión de un cíclope maligno. Incluso cuando parecía asustada, como en ese momento, yo sabía que le sobraban agallas.

—Ojalá esta búsqueda tuviese alguna lógica—se quejó—. Quiero decir: estamos avanzando, pero no sabemos adonde iremos a parar. ¿Cómo es posible que puedas caminar de Nueva York a California en un día?

—El espacio no es igual dentro del Laberinto.

—Ya, ya lo sé. Es sólo...—me miró vacilante—. Me estaba engañando a mí misma. Todos esos planes y esas lecturas... no tengo ni idea de adonde nos dirigimos.

—Lo estás haciendo muy bien. Además, nosotros nunca sabemos lo que hacemos. Pero al final siempre nos sale bien. ¿Te acuerdas de la isla de Circe?

Ella soltó un bufido.

—No hay forma de olvidar a la Temible Momia de Lana.

—¿Y nuestro pequeño baile en el Olimpo el invierno anterior? ¿Recuerdas cómo nos hiciste caer unas siete veces de cara al suelo?

—¿Yo? ¡Pero si fue tu culpa!

—¿Te das cuenta? Todo saldrá bien.

Annabeth sonrió, lo que era un alivio. Pero su sonrisa se desvaneció enseguida.

—Percy, lo que dijo Hera sobre que tú conocías la manera de cruzar el Laberinto... ¿realmente crees que esa mortal sea la solución?

—No estoy seguro—reconocí—. De verdad.

—¿Me lo dirías si lo supieras?

—Claro. Aunque quizá...

—¿Qué?

—Quizá si me revelaras el último verso de la profecía... Eso sería de ayuda.

Ella se estremeció.

—Aquí no. En medio de la oscuridad, no.

—¿Y esa elección de la que hablaba Jano? Hera dijo que...

—Basta—me cortó. Lanzó un tembloroso suspiro—. Persona, Percy. Estoy nerviosa. Pero no... Tengo que pensarlo.

Permanecimos en silencio, escuchando los extraños crujidos del Laberinto: el eco de las piedras rozando unas con otras mientras los túneles se transformaban, crecían y se expandían. La oscuridad me evocó las visiones que había tenido de Nico di Angelo. Y de pronto comprendí una cosa:

—Nico está por aquí—dije—. Cuando desapareció del campamento encontró el Laberinto, y luego un camino que lo hizo descender aún más a las profundidades, hasta el infamando. Pero ahora ha vuelto al Laberinto. Busca venganza.

Ella no respondió enseguida.

—Confío en que te equivoques, Percy. Pero si tuvieras razón...—contempló el haz de luz que proyectaba un círculo borroso en la pared de mármol. Tenía la sensación de que estaba pensando en la profecía. Nunca la había visto tan cansada.

Por mero instinto, me acerqué aún más a ella y la abrasé, dejando que apoyase la cabeza contra mi pecho. En un principió su cuerpo se tensó, pero casi de inmediato se relajó lo suficiente como para disfrutar del contacto humano.

—Déjame hacer la primera guardia, ¿te parece?—propuse—. Si pasa algo, te despierto.

Annabeth no pareció muy de acuerdo, pero se limitó a asentir, se acurrucó sobre mi pecho, se envolvió con mi brazo y cerró los ojos.

"Harían una linda pareja"—murmuró Zoë, observando recargada en la pared del otro lado del pasadizo.

Levanté la vista.

"¿Ahora sí te parece?"

Se encogió de hombros.

"Si las cosas te van bien con ella, dejarás tranquila a mi diosa"

Suspiré.

"Espero que así sea"

Ella miró a los alrededores.

"Tú también deberías dormir"—me dijo—. "Yo me encargo de hacer guardia. Puedo darte una descarga si algo se acerca"

Sonreí por lo bajo.

"Te lo agradezco, Zo"—le dije—. "Te debo una"

Se acercó hasta donde yo y me revolvió el cabello.

"Me debes mucho más que eso, jovencito"

"Anciana"

"Imbécil"






Cuando me tocó a mí dormir, soñé que estaba otra vez en la prisión del anciano.

Ahora se parecía más a un taller. Había mesas cubiertas de instrumentos de medición y una fragua al rojo vivo en una esquina. El chico que había visto en el último sueño avivaba la lumbre con un fuelle. En ese momento era más alto, casi de mi edad. Un extraño embudo adosado a la chimenea de la fragua captaba el humo y el calor y lo canalizaba por un tubo que se hundía en el suelo, junto a la tapa de bronce de un respiradero.

Era de día. El cielo estaba azul, pero los muros del laberinto arrojaban densas sombras por el taller. Después de llevar tanto tiempo cruzando túneles, me pareció raro que aquella parte del laberinto estuviera a la intemperie. En cierto sentido, eso le confería un aspecto todavía más cruel.

El anciano parecía enfermo. Estaba terriblemente delgado y las manos se le habían quedado casi en carne viva de tanto trabajar. El pelo blanco le caía sobre los ojos y la túnica que llevaba estaba manchada de grasa. Se hallaba inclinado sobre una mesa, trabajando en las piezas de un objeto metálico alargado: algo similar a una cota de malla. Tomó un delicado eslabón de bronce y lo encajó en su sitio.

—Ya está—anunció—. Lo he terminado.

