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El Carro Robado:


Estaba en el quinto periodo de ciencias cuando escuché un ruido afuera. Sonaba como si alguien estuviese siendo atacado por aves poseídas, y créanme, esa es una situación en la que he estado antes.

Nadie más en la clase parecía darse cuenta de la conmoción. Estábamos trabajando en el laboratorio y todo el mundo estaba hablando, por lo que no fue difícil para mí mirar por la ventana, mientras fingía vaciar mi baso de precipitado.

Efectivamente: había una chica de cabello castaño muy descuidado, con jeans, botas de combate y una chaqueta de mezclilla. Estaba cortando a una parvada de pájaros negros del tamaño de cuervos, similares a las aves de Estínfalo en cierto sentido.

Las plumas de estas sobresalían de su ropa, por varios lugares. Un corte sangraba por encima de su ojo izquierdo. Mientras observaba, una de las plumas de las aves voló como una flecha y se clavó en su hombro. Maldijo y partió al pájaro en rodajas, pero aún habían muchos más.

Lo más interesante del asunto, yo conocía a esa chica.

Se suponía que Clarisse vivía todo el año en el Campamento Mestizo, por lo que no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo en el Upper East Side, y en medio de un día de escuela, pero era evidente que tenía problemas. Y no iba a resistir mucho más tiempo.

Hice lo único que podía:

—Señora White—dije—. ¿Puedo ir al baño? Siento que voy a vomitar...

Ya sabes que con los profesores hay que usar la palabra mágica, y "por favor" no es la correcta. La verdadera magia reside en la palabra "vomitar". Esa te sacará de clase más rápido que cualquier otra cosa.

—Ve—respondió la profesora.

Corrí hacia la puerta, despojándome de los lentes de seguridad, guantes y bata de laboratorio. Saqué a Contracorriente y salí al pasillo.

"¿Qué crees sucede?"—preguntó Zoë, manifestándose a mi lado.

—No tengo ni la menor idea—admití—. Pero no puede ser bueno.

Salí por el gimnasio. Llegué a la avenida justo a tiempo para ver a Clarisse deshaciéndose de un pájaro con un golpe de la cara plana de su espada. El ave graznó y voló en espiral hasta estrellarse contra la pared de ladrillo para luego caer en un contenedor de basura.

Eso sólo dejaba a un puñado más alrededor de la hija de Ares.

—¡Clarisse!—grité.

Ella me miró con incredulidad.

—¿Percy? ¿Qué estás haciendo...?

Se vio interrumpida por una lluvia de flechas que sisearon por sobre su cabeza y se clavaron en la pared.

—Está es mi escuela—le dije.

—Eso es conveniente—reconoció.

Desplegué mi espada plateada y me uní a la batalla, los pájaros se desviaban ágilmente cuando me les acercaba, pero rápidamente me volví capaz de predecir su trayectoria.

Ambos rebanamos y cortamos hasta que las aves se fueron reduciendo a montones de plumas en el suelo. Repisábamos con dificultad, me había ganado algunos rasguños, pero ninguna herida importante.

Me saqué una pluma del brazo. No se había enterrado muy profundo, y tampoco parecía ser venenosa. Estaría bien.

Tomé una bolsa de ambrosía de mi chaqueta, donde siempre está en caso de emergencia, tomé la mitad y le ofrecí a Clarisse la otra mitad.

—Gracias...—murmuró, algo reacia. Ella nunca había sido especialmente buena al momento de aceptar ayuda.

En algunos segundos, nuestros golpes y cortadas desaparecieron. Clarisse envainó su espada y se sacudió la chaqueta.

—Fue bueno verte...

Se dispuso a irse, pero le cerré el paso interponiendo el filo de mi espada.

—Espera—le dije—. No puedes sólo salir corriendo.

—Claro que puedo.

Suspiré.

—¿Qué sucede?—pregunté—. ¿Qué haces fuera del campamento? ¿Y que hay de los pájaros?

Clarisse me empujó, o al menos lo intentó. Yo estaba demasiado acostumbrado a sus trucos, la eludí y tropezó, casi cayendo al suelo.

—Vamos—le dije—. Si alguien casi muere en mi escuela se vuelve mi problema.

—¡Es que no...!

—Mira—la interrumpí—. Eres algo así como mi mejor amiga, ¿de acuerdo? Nos rompemos la cara a diario en el campamento, no hay otra persona con la que haya luchado más veces. Así pues, déjame ayudarte.

Dio un suspiro tembloroso. Definitivamente quería tumbarme los dientes de un puñetazo, pero en sus ojos había una mirada desesperada, como si estuviese en serios problemas.

—Son mis hermanos—reveló—. Podríamos decir que me están jugando una broma.

—Oh...—dije. No muy sorprendido, Clarisse tenía muchos hermanos, todos extremadamente propensos a meterse con los otros—. ¿Cuál de todos? ¿Sherman? ¿Mark?

—No...—negó con la cabeza. Sonaba con miedo, y jamás la había escuchado así—. Mis hermanos inmortales. Fobos y Deimos.







