Dios de la Justicia:
Cuándo abrí los ojos, me encontraba en una luminosa habitación que conocía bastante bien.
Apolo levantó los brazos en gesto de victoria.
—¡Funcionó!
Traté de decir algo, pero no me salía la voz. Aún sentía como si un perro de tres cabezas me hubiese masticado y escupido hacia un volcán.
El dios de la medicina me estudió detenidamente.
—No creí que mi poder funcionaría—admitió—. Pero, por alguna razón, tu marca ha dejado de ejercer presión sobre tu organismo. Te repondrás.
Miré a mi alrededor. El palacio de Apolo se había convertido en un hospital improvisado. Campistas, cazadoras, espíritus de la naturaleza y dioses se atendían los unos a los otros.
El techo se caía a pedazos y todo el lugar estaba lleno de escombros, pero se mantenía en pie.
Al mirar mis brazos, noté que la marca había regresado a su color verde mar y había retrocedido un poco sobre mi piel. Aún cubría la gran mayoría de mi cuerpo, pero ya no era lo único de mí visible.
Annabeth estaba no muy lejos de mí, mirándome en silencio mientras Will Solace le cambiaba los vendajes del hombro.
Apolo me dio una palmada en la espalda.
—Te esperamos en la sala del trono—dijo—. No tardes demasiado.
Desapareció con un destello, dejándome ver a una persona que se había mantenido oculta tras su espalda.
—No te moriste—observó Artemis.
Bajé la mirada. Meses atrás, antes de que empezase a salir con Rachel, había tenido una discusión bastante grave con la diosa de la luna. Le dije que no quería volverme tan cercano a ella a sabiendas de que moriría en breves. Use palabras... más fuertes de lo que me gustaría admitir porque prefería lastimarla un poco al alejarla que romper su corazón al morir irremediablemente al usar a Cerbero.
Ahora, yo estaba vivo, y todos mis argumentos carecían de sentido.
—T-tampoco es... como lo planeé...—logré responder.
Ella me miro con cierta furia contenida, pero se mantuvo serena e imperturbable.
—Me alegro de que estés vivo—dijo finalmente—. Hablaremos más tarde. Por ahora, tienes que asistir a la ceremonia.
—¿Ceremonia?
Asintió lentamente.
—La despedida final de Luke Castellan.
Las tres Moiras en persona se llevaron el cuerpo de Luke.
No había visto a las viejas damas desde hacía mucho, desde que las sorprendí cortando un hilo de la vida en un puesto de frutas de carretera cuando sólo tenía doce años. Entonces me habían dado pavor y ahora también me lo dieron: tres abuelas macabras con bolsos llenos de hilo y agujas de hacer punto.
Una de ellas me miró y, aunque no dijo una palabra, toda mi vida— literalmente—desfiló ante mis ojos en un fogonazo. De repente tenía veinte años. Luego fui un hombre de media edad. Y por fin me convertí en un viejo arrugado. Toda la energía abandonó mi cuerpo y entonces vi mi propia lápida, una tumba abierta y un ataúd que descendía hacia el fondo. Todo eso en menos de un segundo.
—Ya está—dijo.
La Moira sujetaba un trozo de hilo azul. Era el mismo que había visto cuatro años atrás: el cordón vital que yo les había visto cortar entonces. Había creído que era mi vida. Ahora comprendía que no, que se trataba de la de Luke. Ellas me habían mostrado la vida que habría de ser sacrificada para arreglar las cosas.
Se reunieron las tres junto al cuerpo de Luke, ahora envuelto en un sudario blanco y verde, y cargaron con él para sacarlo de la sala del trono.
—Esperad—pidió Hermes.
El dios mensajero iba vestido con su conjunto clásico, es decir, túnica griega, sandalias y casco alado (las alitas se agitaban mientras caminaba). Las serpientes, George y Martha, se enroscaban en su caduceo, murmurando: "Luke, pobre Luke".
Traté de empatizar con el dolor de Hermes al perder a quién había sido su hijo y orgullo, pero me era difícil considerando de quién se trataba. Pensé también en May Castellan, sola en su cocina, preparando galletas y sándwiches para un hijo que jamás volvería a casa.