Alzó aquel artilugio. Era tan hermoso que el corazón me dio un brinco de emoción: unas alas de metal construidas con millares de plumas de bronce entrelazadas. Había dos juegos. Uno de ellos permanecía aún sobre la mesa. Dédalo extendió el armazón y las alas se desplegaron, adquiriendo una envergadura de seis metros. Una parte de mí intuía que aquel invento nunca llegaría a volar. Era demasiado pesado, le resultaría imposible despegar del suelo. Pero la destreza artesanal que demostraba era igualmente asombrosa. Las plumas de metal captaban la luz y destellaban con treinta matices distintos.

El chico dejó el fuelle y se acercó a mirar. Estaba sudoroso y mugriento, pero sonrió de felicidad.

—¡Padre, eres un genio!

El anciano dejó escapar una sonrisa.

—Vaya novedad, Ícaro. Venga, date prisa. Me costará al menos una hora colocarlas. Ven.

—Tú primero —dijo Ícaro.

El anciano protestó un poco, pero el chico insistió.

—Son obra tuya, padre. Tú has de tener el honor de ponértelas primero.

Ícaro le colocó en el pecho un arnés de cuero, semejante al que usan los alpinistas, con unas correas que iban desde los hombros hasta las muñecas. Luego empezó a fijarle las alas, utilizando un bote metálico que parecía una enorme pistola de pegamento.

—Este compuesto de cera debería resistir muchas horas—le dijo Dédalo a su hijo mientras éste trabajaba—. Pero primero se ha de secar. Y será mejor que no volemos demasiado alto ni demasiado bajo. El mar humedecería los precintos de cera...

—Y el calor del sol los derretiría—añadió el chico—. Sí, padre, ya lo hemos repasado un millón de veces.

—Todas las precauciones son pocas.

—¡Tengo fe ciega en tus inventos, padre! No ha existido nadie más inteligente que tú.

Los ojos del anciano relucían. Era evidente que amaba a su hijo más que a nada en el mundo.

—Ahora te voy a poner las alas y, mientras tanto, se irán pegando las mías. ¡Ven!

El anciano progresaba lentamente. Sus manos buscaban a tientas las correas y le costó mucho colocar las alas en la posición correcta mientras las sellaba. Las que llevaba puestas parecían abrumarlo y le estorbaban para maniobrar.

—Demasiado lento—masculló el anciano entre dientes—. Demasiado lento.

—Tómate tu tiempo, padre—dijo el chico—. Los guardias no han de venir...

¡BRUUUM!

Las puertas se estremecieron. Dédalo las había atrancado desde dentro con un travesaño de madera, pero aun así parecía que fueran a salirse de las bisagras.

—¡Deprisa!—urgió Ícaro.

¡BRUUM! ¡BRUUM!

Estaban golpeando con un objeto pesado. El travesaño resistió, pero se abrió una raja en la puerta izquierda.

Dédalo, que trabajaba frenéticamente, derramó una gota de cera caliente en el hombro de Ícaro. Este esbozó una mueca de dolor, pero no se quejó. Cuando su ala izquierda quedó fijada a las correas, el anciano empezó a trabajar en la otra.

—Necesitamos más tiempo —murmuró—. ¡Han venido demasiado pronto! La mezcla aún tardará en secarse.

—Todo saldrá bien —aseguró Ícaro, mientras su padre terminaba el ala derecha—. Ayúdame con la tapa del respiradero...

¡CATACRAC!

Las puertas se astillaron bruscamente y por la brecha asomó un ariete de bronce. Dos guardias ensancharon el hueco con sendas hachas e irrumpieron en la estancia. Detrás venía el rey, con su corona de oro y su barba lanceolada.

—Vaya, vaya—dijo con una cruel sonrisa—. ¿Ibais a salir?

Dédalo y su hijo se quedaron paralizados. Las alas metálicas brillaban con luz trémula a sus espaldas.

—Nos vamos, Minos—dijo el anciano.

El rey soltó una risita.

—Tenía curiosidad por ver hasta dónde llegabas con tu pequeño invento antes de desbaratar tus esperanzas. Debo confesar que estoy impresionado.

Minos contempló las alas con admiración.

—Parecéis gallinas metálicas—concluyó—. A lo mejor deberíamos desplumaros y preparar un caldo.

Los guardias rieron tontamente.

—Gallinas metálicas—repitió uno de ellos—. Caldo de gallina.

—¡Silencio!—exigió el rey. Luego se volvió hacia Dédalo—. Ayudaste a mi hija a escapar, anciano. Empujaste a mi esposa a la locura. Mataste a mi monstruo y me convertiste en el hazmerreír de todo el Mediterráneo. ¡Nunca saldrás de aquí!

Ícaro tomó la pistola de cera y roció bruscamente al rey, que retrocedió aturdido. Los guardias se adelantaron en el acto, pero cada uno se ganó un chorro de cera caliente en la cara.

—¡El respiradero!—gritó Ícaro a su padre.

—¡Prendedlos!—rugió el rey Minos.

Entre el anciano y el chico abrieron la tapa del respiradero y un chorro de aire caliente emergió del suelo. El rey miró incrédulo cómo se elevaban los dos hacia el cielo con sus alas de bronce, impulsados por la corriente ascendente.