Nos sentamos en un banco en el parque mientras Clarisse me contaba la historia. Yo no estaba demasiado preocupado por volver a la escuela. La Señora White asumiría que habría ido a la enfermería y que ellos me mandaron a casa. Además, el sexto periodo era la clase de economía, y el señor Bell jamás tomaba asistencia.

—Vamos a ver si lo entendí—dije—. ¿Te llevaste el auto de tu papá a dar una vuelta y ahora no está?

—No es un auto—gruñó Clarisse—. ¡Es un carro de guerra! Y él me dijo que me lo llevara. Es una prueba. Se supone que debo devolverlo al atardecer. Sin embargo...

—Tus hermanos lo robaron.

—Me lo quitaron y me mandaron lejos con esos pájaros.

—¿Las mascotas de tu padre?

Asintió tristemente con la cabeza.

—Cuidan de su templo. De todos modos, si no recupero el carro...

Parecía que estaba a punto de perder la cordura, y no la culpaba. Había visto a Ares furioso en el pasado y no era un espectáculo agradable. Si Clarisse fallase, la reprendería de forma muy dura. Realmente dura.

—Te ayudaré—decidí.

—Jamás te lo pedí.

—¿Y desde cuándo eso me ha detenido?

En ese momento, la voz de un chico habló desde no muy lejos:

—Ah, mira. ¡Creo que está llorando!

Un sujeto estaba apoyado contra un poste telefónico. Aparentaba ser un adolescente, vestido con jeans raídos, camiseta, chaqueta negra de cuero y un pañuelo sobre el cabello. Tenía un cuchillo envainado en su cinturón. Sus ojos eran del color del fuego y ardían como tal.

—Fobos...—Clarisse apretó los puños—. ¿Dónde está el carro, maldito infeliz?

—¿Lo perdiste?—se burló el dios, en tono de falsa sorpresa—. ¡Eso es terrible!

—¡Idiota...!—Clarisse desenvainó su espada, apuntándole con ella.

Atacó, pero el chico desapareció antes de que la hoja lo alcanzase. La cuchilla se estrelló contra el poste telefónico.

Fobos reapareció en el banco junto a mí. Se reía, pero paró en seco cuando le puse a Contracorriente frente a la garganta.

—Será mejor que le regreses el carro—dije—. Antes de que me enoje.

Se burló y trató de parecer rudo, o tan rudo como puede verse un sujete que tiene una espada bajo la barbilla.

—¿Este es tu novio, Clarisse? ¿Tiene que librar tus batallas?

—¡No es mi novio!—sacó su espada del poste—. Ese de allí es Percy Jackson.

El rostro de Fobos palideció. Me miró sorprendido, nervioso.

—¿El hijo de Poseidón? ¿El que venció a papá frente a todo el Olimpo?

—Y a tu mamá también—añadí—. Y... ehm... no es un insulto. De verdad nos agarramos a golpes en el desierto.

El dios tragó saliva. Sus ojos emitieron una luz de un brillante color rojo. De repente, Clarisse gritó y empezó a dar manotazos al aire, como si estuviese siendo atacada por insectos invisibles.

—¡Por favor no!

Presioné el filo de Contracorriente sobre su piel.

—¿Qué le estás haciendo?—exigí saber.

Clarisse llagó a la calle, blandiendo su espada salvajemente.

—¡Ya basta!—le grité a Fobos, tratando de cortarle la cabeza con un golpe.

El dios desapareció antes de que lograse dañarlo, reapareciendo de nuevo junto al poste telefónico.

—To te pongas tan delicado, Jackson—dijo—. Sólo le estoy mostrando sus miedos.

El brillo de sus ojos se desvaneció. Clarisse se derrumbó, respirando con dificultad.

—Tú...—gruñó, sin aliento—. Voy a matarte...

Fobos me miró.

—Y tú, Percy Jackson ¿a qué le temes?—preguntó—. Voy a averiguarlo. Ya sabes, siempre lo hago.

Le sostuve la mirada por varios segundos antes de sonreír y alzar mi puño en señal de desafío.

—Sólo inténtalo, maldito.

Fobos se hecho a reír.

—No hay nada a lo que tener miedo, además del miedo mismo. ¿No es lo que dicen? Bueno, déjame decirte un pequeño secreto, mestizo. Yo soy el miedo.

—Vamos—lo reté—. Intenta cambiarme al color del miedo.

Hizo una mueca.

—Si quieres encontrar el carro, ven tómalo. Está atravesando el agua. Lo encontrarás entre los animales salvajes, justo el lugar en donde perteneces.

Chasqueó los dedos y desapareció en una nube de vapor amarillo.

Había conocido a un montón de monstruos y dioses menores los cuales odiaba, pero Fobos se llevaba el primer premio. Detestó a los matones, había pasado toda mi vida de pie frente a quienes trataban de meterse conmigo y mis amigos.

Por la forma en la que Fobos se reía de mí y el como hizo que Clarisse colapsara usando sólo la mirada...deseaba enseñarle una buena lección.

—Voy a ayudarte, lo quieras o no—dije—. Así qué, ¿estás lista para ser ayudada?







Tomamos el metro, desde un puesto de mantenimiento para observar ataques, pero nadie nos molestó. Durante el camino, Clarisse me contó sobre Fobos y Deimos:

—Son dioses menores—decía—. Demonios, podría decirse. Fobos es el miedo. Deimos el terror.

