Diferentes Expectativas:
Esa noche soñé con Rachel, quien se dedicaba a lanzar dardos a un retrato mío.
Estaba de pie en su habitación... De acuerdo, rebobinemos un poco. Debo explicar primero que Rachel no tiene una habitación, sino que toda la planta superior de la mansión de su familia, un edificio restaurado de piedra arenisca ubicado en Brooklyn. Su "habitación" es un inmenso desván con iluminación industrial y ventanales del suelo al techo. Es el doble de espacioso que el apartamento entero de mi madre.
Un tema de Metal rugía por un altavoz ultramoderno manchado de pintura. Por lo visto, la única norma de Rachel en materia musical era que no hubiese en su iPod dos canciones que sonaran igual. Y que todas fueran extrañísimas.
Reconocí esa canción al instante, principalmente porque Rachel la había descargado específicamente para molestarme: "Jack the Ripper", de Motörhead. Porque, claro... Jack el Destripador.
Volviendo al punto.
Ella iba con un quimono y tenía el cabello encrespado, como si acabara de levantarse. La cama estaba deshecha. Había una serie de caballetes de pintura tapados con sábanas, y por el suelo se veía ropa sucia tirada y envoltorios de barritas energéticas. Pero, bueno, cuando tienes una habitación así de grande, el desbarajuste no produce tan mala impresión. Las ventanas mostraban el panorama nocturno de los rascacielos de Manhattan.
El cuadro era un retrato en el que yo aparecía de pie sobre el gigante Anteo. Rachel lo había pintado un par de meses atrás. La expresión de mi rostro era feroz, casi inquietante, de manera que resultaba difícil saber si era el bueno o el malo, pero ella decía que aquel era exactamente mi aspecto después de una batalla.
—Semidioses—mascullaba, con retintín mientras lanzaba un dardo al lienzo—. Ellos y sus estúpidas operaciones de búsqueda.
La mayoría de dardos rebotaban, pero varios se clavaban. Uno colgaba de mi mentón como una perilla.
Alguien aporreaba la puerta.
—¡Rachel!—era la voz de un hombre—. ¿Se puede saber qué demonios haces? Baja esa...
Rachel apagaba la música con el mando a distancia.
—¡Adelante!
Su padre entraba enfurruñado y parpadeaba a causa de aquella luz Yan cruda. Tenía el cabello rojizo, como Rachel, aunque un poco más oscuro y totalmente aplastado por un lado, como si acabara de perder una pelea con su almohada. Su pijama azul de seda llevaba bordadas en el bolsillo las iniciales "W.D".
Lo que me lleva a la pregunta, ¿quién demonios se borda las iniciales en la pijama?
—¿Pero qué pasa aquí?—preguntaba airado—. Son las tres de la mañana.
—No podía dormir—decía Rachel.
En ese momento uno de los dardos clavados en mi retrato caía al suelo. Ella trata de tapar el cuadro con el cuerpo, pero el señor Dare lo veía igualmente.
—Vaya... ¿Así que tu novio no va a venir a Saint Thomas?
Así era como me llamaba el señor Dare. Nunca "Percy". Sólo "tu novio". O "joven", si es que se dirigía a mí, cosa que raramente sucedía.
Rachel arqueaba las cejas.
—No lo sé.
—Salimos por la mañana—decía su padre—. Si no se ha decidido ya...
—Seguramente no vendrá—replicaba Rachel con tono sombrío—. ¿Contento?
El señor Dare se paseaba muy serio por la habitación, con las manos cruzadas tras la espalda. Supongo que eso era lo que hacía en la sala de reuniones de su promotora y lo que ponía más nerviosos a sus subordinados.
—¿Aún tienes pesadillas?—preguntaba—. ¿Y dolores de cabeza?
Rachel tiraba los dardos al suelo.
—No debería habértelo contado.
—Soy tu padre. Me preocupo por ti.
—Más bien por el buen nombre de la familia—mascullaba su hija.
El hombre no reaccionaba, quizá porque ya había oído ese comentario otras veces, o quizá porque era cierto.
—Podríamos llamar al doctor Arkwright—sugería—. Él te ayudó a superar la muerte de tu hámster.
—Entonces tenía seis años. Y no, papá, no necesito un terapeuta. Sólo...—movía la cabeza con impotencia.