—¡Disparadles!—chilló el rey, pero sus guardias no llevaban arcos. Uno de ellos les lanzó su espada, pero Dédalo e Ícaro ya estaban fuera de su alcance. Padre e hijo revolotearon por encima del laberinto y del palacio del rey y luego sobrevolaron a

toda velocidad la ciudad de Crosos y las rocosas costas de Creta.

Ícaro reía de pura alegría.

—¡Libres, padre! Lo has conseguido.

El chico extendió las alas al máximo y remontó aprovechado el viento.

—¡Espera!—gritó Dédalo—. ¡Ten cuidado!

Pero Ícaro ya se hallaba sobre mar abierto y se dirigía hacia el norte, regodeándose en su buena suerte. Se alzó a gran velocidad y espantó un águila, que tuvo que desviarse de su camino; luego se lanzó en picado hacia el mar, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, para elevarse en el último segundo, rozando las olas con las sandalias.

—¡Detente! —le gritó Dédalo. Pero el viento se llevaba sus palabras y su hijo se había emborrachado con su propia libertad.

El anciano hizo un esfuerzo por alcanzarlo, planeando torpemente tras él.

Estaban a muchos kilómetros de Creta, sobrevolando aguas muy profundas, cuando Ícaro se volvió y reparó en la expresión angustiada de su padre.

—¡No te apures, padre!—le dijo con una sonrisa—. ¡Eres un genio! Tu artilugio funciona a la perfección...

Entonces se desprendió de sus alas la primera pluma metálica y cayó revoloteando. Luego se soltó otra. Ícaro se tambaleó en el aire. Y de repente empezó a derramar plumas de bronce, infinidad de plumas que se alejaban como una bandada de aves asustadas.

—¡Ícaro!—gritó su padre—. ¡Planea! ¡Extiende las alas! ¡Procura moverte lo menos posible!

Pero Ícaro empezó a agitar los brazos, tratando desesperadamente de recuperar el control.

Primero se le cayó el ala izquierda, desgajándose de las correas.

—¡Padre!—gritó.

A continuación, ya sin alas, se desplomó convertido en un simple muchacho con un arnés y una túnica blanca, que extendía los brazos en un vano intento de seguir planeando.

Desperté sobresaltado, con la sensación de estar cayendo a plomo. Todo estaba oscuro. Entre los crujidos incesantes del laberinto, me pareció oír el grito angustiado de Dédalo pronunciando el nombre de su hijo Ícaro, mientras éste, la única alegría de su vida, caía en picado al mar desde cien metros de altura.







En el laberinto no había amanecer, pero una vez que despertaron todos y dieron buena cuenta de un estupendo a base de barritas de cereales y jugos envasados, emprendimos la marcha de nuevo. No le conté mi sueño a nadie. Había algo en él que me había asustado de verdad y me pareció mejor que los demás no se enteraran.

"Eso va a ser un poco difícil"—murmuró cierta voz en mi cabeza—. "Podría ser importante"

"Es un mito del cual todos han oido hablar"—repliqué—. "Soñé con eso porque se relaciona con la misión. Como lo fue cuando soñé contigo y Heracles"

"¿Me haces el favor de no mencionar a ese sujeto? Gracias"

"Lo siento"—me disculpé—. "Lo que quiero decir es que..."

"No, lo entiendo"—me detuvo—. "Simplemente no deseo recordar eso. Comenta tus sueños cuando lo consideres oportuno"

"Gracias"

Los viejos túneles de piedra dieron paso a un corredor de tierra con vigas de cedro, como en una mina de oro o algo por el estilo. Annabeth empezó a ponerse nerviosa.

—No puede ser—dijo—. Tendría que seguir siendo de piedra.

Llegamos a una cueva con el techo cubierto de estalactitas. En medio, había una fosa rectangular excavada en el suelo de tierra, como si fuera una tumba.

Grover se estremeció.

—Huele igual que el inframundo.

Entonces me fijé en una cosa que brillaba en el borde de la fosa: un trozo de papel de aluminio. Miré más detenidamente con mi ojo izquierdo y vi una hamburguesa de queso medio mordida, flotando en un moco pardusco y burbujeante.

—Nico—dije—. Volvió a invocar a los muertos.

Tyson se puso a gimotear.

—Aquí hubieron fantasmas. No me gustan los fantasmas.

—Tenemos que encontrarlo—no sé por qué, pero hallarme al borde de aquella fosa me transmitió una sensación de urgencia. Nico estaba cerca. Lo presentía. No podía dejarlo vagando por allá abajo con la sola compañía de los muertos. Eché a correr.

—¡Percy!—gritó Annabeth.

Me metí a gachas por un túnel y vislumbré una luz al fondo. Cuando Annabeth, Tyson y Grover se pusieron a mi altura, yo me hallaba contemplando la luz del día a través de unos barrotes situados sobre mi cabeza. Estábamos bajo una rejilla de tubos de acero. Se veían árboles y un cielo azul.

—¿Qué es esto?—me pregunté.

Entonces una sombra cubrió la rejilla y una vaca se quedó mirándome desde arriba. Parecía una vaca normal, salvo por su extraño color: un rojo intenso, casi cereza. Nunca había visto ninguna igual.