—¿Hay alguna diferencia?

Ella frunció el ceño.

—Deimos es más grande y más feo, supongo. Es bueno para hacer enloquecer ejércitos enteros. Fobos es más... personal. Él siempre consigue meterse en tu mente.

—Ah... de allí viene la palabra fobia.

—Sí—gruñó—. Está tan orgulloso de ello. Todas las fobias llevan su nombre. Es un imbécil.

—¿Y porque te quitaron el carro?

—Por lo general, es un ritual sólo para los hijos de Ares al cumplir los quince años. Soy la primera hija de a guerra que lo consigue en mucho tiempo.

—¿Tanto así que se tardaron dos años en probarte?

—Sí, de hecho así es. Tengo que regresar el carro al templo antes de que acabe el día.

—¿Templo?

—En Pier 83. El Museo Intrépido de Mar, Aire y Espacio.

—Oh, eso tiene sentido.

Un montón de armas y bombas y un montón de objetos peligrosos para que un dios de la guerra pueda pasar un buen rato.

—Tenemos unas cuatro horas antes de la puesta de sol—calculé—. Debería bastar para encontrar el carro. Pero ¿a qué se refería antes Fobos? ¿"Atravesando el agua"? ¿"Entre animales salvajes"?

—¿Un zoológico?

Asentí con la cabeza. Un zoológico atravesando el agua podría ser el de Brooklyn, o tal vez algún otro aún más difícil de encontrar, con pocos animales salvajes. Un lugar donde nadie pensase que podría de estar un carro de guerra robado...

—Staten Island—le dije—. Tiene un pequeño zoológico.

—Tal vez—reconoció Clarisse—. Suena como el tipo de lugar en donde Deimos y Fobos esconderían algo. Pero si nos equivocamos...

—No tenemos tiempo de estar mal.

Llegamos en tren hasta Times Square, y de allí seguimos la vida hasta llegar a la terminal del ferri.

Abordamos el barco de Staten Island a las tres y media, junto con un grupo de turistas que se agolpaban en las barandas de la cubierta superior, tomando fotos a nuestro paso por la Estatua de la Libertad.

Al mirar el monumento se me encogió el corazón, sentía que la gigante de color verde me miraba fijamente, juzgándome.

—¿Qué te pasa?—preguntó Clarisse.

Suspiré.

—Se supone que la estatua se basa en la diosa romana Libertas, también llamada Eleuteria por los griegos—expliqué—. No obstante... al menos según Annabeth, Frédéric Auguste Bartholdi, el sujeto que la hizo, se basó en su madre para el modelo. El tipo resultó ser hijo de Atenea.

La expresión de Clarisse se suavizó.

—Lamentó lo que pasó entre ustedes—dijo—. ¿Han vuelto a hablar desde entonces?

Negué con la cabeza.

—No... de hacerlo, acabaríamos volviendo a pelear por el asunto con Crono y Luke.

—Esa chica es un problema cuando se le mete algo en la cabeza—gruñó—. Se parece a ti en ese sentido.

Rodeé los ojos.

—¿Qué me dices de ti?—intenté cambiar el tema—. Te ha ido bien con Chris, ¿no es así?

—No me quejo—murmuró, bastante reacia a hablar de su vida amorosa—. Su salud ha mejorado y...

El ferro se sacudió como si hubiera golpeado una roca. Los turistas tropezaron hacia delante, cayendo unos sobre otros. Clarisse y y corrimos hacia la parte delantera de la embarcación. El agua debajo de nosotros comenzó a hervir. Entonces, la cabeza de una serpiente marina hizo erupción en la bahía.

El monstruo era, al menos, tan grande como el barco. De color gris y verde y dientes como de cocodrilo en el hocico. Olía... algo así como acabase de salir desde el fondo del puerto de Nueva York.

Montado sobre su cuello había un voluminoso tipo con armadura griega. Su rostro estaba cubierto de cicatrices y sostenía una jabalina en la mano.

—¡Deimos!—gritó Clarisse.

—¡Hola, hermanita!—su sonrisa era casi tan horrible como la serpiente en la que montaba—. ¿Listos para jugar?

El monstruo rugió. Los turistas gritaron y se dispersaron. No sabía que verían a través de la Niebla, pero sea lo que fuese los asustó.

—¡Déjalos en paz!—exigí.

—¿O qué, hijo del dios del mar?—se burló Deimos—. ¡Mi hermano dice que eres un cobarde!. Además, me encante el terror. ¡Yo vivo del terror!

Espoleó a la serpiente a dar un cabezazo al barco. Las alarmas sonaron. Los pasajeros cayeron unos sobre otros tratando de escapar. Deimos rió con deleite.

—¡Eso es todo!—rugí—. Clarisse, sujétate.

—¿Qué?

—Agárrate a mi cuello. Vamos a dar un paseo.

Ella no protestó. Se agarró de mí y contó hasta tres.

Saltamos por la cubierta directamente hacia la bahía, pero sólo por un momento. Sentí el poder creciente de los océanos a través de mí. El agua se arremolinó bajo mis pies y mis fuerzas se multiplicaron.