Su padre se detenía junto a los ventanales. Observaba el horizonte de rascacielos como si fueran suyos, lo que no era el caso: sólo poseía una parte.
—Te vendrá bien alejarte un poco—decidía—. Has estado sometida a influencias poco saludables.
—No pienso ir a la Academia de Señoritas Clarion—le espetaba Rachel—. Y mis relaciones no son asunto tuyo.
Él sonreía, pero no con calidez, sino en plan: "Algún día comprenderás que eso son tonterías".
—Procura dormir un poco—le sugería—. Mañana por la noche estaremos en la playa. Ya verás qué divertido es.
—Muy divertido—resoplaba Rachel—. Divertidísimo.
Su padre salía de la habitación, dejando la puerta abierta.
Rachel contemplaba mi retrato. Luego se acercaba al caballete de al lado, cubierto con una sábana.
—Ojalá sean sueños—decía.
Destapaba el caballete para revelar un dibujo al carboncillo esbozado deprisa, aunque se notaba que Rachel era muy buena. Se trataba de un retrato de Luke de niño. Debía de tener unos nueve años y sonreía de oreja a oreja, todavía sin aquella cicatriz en la cara. No se me ocurría cómo podía saber Rachel qué aspecto tenía Luke entonces, pero el retrato era tan fiel que me daba la sensación de que no era inventado. Por lo que yo sabía de la vida de Luke, que no era mucho, aquel retrato lo mostraba justo antes de descubrir que era un mestizo y escapar de casa.
Rachel lo contempló por un largo rato. Luego, destapó el siguiente caballete. Ese cuadro todavía era más inquietante: una imagen del Empire State sobre un cielo plagado de relámpagos. A lo lejos se preparaba una gran tormenta y una mano gigantesca se insinuaba entre las nubes negras. Al pie del edificio se había congregado una multitud, pero no de turistas y peatones. Lo que se veían eran lanzas, jabalinas y estandartes: los símbolos de un ejército.
—Percy—murmuraba Rachel—, ¿qué está pasando?
El sueño se desvaneció, y lo último que recuerdo haber pensado fue que me gustaría poder responder a su pregunta.
Quería llamarla a la mañana siguiente, pero en el campamento no habían teléfonos. A Dioniso y Quirón no les hacía falta una linea fija. Y en cuanto a los teléfonos móviles, cuando los usa un semidiós la señal alerta a todos los monstruos en cien kilómetros a la redonda. Viene a ser como lanzar una bengala. Así que, incluso dentro de los límites de seguridad del campamento, es una clase de publicidad que preferimos evitar.
Por ese motivo, la mayoría de mestizos no poseían su propio celular. Solamente Annabeth y algunos otros tenían, y a ella no podía decirle: "Oye, préstame tu teléfono, tengo que llamar a Rachel". En fin, para hacer la llamada tenía que salir del campamento y caminar varios kilómetros hasta el supermercado más cercano. E incluso si Quirón me daba permiso, cuando llegase allí Rachel ya estaría volando hacia Saint Thomas.
Engullí un desayuno deprimente, sentado solo en la mesa de Poseidón. No quitaba la vista de la fisura del suelo por la que Nico había arrojado dos años atrás al inframundo a un puñado de esqueletos sedientos de sangre.
Aquel recuerdo no contribuía precisamente a abrirme el apetito.
Después del desayuno, me encerré en mi cabaña para hacer mis tareas matinales. En esa ocian, me tocaba clasificar informes para Quirón. Lo aborrecía, pero no había de otra.
Habían mensajes de semidioses, sátiros y espíritus de la naturaleza procedentes de todo el país, que informaban sobre los últimos movimientos de los monstruos. Eran bastante deprimentes, y a mi cerebro adujado de THDA no le gustaba concentrarse en las cosas deprimentes.
Había batallas por todas partes. El reclutamiento de efectivos para el campamento se había reducido a cero. A los sátiros les costaba muchísimo localizar nuevos semidioses y traerlos a la colina Mestiza, debido a la cantidad de monstruos que pululaban por el país.
De Thalia y las cazadoras de Artemis no nos había llegado noticia alguna desde hacía meses, y si Artemis sabía lo que les había ocurrido, no estaba dispuesta a contárselo a nadie, incluyéndonos a mí y a Zoë, cosa que sólo servía para inquietarnos de sobremanera.