La vaca mugió, puso la pezuña en una de las barras y retrocedió enseguida.

—Es una rejilla de retención—dijo Grover.

—¿Cómo?

—Las ponen a la salida de los ranchos para que las vacas no se escapen. No pueden andar sobre estas rejillas.

—¿Cómo lo sabes?

Grover resopló, indignado.

—Créeme, si tuvieras pezuñas, sabrías lo que es una rejilla de retención. ¡Son muy molestas!

Me volví hacia Annabeth.

—¿Hera no habló de un rancho? Hemos de comprobarlo. Tal vez Nico esté ahí arriba.

Ella vaciló.

—De acuerdo. Pero ¿cómo salimos?

Tyson resolvió el problema golpeando con ambas manos la rejilla, que se desprendió del marco y salió disparada por los aires. Oímos enseguida un golpe metálico y un mugido sobresaltado. Tyson se sonrojó.

—¡Perdón, vaquita!—gritó.

Luego nos izó fuera del túnel.

Estábamos en un rancho, de eso no cabía duda. Una serie de colinas se extendían hacia el horizonte, salpicadas de robles, cactus y grandes rocas. Desde la entrada salía en ambas direcciones una cerca de alambre de espino. Las vacas de color cereza vagaban de acá para allá, pastando entre la hierba.

—Ganado rojo—observó Annabeth—. El ganado del sol.

—¿Cómo?—pregunté.

—Para Apolo son sagradas.

—¿Vacas sagradas?

—Exacto. Pero ¿qué hacen...?

—Un momento—dijo Grover—. Escuchen.

Al principio todo me pareció en silencio... pero luego lo capté: una algarabía de aullidos, cada vez más cercana. La maleza crujió y se removió y enseguida surgieron dos perros. Con un pequeño detalle: no eran dos, sino un perro de dos cabezas.

Parecía un galgo, con aquel cuerpo largo, esbelto y de un marrón lustroso, pero su cuello se bifurcaba en dos cabezas que gruñían, ladraban y no parecían muy contentas de vernos.

—¡Perro malo como Jano!—gritó Tyson.

—¡Alf!—le dijo Grover, alzando una mano a modo de saludo.

El perro de dos cabezas mostró los dientes. Me temo que no le impresionó demasiado que Grover conociera la lengua animal.

"Tiene que ser una mala broma"—murmuró Zoë.

"En efecto, lo es"—suspiré.

—Ortos, hermano de Cerbero—saludé.

—¿Lo conoces?—preguntó Grover.

—Hércules lo mató a mitad de uno de sus trabajos—expliqué—. Y antes de eso, era el perro de Atlas.

El animal gruñó furioso al escuchar el nombre de su viejo amo.

"Quizá lo mejor sea no mencionar eso"—sugirió Zoë.

En ese momento, el amo del monstruo surgió de la maleza y comprendí que el perro no pasaba de ser un problema menor.

Era un tipo descomunal de cabello canoso, con un sombrero de vaquero de paja y una barba blanca trenzada: en fin, como la encarnación del Tiempo, pero convertido en campesino de pinta peligrosa. Llevaba unos vaqueros, una camiseta de "NO ENSUCIE TEXAS" y una chaqueta tejana con las mangas arrancadas para que le vieras bien los músculos. En el bíceps derecho tenía tatuadas dos espadas cruzadas. Y en la mano sostenía un garrote de madera del tamaño de una cabeza nuclear, con clavos de diez centímetros en la punta.

No negaré que adoré ese garrote nada mas verlo. Las armas de contusión le sacaban más provecho a mi fuerza que la espada, no obstante procuré no pensar demasiado en el asunto, considerando que ahora mi arma podía atacarme si me descuidaba.

—¡Aquí, Ortos!—dijo el sujeto.

El animal nos gruñó otra vez para dejar en claro sus sentimientos y, dándose la vuelta, fue a sentarse a los pies de su amo. El hombre nos miró de arriba abajo, con el garrote preparado.

—¿Qué tenemos aquí?—preguntó—. ¿Ladrones de ganado?

—Simples viajeros—le dijo Annabeth—. Estamos llevando a cabo una búsqueda.

El hombre contrajo los párpados con un tic.

—Mestizos, ¿eh?

Yo empecé a decir:

—¿Cómo lo sabía...?

Annabeth me puso una mano en el brazo.

—Yo soy Annabeth, hija de Atenea. Éste es Percy, hijo de Poseidón. Grover, el sátiro. Y Tyson...

—El cíclope—concluyó el hombre—. Sí, ya veo.—me miró con el ceño fruncido—. Y reconozco a los mestizos porque soy uno de ellos, niño. Yo soy Euritión, pastor de ganado de este rancho e hijo de Ares. Deduzco que habéis llegado a través del Laberinto, como el otro.

—¿El otro?—pregunté—. ¿Se refiere a Nico di Angelo?

—En este rancho recibimos muchos visitantes procedentes del Laberinto—dijo Euritión con aire enigmático—. Pero no muchos salen de aquí.

—¡Vaya!—exclamé—. Me siento bienvenido.

El pastor echó un vistazo atrás, como si alguien estuviera observándonos. Luego bajó la voz.

—Sólo os diré una cosa, semidioses: volved al Laberinto ahora mismo. Antes de que sea tarde.