Pronto, me vi de pie sobre un feroz torrente de agua con diez metros de altura.

—¡¿Crees que puedes hacer frente a Deimos?!—pregunté a gritos a Clarisse.

—¡Yo me encargó!—respondió—. ¡Sólo acércame a unos diez pies!

Cargamos contra la serpiente. El monstruo enseñó los colmillos, pero al entrar en contacto con mi remolino su cabeza fue absorbida por la vorágine, dejando vía libre para que Clarisse atacara.

Ella saltó y fue a estrellarse con Deimos. Los dos cayeron al mar.

La serpiente se zafó de mi agarré y trató de plantarme cara. Utilicé aún más poder, aumentando exponencialmente la altura de mi plataforma.

¡¡WHOOOOM!!

Diez mil galones de agua salada se estrellaron contra el monstruo. Salté por sobre su cabeza, nivelé a Contracorriente e hice un corte con todas mis fuerzas en el cuello de la criatura. El monstruo rugió. La sangre brotó de la herida y la serpiente se hundió bajo las olas.

Me zambullí en el agua y vi que se estaba retirando hacia mar abierto. Eso era lo bueno de enfrentarse a las serpientes marinas. Son unas bebes cuando se trata de recibir daño.

Clarisse estaba en la superficie cerca de mí, escupiendo y tosiendo. Nadé y la sostuve.

—¿Recibió Deimos su merecido?—le pregunté.

Negó con la cabeza.

—El cobarde desapareció a mitad de la pelea. Pero estoy segura de que lo volveremos a ver. A Fobos también.

Los turistas en el ferri seguían corriendo en pánico Pero no parecía que nadie hubiese resultado herido. El barco tampoco parecía dañado. Decidí que no sería buena idea quedarnos. Sujeté a Clarisse con firmeza e hice que las olas nos llevarán hasta Staten Island. En el oeste, el sol se ponía sobre la costa de Jersey. Se nos estaba acabando el tiempo.







Nunca había pasado demasiado tiempo en Staten Island, y resultó que era mucho más grande de lo que pensaba.

Tratamos de no llamar mucho la atención mientras avanzábamos por las calles. Yo estaba seco, pero Clarisse, por su lado, estaba empapada de pies a cabeza, por lo que dejó huellas en toda la acera y el conductor del autobús no nos dejó entrar.

—Nunca voy a llegar a tiempo—suspiró.

—Deja de pensar eso—traté de sonar optimista, pero de igual forma empezaba a tener dudas también.

Después de arrastrarnos por un montón de suburbios, un par de iglesias y un McDonald's, al fin vimos un letrero que decía "Zoológico". Doblamos la esquina y seguimos la calle hasta dos curvas com un bosque a un lado hasta que llegamos a la entrada del lugar.

La señora de la taquilla nos miraba con desconfianza, pero gracias a los dioses que llevábamos suficiente dinero como para entrar. Caminamos alrededor de la casa de los reptiles y Clarisse se detuvo en seco.

—Ahí está.

Estaba estacionado en una encrucijada entre el zoológico de mascotas y el estanque de la nutria marina: un enorme carro de oro, grande y rojo, atado a cuatro caballos negros. Hubiera sido hermoso si todos los grabados que tenía no mostraran gente muriendo de forma dolorosa.

Los caballos estaban hechando fuego por las narices. Familias con carriolas caminaban por delante del carro, como si no existiera. Supongo que la niebla debía de ser especialmente fuerte a su alrededor, porque el único camuflaje que le habían puesto al carro era una nota escrita a mano pegada a una de las riendas de los caballos que decía: "VEHÍCULO OFICIAL DEL ZOO"

—¿Dónde están Deimos y Fobos?—murmuró Clarisse, tomando su espada.

Yo no podía verlos en ninguna parte, ni siquiera con mi ojo plateado, pero sabía que se trataba de una trampa.

Me concentré en los caballos y traté de hablarles:

—Lindos caballos respira fuego—dije—. Vengan aquí.

Uno de los equinos relinchó con desdén. Me llamó de algunas formas que no puedo repetir.

—Voy a tratar de conseguir las riendas—dijo Clarisse—. Los caballos me conocen. Cúbreme la espalda.

Tomé a Contracorriente y la sujeté con fuerzas, aún en su forma de bolígrafo. Clarisse se acercó muy lentamente al carro, caminando de puntitas hacia los caballos.

Se quedó inmóvil cuando pasó una señora con una niña de unos tres años de edad. La niña se emocionó y dijo:

—¡Ponis con llamas!

—No seas tonta, Jussieu—dijo la madre, con voz aturdida—. Ese es el vehículo oficial del zoo.

La niña intentó protestar, pero la madre la sujetó de la mano y siguió caminando.

Clarisse se acercó al carro. Su mano estaba a seis pulgadas de este cuando los caballos se molestaron y comenzaron a relinchar exhalando llamas. Fobos y Debimos aparecieron en el carro, los dos ahora vestían una armadura de batalla color negro. Fobos sonrió, sus ojos eran de un rojo brillante. La cara de susto de Deimos se veía aún más horrible de cerca.