Leí el último informe. Estaba escrito a mano en una hoja de acre y procedía de un sátiro en Canadá. Aquel mensaje me deprimió aún más.
"Querido Grover"—decía—. "Bosques de Toronto atacados por un tejón gigante maligno. Intentando, como sugeriste, invocar el poder de Pan. Sin resultado. Muchas dríades destruidas. En retirada hacia Ottawa. Instrucciones, por favor. ¿Dónde estás? Gleeson Hedge, protector"
Suspiré con pesar.
"¿Siguen sin haber noticias de él?"—preguntó Zoë, haciendo acto de presencia—. "¿Ni siquiera con vuestra conexión por empatía?"
Negué con la cabeza, desanimado.
Desde el verano pasado, Grover había pasado caso todo el tiempo lejos del campamento. El Consejo de los Sabios Ungulados lo consideraba un apestado, pero Grover había seguido viajando por toda la costa Este para propagar el mensaje de Pan y convencer a los espíritus de la naturaleza de que cada uno debía proteger su pequeña parcela de territorio virgen. Sólo había regresado unas cuantas veces para ver a su novia Enebro.
Lo último que había sabido de él era que andaba por Central Park organizando a las dríadas, pero nadie lo había visto ni recibía noticias suyas desde hacia dos meses. Habíamos tratado de mandarle mensajes Iris, pero nunca conseguíamos comunicarnos. Incluso nuestra conexión por empatía parecía... dormida.
Más o menos en ese momento Annabeth entró a mi cabaña. A ella le tocaba hacer la inspección de cabañas, lo que significaba que tenía una oportunidad de ser bastante cruel conmigo si así lo quería.
Tampoco era que tuviese que esforzarse mucho. Apenas y había medio-hecho la cama esa mañana y me había limitado a enderezar los cuernos de Minotauro que adornaban la pared.
—¿Qué tenemos aquí?—dijo con una mueca, mientras levantaba con la punta de su lápiz unos pantalones sucios.
Se los arrebate de un tirón.
—Eh, dame un respiro. Este verano no está Tyson para poner orden alrededor.
—Tres sobre cinco—sentenció ella.
Bueno, pudo haber sido peor.
Se dispuso a continuar con su inspección, pero me le adelanté cerrándole el paso.
—¿Te importa que te acompañe?—pregunté.
—Percy, no sé si...
—Oye, me debes algunas explicaciones—le dije—. Y quizá yo algunas a ti. ¿Podemos, por favor, hablar como gente civilizada por sólo unos minutos?
Sabiendo que yo no iba a ceder, suspiró en derrota e hizo un gesto con la mano para que la siguiera.
Visitamos la cabaña de Afrodita, que, por supuesto, sacó un cinco sobre cinco. Las camas estaban hechas a la perfección y la ropa guardada en baúles y ordenada por colores. Había flores frescas en los alféizares de las ventanas. Aunque yo le hubiera quitado un punto porque todo apestaba a perfume, a Annabeth no parecía importarle.
—Impecable como siempre, Silena—sentenció.
La aludida asintió lánguidamente. La pared detrás de su cama estaba empapelada con fotografías de Beckedorf. Ella permanecía sentada con una caja de bombones en el regazo. Recordé que su padre tenía una tienda de chocolate en el Village (de ahí que Afrodita se hubiera fijado en él en su día).
—¿Quieren un bombón?—preguntó—. Los mandó mi padre. Pensó... que quizá servirían para levantarme el ánimo.
—¿Son buenos?—pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—Saben a cartón.
Yo no tenía nada en contra del cartón, de manera que probé uno. Annabeth pasó. Le prometimos a Silena que iríamos más tarde a verla y seguimos adelante.
Mientras cruzábamos la zona comunitaria, se desató una pelea entre las cabañas de Ares y Apolo. Varios campistas de Apolo provistos de bombas incendiarias sobrevolaron la cabaña de Ares con un carro tirado por dos pegasos. Nunca había visto aquel carro, pero daba la impresión de ser cómodo y ligero. El tejado de Ares empezó a arder enseguida, y las náyades del lago de las canoas se apresuraron a echarle agua para apagarlo.
Entonces los de Ares les lanzaron una maldición y las flechas de los arqueros de Apolo se volvieron de goma. Éstos seguían disparando, pero las flechas rebotaban sin hacerles ningún daño.
Dos arqueros pasaron corriendo por nuestro lado, perseguidos por un chico de Ares furioso que les gritaba en verso:
—¿Maleficios contra mí lanzáis? ¡A pagar me las vais! ¡Días y noches os arrepentiréis! ¡Y a la rima despreciaréis!
Annabeth suspiró.
—No, por favor. ¡Otra vez no! La última vez que Apolo le echó un maleficio a una cabaña, costó una semana que las víctimas dejaran de hablar en pareados.
—¿Por qué se están peleando?—pregunté.
Annabeth no me prestó atención mientras anotaba en un rollo de papiro su veredicto: uno sobre cinco para ambas cabañas.
De pronto la miré fijamente, cosa bastante absurda porque la había visto un millón de veces. Ese verano ella parecía mucho más madura. Resultaba incluso algo intimidante. O sea, sí, Annabeth siempre había sido linda, pero ahora estaba empezando a ser guapa de verdad.
Finalmente, levantó la vista y dijo:
—Por ese carro volador.
—¿Qué?
—Me preguntaste por qué se peleaban, ¿no?
—Ah, sí.
—Lo capturaron la semana pasada durante un ataque en Filadelfia. Unos mestizos de Luke se habían presentado allí con el carro volador y los de la cabaña de Apolo se apoderaron de él durante la batalla. Pero el ataque lo dirigía la cabaña de Ares, así que llevan discutiendo desde entonces a quién le corresponde quedárselo.
Nos agachamos bruscamente, porque Michael Yew pasó lanzando con su carro para bombardear a un campista de Ares. Éste intento clavarle la espada y le echó una maldición rimada.
—Estamos enfrentando el más que posible fin de la civilización occidental—dije—, y lo único que se les ocurre es pelearse por un estúpido carro.
—Ya se les pasará. Clarisse acabará entrando en razón.
A mí no me parecía tan seguro. Entrar en razón no iba demasiado con la Clarisse que yo conocía.
Pasamos por el resto de cabañas. Deméter sacó un cuatro. Annabeth le dio a Hefesto un tres, realmente le correspondía una nota mucho más baja, pero tras lo de Beckendorf les perdonó un poco el desastre. Hermes se llevó un previsible dos. Todos los campistas que no conocían a su progenitor olímpico iban a parar a Hermes y, como los dioses son un poco olvidadizos, aquella cabaña estaba siempre repleta.
Llegamos por fin a la cabaña de Atenea, que se veía tan ordenada y pulcra como de costumbre. Los libros alineados en los anaqueles, las armaduras pulidas y relucientes, y las paredes decoradas con planos y mapas de batallas. Únicamente la cama de Annabeth estaba hecha una calamidad, con montones de papeles esparcidos por encima y con su portátil plateado abierto y en funcionamiento.
—Vlacas—masculló Annabeth por lo bajo, que era como llamarse idiota a sí misma en griego.
Su lugarteniente Malcolm reprimió una sonrisa.
—Eh... bueno, hemos limpiado todo lo demás. No sabíamos si sería prudente tocar tus notas.
Una muestra de inteligencia por su parte. Annabeth tenía un cuchillo de bronce que reservaba para los monstruos más peligrosos y para la gente que se atrevía a tocar sus cosas.
Malcolm me sonrió. Desde que Annabeth y yo habíamos cortado, el desgraciado había hecho todo lo posible por que regresásemos. Con frecuencia no sabía si agradecerle o matarle.
—Esperaremos fuera a que terminéis la inspección.
Todos los campistas de Atenea desfilaron por la puerta mientras Annabeth ordenaba y arreglaba su cama.
Me paseé incómodo arrastrando los pies. Oficialmente, incluso durante una inspección, iba contra las normas del campamento que dos campistas permanecieran... hum, solos en una cabaña.
Annabeth ordenó y cerró su portátil, un regalo del inventor Dédalo el verano anterior.
—Bueno—carraspeé—, ¿has sacado información interesante de ese trasto?
—Demasiada. Dédalo tenía tantas ideas que podría pasarme cincuenta años tratando de entenderlas.
—Ya—murmuré—. Qué divertido.
Recogió sus papeles, la mayoría planos de edificios, y también un montón de notas manuscritas. Sabía que quería ser arquitecta, pero ya había aprendido que no debía preguntarle sobre su trabajo, porque se pondría a hablar de ángulos y paredes de carga y acabaría mareándome.
—Así que...—se recogió el cabello detrás de la oreja, como solía hacer cuando se ponía nerviosa—. ¿Cómo... te a ido? Con Rachel, quiero decir.
No sabía que clase de respuesta buscaba ella. ¿Se alegraría por mí si decía que todo bien? ¿Se enfurecería? ¿Quería oír que tenía problemas? No lo sabía, y me preocupaba la respuesta.
—Pues... todo en orden, creo—dije—. Ella ha estado actuando raro. Ha soñado cosas...
Sabía que me estaba metiendo en un gran problema, pero no se me ocurría nadie más en quién confiar. Así que le conté todo, incluso el retrato de Luke de niño.
Ella se quedó en silencio. Luego, se puso a enrollar el papiro de la inspección con tanta saña que acabó rasgándolo.
—¿Qué quieres que te diga?—me espetó al fin.
—No lo sé. Tú eres la mejor estratega que conozco. Si estuvieras en la piel de Crono planeando esta guerra, ¿cuál sería tu próximo paso?
—Utilizaría a Tifon para distraer al enemigo. Y entonces, mientras los dioses luchan en el Oeste, atacaría al Olimpo.
—Como en el cuadro de Rachel.
—Percy—dijo con voz tirante—, Rachel es solamente una mortal.
—¿Pero si lo que soñó es cierto? Los otros titanes dijeron que el Olimpo sería destruido en cuestión de días. Y que nos tenían reservados otros desafíos. Y además está ese retrato de Luke cuando era niño...
—Hay que estar preparados.
—¿Cómo?—exclamé—. Mira el campamento. Ni siquiera podemos dejar de pelear entre nosotros. Y se supone que mi estúpida alma habrá de acabar segada.
Ella tiró el rollo de pápiro con rabia.
—Sabía que no debíamos mostrarte la profecía—sonaba dolida y contrariada—. Sólo ha servido para asustarte. Y tú sueles huir cuando estás asustado.
Apreté los puños, furioso.
—¿"Asustado"? ¿Yo? Deberías prestar más atención entes de decir estupideces—solté—. ¡Sólo temo a una cosa! ¡¡Y es a...!!
—¡¡Y dale con eso!!—me interrumpió—. ¡¡Entiéndelo de una puta vez!! ¡¡Eres un cobarde, Percy Jackson!!
Casi me rozaba con la nariz. Tenía los ojos enrojecidos y, de repente, comprendí a que no se refería a la profecía al llamarme cobarde.
—La única cobarde aquí eres tú—dije, en tono calmo pero peligroso—. Lo nuestro fracasó porque eres incapaz de aceptar que Luke era un monstruo. A diferencia de ti, yo no tengo ese problema. Voy a despedazar a Crono con mis manos desnudas, y si no te agrada, lo único que puedes hacer es mirar a otro lado.
—No tienes el valor para reconocer que te equivocas—repuso ella, luchando por dominar sus emociones—. Si seguimos por tu camino, si te hago caso, en una semana habrán muerto las únicas dos personas a las que he amado.
La miré a los ojos fríamente, y aunque me dolía desde lo más profundo de mi corazón, no titubeé:
—No seas una mocosa ridícula—dije—. Sólo tienes dieciséis años, ya encontrarás a alguien más con quien obsesionarte.
Sin esperar respuesta alguna, me di media vuelta y salí de la cabaña.
"Por cruel que haya sido, tenías la razón"—trató de reconfortarme Zoë.
—Eso no lo hace mejor—suspiré—. Estoy feliz con Rachel, pero por mal que suene, ambos sabíamos que nuestra relación tiene fecha de caducidad. Ambos lo aceptamos, aunque nos doliese. Pero, si Annabeth lo hubiese aceptado en su momento... si ella hubiera sabido dejar atrás a Luke... quizá aún seguiríamos juntos. Y yo no tendría que afrontar sólo mi muerte.
"No estás sólo"—me reprendió Zoë—. "Tú y yo estamos juntos en esto, hasta el final. No importa cuantos corazones rotos, incluyendo el tuyo, dejemos por el camino"
Sonreí, aunque sin mucho animo.
—Lo peor es que no puedo culparla—murmuré—. Estando en su lugar... y teniendo su misma sed de conocimiento, seguramente también me rehusaría a aceptar el fin de alguien a quien amo. De alguna forma buscaría la forma de salvarle, aunque fuera inútil.
Zoë bufó.
"Y es por eso que el amor es una pérdida de tiempo"—dijo—. "Se distraen de su verdadero objetivo, se vuelven ciegos y tontos ante el peligro"
—Y aún así... no parecía molestarte que fuera tan íntimo con Artemis.
Frunció el ceño, mirándome con molestia.
"En dos mil años jamás había visto tan feliz a mi señora"—dijo—. "Fue cruel por tu parte marcar tus distancias con ella"
—Ya hablamos de esto, era lo mejor para ambos—gruñí—. En el mejor de los casos, moriré y sólo la habría hecho dudar de su juramento, cosa por la que se culparía el resto de sus días.
"Pero en el peor de los casos ambos son destruidos"—contraatacó—. "Y hubieras hecho felices sus últimos meses"
—Ella no morirá, incuso si fallamos—repuse—. Seguramente la arrojen al Tártaro o algo peor... y eso no puedo permitirlo.
Zoë suspiró.
"Quizá tengas razón..."—reconoció—. "Es sólo que... incluso si te apoyo hasta el final, no deseo verte morir, independientemente de nuestros destinos compartidos"
—También te quiero, Zo—sonreí, ahora un poco más tranquilo—. No te mentiré diciendo que todo saldrá bien. Sólo diré que, al final, las cosas saldrán de la mejor forma posible. Incluso si yo ya no estoy aquí para verlo.
Me encantaría poder decir que el día mejoró a partir de ese momento. Pero no fue así, desde luego.
A primera hora de la tarde nos congregamos junto a la hoguera del campamento para incinerar el sudario de Beckendorf y decirle adiós. Incluso las cabañas de Ares y Apolo acordaron una tregua provisional para asistir a la ceremonia.
El sudario de Beckendorf estaba hecho de eslabones metálicos, como una cota de malla. Yo no veía cómo podría arder, pero las Moiras debieron de echar una mano porque el metal se fundió sin problemas bajo el fuego, convirtiéndose en un humo dorado que se elevó hacia el cielo. Las llamas de la hoguera reflejaban siempre el estado de ánimo de los campistas, y esta vez ardían con un tono prácticamente negro.
Confié en que el espíritu de Beckendorf acabara en los Campos Elíseos. Aunque quizá eligiera volver a nacer y llegar a los Campos en tres vidas distintas para poder acceder a las Islas Afortunadas, que eran algo así como la sede de la fiesta más increíble dentro del inframundo. Nadie lo merecía más que él.
Una vez terminada la ceremonia, Annabeth se alejó sin dirigirme la palabra. La mayoría de los campistas se retiraron a sus respectivas tareas. Yo me quedé contemplando las llamas mortecinas. Silena permanecía sentada sollozando; Clarisse y su novio, Chris Rodríguez, procuraban consolarla.
Finalmente, me armé de valor y me acerqué.
—Silena... por favor, perdóname—le dije—. Lo siento tanto...
Ella se sorbió la nariz mientras Clarisse me dirigía una mirada furibunda (aunque ella mira así a todo el mundo). Chris no se atrevía ni a levantar la vista. Había sido uno de los secuaces de Luke hasta que Clarisse lo rescató del Laberinto el verano pasado, y supongo que todavía se sentía culpable.
—Debí haber sido más fuerte—proseguí—. Hice todo lo que pude, pero...
—Percy—me detuvo Silena—. Sólo dime si realmente peleaste con todo tu ser...
Asentí lentamente con la cabeza.
—Usé la técnica más poderosa que tenía disponible, pero fui muy débil...
—Hiciste lo que pudiste—murmuró ella—. Y Charlie también... no hay nada que perdonar. No te disculpes.
Me reconfortó un poco saber que no estaba enojada conmigo, aunque casi hubiera preferido que así fuera. Sabía que de haber usado el último trabajo en el Princesa Andrómeda hubiera muerto sin hacer gran cosa. Pero de todos modos, en mi mente seguía revoloteando la idea como un "¿y si...?"
—Él miro una foto tuya justo antes de entrar a combate—le dije—. Hiciste que este año fuera el mejor de su vida.
Silena sollozó de nuevo.
—Bravo, Percy—masculló Clarisse.
—No; está bien—dijo Silena—. Gracias... gracias, Percy. Ahora tengo que irme.
—¿Quieres compañía?—preguntó Clarisse.
Ella negó con la cabeza y se alejó corriendo.
—Es más fuerte de lo que parece—musitó Clarisse, casi para sí—. Sobrevivirá.
—Para eso podrías ayudar—le dije—. Rinde honor al sacrificio de Beckendorf luchando con nosotros.
Ella buscó instintivamente su cuchillo, pero ya no lo llevaba encima. Lo había dejado clavado en la mesa de ping-pong de la Casa Grande.
—No es mi problema—refunfuñó—. Si mi cabaña no recibe honores, yo no lucho.
Advertí que ella no hablaba en verso. Quizá no estaba cerca cuando sus hermanos fueron malditos, o quizá se las había arreglado para romper el hechizo.
—Muy bien—le dije—. No quería sacarlo a relucir, pero me debes varios favores. Sin dar detalles, sabes de lo que hablo.
Ella apretó la mandíbula.
—Pídeme cualquier otra cosa, Percy. Pero eso no. La cabaña de Ares ha sido maltratada demasiadas veces. Y no creas que no sé lo que dice todos de mí en cuanto les doy la espalda.
—Entonces... ¿vas a permitir que Crono nos aplaste?
—Si tanto deseas mi ayuda, dele a Apolo que nos entregue el carro.
Suspiré.
Entendí de inmediato que todo iba más allá de un simple carro. Era una cuestión de ideales.
Durante siglos, los hijos de Ares habían gozado de la misma mala fama que su padre. Eran ridiculizados, todo el mundo se burlaba de ellos, todos los despreciaban. Ah, pero cuando llegaba el momento de pelear, el momento de dar la cara y arriesgar la vida, todos esperaban que fueran los primeros en levantar sus armas.
El carro sólo era un símbolo, en este caso. Lo que Ares quería era reconocimiento y respeto. Que el mundo entendiera que no eran simples perros de guerra, carne de cañón que podía ser remplazada.
—Clarisse, sabes bien que conozco el valor de tu padre mejor que nadie—le dije—. Para mí es un rival formidable, y para Hércules, en su realidad, era su mejor amigo. Deja que el mundo crea lo que quiera creer, tus acciones no tienen por qué darles la razón.
—¿Y qué propones?—preguntó con un gruñido—. ¿Que vaya a luchar sin pensármelo dos veces? ¿Que le demuestre al campamento entero que Ares ladra y no muerde? No voy a retractarme, no hasta que aprendan a valorarnos a mí y a mis hermanos por lo que en realidad somos.
La miré a los ojos.
—Tu punto es valido, lo sé—le dije—. Pero ambos sabemos también que este no es el momento para eso. Nuestras vidas, la existencia de los dioses y la civilización occidental entera están en juego.
—Precisamente por eso es el mejor momento—replicó ella—. El mundo aprenderá a reconocer nuestra importancia o morirá en terquedad.
Apreté los puños.
—¿Realmente lo arriesgas todo, a ti y a los demás, por eso?—le espeté—. Puedes tener toda la razón que quieras. Eso no significa que...
—No lo arriesgo, al menos no creo hacerlo—repuso—. Confío en ti, Jackson. Sé que tú serás capaz de detener a Crono y hacer que los demás reconozcan que necesitan a Ares antes de que sea tarde.
Suspiré, mientras más esperanzas cargaba en mis puños más agobiado me sentía. En mi mente seguía parpadeando mi última batalla con Crono, el cómo fui incapaz de tan siquiera dañarlo.
A cada segundo que pasaba, más me preocupaba fallarle a mis amigos, el decepcionarlos y ser derrotado.
—No deberías poner tanta fe sobre mí—le dije finalmente—. Incluso yo tengo un límite...
Negó con la cabeza, mirándome con reprobación.
—¿No qué serías el faro de esperanza para dioses y hombres? ¿No que serías el monumento de la virtud? ¿No que tu voluntad era inquebrantable? ¡¿Dónde Hades quedó ese ímpetu?! ¡¿Dónde quedó el Indomable Dios de la Guerra que conozco?!
Sonreí.
—Tienes razón—admití—. Jamás he decepcionado a mis amigos, y no planeo empezar a hacerlo ahora.
Observé como se elevaban las últimas chispas de la hoguera de Beckendorf.
Luego, me encaminé hacia la arena de combate. Necesitaba un respiro, y quería ver a una vieja amiga.
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