—No nos iremos—insistió Annabeth—. Hasta que veamos a ese otro semidiós. Por favor.

Euritión soltó un gruñido.

—Entonces no tengo alternativa: he de llevaros ante el jefe.







No me dio la sensación de que fuéramos rehenes ni nada por el estilo. Euritión caminaba a nuestro lado con el garrote al hombro. Ortos, el perro de dos cabezas, no paraba de gruñir y husmear las piernas de Grover y, de vez en cuando, se metía corriendo entre los arbustos para perseguir algún animal, aunque Euritión lo tenía más o menos controlado.

Recorrimos un camino que parecía no acabarse nunca. La temperatura debía de rondar los cuarenta grados, lo cual era muchísimo después de pasar por San Francisco. La tierra despedía vaharadas de calor. Los insectos zumbaban entre la vegetación. Al poco rato, estaba sudando a mares. Las moscas se arremolinaban a nuestro alrededor. De vez en cuando veíamos un cercado de vacas rojas o de animales incluso más extraños. Pasamos junto a un corral con una valla cubierta de asbesto, en cuyo interior se apiñaba una manada de caballos que sacaban fuego por los ollares. El heno de sus comederos estaba en llamas. La tierra humeaba, pero los caballos parecían bastante mansos. Un gran semental me miró y dio un relincho al tiempo que soltaba por las narices una llamarada. Me pregunté si el fuego no le dañaría las fosas nasales.

—¿Para qué son?—pregunté.

Euritión me miró ceñudo.

—Aquí criamos animales para muchos clientes. Apolo, Diomedes y... otros.

—¿Cómo quién?

—Basta de preguntas.

Finalmente salimos del bosque. Encaramado en la colina que se alzaba ante nosotros, había un rancho de madera y piedra blanca con grandes ventanales.

—¡Parece un Frank Lloyd Wright!—dijo Annabeth.

Supongo que hablaba de algo relacionado con la arquitectura. A mí me parecía simplemente la clase de sitio donde unos cuantos semidioses pueden meterse en un buen problema. Ascendimos trabajosamente por la ladera.

—No quebrantéis las normas—nos advirtió Euritión cuando subíamos los escalones del porche—. Nada de peleas. Nada de sacar armas. Y nada de comentarios sobre el aspecto del jefe.

—¿Por qué?—pregunté—. ¿Cómo se ve?

Antes de que Euritión acertara a responder, otra voz dijo:

—Bienvenidos al Rancho Triple G.

La cabeza del hombre que había salido al porche era normal, lo cual ya era un alivio. Tenía el rostro bronceado y curtido por la intemperie; el pelo negro y lacio, y un fino bigote oscuro, como los malvados de las pelis antiguas. Nos sonreía, pero su gesto no era amistoso, sino más bien divertido, en plan "¡Hombre, más candidatos al tormento!"

No me dio tiempo de pensarlo mucho, de todos modos, porque entonces me fijé en su cuerpo... o más bien en sus cuerpos. Tenía tres. Cabría suponer que, después de Jano y de Briareo, ya me habría acostumbrado a la anatomía estrafalaria, pero es que ese tipo venía a ser como tres personas completas. El cuello se le unía al pecho del modo normal, pero además tenía otros dos pechos, uno a cada lado, conectados por los hombros y con una separación de unos pocos centímetros. El brazo izquierdo le nacía del pecho izquierdo, y lo mismo sucedía con el derecho, o sea que tenía dos brazos, pero cuatro axilas, si es que eso tiene sentido. Los pechos se unían a un torso enorme con dos piernas normales, pero muy fornidas (llevaba los Levi's más descomunales que he visto en mi vida). En cada torso lucía una camisa de leñador de distinto color: verde, amarillo y rojo, como un semáforo. Me pregunté cómo se las arreglaría para ponerse la del medio, que no tenía brazos.

El pastor Euritión me arreó un codazo.

—Saluda al señor Gerión.

—Gerión...—murmuré—. Mi sobrino, supongo...

Antes de que el hijo de Crisaor pudiese responder, Nico di Angelo salió inesperadamente al porche por las puertas acristaladas.

—Gerión, no voy a esperar...

Se quedó helado al vernos. Luego desenvainó la espada. La hoja era exactamente igual que la de mi sueño: corta, afilada y negra como la noche.

Gerión gruñó al verlo.

—Guarde eso, señor di Angelo. No voy a permitir que mis invitados se maten unos a otros.

—Pero ellos son...

—Percy Jackson—se adelantó el gigante—, Annabeth Chase y un par de monstruos amigos. Sí, ya lo sé.

—¿Monstruos amigos?—exclamó Grover, indignado.

—Ese hombre lleva tres camisas—dijo Tyson, como si acabara de darse cuenta.

—¡Vienen a detenerme!—a Nico le temblaba la voz de rabia—. ¡Evitarán que se haga justicia por mi hermana!

—Si quieres que Luke sea devorado vivo por una decena de zombies, por mí, bien—repuse—. Pero ambos sabemos que no estás listo aún. Para empezar, ¿cuándo fue la última vez que comiste algo?