—¡La cacería ha comenzado!—gritó Fobos.

Clarisse se tambaleó hacia atrás cuando él azotó a los caballos y el carro se dirigió directamente hacia mí. Salté fuera de su camino, esquivándolo por muy poco. El vehículo arrasó con todo a su paso.

—¡Percy, cuidado!—gritó Clarisse, como si necesitara que alguien me lo dijese.

Salté nuevamente y aterricé en una isla rocosa en medio de la exhibición de las nutrias. Hice una columna de agua hacia afuera y rocié a los caballos, de tal manera que sus lamas se extinguieron.

Las nutrias tampoco estaban muy contentas conmigo, así que decidí salir de allí cuanto antes.

Corrí tratando de llamar la atención de Fobos, al tiempo que buscaba que los caballos redujeran su marcha. Clarisse aprovechó la oportunidad para saltar a la espalda de Deimos justo cuando este iba a arrojar su jabalina.

Ambos cayeron del carro, que ya avanzaba nuevamente hacia mí. Pude oír como Deimos y Clarisse comenzaban a luchar espada contra espada, pero no tuve tiempo de preocuparme, pues Fobos cargaba nuevamente contra mí.

Corrí hacia el acuario con el carro justo a mis espaldas.

—¡Oye, Percy!—rió Fobos—. ¡Tengo un regalo para ti!

Miré hacia atrás y vi como el carro y los caballos se fusionaban, como figuras de barro derritiéndose. El vehículo se deformó y transformó en una caja de metal negra con peldaños, una torreta y un largo cañón.

Reconocí el diseño por mis investigaciones sobre los trece Einherjar. Fobos estaba sonriéndome desde lo alto de un tanque soviético de la Segunda Guerra Mundial.

—¡Di "patata"!—sonrió.

Salté hacia un lado cuando el arma disparó.

¡KA-BOOOOM!

Un quiosco de recuerdos explotó, enviando animalitos de peluche, vasos de plástico y cámaras fotográficas en todas direcciones.

Mientras Fobos volvía a apuntaba su arma, me puse de pie y me adentré en el acuario. Sabía que los finlandeses habían usado bombas Molotov para destruir esa clase de tanques, pero A) no tenía químicos a mano, B) no tenía idea de cómo se hacían esas cosas, y C) los tanques soviéticos normalmente no poseían el divino poder de Ares, ni estaban hechos de metales sagrados.

Me rodeé de agua, lo que aumentó mi poder. Además, era posible que el tanque de Fobos no cupiese por la puerta... lo que, si era crítico, no iba a detenerlo.

Corrí entre las habitaciones pintadas de azul claro. Desde las sepias hasta los peces payaso, pasando por las anguilas. Todos los animales se me quedaban mirando mientras pasaba. Podía oír sus pequeños susurros en la mente:

"¡El hijo del dios del mar!"

"¡El hijo del dios del mar!"

Es genial cuando eres una celebridad para los calamares.

Me detuve en la parte trasera del acuario. Silenció.

Y después: ¡BROOOM! ¡BROOOM!

Era un distinto tipo de motor. Miré con incredulidad como Fobos llegaba en una Harley Davidson al acuario.

Había visto esa motocicleta antes: estaba decorada con llamas en su motor, con fundas de escopeta, y un asiendo de cuero humano... Era la misma motocicleta que Ares montaba cuando lo conocí, pero nunca se me había ocurrido que fuese sólo otra forma de su carro de guerra.

—Hola, perdedor—saludó Fobos, desenvainando una enorme espada—. Es tiempo de tener miedo.

Levanté mi arma, decidido a plantarle cara. Entonces, los ojos del dios brillaron con intensidad, y cometí el error de verlos.

De un segundo para otro me encontraba en un lugar distinto.

Me hallaba a mitad del Campamento Mestizo, y estaba envuelto en llamas. El bosque ardía. De las cabañas salía humo. Las columnas griegas del pabellón habían sido demolidas y la Casa Grande se caía a pedazos.

Frente a mí, muerto, se hallaba Luke, con su cuerpo destrozado por completo. Miré mis manos, manchadas de sangre. Mis uñas se asemejaban más a garras caninas, y huesos sobresalían de mi carne mientras el dolor me invadía y la Marca de Hércules crecía sobre mi piel.

Estaba muriendo, deshaciéndome en la nada, convirtiéndome en polvo.

Pero lo más espantoso. Al mirar alrededor veía los restos de una gran batalla. Monstruos y semidioses desmembrados y brutalmente masacrados en todas direcciones. El suelo teñido de rojo, el cielo cubierto por cortinas negras.

Vi a Quirón, inmóvil en el suelo, con la punta destrozada de Contracorriente sobresaliendo de su corazón. Veía a Grover, a Tyson, a Clarisse, a Nico a Thalia y a todos mis demás amigos muertos, asesinados, no por Luke, ni por Crono, sino por mí mismo.

Yo los había matado. Yo había dejado que mi ira me controlase y de esa forma había acabado con la guerra, matando a todos en ambos bandos. Había perdido el rumbo, la moral, la capacidad de distinguir amigos y enemigos, de entender la diferencia entre el bien y el mal.

Una voz con un marcado acento británico me felicitó, aplaudiendo a mis espaldas mientras cantaba lúgubremente: "London Brinde is falling down..."

"Yes, sir. En medio de toda la maldad que inunda mi alma, esta es mi razón para vivir. The gift... que los dioses decidieron darme"—decía—. "Los colores que puedo ver son una obra de arte que sólo yo puedo crear. Además... mi arte, es capaz de hacer que cualquiera brille, sin importar lo oscura que haya sido su vida. ¿No es algo maravilloso?"

La única persona viva en aquel apocalíptico paisaje era Annabeth Chase, quien se mantenía en pie a muy duras penas, temblando, sosteniendo su cuchillo sin siquiera fuerzas, pero mirándome con un odio tal que me hizo trizas el corazón.

—Fallaste, Percy—me dijo—. ¿Hasta dónde fuiste capaz de llegar...?

"Sé bien que está más allá de tu comprensión"—decía la voz—. "Pero aquellos cuyos corazones se unen con la emoción del miedo... poseen una belleza que no cambiaria por nada en el mundo"

Annabeth trató de atacarme, de dar fin a la pesadilla, pero sus heridas eran demasiadas. Tropezó y cayó al suelo, completamente a mi merced.

Alcé mi puño, mientras una sonrisa se apoderaba de mi rostro.

—Siento decepcionarte—dije, pero no dirigiéndome a ella—. Pero incluso si muero aquí, no voy a darte el espectáculo que estás buscando.

Me lancé de frente a toda velocidad, con más determinación que nunca.

—¡Sólo le temo a una cosa! ¡¡Y es al día en que me separe de la justicia!!

Parpadeé, y la hoja de Fobos estaba bajando hacia mi cabeza. Levanté a Contracorriente y bloqueé el golpe.

—¡Y te tengo noticias, demonio!—añadí—. ¡Ese día no será hoy!

Contraataqué y apuñalé a Fobos en el pecho. El icor dorado brotó a chorros. Sin su poder del miedo ni siquiera era un peleador decente. El dios del miedo estaba asustado.

—Quizá... tú no seas fácil de doblegar—dijo—. Pero en tu mismo pecho... late un distinto corazón...

Sus ojos relucieron, y salí despedido de golpe, no hacia atrás, sino hacia dentro de mi mente.

Miré a mi alrededor, desesperado, pues sabía a lo que el dios se refería.

—¡Zoë!—grité—. ¡Dónde estás!

Escuché sus gritos a la distancia por lo que me puse de pie y eché a correr tan rápido como pude.

—¡Zoë!

Antes de darme cuenta, el oscuro océano caótico que era mi interior se transformó. Me vi entonces en un hermoso paraíso perdido al que odiaba desde lo más profundo de mi ser: el Jardín de las Hespérides.

Finalmente la vi, arrinconada contra el árbol de las manzanas doradas. Ladón no se veía por ninguna parte, pero a quien sí veía era a un hombre de aproximadamente unos veinte años de edad, con piel cobriza, unos llamativos ojos azules, y cabello negro. También llevaba una barba descuidada y portaba en su cinturón una espada que bien conocía, Anaklusmos.

Lo más llamativo, sobre sus hombros reposaba la impenetrable piel del León de Nemea.

—¡Aléjate!—gritó Zoë.

Intentó defenderse, pero ni siquiera todos sus años de experiencia como cazadora le sirvieron frente a aquel hombre que, con excesiva facilidad, la derribó e inmovilizó contra el troncó del árbol.

—Escuché que no has dejado de maldecir mi nombre en todos estos milenios—dijo el sujeto—. Entiende esto de una vez, hija de Atlas, fuiste una herramienta, un medio para llegar a un fin.

—¡¿Y crees que no lo sé?!—Zoë trató de darle un puñetazo, pero el hombre detuvo su brazo y con un movimiento se lo rompió.

La cazadora soltó un desgarrador grito de dolor que me sacudió el alma. Traté de alcanzarla, pero las distancias entre nosotros se hacían más largas cada paso que daba.

—¡Zoë!—grité, impotente.

El hombre se cernió sobre ella, imponente.

—Eres patética—le decía—. Si abandonaste a tu familia, si lo perdiste todo, incluyendo tu vida, no fue por mi culpa, sino por tu decisión.

Zoë le escupió en la cara.

—¡Voy a matarte!—gruñó ella.

El sujeto se rió.

—Quiero verte intentar.

Le dio una bofetada que por poco y no le arranca la cabeza.

—Voy a disfrutar de esto, pequeña zorra.

El hombre la tomó por el cuello con una mano, y con la otra empezó a arrancarle las vestiduras.

Ella trató de resistirse, de gritar, golpear y morder, pero era inútil.

—¡Zoë! ¡No es real! ¡Tienes que despertar!

Mi voz se perdía en el aire. Mis piernas se sentían cada vez más pesadas.

Entendí entonces que ese era el verdadero gran terror de Zoë. Que aquel hombre por el que lo había dejado todo para después abandonarla volviese para aprovecharse de ella impunemente una vez más.