Hermes le destapó la cara a Luke, le besó la frente y murmuró unas palabras en griego antiguo: una bendición final.
—Adiós—susurró. Luego asintió, dando su venia a las Moiras para que se llevaran el cuerpo de su hijo.
Mientras salían, pensé en la Gran Profecía. Ahora todos los versos cobraban sentido:
"De los dioses más antiguos un mestizo llegará a los dieciséis contra todo lo predicho...": esa parte era la obvia, yo había sobrevivido aún con todo en contra, y al llegar a la dichosa edad, la crisis se había desatado.
"Y en un sueño sin fin el mundo se verá...": se refería a la burbuja que Morfeo, Hécate y Crono habían puesto sobre Manhattan que puso a dormir a los mortales mientras aislaba a la ciudad del resto del mundo.
"El alma del héroe, una hoja maldita habrá de segar": ese héroe fue Luke; la hoja maldita, el cuchillo que él mismo le había dado a Annabeth mucho tiempo atrás: maldita porque Luke había quebrantado su promesa y traicionado a sus amigos.
"Al salir la bestia encadenada desde los infiernos, una sola decisión con sus días acabará": tras invocar mi último trabajo, Cerbero el Sabueso de Hades, había tenido que tomar la decisión de darle a Luke el cuchillo y creer, como Annabeth había hecho, en que al final haría lo correcto.
"El Olimpo preservará o asolará": Al morir Luke, desruyendo el recipiente de Crono antes de que alcáncese a reformarse, había salvado al Olimpo.
Rachel tenía razón. Al final, el héroe cuya alma habría de ser cegada no era yo. Era Luke.
Y entendí otra cosa también: al sumergirse en el río Estigio, Luke había tenido que concentrarse en algo importante que lo mantuviera unido a su vida mortal. De lo contrario, se habría disuelto. Yo me había enfrentado a Jack y había pensado en Artemis, y tenía la sensación de que él había visto a Annabeth. Luke se había imaginado la escena que Hestia me había mostrado: la imagen de sí mismo en los buenos tiempos, con Thalia y Annabeth, cuando él había prometido que formarían una familia. Herir a Annabeth en el combate le había producido una conmoción y le había traído el recuerdo de su promesa. Era eso lo que había permitido que su conciencia mortal tomara el control y se impusiera a Crono. Su punto débil no era ese lugar debajo del brazo, sino la propia Annabeth. Su talón de Aquiles nos había salvado a todos.
Annabeth seguía a mi lado, ambos nos apoyábamos en el otro para mantenernos en pie. Me di cuenta de que quizá jamas me recuperaría del todo tras mi última pelea. Había desgastado mi cuerpo hasta un punto de no retorno y pagaría las consecuencias por ello.
Apolo se acercó a darnos un poco de ambrosía para aminorar el dolor. Su ardiente armadura brillaba tanto que hacía daño a la vista, y sus RayBan a juego y su encantadora sonrisa le daban el aire de un modelo de ropa de combate.
—En unos minutos te sentirás mejor, al menos lo suficiente para caminar por tu cuenta—prometió—. Me da tiempo para componer un poema sobre nuestra victoria: "Apolo y sus amigos salvan el Olimpo". ¿A qué suena bien?
—Gracias, Apolo—dije—. Dejare la poesía en tus manos.
—Me dijeron que ahora recitas Shakespeare—sonrió—. ¿Sabias qué él fue mi hijo?
Hice una mueca.
—"Las heridas que no se ven son las más profundas", supongo...
Frunció el ceño.
—¿Qué tratas de decir con eso?
—Ehm... nada.
Las horas siguientes forman una secuencia más bien confusa en mi memoria. Antes que nada, recordé la promesa que le había hecho a mi madre. Zeus escuchó sin pestañear mi extraña petición, chasqueó los dedos y me comunicó que la cima del Empire State acababa de iluminarse de color azul. La mayoría de los mortales no sabrían qué significaba aquello, pero mi madre lo entendería: había logrado sobrevivir. El Olimpo estaba salvado.
Los dioses pusieron manos a la obra para restaurar la sala del trono, cosa que resultó asombrosamente rápida con doce seres sobrenaturales trabajando al mismo tiempo. Grover y yo nos ocupamos de los heridos y, una vez que estuvo reparado el puente del cielo, dimos la bienvenida a todos los amigos que habían sobrevivido. Los cíclopes habían sacado a Thalia de debajo de la estatua. Andaba con muletas, pero estaba bien. Connor y Travis Stoll habían salido casi ilesos, aparte de algunas heridas menores. Me aseguraron que ni siquiera habían saqueado demasiado la ciudad. Me contaron también que mis padres se encontraban bien, aunque a ellos no se les permitía subir al monte Olimpo. La Señorita O'Leary había logrado rescatar a Quirón de la montaña de escombros y se había apresurado a llevarlo al campamento. Los Stoll parecían preocupados por el viejo centauro, pero por lo menos estaba vivo. Katie Gardner me dijo que, nada más acabar la batalla, había visto a Rachel Elizabeth Dare saliendo a toda prisa del Empire State. Según ella, Rachel no parecía herida, pero nadie sabía adónde había ido, cosa que me inquietó.
Nico di Angelo entró en el Olimpo como un héroe, escoltado por su padre, cosa excepcional porque se suponía que Hades sólo visitaba el Olimpo en el solsticio de invierno, cosa que hacía mucho que no hacía tampoco. El dios de los muertos se quedó patidifuso cuando los demás dioses se pusieron a darle palmaditas en la espalda, agradecerle y chulearle su nueva apariencia. No creo que hubiese hallado nunca un recibimiento tan caluroso.
Clarisse apareció también, todavía tiritando por el rato que había pasado dentro del bloque de hielo, y Ares bramó:
—¡Ésa es mi chica!
El dios de la guerra le alborotó el pelo y le aporreó la espalda, proclamando que era la mejor guerrera que había visto.
—¿Acabar con un drakon de esa manera? ¡Eso sí es luchar!
Ella parecía más bien abrumada. Se limitaba a asentir, parpadeando, como si temiera que fuese a darle otra vez, pero al final se animó a sonreír un poco.
Hera y Hefesto pasaron por mi lado: éste, algo enfurruñado por haberme atrevido a saltar sobre su trono, aunque consideró que, por lo demás, había hecho "un trabajo guay".
Hera resopló con desdén.
—Por ahora, supongo, no os destruiré a esa chica y a ti—dijo.
—Annabeth salvó el Olimpo—le dije—. Ella convenció a Luke para inmolarse junto a Crono.
—Hum.
La diosa dio media vuelta, enojada, pero supuse que no corríamos peligro, al menos por un tiempo.
Dioniso aún tenía la cabeza vendada. Me miró de arriba abajo.
—Bueno, Percy Jackson. Veo que Pólux ha salido vivo, así que deduzco que no eres del todo inepto. Todo gracias a mi entrenamiento, me imagino.
—Eh, sí, claro.
El señor D asintió.
—En agradecimiento a mi valentía—añadió—, Zeus ha reducido a la mitad mi destierro en ese miserable campamento. Ahora sólo me quedan cincuenta años en lugar de cien.
—¿Cincuenta años?—Traté de imaginarme lo que sería aguantar a Dioniso hasta hacerme viejo, suponiendo que viviera tantos años, jamás me había permitido pensar en ello y ahora esa posibilidad me resultaba cercana y abrumadora.
—No te emociones demasiado, Jackson—dijo, y entonces advertí que pronunciaba mi nombre correctamente—. Aún sigo decidido a hacerte la vida imposible.
No pude reprimir una sonrisa.
—Desde luego.
—Que te quede claro.—Se volvió y empezó a reparar su trono de vides, bastante chamuscado por el fuego.
Grover permanecía a mi lado. De vez en cuando rompía a llorar.
—Tantos espíritus de la naturaleza muertos, Percy...—sollozó—. Tantos...
Le puse un brazo sobre los hombros y le di un pañuelo para que se sonara la nariz.
—Hiciste un gran trabajo, hombre-cabra—le dije—. Nos recuperaremos de todo esto. Plantaremos árboles, limpiaremos los parques. Tus amigos se reencarnarán en un mundo mejor.
Él gimoteó, desalentado.
—Sí... quizá. Pero no sabes lo que me costó reclutarlos. Yo sigo siendo un desterrado. A duras penas lograba que me hicieran caso cuando les hablaba de Pan. ¿Quién va a querer escucharme ahora? Los he arrastrado a una carnicería.
—Te escucharán—le aseguré—. Porque te preocupas por ellos, porque te interesas por la Naturaleza más que nadie.
Trató de sonreír.
—Gracias, Percy. Espero... que sepas que me siento orgulloso de verdad de ser amigo tuyo.
Le di unas palmaditas en el brazo.
—Luke acertaba en una cosa, amigo: eres el sátiro más valiente que he conocido.
Se puso rojo como la grana, pero, antes de que pudiera replicar, resonaron las caracolas y el ejército de Poseidón entró desfilando en la sala del trono.
—¡Percy!—gritó Tyson, y se abalanzó sobre mí con los brazos abiertos. Por fortuna, se había encogido hasta adoptar su tamaño normal. O sea, que su abrazo era como si te viniera encima un tractor, pero no la granja entera—. ¡No has muerto!
—¡No!—corroboré—. ¿Increíble, verdad?
Él aplaudió y se echó a reír alegremente.
—Yo tampoco he muerto. ¡Yuju! Hemos encadenado a Tifón. ¡Eso sí fue divertido!
Detrás de él, otros cincuenta cíclopes con armadura sonreían satisfechos y chocaban esos cinco unos con otros.
—¡Tyson nos ha comandado!—tronó uno—. ¡Es un valiente!
—¡El más valeroso de los cíclopes!—bramó otro.
Tyson se ruborizó.
—No es para tanto.
—¡Te vi!—le dije—. ¡Estuviste increíble!
Pensé que el pobre Grover iba a desmayarse. Le dan pánico los cíclopes. Pero controló sus nervios y dijo:
—Sí. Hum... ¡tres hurras por Tyson!
—¡Hurra!—rugieron los cíclopes.
—Por favor, no me coman—murmuró Grover, aunque no creo que lo oyera nadie.
Las caracolas sonaron de nuevo. Los cíclopes abrieron paso y mi padre avanzó por la sala del trono con su armadura y su tridente, que fulguraba en sus manos.
—¡Tyson!—tronó—. Buen trabajo, hijo mío. Y Percy...—Adoptó una expresión muy seria y meneó un dedo con severidad. Por un instante temí que me fulminara—. Incluso te perdono que te sentaras en mi trono. ¡Has salvado al Olimpo!
Abrió los brazos y me estrechó contra su pecho. Caí en la cuenta, algo incómodo, de que nunca había recibido un abrazo de mi padre. Resultaba cálido—como un humano normal— y olía a salitre y brisa marina.
Cuando me soltó, me examinó con una gran sonrisa. Me sentí tan bien que se me escapó alguna lagrimilla, debo confesarlo. Supongo que hasta entonces no me había permitido reconocer lo aterrorizado que me había sentido en la batalla.
—Papá...
—¡Chist!—dijo—. Ningún héroe está por encima del miedo, Percy. Y tú te has elevado por encima de todos los héroes. Ni siquiera Hércules...
—¡Poseidón!—clamó una voz atronadora.
Zeus ya había ocupado su trono y le lanzó una mirada fulminante, mientras los demás dioses ocupaban sus asientos. Apolo me fulminaba con la mirada, supongo que ya se había enterado de mi pequeña travesura al derribar su trono sobre Crono, ups.
Incluso Hades estaba entre ellos, acomodado en una simple silla de plástico con el logotipo de Coca-cola junto al hogar. Nico se había sentado a sus pies con las piernas cruzadas.
—¿Y bien, Poseidón?—refunfuñó Zeus—. ¿Eres demasiado orgulloso para sumarte a nuestro consejo, hermano?
Pensé que mi padre se enfurecería, pero me miró y me guiñó un ojo.
—Será un honor, señor Zeus—contestó.
Supongo que existen los milagros. Poseidón caminó muy erguido hasta aquel asiento de barcaza y el Consejo de los Dioses dio comienzo.
Mientras Zeus hablaba—un largo discurso sobre la bravura de los dioses, etcétera—, Annabeth entró y se situó a mi lado.
—¿Me perdí de mucho?—susurró.
—Nadie piensa matarnos por ahora—dije en voz baja.
—Por primera vez en todo el día.
Poco me faltó para troncharme de risa, pero Grover me dio un codazo. Hera nos observaba con mirada aviesa.
—En cuanto a mis hermanos—dijo Zeus—, estamos agradecidos—se aclaró la garganta, como si no le acabaran de salir las palabras—, hum, agradecidos por la ayuda de Hades.
El señor de los muertos hizo un leve gesto con la cabeza. Mostraba una expresión engreída, pero supongo que tenía derecho. Se lo había ganado. Le dio unas palmaditas en el hombro a su hijo Nico. A éste se lo veía más feliz que nunca.
—Y naturalmente—prosiguió Zeus, aunque parecía que le estuvieran quemando los pantalones—, debemos... eh... darle las gracias a Poseidón.
—Perdona, hermano—dijo el aludido—. ¿Cómo has dicho?
—Debemos darle las gracias a Poseidón—refunfuñó Zeus—, sin cuya ayuda... habría sido difícil...
—¿Difícil?—repitió Poseidón con aire inocente.
—Imposible—bufó Zeus—. Imposible derrotar a Tifón.
Los demás dioses rompieron en murmullos de asentimiento y golpearon el suelo con sus armas en señal de aprobación.
—Dicho lo cual—continuó Zeus—, ya sólo nos queda dar las gracias a nuestros jóvenes héroes semidioses, que tan bien han defendido el Olimpo... más allá de que mi trono haya sufrido algún que otro desperfecto.
Primero llamó ante su presencia a Thalia, ya que era su hija, y le prometió que la ayudaría a cubrir las bajas que se habían producido en las filas de las cazadoras.
Artemis sonrió.
—Te has portado muy bien, mi lugarteniente—le dijo a Thalia—. Has logrado que me sintiera orgullosa. Y las cazadoras que han perecido a mi servicio jamás caerán en el olvido. Alcanzarán los Campos Elíseos, de eso estoy segura.—le lanzó a Hades una mirada acerada y llena de intención.
Él se encogió de hombros.
—Es lo más probable—comentó el dios.
Artemis siguió mirándolo con ferocidad.
Fingí toser para llamar la atención de mi tío y le pedí en silencio que accediera.
—Está bien—rezongó—. Agilizaré sus expedientes.
Thalia sonrió orgullosa.
—Gracias, mi señora.
Hizo una reverencia a todos los dioses, incluido Hades, quien aún no le caía muy en gracia porque, ejem, había sido el culpable de su casi muerte, y cojeó hasta situarse al lado de Artemis.
—¡Tyson, hijo de Poseidón!—tronó Zeus.
Tyson parecía nervioso, pero avanzó hasta el centro del consejo y Zeus soltó un gruñido.
—Éste no se salta ni una comida, ¿eh?—musitó, como para sus adentros—. Tyson, por el valor demostrado en la batalla y por dirigir el ataque de los cíclopes, te nombramos general de los ejércitos del Olimpo. En adelante, comandarás a tus hermanos en la guerra siempre que los dioses lo requieran. Y te concedemos una nueva... hum... ¿Qué clase de arma te gusta? ¿La espada? ¿El hacha?
—¡La porra!—dijo Tyson, mostrando su porra rota.
—Muy bien—repuso Zeus—. Te concedemos una nueva, eh, porra. La mejor que pueda encontrarse.
—¡Hurra!—gritó Tyson, y los demás cíclopes estallaron en vítores y se pusieron a darle porrazos en la espalda en cuanto se reunió con ellos.
—¡Grover Underwood, de los sátiros!—llamó Dioniso.
Grover se adelantó, nervioso.
—Deja de mordisquearte la camisa—lo reprendió el dios—. En serio, no voy a fulminarte. Bien. Por tu bravura y sacrificio, bla, bla, bla, y dado que lamentablemente tenemos una vacante, los dioses hemos considerado oportuno nombrarte miembro del Consejo de los Sabios Ungulados.
Grover se desmayó allí mismo.
—Fantástico—suspiró Dioniso, mientras varias náyades corrían a socorrer a Grover—. Bueno, cuando despierte, que alguien le explique que ya no está desterrado y que todos los sátiros, náyades y demás espíritus de la naturaleza lo tratarán en adelante como señor de la naturaleza, con todos los derechos, honores y privilegios, bla, bla, bla. Y ahora, por favor, sacadlo de aquí antes de que despierte y se ponga demasiado sumiso.
—¡Comidaaaa!—gemía Grover en sueños, mientras los espíritus de la naturaleza se lo llevaban.
Supuse que se recuperaría enseguida. Despertaría convertido en señor de la naturaleza y rodeado de los cuidados de un puñado de hermosas náyades. Qué vida más dura.
Entonces alzó la voz Atenea:
—Annabeth Chase, mi propia hija.
Annabeth me apretó el brazo; luego se adelantó y fue a arrodillarse a los pies de su madre.
Atenea sonrió.
—Tú, hija mía, has superado todas las expectativas—dijo—. Has empleado tu inteligencia, tu fuerza y tu coraje para defender esta ciudad y la sede de nuestro poder. Nos han llegado noticias de que el Olimpo está... en fin, destrozado. El choque final entre el señor de los titanes y Perseus ha causado graves daños que habrán de ser reparados. Podríamos reconstruirlo todo mágicamente, desde luego, y dejarlo tal como estaba. Pero los dioses creemos que la ciudad podría mejorarse. Vamos a tomarnos esta situación como una oportunidad. Y tú, hija mía, te encargarás de diseñar las mejoras...
Annabeth levantó la vista, totalmente pasmada.
—¿Mi... mi señora?
Atenea sonrió con ironía.
—Eres arquitecta, ¿no? Has estudiado las técnicas del mismísimo Dédalo. ¿Quién mejor para remodelar el Olimpo y convertirlo en un monumento que perdurará durante otro eón?
—Eso significa... ¿que puedo diseñar lo que quiera?—preguntó Annabeth.
—Lo que te salga de dentro—contestó la diosa—. Constrúyenos una ciudad a la altura de los tiempos.
—Siempre que haya muchas estatuas mías—añadió Apolo.
—Y mías—asintió Afrodita.
—Eh, ¡y mías!—gritó Ares—. Grandes estatuas con enormes espadas mortíferas y...
—¡Muy bien!—cortó Atenea—. Ha captado el mensaje. Levántate, hija mía, arquitecta oficial del Olimpo.
Annabeth se puso de pie y caminó hacia mí prácticamente en trance.
—Felicidades—le dije, sonriendo.
Por una vez, se había quedado sin palabras.
—Tendré... tendré que empezar a hacer planos... Papel de dibujo, hum, y lápices...
—¡Percy Jackson!—tronó Poseidón. Los ecos de mi nombre recorrieron la sala del trono.
Todos los murmullos se extinguieron y se hizo el silencio. Sólo se oía el chisporroteo de la hoguera. Todo el mundo fijó sus ojos en mí: los dioses, los semidioses, los cíclopes, los espíritus... Me adelanté hasta el centro de la sala. Hestia me dirigió una sonrisa tranquilizadora. Había adoptado nuevamente la apariencia de una niña, y parecía contenta y feliz por poder estar otra vez sentada junto al fuego. Su sonrisa me dio valor para seguir adelante.
Primero me incliné ante Zeus. Luego me arrodillé ante mi padre.
—Levántate, hijo mío—dijo Poseidón.
Me incorporé, vacilante.
—Un gran héroe debe ser recompensado—proclamó—. ¿Hay alguien aquí dispuesto a negar los méritos de mi hijo?
Esperé a que alguien protestase. Los dioses nunca se ponían de acuerdo en nada, y a muchos de ellos seguía sin caerles bien, pero ni uno solo de ellos protestó.
—El consejo está de acuerdo—dijo Zeus—. Percy Jackson, recibirás el mayor don que los dioses pueden conceder.
Titubeé.
—¿Un don?
Zeus asintió muy serio.
—Los dioses no le han otorgado ese don a ningún héroe mortal desde hace muchos siglos. Sin embargo, Perseus Jackson, habrás de convertirte en un dios. Inmortal. Indestructible. Serás el lugarteniente de tu padre durante toda la eternidad.
Me quedé mirándolo, alucinado.
—¿Convertirme... en un dios?
Zeus puso los ojos en blanco.
—Un dios algo alelado, por lo visto. Pero sí. Con el consentimiento del consejo en pleno, puedo hacerte inmortal. Y luego habré de soportarte toda la eternidad.
—Genial—sonrió Ares, pensativo—. Eso significa que podremos luchar no solo con habilidad sino también con poder. Me gusta.
—Yo doy mi aprobación también—dijo Atenea, aunque no apartaba la vista de Annabeth.
Eché un vistazo a mi espalda. Annabeth intentaba eludir mi mirada. Estaba pálida.
Pensé en las tres Moiras y recordé cómo había visto desfilar mi propia vida en un fogonazo. Todo aquello podía evitármelo. La vejez, la muerte, la tumba. Podría ser un adolescente para siempre: en plena forma, poderoso, inmortal, trabajando al servicio de mi padre. Podía tener poder y una vida eterna.
¿Quién rechazaría semejante oferta?
Entonces volví a mirar a Annabeth. Pensé en mis amigos del campamento: Charles Beckendorf, Michael Yew, Silena Beauregard y tantos otros que ahora estaban muertos. Pensé en Ethan Nakamura y en Luke.
Y con una sonrisa, supe exactamente lo que debía hacer, como Alcides había hecho en su día antes de convertirse en Hércules.
—No—dije.
El consejo enmudeció. Los dioses se miraban unos a otros frunciendo el entrecejo, como si no hubieran escuchado bien.
—¿No?—balbució Zeus incrédulo, antes de fruncir el ceño y endurecer el tono—. Me temo que no lo has entendido. No tienes otra opción.
—¿Qué?
—Dejarte en la Tierra podría volverse problemático más tarde—dijo el rey de los dioses—. Eres demasiado poderoso, más de lo que cualquier semidiós debería. Luchaste de tú a tú con el señor de los titanes y la batalla desgarró la realidad. Posees la fuerza de un dios sin estar sujeto a las leyes antiguas, y eso desequilibra la balanza del orden cósmico, lo que no ha dejado de traer entes de otros mundos hacia el nuestro.
Retrocedí levemente. ¿Todo este tiempo Zeus había sabido de las incursiones de los caídos en el Ragnarök hacia nuestra realidad? Tenía algo de sentido, claro, era el dios del universo, después de todo. Una perturbación en la realidad de ese calibre obviamente había llamado su atención.
No obstante, ¿por qué no me había destruido hacía mucho si tan peligroso me consideraba? Ni siquiera mi padre podría oponérsele si mi sola existencia ponía en riesgo la estabilidad cósmica.
Luego, me figuré que quizá y sólo quizá, desde que nos conocimos ese día que le devolví su rayo Maestro, había conocido mi destino, y entendido que una vez el daño fue hecho, la única forma de que todo acabase bien sería permitiéndome luchar.
—Te haces llamar a ti mismo "Mensajero de la Justicia"—prosiguió Zeus—. Eso suena como el trabajo perfecto para un dios.
Bajé la mirada, si me negaba, sólo me quedaba la muerte como opción. Y lo peor, ni siquiera podía molestarme con Zeus.
Sí, yo había salvado el Olimpo y él me recompensaba dándome únicamente la opción de dejar atrás toda mi vida o ser calcinado en ese mismo lugar. Pero, por más que doliese admitirlo, él padre del Olimpo únicamente estaba velando por la seguridad del cosmos.
Lo miré a los ojos.
—Tengo una condición.
Los dioses estallaron en caos.
—Bastardo...—gruñó Hera.
—¿Cómo te atreves a decir algo así?—dijo Atenea con furia.
—¿Realmente vas a ponerle condiciones a volverte inmortal?—añadió Dioniso, con un tic en el ojo.
Levanté una mano, pidiendo silencio.
—Sólo una—aseguré—. Pero quiero que después de esto, juren por el Estigio que reconozcan como es debido a los hijos de los dioses. A todos los hijos, de todos los dioses.
Los olímpicos se removieron, incómodos.
—Percy—dijo mi padre—, ¿a qué te refieres exactamente?
—Crono no podría haberse alzado sin la ayuda de los semidioses que se sentían abandonados por sus padres—expliqué—. Estaban furiosos, llenos de rencor, y tenían motivos.
Zeus parecía a punto de echar fuego por la nariz.
—Te atreves a acusar...
—Me atrevo—lo interrumpí—. Se acabaron los hijos no reconocidos. Deben jurar que reconocerán a sus hijos, a todos sus hijos semidioses, cuando cumplan los trece años. Ninguno será abandonado a su suerte en el mundo, ni dejado a merced de los monstruos. Quiero que sean reconocidos y llevados al campamento para recibir un entrenamiento adecuado y poder sobrevivir.
—A ver, un momentito...—terció Apolo, pero yo estaba inspirado.
—Y a los dioses menores—proseguí—: Némesis, Hécate, Morfeo, Jano, Hebe, todos ellos merecen una amnistía general y un lugar en el Campamento Mestizo. Sus hijos no deberían ser menospreciados. Calipso y los demás vástagos pacíficos de la estirpe de los titanes también merecen que se los perdone. Y Hades...
—¿Me estás llamando "dios menor", sobrino?—preguntó él, alzando una ceja en gesto de advertencia.
—No, sólo marginado—repuse—. Y aun así, tus hijos no deberían ser dejados de lado. Deberían tener su propia cabaña en el campamento. La experiencia de Nico lo ha demostrado. Ya nunca más debiera haber semidioses no reconocidos apretujados en la cabaña de Hermes, preguntándose quiénes podrían ser sus padres. A partir de ahora tendrán sus propias cabañas, y las habrá para todos los dioses sin excepción. Y se acabó el pacto de los Tres Grandes. Tampoco funcionó, de todos modos. Debéis dejar de intentar libraros de los semidioses poderosos. Al contrario: serán aceptados y entrenados como corresponde. Todos los hijos de los dioses serán bienvenidos y tratados con respeto. Esa es mi condición.
Zeus resopló.
—¿Nada más?
—Percy—dijo Poseidón—. Pides demasiado. Estás abusando cuando ya estás por ser premiado.
—Es eso, o mátenme para que deje de ser un peligro—repuse—. Demuéstrenle al mundo que Luke no se equivocaba. Que el Olimpo recompensa a sus héroes deshaciéndose de ellos.
Recibí un montón de miradas acertadas. Sorprendentemente, fue Atenea la que tomó la palabra:
—El chico tiene razón. Hemos sido imprudentes al dejar de lado a nuestros hijos. Era una debilidad estratégica, como se ha demostrado en esta guerra, y, de hecho, poco ha faltado para que provocara nuestra destrucción. Percy Jackson, tenía mis dudas sobre ti, pero tal vez—miró a Annabeth y luego prosiguió como si le resultara muy desagradable pronunciar aquellas palabras—, pero tal vez estuviera equivocada. Propongo que aceptemos la condición del chico.
Zeus se rascó la barba, mirándome con suspicacia.
—Y en cambio—dijo—. ¿Tú los llevarás por el camino correcto? ¿Asistirás su formación y evitarás nuevas insurgencias entre los dioses menores y sus mestizos?
Mi marca empezó a echar humo una vez más, el dolor inundó mi sistema, pero no pude hacer más que sonreír.
—Lo juro—respondí—. Reemplazaré a Dioniso como director del Campamento si es preciso.
Perdí la fuerza en mi cuerpo y me desplomé de espaldas.
—Para proteger la justicia... descenderé a la divinidad.
—¡Percy!
Annabeth se adelantó y me sostuvo antes de que golpeara el suelo.
—De verdad... estás loco—sollozó—. ¿Te convertirás en un dios?
Le sonreí débilmente.
—Listilla... supongo que... estaré lejos por un tiempo.
Los dioses comenzaron a entonar un antiguo cántico. Mi cuerpo se iluminó mientas comenzaba a elevarse en el aire. Sentía la sangre en mis venas arder, convirtiéndose en icor dorado. Mi cuerpo se reparaba y fortalecía, obteniendo enorme vitalidad.
Una luz blanca me envolvió, segándome por completo, y, justo antes de perder por completo el contacto con la realidad, la voz de Tyson resonó por los cielos:
—¡Salve, Perseus Jackson! Héroe del Olimpo... ¡Y mi hermano mayor!
—¡¡Salve!!
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