Tenía mis motivos para preguntar. Él estaba más delgado y pálido que cuando lo había avisto en los mensajes Irirs. Sus ropas negras estaban cubiertas de polvo después de tanto tiempo viajando por el Laberinto, y sus ojos oscuros brillaban de odio. Era demasiado joven para estar tan furioso. Yo aún lo recordaba como el niño alegre que jugaba con cromos de Mitomagia.

—No lo hagas como si te importara—gruñó.

—Pero me importa, Nico—respondí—. Te dejé ir en su momento. Y te pido que vuelvas con nosotros ahora.

—Un momento—intervino Annabeth, señalando a Gerión—. ¿Cómo es que sabe nuestros nombres?

El hombre de tres cuerpos le guiñó un ojo.

—Procuro mantenerme informado, querida. Todo el mundo se pasa por el rancho de vez en cuando. Todos necesitan algo del viejo Gerión. Ahora, señor di Angelo, guarde esa horrible espada antes de que ordene a Euritión que se la quite.

Este último suspiró mientras alzaba su garrote lleno de clavos. Ortos gruñó a sus pies.

Nico vaciló, envainando su espada a regañadientes.

—Si te me acercas, Percy, haré una invocación para pedir ayuda. Y no te gustará conocer a mis ayudantes, te lo aseguro.

—Curioso—dije—. Iba a decir lo mismo. La diferencia radica en que, el Sabueso de Hades intimida más que un montón de carne podrida y huesos.

Gerión le dio unas palmadas en el hombro.

—Ahí está, todo arreglado. Y ahora, estimados visitantes, sígame. Quiero ofrecerles la visita completa al rancho.







Gerión tenía una especie de pequeño tren, como esos que circulan por los zoológicos. Estaba pintado de blanco y negro, imitando la piel de una vaca. El vagón del conductor tenía unos largos cuernos adosados a la capota y la bocina sonaba como un cencerro. Pensé que tal vez sería así como torturaba a la gente. Hacía que se murieran de vergüenza paseándolos en aquel vehículo y haciendo ¡TOLÓN! con la bocina.

Nico se sentó en la parte de atrás, seguramente para no perdernos de vista. Euritión se acomodó a su lado, con su garrote claveteado, y se colocó el sombrero de vaquero sobre los ojos como dispuesto a echar una siesta. Ortos saltó al asiento de delante, junto a Gerión, y empezó a ladrar alegremente.

Annabeth, Tyson, Grover y yo ocupamos los dos vagones de en medio.

—¡Esto es un rancho enorme!—alardeó Gerión cuando el tren arrancó con una sacudida—. Caballos y ganado sobre todo, pero también toda clase de variedades exóticas.

Llegamos a la cima de una colina y Annabeth sofocó un grito.

—¡Hippalektryones! ¡Pensaba que se habían extinguido!

Al pie de la colina, había un cercado con una docena de ejemplares del animal más raro que he visto en mi vida: una criatura con la mitad delantera de caballo y la mitad trasera de un gallo. Las patas posteriores eran unas enormes garras amarillas. Tenían un penacho de plumas en la cola y las alas rojas. Mientras los contemplaba, dos de ellos se enzarzaron en una pelea por un montón de semillas. Se alzaron sobre las patas traseras y empezaron a relinchar y a golpearse con las alas hasta que el de menor tamaño se alejó con un extraño galope, dando saltitos a cada paso.

—¡Ponis gallo!—dijo Tyson, alucinado—. ¿Ponen huevos?

—¡Una vez al año!—respondió Gerión, que nos sonreía por el retrovisor—. ¡Muy solicitados para hacer tortillas!

—¡Eso es horrible!—exclamó Annabeth—. ¡Debe de ser una especie en peligro de extinción!

Gerión hizo un ademán despectivo.

—El oro es el oro, querida. Y seguro que cambiaría de opinión si hubiese probado esas tortillas.

—No es justo—murmuró Grover, pero Gerión prosiguió sus explicaciones como si nada.

—Allá abajo—señaló— tenemos los caballos que arrojan fuego por las narices; quizá los hayan visto por el camino. Han sido criados para la guerra, desde luego.

—¿Qué guerra?—le pregunté.

Gerión sonrió con astucia.

—Ah, la primera que se presente... Y allí, a lo lejos, nuestras preciadas vacas rojas, naturalmente.

En efecto, se divisaban centenares de cabezas de ganado de color cereza que

pacían por la ladera de la colina.

—¡Cuántas!—se asombró Grover.

—Sí, bueno. Apolo anda demasiado liado para cuidarlas—explicó Gerión—, así que nos ha contratado a nosotros, que las criamos en cantidad. Hay mucha demanda.

—¿Para qué?—pregunté.

Gerión arqueó una ceja.

—¡Por la carne, desde luego! Los ejércitos han de alimentarse.

—¿Sacrifican las sagradas vacas del sol para hacer hamburguesas?—se escandalizó Grover—. ¡Eso va contra las leyes antiguas!

—No se exalte, señor sátiro. Son simples animales.

—¡Simples animales!

—Claro. Y si a Apolo le importara, seguro que nos lo diría.

—Si lo supiera—mascullé entre dientes.

Nico se echó hacia delante.

—Todo esto me trae sin cuidado, Gerión. Teníamos cosas de qué hablar. Y no era de esto precisamente.

—Cada cosa a su tiempo, señor di Angelo. Miren allí: algunos de mis ejemplares exóticos.