Sería violada por Heracles sin que nadie pudiese ayudarla. Y después, cuando los demás se enterasen, la repudiarían, harían como si jamás hubiese existido, y esta vez ni siquiera Artemis la ayudaría.

—¡No!—rugí, logrando romper las barreras mentales que Fobos me había impuesto.

Lancé un puñetazo con todas mis fuerzas, volando el cráneo de Heracles en mil pedazos.

Zoë cayó al suelo, desnuda, humillada. Incluso si había detenido a tiempo a su antiguo trauma, el terror persistía.

La abrasé mientras la cubría con un manto, después de todo, seguimos en mi cabeza y si quería materializar una manta podía simplemente hacerlo.

Ella lloraba incontrolablemente.

—Zoë...—susurré—. Mírame, por favor. Nada de esto es real.

Un golpe por la espalda me mandó lejos de ella, y por poco me deja fuera de combate.

Al levantar débilmente la cabeza, noté como estábamos siendo rodeados por decenas, quizá millares, de copias de Heracles. Todos dispuestos a abusar de mi amiga, y no podría hacer nada para impedirlo.

Entendí, entonces, que yo jamás podría salvarla, pues aquel miedo era sólo suyo. La única que podía detener aquella pesadilla era ella misma.

—¡Zoë!—grité—. ¡Esto no es real!

No me respondía, sólo trataba en vano de cubrirse mientras era rodeada y sujetada por aquellas infinitas copias del hombre al que más odiaba.

—¡Debes luchar! ¡Debes enfrentar tu miedo!

—¡Ayúdame!—rogaba—. ¡Detenlos!

—¡No, Zoë! ¡Eso sólo lo puedes hacer tú misma!

—¡No puedo...!

—¡Claro que puedes!—rugí—. ¡Respóndeme! ¡Ahora que somos uno sólo, ¿a qué es lo único que tenemos miedo?!

—N-no...

—¡¡Dímelo!!

Sus ojos relucieron levemente con determinación.

—Al día... ¡¡Al día en que nos separemos de la justicia!!

Su cuerpo relució con una poderosa luz plateada, y en un instante nuevamente estábamos en el acuario, juntos, sosteniendo a Contracorriente a travez del cuerpo de Fobos.

—¿Qu-qué...?—balbuceó él, mientras vomitaba icor—. ¿Qué demonios son ustedes...?

Lo miramos a los ojos y al unísono respondimos.

—Me han conocido por varios nombres. "Mensajero de la Justicia" "Señor de la Fortaleza" "El Indomable Dios de la Guerra". Pero tú puedes llamarme Percy.

Trazamos un arco ascendente con la espada, y su cuerpo quedó perdido en dos.

Zoë lo miró con odio en su mirada.

"Termínalo de una vez"—me dijo.

—No—respondí—. El idiota sigue siendo inmortal. Así que dejemos que vaya llorando con mami y papi partido en dos.

Fobos se disolvió en vapor amarillo.

Miré a Zoë.

—¿Estás bien?

Se abrazó a sí misma.

"Lo estaré..."—dijo, pero no se oía muy segura.

—¿Quieres hablar de eso?

Negó con la cabeza.

"Después"—murmuró—. "Hay una misión que terminar"

En eso no se equivocaba.

—¿Y un abrazó?

No respondió, pero accedió al gesto, aferrándose a mi cuerpo mientras temblaba.

"Gracias..."—murmuró—. "Pero ahora..."

—Lo sé.

Miré la motocicleta de Ares. Nunca había montado en una Harley Davidson de guerra antes. Pero, ¿qué tan difícil podía ser?

Salté y la encendí, saliendo del acuario para ayudar a Clarisse.







No tuve problemas para encontrarla.

Me limité a seguir el camino de destrucción. Las vallas estaban abajo. Los animales corrían libremente. Tejones y los lémures estaban revisando la máquina de palomitas. Un leopardo que buscaba descansar en una banca del parque sostenía un manojo de plumas de paloma a su alrededor. Estacione la moto en el zoológico de mascotas.

Deimos y Clarisse estaban en el área de las cabras. Clarisse estaba de rodillas. Corrí hacia adelante, pero de repente se detuvo, cuando vi cómo el dios había cambiado de forma. Ahora era Ares, igual de alto que el dios de la guerra, vestido de cuero negro y gafas de sol, su cuerpo entero humeaba de rabia mientras alzaba el puño sobre Clarisse.

—¡Fallaste de nuevo!— rugió el dios de la guerra rugió—. ¡Te había dicho lo que pasaría!

Quizó de golpear a Clarisse, pero ella retrocedió, muy perturbada, gritando:

—¡No, por favor!

—¡Estúpida bastarda!

—¡Clarisse!—Grité—. ¡Es una ilusión! ¡Ponte de pie y pelea!

La forma de Deimos se desvanecía.

—¡Soy Ares!—insistió—. ¡Y jamás tendrás valor! ¡Sabía que me fallarías! ¡Ahora sufrirás mi ira!

Quería cobrármela con Deimos y pelear, pero sabía que no debía ayudar, como tampoco hice con Zoë. Clarisse debía hacerlo. Ese era su peor miedo. Ella tenía que enfrentarlo por sí misma.

—¡Clarisse!—le dije.

Ella me miro de reojo y trate de mantener su atención.

—¡Ponte de pie ante él!—le dije—. ¡Él es pura habladuría! ¡Levántate!

—Yo... No puedo.

—¡Sí, puedes! ¡Eres una guerrera! ¡Levántate!

Ella dudó. Luego se puso en pie.

—¿Qué estás haciendo?—Bramó Ares—. ¡Arrástrate por misericordia, niña!

Clarisse tomo aire. Muy tranquila y dijo:

—No.

—¡¿QUÉ?!

Levantó la espada.

—Estoy cansada de tener miedo de ti.

Deimos trato de golpearla, pero Clarisse desvió elataque. El dios se tambaleó hacia atrás, pero no cayó.

—Tú no eres Ares—dijo Clarisse—. Ni siquiera eres un buen luchador.

Deimos gruñó en señal de frustración. Para cuando él volvió a atacar, Clarisse estaba lista. Ella lo desarmo y lo apuñalo por el hombro. No fue profundo, pero fue suficiente para lastimar a un dios.

Él gritó de dolor y comenzó a brillar.

—No mires—le advertí a Clarisse.

Evitamos verlo cuando estalló en luz dorada, su verdadera forma divina, y desapareció.

Estábamos solos, excepto por una cabras del zoológico en la área de mascotas, que nos estaban tirando de la ropa en busca de aperitivos. La motocicleta se había convertido de nuevo en un carro tirado por caballos.

Clarisse me miró con cautela. Se limpió la paja y el sudor de la cara.

—Tú no viste esto. No has visto nada.

—¿Ver qué?—sonreí—. Lo hiciste muy bien.

Miró el cielo, que se estaba poniendo rojo tras los árboles.

—Súbete al carro—dijo ella—. Todavía tenemos un largo camino que tomar.







Unos minutos más tarde, llegamos al edificio del ferri de Staten Island y recordé algo obvio: Estábamos en una isla. En el ferri no se podía subir un carro. O motocicleta. O tanque soviético.

—Genial—murmuró Clarisse—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Cruzamos a través del Verrazano-Narrows?

Los dos sabíamos que no había tiempo. Había puentes en Queens y Nueva Jersey, pero de cualquier manera tomaría horas para conducir en carro de regreso a Manhattan, incluso si lográbamos engañar a la gente haciéndole creer que era un coche normal.

Entonces tuve una idea.

—Vamos a tomar la ruta directa.

Clarisse frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

Cerré los ojos y comenzó a concentrarme.

—Sigue derecho, ¡vamos!

Clarisse estaba tan desesperada que no dudo. Gritó: "¡Alalá!" Y fustigó a los caballos.

Los corceles corrieron directamente hacia el agua. Me imaginé el mar como algo sólido, en que las olas se convirtieran en una superficie firme en todo el camino a Manhattan.

El carro de guerra golpeó el agua, el aliento de los caballos estaba muy cerca de nosotros, y nos dirigíamos a la parte superior de la bahía en línea recta hacia el puerto de Nueva York.

Llegamos al muelle 86 al mismo tiempo que la puesta del sol. Intrepid Sea-Air-Space Museum, (a.k.a templo de Ares), era un enorme muro de metal gris delante de nosotros, en la zona de vuelo había aviones de combate y helicópteros.

Estacionamos el carro en una rampa, y bajé. Por una vez, estaba feliz de estar en tierra firme. Concentrarse en mantener el carro por encima de las olas había sido una de las cosas más estresantes que había hecho jamás. Estaba agotado.

—Será mejor salir de aquí, antes de que Ares llegue—dije.

Clarisse asintió con la cabeza.

—Probablemente te pedirá una batalla en el acto.

Sonreí, me agradaba la idea de volver a enfrentar al dios, pero no estaba de humor ni para lidiar con su persona.

—Felicidades—le dije—. Supongo que pasaste tu examen de conducir.

Se envolvió las riendas alrededor de sus manos.

—Acerca de lo que viste, Percy. A lo que le temía, me refiero al "no se lo digas a nadie."

Ella me miro incómoda.

—¿Fobos logro asustarte?

Suspiré.

—Me perturbó profundamente—admití—. Vi cosas... que nadie debería ver. Pero, no es por sonar engreído ni nada pero, mi miedo es algo que veo tan irreal e imposible que ni siquiera Fobos fue capaz de hacer que me creyese la ilusión, por real que haya sido.

Ella bajo la mirada.

—Yo, eh...supongo que debería decir...—las palabras parecían quedar atrapadas en su garganta. Otra cosa que Clarisse no acostumbraba a decir ni siquiera a sus amigos: "gracias"

—No hay de qué—le dije.

Comenzó a alejarme, pero ella grito:

—¿Percy?

—¿Sí?

—Cuándo nos volvamos a ver las caras en el campamento, suponiendo que dures hasta entonces, ¡morderás el polvo en la pista de combate!

—¿Eso es lo que crees, aliento de jabalí?

Una leve sonrisa cruzó su rostro.

—Hasta luego.

—Nos vemos.

Y me dirigí hacia el metro. Había sido un día largo, y estaba listo para regresar a casa. 

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