El prado siguiente estaba rodeado de alambre de espino e infestado de escorpiones gigantes.

—Rancho Triple G—dije, recordando de repente—. Su marca figuraba en esas cajas del campamento. Quintus consiguió aquí sus escorpiones.

—Quintus...—repitió Gerión, pensativo—. ¿Pelo corto y gris, musculoso, profesor de espada?

—Eso.

—Nunca he oído hablar de él—declaró—. ¡Y ahí están mis preciados establos! Tienen que verlos sin falta.

A mí no me apetecía mucho, la verdad, porque en cuanto estuvimos a trescientos metros empecé a olerlos. Cerca de la orilla de un río verde, divisé un corral del tamaño de un estadio de fútbol. Los establos se alineaban a un lado. Habría un centenar de animales moviéndose entre la bosta y, cuando digo "bosta", quiero decir caca de caballo. Era la cosa más repulsiva que había visto en toda mi vida, como si hubiera pasado una ventisca de estiércol y, de la noche a la mañana, hubiera dejado una capa de un metro de porquería. Los caballos estaban asquerosos de tanto vadear por allí y los establos se veían igual de repulsivos. Apestaba de un modo increíble: peor que los barcos de basura del East River. Incluso a Nico le entraron arcadas.

—¿Qué es eso?

—¡Mis establos!—respondió Gerión—. Bueno, en realidad, son de Augías, pero nosotros nos encargamos de ellos a cambio de una pequeña suma mensual. ¿A qué son preciosos?

—¡Son asquerosos!—dijo Annabeth.

—Montones de caca—comentó Tyson.

—¿Cómo puede tener a los animales de esa manera?—clamó Grover.

—Me están sacando de quicio entre todos—dijo Gerión—. Son caballos comedores de carne, ¿no lo ven? A ellos les gusta estar en esas condiciones.

"Increíble"—bufó Zoë—. "Se las arreglaron para meter a las Yeguas de Diomedes en los Establos de Augias"

"Eso tiene que contar cómo dos trabajos como mínimo"—asentí—. "Aunque, en realidad, preferiría no tener ni que acercarme"

—Y usted es demasiado tacaño para hacer que los laven—musitaba Euritión desde debajo de su sombrero.

—¡Silencio!—le espetó Gerión—. De acuerdo, quizá los establos dejen que desear. Quizá también a mí me den náuseas cuando el viento sopla hacia donde no debe soplar. Bueno, ¿y qué? Mis clientes siguen pagándome bien.

—¿Qué clientes?—pregunté.

—Ah, se sorprendería, amigo mío, si supiera cuanta gente está dispuesta a pagar por un caballo carnívoro. Son perfectos para triturar deshechos. Fantásticos para aterrorizar a tus enemigos. ¡Ideales para fiestas de cumpleaños! Los alquilamos continuamente.

—¡Es usted un monstruo!—decidió Annabeth.

Gerión detuvo el tren y se volvió a mirarla.

—¿Cómo lo ha descubierto? ¿Por los tres cuerpos?

—Tiene que dejar libres a todos estos animales—dijo Grover—. ¡No hay derecho!

—Y esos clientes de los que no para de hablar...—añadió Annabeth—. Usted trabaja para Crono, ¿verdad? Está suministrando a su ejército caballos, comida y todo lo que necesitan.

Gerión se encogió de hombros, cosa que resultaba rarísima porque tenía tres pares de hombros. Daba la sensación de que estuviera haciendo la ola él solo.

—Trabajo para cualquiera que pueda pagarme, jovencita. Soy un hombre de negocios. Y vendo todo lo que tengo.

Bajó del tren y dio unos pasos hacia los establos como si estuviera disfrutando del aire más puro. Habría resultado una bonita vista, con el río, los árboles, las colinas etcétera, de no ser por aquel lodazal de caca de caballo.

Nico descendió de la parte trasera y se acercó a Gerión con ademán furioso. El pastor Euritión no estaba tan adormilado como parecía. Alzó su garrote y salió tras él.

—Estoy aquí por negocios, Gerión—dijo el chico—. Y aún no me ha respondido.

—Hummm...—Gerión examinó un cactus. Alargó el brazo izquierdo y se rascó el pecho central—. Le ofreceré un buen trato, ya verá.

—Mi fantasma me dijo que podría resultarnos de ayuda, que quizá nos guiaría hasta el alma que andamos buscando.

—¿Y cuál es esa alma, exactamente?—pregunté.

Nico me fulminó con la mirada.

—Eso no es de tu incumbencia. Y bien, Gerión, ¿va a ayudarme, sí o no?

—Eh, supongo que sí—dijo el ranchero—. Por cierto, su amigo el fantasma ¿dónde está?

Nico pareció incómodo.

—No puede cobrar forma visible a plena luz. Le cuesta mucho. Pero anda por aquí.

Gerión sonrió.

—Estoy seguro. Minos suele desaparecer cuando las cosas se complican...

—¿Minos?—Recordé al hombre que había visto en sueños, con su corona de oro, su barba puntiaguda y aquella mirada cruel—. ¿Te refieres a ese rey malvado? ¿Es ése el fantasma que ha estado aconsejándote?

—¡No es asunto tuyo, Percy!—Nico se volvió hacia Gerión—. ¿Y qué insinúa con eso de "cuando las cosas se complican"?

El hombre del triple cuerpo suspiró.

—Bueno, verás, Nico... ¿puedo tutearte?

—No.

—Verás, Nico. Luke Castellan ofrece una gran cantidad de dinero por los mestizos. Sobre todo, por los mestizos poderosos. Y estoy seguro de que cuando descubra tu pequeño secreto y sepa quién eres realmente, pagará muy, pero que muy bien.

Nico sacó la espada, pero Euritión se la arrancó con un golpe de su garrote. Antes de que yo acertara a levantarme, Ortos se me echó encima y empezó a gruñirme con sus dos cabezas a unos centímetros de la mía.

Sin perder el tiempo estiré los brazos y sujeté al animal con fuerza por ambas gargantas. No quería dañarlo, pero sabía que él no tendría la misma consideración conmigo.

—Controla a tu mascota, sobrino—dije, mientras hacía un poco más de presión sobre el monstruo.

—Yo en su lugar soltaría a mi perro y me quedaría quieto sobre el vehículo—respondió Gerión—. De lo contrario... bueno, Euritión, ten la amabilidad de encargarte de Nico

El pastor escupió en la hierba.

—¿He de hacerlo?

—¡Sí, idiota!

Euritión parecía aburrido, pero rodeó con uno de sus enormes brazos a Nico y lo alzó por los aires, al estilo de un campeón de lucha libre.

—Recoge también la espada—ordenó Gerión con cara de asco—. No hay nada que me repugne más que el hierro estigio.

Euritión la recogió, cuidándose de no tocar la hoja.

—¡Suéltalo!—ordené, poniéndome de pie, aún sujetando al perro.

El gigante hijo de Crisaor sonrió.

—Chico, deberías hacer cuentas. Si matas a Ortos, se regenerará en el Tártaro. Por otro lado, no creo que tu amigo cuente con la misma facultad.

Me quedé quieto, él tenía razón. Sin importar lo que hiciese, no llegaría a tiempo para ayudar a Nico, y me negaba a perderlo también a él.

—No le hará daño—dije—. Lo necesita para hacer negocios con Luke.

—Quizá—admitió—. Pero no creo que a Luke le importe si se lo entrego con uno o dos brazos menos.

Dejé ir a Ortos.

—Bueno—dijo Gerión jovialmente—, ya hemos terminado la visita. Volvamos a la casa, almorcemos y luego enviaremos un mensaje Iris a nuestros amigos del ejército del titán.

—¡Malvado!—gritó Annabeth.

Gerión le sonrió.

—No se preocupe, querida. En cuanto haya entregado al señor di Angelo, usted y sus amigos podrán partir. Yo no me entrometo en las búsquedas. Además, me han pagado generosamente para garantizar su paso, aunque mucho me temo que eso no incluye al señor di Angelo.

—¿Quién le ha pagado?—preguntó Annabeth—. ¿Qué quiere decir?

—No se preocupe por eso, querida. ¿Vamos?

—¡Espere!—dije—. Usted ha dicho que es un hombre de negocios. Muy bien. Hagamos un trato.

Gerión entornó los párpados.

—¿Qué clase de trato, señor Jackson? ¿Acaso dispone de oro?

—Tengo algo mejor. Hagamos un trueque.

—Pero usted no tiene nada que ofrecer.

—Hágale limpiar los establos—sugirió Euritión con aire inocente.

"¡Mierda!"—gruñimos Zoë y yo al unísono.

—¡Eso es!—dije—. Si no lo consigo, nos retendrá a todos y podrá vendernos a Luke por una buena cantidad de oro.

—Suponiendo que los caballos no lo hayan devorado primero, señor Jackson— adujo Gerión.

—Aun así, tendría a mis amigos—respondí—. Ahora bien, si lo consigo, deberá soltarnos a todos, incluido a Nico.

—¡No!—gritó él—. A mí no me hagas favores, Percy. ¡No necesito tu ayuda!

Gerión rió entre dientes.

—Esos establos, Jackson, no se han limpiado en más de un millar de años... Aunque también es verdad que dispondría de más espacio para alquilar si me librara de toda esa bosta...

—¿Qué tiene que perder?

El ranchero vaciló.

—De acuerdo. Acepto su propuesta, señor Jackson, pero ha de concluir antes de que se ponga el sol. Si fracasa, venderé a sus amigos y me haré rico.

—Trato hecho.

Él asintió.
—Me llevo a sus amigos al rancho. Esperaremos allí.

Euritión me echó una mirada divertida. Tal vez era de simpatía. Dio un silbido y el perro de dos cabezas fue a subirse de un salto al regazo de Annabeth, que soltó un grito. Yo sabía que ni Tyson ni Grover intentarían nada mientras tuvieran como rehén a Annabeth.

Bajé del tren y la miré a los ojos.

—Espero que sepas lo que haces—me dijo en voz baja.

Le sonreí para tranquilizarla.

—Créeme, lo sé.

Gerión se puso al volante. Euritión arrastró a Nico al asiento trasero.

—Al ponerse el sol—me recordó Gerión—. Ni un minuto más.

Se rió otra vez de mí, tocó el cencerro de su bocina y el vehículo-vaca se alejó retumbando por el sendero. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro