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Cruel destino:


Me llevé conmigo a Will Solace, de la cabaña de Apolo, y les dije a los demás que siguieran buscando a Michael.

Tomamos prestada la Yamaha de un motociclista dormido y volamos hacia el hotel Plaza a una velocidad que le habría provocado un ataque a mi madre. Apenas y había tocado una motocicleta dos o tres veces en toda mi vida, pero no era más difícil que montar a pegaso.

Por el camino me fijé en un montón de pedestales vacíos en los que normalmente había estatuas. El plan veintitrés estaba funcionando, al parecer. Lo cual no sabía si era bueno o malo.

Sólo nos costó cinco minutos llegar al Plaza: un hotel anticuado de piedra blanca, con un tejado azul a varias aguas, en la esquina sudeste de Central Park.

Desde el punto de vista táctico, el Plaza no era el mejor lugar para establecer el cuartel general. No era el edificio más alto de la ciudad y tampoco el más céntrico. Pero tenía cierto estilo de la vieja escuela y había atraído a lo largo de los años a un montón de semidioses famosos, como los Beatles o Alfred Hitchcock, así que pensé que estábamos en buena compañía.

Aceleré la Yamaha para subirme al bordillo y frené con un brusco viraje junto a la fuente que hay delante del hotel.

Cuando Will y yo nos apeábamos, la estatua que había en lo alto de la fuente nos gritó:

—¡Ah, perfecto! ¡Y supongo que también querréis que vigile la moto!

Era una estatua de bronce de tamaño natural encaramada en una cazoleta de granito. No llevaba más que una sábana de bronce alrededor de las piernas, y sujetaba en sus manos una cesta de fruta metálica. Nunca le había prestado mucha atención. Claro que ella tampoco me había hablado nunca...

—¿Se supone que eres Deméter?—le pregunté.

Una manzana de bronce pasó rozándome la cabeza.

—¡Todo el mundo me toma por Deméter!—se lamentó—. Soy Pomona, la diosa romana de la fruta. Pero ¿por qué habría de importarte? A todo el mundo le tienen sin cuidado los dioses menores. ¡Si os importáramos un poco más los dioses menores, no estaríais perdiendo esta guerra! ¡Tres hurras por Morfeo y Hécate!

—Vigílame la moto—le pedí.

Pomona soltó una maldición en latín y nos arrojó unas cuantas frutas más mientras Will y yo corríamos hacia el hotel.







Nunca había estado en el Plaza. El vestíbulo resultaba impresionante con sus arañas de cristal y todos aquellos ricos desmayados, pero no presté demasiada atención. Un par de cazadoras nos señalaron los ascensores y subimos a las suites del ático.

Los semidioses se habían adueñado de las plantas superiores. Había campistas y cazadoras tirados por los sofás, lavándose en los baños, arrancando colgaduras de seda para vendarse las heridas y sirviéndose con todo desparpajo refrescos y aperitivos de los minibares. Un par de lobos bebían directamente del váter. Me alivió ver que tantos amigos habían salido vivos de aquella noche, aunque todos parecían hechos polvo.

—¡Percy!—dijo Jake Mason, dándome una palmada en el hombro—. ¡Estamos recibiendo informes...!

—Luego—lo corté—. ¿Dónde está Annabeth?

—En la terraza. Está viva, chico, pero...

Lo aparté de un empujón y corrí hacia allí.

En otras circunstancias me habría encantado la vista desde la terraza, directamente a Central Park. Era una mañana soleada y sin una nube: perfecta para un picnic o un paseo, o para casi cualquier cosa salvo combatir con monstruos.

Annabeth se encontraba tendida en una tumbona, con la cara pálida y perlada de sudor. Estaba cubierta de mantas, pero tiritaba. Silena Beauregard le secaba la frente con un paño frío.

Will y yo nos abrimos paso entre la aglomeración de campistas de Atenea. Will se apresuró a quitarle los vendajes a Annabeth para examinar la herida. Estuve a punto de desmayarme. La hemorragia había cesado, pero el corte parecía muy profundo y la piel de alrededor tenía un espantoso tono verde.

—Annabeth...—murmuré con voz apenada. Había recibido aquella puñalada para cubrirme, y yo no dejaba de hacerme reproches por haber permitido que ocurriera.

—Había veneno en el puñal—masculló—. Qué estúpida, ¿no?

Will suspiró, aliviado.

—No es tan grave, Annabeth. Unos minutos más y lo habríamos tenido complicado, pero el veneno aún no ha pasado del hombro. No te muevas. Que alguien me dé un poco de néctar.

Tomé una cantimplora. Will limpió la herida con la bebida divina mientras yo le sujetaba la mano a Annabeth.

—Uf—masculló—. ¡Ay, ay!

Me agarraba con tanta fuerza que los dedos se me pusieron morados, pero se mantuvo inmóvil como Will le había pedido. Silena le susurraba para darle ánimos. Will aplicó pasta de plata en la herida y canturreó unas palabras en antiguo griego: un himno a Apolo. Luego le cambió el vendaje y se incorporó tembloroso.

La curación debía de haberle consumido un montón de energía. Estaba casi tan pálido como Annabeth.

—Con esto debería bastar—dijo—. Pero vamos a necesitar algunas medicinas mortales.—Tomó una hoja del hotel, garabateó unos nombres y se la entregó a los chicos de Atenea—. Hay una farmacia Duane Reade en la Quinta. Normalmente, no me atrevería a robar...

—Yo sí—se ofreció Travis.

Will le lanzó una mirada feroz.

—Deja dinero o unos dracmas para pagar, lo que lleves encima, pero es un caso de urgencia. Y me temo que vamos a tener que tratar a mucha más gente.

Nadie le llevó la contraria. Apenas había un solo semidiós que no hubiera resultado herido. Excepto yo.

—Venga, chicos—dijo Travis—. Démosle un respiro a Annabeth. Tenemos una farmacia que asaltar... digo, que visitar.

Los semidioses se retiraron lentamente. Jake me agarró del hombro al marcharse.

—Luego hablamos, pero está todo controlado—me dijo—. Estoy usando el escudo de Annabeth para mantener la vigilancia. El enemigo se ha retirado al amanecer; no sé muy bien por qué. Tenemos un centinela en cada puente y cada túnel.

—Gracias, amigo—contesté.

Asintió.

—Tómate tu tiempo.

Cerró las puertas de la terraza al salir, dejándome con Silena y Annabeth. Silena le aplicó otra vez un paño húmedo en la frente.

—Es mi culpa—musitó.

—No—replicó débilmente Annabeth—. ¿Cómo va a ser culpa tuya, Silena?

—Nunca he hecho nada útil en el campamento—murmuró—, como tú o Percy. Si fuera mejor guerrera...

Le temblaron los labios. No había hecho más que empeorar desde que Beckendorf había muerto y, cada vez que la miraba, no podía evitar sentirme rabioso por su muerte. Su expresión me hacía pensar que podía quebrarse como un cristal en cualquier momento. Me juré que si llegaba a encontrar al espía que había provocado la muerte de su novio, se lo entregaría a la Señorita O'Leary para que lo usara como muñeco de goma.

—Eres una gran campista—le dije a Silena—. La que mejor cabalga en pegaso. Y te llevas bien con todo el mundo. Créeme, una persona capaz de hacerse amiga de Clarisse ha de tener un gran talento.

Se quedó mirándome como si le hubiera dado una idea.

—¡Exacto!—exclamó—. Necesitamos a la cabaña de Ares. Hablaré con Clarisse. Seguro que puedo convencerla para que nos ayude.

—Uf, Silena. Aun suponiendo que pudieras salir de Manhattan, Clarisse es muy testaruda. Y cuando se enfada...

—Por favor—rogó ella—. Puedo ir con un pegaso. Estoy segura de que llegaré al campamento. Déjame intentarlo.

Miré a Annabeth, que asintió levemente.

No me gustaba mucho la idea. No creía que tuviera ninguna posibilidad de convencer a Clarisse. Aunque, por otro lado, Silena estaba tan trastornada que se iba a dejar herir fácilmente en la batalla. Tal vez aquella misión le proporcionara algo distinto en lo que concentrarse.

—Está bien—accedí—. No se me ocurre nadie mejor para intentarlo. Dile que yo mismo me encargaré de que su cabaña reciba los honores que merece.

Silena me echó los brazos al cuello, pero al punto se apartó torpemente, lanzándole miradas a Annabeth.

—Eh, perdón—se disculpó—. ¡Gracias, Percy! No te fallaré.

En cuanto se hubo marchado, me arrodillé junto a Annabeth y le puse una mano en la frente. Todavía estaba ardiendo.

—Eres lindo cuando estás preocupado—murmuró—. Casi se te juntan las cejas de tanto arrugar el entrecejo.

—No se te ocurra morirte mientras te debo un favor. ¿Por qué paraste esa puñalada con tu cuerpo?

—Tú habrías hecho lo mismo por mí.

Era verdad. Supongo que ambos lo sabíamos. Aun así, me sentía como si me estuvieran hurgando en el corazón con una barra helada de metal.

—¿Cómo es que lo conocías?—pregunté.

—¿El qué?

Eché una ojeada alrededor para asegurarme de que estábamos solos.

—Mi talón de Aquiles. Si no hubieras interceptado ese puñal, habría muerto. Adoptó una expresión distante. El aliento le olía a uva, tal vez por el néctar.

—No lo sé, Percy. Sencillamente tuve la sensación de que corrías peligro. ¿Dónde... dónde tienes el punto débil?

Se suponía que no debía decírselo a nadie. Pero bueno, era Annabeth. Si no podía fiarme de ella, no podía fiarme de nadie.

—En la base de la columna.

Alzó una mano.

—¿Dónde? ¿Aquí?

Me tocó la espalda y sentí un hormigueo. Llevé sus dedos al punto que me mantenía atado a la vida mortal. Noté una descarga eléctrica de mil voltios por todo mi cuerpo.

—Me salvaste la vida—le dije—. Gracias.

Ella apartó la mano, pero se la mantuve sujeta.

—O sea, que me la debes—dijo débilmente—. Vaya novedad.

Observamos cómo se elevaba el sol sobre la ciudad. El tráfico debería haber sido muy denso para entonces, pero no se oían bocinazos ni el murmullo de la multitud inundando las calles.

—Pierdo la batalla contra las sombras, Annabeth—dije.

Parpadeó dos veces, tratando de comprender mis palabras.

—¿A qué te refieres?

—"Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti"—cité.

—¿Eso es de Nietzsche?

—No lo sé, lo habré leído en un cómic o algo así—suspiré—. Lo que quiero decir es que... me estoy convirtiendo en un monstruo, como Jack el Destripador.

Annabeth frunció el ceño.

—¿El hombre que mató a Hércules?

Negué con la cabeza, apretando los puños.

—Hércules creía que era un hombre, yo me niego a pensarlo—murmuré—. Cuándo me hundí en el Estigio lo vi a él, luché con él, y me dijo cosas que...

Empecé a temblar.

—Percy—me dijo—. Tú jamás serás como él. Tú resguardas la justicia como lo más valioso en tu corazón.

—"Hasta la propia virtud se convierte en vicio cuando es mal aplicada"—murmuré—. De Shakespeare. Jack lo entendió al enfrentarme. Cuando veo un acto injusto o malvado... pierdo la noción de la realidad. Entro en un frenesí de batalla y lo disfruto. Asesino, mutilo y torturo mientras me río. En el puente, contra el minotauro y los monstruos y contra los mismos semidioses después de que te hirieran... maté a algunos de ellos...

Annabeth no respondió, quizá ni siquiera sabía cómo reaccionar.

—"Excelente cosa es tener la fuerza de un gigante, pero usar de ella como un gigante es propio de un tirano"—proseguí—. Tengo miedo de perderme en esa oscuridad. De sucumbir al hedonismo y perder de vista el bien o el mal.

—Pero... ¿y si lo utilizas?—preguntó Annabeth—. En el mundo de Hércules, ¿no usaron las valquirias a Jack como herramienta para salvar a los humanos?

—Zoë dijo algo parecido—revelé—. Pero: "Los placeres violentos terminan en la violencia y tienen en su triunfo su propia muerte" Romeo y Julieta, acto dos, escena seis.

—¿Desde cuándo eres fan de Shakespeare?

—Desde nunca, siempre lo he odiado—gruñí—. Pero desde que comencé a perder el control de mi ser, he empezado a recitar citas involuntariamente. Como si ese asesino hubiera colado una parte de sí mismo en mi interior. O, quizá... simplemente se limitó a despertar algo que siempre estuvo en mí.

Se me escapó una lágrima.

—¿Qué pensaría Hércules si me viera ahora...?

—Estaría orgulloso de lo lejos que has llegado—aseguró Annabeth—. Te perdonaría por tus deslices y te diría que siguieses por el buen camino.

—¿Seguir por el buen camino? Annabeth, maté a semidioses en un parpadeo, perdí el control y...

—"El sabio no se sienta para lamentarse, sino que se pone alegremente a su tarea de reparar el daño hecho"—me interrumpió—. Eso también es de Shakespeare. Ahora, ¿dejarás que Crono gane la guerra porque te saliste de control una vez? ¿O te esforzaras en aprender a canalizar tu ira hacia un bien mayor?

—Suenas como tu madre...—gruñí—. Una vez dijo que soy un arma y me utilizaría como tal...

—¡Claro que eres un arma, Percy!—exclamó—. La verdadera pregunta es, ¿dejarás que Atenea te use y deseche como le plazca o tú mismo te esgrimirás como es debido?

—Annabeth...

—Han pasado años en los que te he visto crecer y ayudar a otros hacerlo. Siempre fuiste ese pilar inamovible en el que los demás podíamos recargarnos si lo necesitábamos Y ahora, en el momento de más necesidad, te estás derrumbando. Apóyate en mí si es necesario, en Zoë, en Rachel o en quién sea, pero no te caigas, porque todos los demás te necesitan. Eres el Orgullo de Grecia, Percy, en tu espada descansan los sueños y esperanzas de todos los semidioses.

Bajé la mirada para ocultar la gran sonrisa en mis labios.

—Dioses, Annabeth... eres tan jodidamente molesta—la miré a los ojos—. Creo que no me dejas otra opción.

"Ella aún cree que Luke puede salvarse"—susurraba una parte de mi cerebro—. "No puedes esperar que haga lo que debe hacer en el momento de la verdad"

"Cállate"—decía la otra parte de mi ser.

A lo lejos, oí la alarma de un coche resonando por las calles. Un sinuoso penacho de humo negro ascendía hacia el cielo por la parte de Harlem. Me pregunté cuántos hornos habrían quedado encendidos al desencadenarse el hechizo de Morfeo, y cuánta gente habría caído dormida mientras cocinaba la cena. Pronto habría muchos más incendios. La población de Nueva York corría peligro. Y todas esas vidas dependían de nosotros.

—Me preguntaste por qué Hermes estaba tan furioso conmigo—dijo Annabeth.

—Tranquila, necesitas descansar...

—No, quiero contártelo. Hace mucho que me atormenta—movió un poco el hombro e hizo una mueca—. El año pasado Luke fue a verme en San Francisco.

—¿En persona?—fruncí el ceño—. ¿Estuvo en tu caso?

—Ocurrió antes de que bajáramos al Laberinto, antes de...—se interrumpió, pero entendí perfectamente a qué se refería: antes de que se convirtiera en Crono—. Vino con una bandera blanca. Me dijo que sólo quería hablar cinco minutos. Parecía muy asustado, Percy. Dijo que Crono iba a utilizarlo para adueñarse del mundo. Me confesó que deseaba fugarse. Como en los viejos tiempos. Quería que me fuese con él.

—Pero tú no le creíste.

—Obviamente. Pensaba que era una trampa. Además... bueno, las cosas habían cambiado mucho desde los viejos tiempos. Le dije que no podía ser. Se puso como loco. Me dijo... que ya podía enfrentarme a él allí mismo, en ese caso, porque era la última oportunidad que tendría.

La frente se le volvió a humedecer de sudor. Aquella historia estaba consumiéndole demasiada energía.

—Está bien—susurré—. Intenta descansar un poco.

—No lo comprendes, Percy. Hermes tiene razón. Si me hubiera ido con él, quizá habría conseguido hacerle cambiar de opinión. O bien... Yo llevaba un cuchillo y él iba desarmado. Podría haberlo...

—¿Matado? ¿Bajo bandera blanca? Sabes que eso no habría estado bien.

Cerró los párpados con fuerza.

—Me dijo que él sería para Crono "como un simple peldaño". Ésas fueron exactamente sus palabras. Crono lo utilizaría y se volvería aún más poderoso.

—Es lo que hizo. Se adueñó de su cuerpo, lo poseyó.

—Pero ¿y si el cuerpo de Luke es sólo un paso intermedio? ¿Y si Crono tiene un plan para volverse todavía más poderoso? Yo podría haberlo detenido. La guerra se ha desatado por mi culpa.

Aquello me hizo sentir como si estuviera otra vez en el Estigio, disolviéndome lentamente. Me acordé del pasado verano, cuando el dios de dos caras, Jano, le advirtió a Annabeth que habría de tomar una decisión muy importante; y eso había ocurrido después, no antes, de haber visto a Luke. Pan también le había dicho algo: "Desempeñarás un gran papel, aunque tal vez no sea el que imaginas".

—Crono se hubiera levantado, con Luke o sin él. Usando el cuerpo de Ethan Nakamura o cualquier otro. No te culpes, por favor.

Quería preguntarle por lo que me había mostrado la visión de Hestia, sobre su vida en los viejos tiempos con Luke y Thalia. Estaba seguro de que tenía algo que ver con mi profecía, aunque no entendía cómo.

Antes de que me atreviera, se abrió la puerta de la terraza y apareció Connor Stoll.

—Percy—Le echó una mirada a Annabeth, como si no quisiera hablar delante de ella, y deduje que no traía buenas noticias—. La Señorita O'Leary acaba de volver con Grover. Me parece que deberías hablar con él.







Grover estaba tomando un bocado en el salón. Iba preparado para la batalla con una armadura hecha de corteza de árbol y alambre plastificado, y llevaba su porra de madera y sus flautas de junco colgadas del cinturón.

La cabaña de Deméter había preparado un bufé completo en las cocinas del hotel. Había de todo: desde pizza hasta helado de piña. Por desgracia, Grover se estaba comiendo los muebles. Ya se había zampado el relleno de una lujosa silla y ahora estaba royendo el apoyabrazos.

—Compañero—le dije—, sólo estamos aquí de prestado.

—¡Beee-bee!—baló, con la cara cubierta de relleno—. Perdona, Percy. Es que... son muebles Luis Dieciséis. Deliciosos. Además, siempre me como el mobiliario cuando me pongo...

—Nervioso. Sí, ya lo sé. Bueno, ¿qué me cuentas?

Golpeó el suelo con las pezuñas.

—Me enteré de lo de Annabeth. ¿Cómo...?

—Se pondrá bien—lo tranquilicé—. Ahora está descansando.

Inspiró hondo.

—Estupendo. Yo he movilizado a la mayoría de los espíritus de la naturaleza de la ciudad. Bueno, a los que han querido escucharme.—Se frotó la frente—. No sabía que las bellotas podían hacer tanto daño... En fin, estamos haciendo todo lo posible.

Me contó las escaramuzas que habían librado. Se habían ocupado sobre todo de cubrir las afueras, donde no contábamos con suficientes semidioses. Al parecer, habían surgido por todas partes perros del infierno que se colaban en nuestras líneas viajando por las sombras, pero las dríadas y los sátiros habían logrado ponerlos en fuga. También se habían enfrentado en la zona de Harlem con un joven dragón. Lo habían derrotado, aunque perdiendo en la lucha a una docena de ninfas.

Mientras Grover hablaba, Thalia entró en la sala con dos de sus lugartenientes. Me saludó con un gesto lleno de gravedad y salió un momento a ver a Annabeth. Enseguida regresó y esperó a mi lado a que Grover terminara su informe. Los detalles que me daba iban de mal en peor.

—Hemos perdido a veinte sátiros frente a un grupo de gigantes en Fort Washington—explicó con voz temblorosa—. Casi la mitad de mis hermanos. Al final los espíritus del río ahogaron a los gigantes, pero...

Thalia se acomodó el arco sobre el hombro.

—Percy, las fuerzas de Crono siguen agrupándose en todos los túneles y puentes—dijo—. Y Crono no es el único titán. Una de mis cazadoras ha divisado a un humanoide enorme con armadura de oro que estaba reuniendo un ejército en la costa de Jersey. No estoy muy segura de quién es, pero el poder que irradia sólo puede proceder de un titán o de un dios.

Me acordé del titán dorado de mi sueño: el que había discutido en el monte Othrys con Atlas y Crios para desaparecer entre llamaradas.

—Magnífico—dije—. ¿Alguna buena noticia?

Thalia se encogió de hombros.

—Hemos sellado los túneles de metro que van a Manhattan. Mis mejores cazadoras se han ocupado de ello. Otra cosa. Al parecer, el enemigo está aguardando para atacar esta noche. Creo que Luke—se mordió la lengua—, quiero decir, Crono, necesita regenerarse después de cada combate. Aún no se encuentra a sus anchas con su nueva forma. Y ralentizar el tiempo en torno a la ciudad consume gran parte de su energía.

Grover asintió.

—La mayoría de sus efectivos, además, son más poderosos de noche. Volverán a la carga cuando se ponga el sol.

Traté de pensar con claridad.

—Está bien—asentí—. ¿Alguna noticia de los dioses?

Thalia meneó la cabeza.

—Sé que la señora Artemisa estaría aquí si pudiera. Y también Atenea. Pero Zeus les ha ordenado que sigan a su lado. Lo último que he sabido es que Tifón estaba destruyendo el valle del río Ohio. Alcanzará los montes Apalaches hacia mediodía.

—En el mejor de los casos—comenté—, tenemos otros dos días antes de que llegue.

Jake Mason carraspeó. Había permanecido tan callado que me había olvidado de su presencia.

—Una cosa más, Percy—dijo—. Crono se presentó en el puente de Williamsburg como si supiera que te dirigías allí. Y desplazó sus fuerzas a nuestros puntos más débiles. En cuanto nos desplegamos, cambió de táctica. Apenas se acercó al túnel Lincoln, donde se habían apostado las cazadoras. Se centró en nuestros flancos más expuestos, como si...

—Como si tuviera información secreta—asentí—. El espía.

—¿Qué espía?—preguntó Thalia.

Le hablé del amuleto de plata que Crono me había enseñado: el dispositivo de transmisión.

—Eso es terrible—murmuró—. Desastroso.

—Podría ser cualquiera—dijo Jake—. Estábamos todos presentes cuando Percy repartió las órdenes.

—Pero ¿qué podemos hacer?—dijo Grover—. ¿Registrar a cada semidiós hasta encontrar un amuleto con forma de guadaña?

Todos me miraron, esperando una decisión. No podía permitir que se me notara el pánico, incluso si las cosas llegaban a ser críticas.

—Sigamos luchando—dije—. No nos obsesionemos con ese espía. Si empezamos a desconfiar unos de otros, nos haremos trizas nosotros mismos. Anoche estuvieron todos increíbles. No podría pedir un ejército más valeroso. Vamos a establecer las rondas de vigilancia. Descansen mientras puedan. Nos espera una noche muy larga.

Los semidioses asintieron con murmullos y se dispersaron cada uno por su lado para dormir, comer o reparar sus armas.

—Tú también, Percy—dijo Thalia—. Estaremos ojo avizor. Ve a echarte un rato. Te necesitamos en buena forma esta noche.

Apenas discutí. Entré en el dormitorio más cercano y me derrumbé en una cama con dosel. En teoría estaba demasiado acelerado para dormirme, pero los ojos se me cerraron casi en el acto.







En mi sueño, vi a Nico en los jardines de Hades, no se escuchaba el caos de la batalla a lo lejos, por lo que supuse que las fuerzas de Ceo se habían replegado temporalmente. Estaba solo y había cavado un hoyo en un macizo de flores de Perséfone, cosa que—supuse—no pondría muy contenta a la reina.

Vertía una copa de vino en el hoyo y entonaba un cántico:

—Que los muertos prueben su sabor de nuevo. Que se alcen y acepten esta ofrenda ¡María di Angelo, muéstrate!

Se levantaba una nube de humo y empezaba a dibujarse una forma. Pero no era la madre de Nico, sino una chica de pelo oscuro y piel olivácea, con ropas plateadas de cazadora.

—¡Bianca!—exclamaba Nico—. Pero...

"No convoques a nuestra madre, Nico"—le advertía ella—. "Es el único espíritu que te está vedado contemplar".

—¿Por qué? ¿Qué es lo que oculta nuestro padre?

"Dolor"—respondía Bianca—. "Odio. Una maldición que se remonta a la Gran Profecía".

—¿Qué quieres decir?—insistía Nico—. ¡Tengo que saberlo!

"El conocimiento sólo te hará daño. Recuerda mis palabras: guardar rencor es un defecto fatídico para los hijos de Hades".

—Eso ya lo sé—decía él—. Pero no soy el mismo de antes, Bianca. ¡Deja de intentar protegerme!

"No lo comprendes, hermano...".

Nico pasaba la mano a través de la niebla y la imagen de Bianca se disipaba.

—Maria di Angelo—repetía—. ¡Háblame!

Entonces se formaba otra imagen. Era una escena, no un solo fantasma. En el espesor de la niebla, veía a Nico y Bianca de niños. Jugaban en el vestíbulo de un lujoso hotel, persiguiéndose alrededor de las columnas de mármol.

Muy cerca, sentada en un sofá, había una mujer con un vestido negro, guantes largos y un sombrero con velo oscuro, como una estrella de cine de los años cuarenta. Tenía la sonrisa de Bianca y los ojos de Nico.

En una silla, a su lado, había un tipo de aspecto empalagoso con un traje negro a rayas. Se trataba de Hades, en su antigua apariencia. Inclinándose hacia la mujer, hablaba y gesticulaba con enorme agitación.

—Te lo ruego, querida—decía—. Debes venir al inframundo. ¡Me da igual lo que piense Perséfone! Allí os mantendré a salvo.

—No, amor mío—respondía ella, con marcado acento italiano—. ¿Criar a nuestros hijos en la tierra de los muertos? Ni hablar.

—Escucha, Maria. La guerra en Europa ha puesto a los demás dioses contra mí. Se ha formulado una profecía y mis hijos ya no están a salvo. Poseidón y Zeus me han obligado a sellar un pacto. Ninguno de nosotros tres podrá volver a tener hijos semidioses.

—Pero tú y a tienes a Nico y Bianca. Seguro...

—¡No! La profecía nos advierte sobre un niño cuando cumpla los dieciséis. Zeus ha decretado que los hijos que tengo actualmente deben ser internados en el Campamento Mestizo para recibir el "entrenamiento adecuado", pero ya sé lo que significa eso. En el mejor de los casos, estarán vigilados y encarcelados, y los volverán en contra de su padre. Lo más probable es que no quiera correr riesgos. No permitirá que mis hijos semidioses cumplan los dieciséis. Encontrará un modo de destruirlos. Así que no voy a darle esa oportunidad.

—Certamente—contestaba Maria—. Seguiremos juntos. Zeus es un imbecile.

Desde luego tenía valor, pero Hades dirigía una mirada nerviosa al techo.

—María, por favor. Ya te lo he dicho, Zeus me ha dado el plazo de una semana para que entregue a los niños. Su ira será terrible y no puedo mantenerte oculta eternamente. Mientras estés con los niños, también corres peligro.

Maria sonreía, y una vez más me resultaba espeluznante lo mucho que se parecía a su hija.

—Tú eres un dios, mi amor—decía—. Tú nos protegerás. Pero no voy a llevarme a Nico y Bianca al inframundo.

Hades se retorcía las manos.

—Hay otra posibilidad. Conozco un lugar en el desierto donde el tiempo se mantiene inmóvil. Podría enviar a los niños allí una temporada, por su propia seguridad, y nosotros permaneceríamos juntos. Te construiré un palacio de oro junto al Estigio.

Maria di Angelo reía suavemente.

—Eres muy amable, amor mío. Un hombre generoso. Los demás dioses deberían verte como yo, en lugar de temerte tanto. Pero Nico y Bianca necesitan a su madre. Además, sólo son niños. Los dioses no se atreverían a hacerles daño.

—¡Tú no conoces a mi familia!—decía Hades lúgubremente—. Por favor, Maria. No quiero perderte.

Ella le pasaba los dedos por los labios.

—No vas a perderme. Espérame mientras voy a buscar el bolso. Vigila a los niños.

Le daba un beso al señor de los muertos y se levantaba del sofá. Hades la miraba mientras subía la escalera, como si cada paso que daba le causara un dolor inmenso.

Un instante más tarde, se ponía en guardia. Los niños dejaban de jugar, como si también hubieran percibido algo.

—¡No!—gritaba Hades. Pero incluso sus poderes divinos resultaban demasiado lentos. Sólo tenía tiempo de levantar un muro de energía negra alrededor de los niños antes de que el hotel entero explotara.

La onda expansiva resultaba tan violenta que toda la imagen de la niebla se disipaba unos instantes.

Cuando volvía a enfocarse, Hades estaba de rodillas entre los escombros, con el cuerpo destrozado de Maria di Angelo en sus brazos. Aún estaba rodeado de llamaradas. En el cielo fulguraban los relámpagos y retumbaban truenos atroces.

Los pequeños Nico y Bianca miraban a su madre sin comprender nada. La furia Alecto se materializaba a su espalda, silbando espantosamente y agitando sus alas correosas. Los niños ni siquiera reparaban en su presencia.

—¡Zeus!—Hades alzaba el puño al cielo—. ¡Te aplastaré por lo que has hecho! ¡La devolveré a la vida!

—No podéis, mi señor—le advertía Alecto—. Vos más que ninguno de los inmortales debéis respetar las leyes de la muerte.

Hades resplandecía de rabia. Daba la impresión de que adoptaría su auténtica forma, volatilizando a sus propios hijos, pero en el último momento parecía recobrar el dominio de sí mismo.

—Llévatelos—le decía a Alecto, ahogando un sollozo—. Borra todos sus recuerdos en el Lete y déjalos en el Casino Loto. Zeus no los encontrará allí.

—Como gustéis, mi señor. ¿Y el cuerpo de la mujer?

—Llévatela también—decía con amargura—. Encárgate de que se le apliquen los antiguos ritos funerarios.

La furia, los niños y el cadáver de Maria se disolvían en la sombra, dejando solo a Hades entre las ruinas.

—Os lo advertí—decía otra voz.

Hades se volvía. De pie junto a los restos carbonizados del sofá, había una chica con un vestido multicolor. Tenía el pelo corto y negro y una mirada triste. No pasaría de los doce años. No la conocía, pero me resultaba extrañamente familiar.

—¿Cómo te atreves a presentarte aquí?—rugía Hades—. Debería fulminarte.

—No podéis. El poder de Delfos me protege.

Comprendía con un escalofrío que estaba viendo al Oráculo de Delfos cuando vivía y era joven. En cierto sentido, era más horripilante verla de aquel modo que en su estado momificado.

—¡Has matado a la mujer que amaba!—tronaba Hades—. ¡Eso es lo que nos ha traído tu profecía!—Se alzaba amenazador ante la chica, pero ello no se arredraba.

—Zeus ordenó la explosión para destruir a los niños—decía—, porque vos desafiasteis su voluntad. No he tenido nada que ver. Y os advertí que los ocultarais mucho antes.

—¡No pude! ¡Maria no me dejó! Además ellos son inocentes.

—Son hijos de vos, sin embargo, lo cual los vuelve peligrosos. Aun encerrándolos en el Casino Loto, no hacéis más que postergar el problema. Nico y Bianca nunca podrán regresar al mundo. De lo contrario, podrían llegar a cumplir los dieciséis.

—Todo por tu supuesta Gran Profecía. Además, me has obligado a jurar que no tendré más hijos. ¡Me has dejado sin nada!

—Yo preveo el futuro—contestaba la chica—. No puedo cambiarlo.

Los ojos del dios centelleaban con un fuego negro: algo terrible iba a suceder. Yo quería gritarle a la chica que se escondiera o echara a correr.

—Entonces, Oráculo, escucha las palabras de Hades—gruñía—. Quizá no pueda traer de vuelta a Maria, ni provocarte una muerte prematura, pero tu alma sigue siendo mortal y puedo maldecirte.

La chica abría los ojos, alarmada.

—No os...

—Juro—decía Hades— que mientras mis hijos sigan desterrados, mientras me vea oprimido bajo la maldición de tu Gran Profecía, el Oráculo de Delfos no volverá a tener otro receptáculo mortal. Jamás descansarás en paz. Nadie vendrá a ocupar tu puesto. Tu cuerpo se marchitará y perecerá, pero el espíritu del Oráculo permanecerá en tu interior. Y continuarás pronunciando tus amargas profecías hasta que te desmorones y regreses a la nada. ¡El Oráculo morirá contigo!

La chica daba un grito desgarrador y la neblina se deshacía en jirones. Nico caía de rodillas en el jardín de Perséfone, con el rostro completamente demudado por la conmoción. Ante él, irguiéndose con su saco blanco y mirando ceñudo a su hijo, se hallaba el Hades de verdad.

—¿Qué crees que estás haciendo?—le preguntaba a Nico.

Una negra explosión inundó mis sueños. Luego apareció una escena distinta. Rachel Elizabeth Dare paseaba por una playa de arena blanca. Iba con un bañador y una camiseta atada a la cintura. Tenía los hombros y la cara quemados por el sol.

Se arrodillaba para escribir sobre la espuma con el dedo. Intenté descifrar las letras. Creía que mi dislexia me estaba dando más guerra de la cuenta hasta que advertí que escribía en griego antiguo.

Eso era imposible. Aquel sueño tenía que ser falso.

Rachel terminaba de escribir unas palabras y murmuraba:

—¿Qué demonios?

Yo sé leer griego, pero sólo pude una palabra antes de que el mar lo borrara todo: Περσεύς. Mi nombre: Perseus.

Rachel se incorporaba bruscamente y se apartaba del agua.

—Oh, dioses—decía—. Eso es lo que significa.

Daba media vuelta y echaba a correr, alzando nubecillas de arena con los pies mientras volaba hacia la mansión familiar.

Subía jadeante y con estrépito los peldaños del porche. Su padre levantaba la vista del Wall Street Journal.

Rachel se le acercaba, muy decidida.

—Papa, tenemos que volver.

Él torcía los labios, como tratando de recordar cómo se sonríe.

—¿Volver? Pero ¡si acabamos de llegar!

—Hay problemas en Nueva York. Percy corre peligro.

—¿Te ha llamado?

—No... no exactamente. Pero lo sé. Lo presiento.

El señor Dare doblaba el periódico.

—Tu madre y yo llevamos mucho tiempo planeando estas vacaciones.

—¡No es cierto! ¡Los dos odian la playa! Pero ¡son demasiado testarudos para reconocerlo!

—Vamos a ver, Rachel...

—¡Te digo que pasa algo en Nueva York! ¡En toda la ciudad...! Aún no sé de qué se trata, pero está sufriendo un ataque.

Su padre suspiraba.

—Creo que una cosa así saldría en las noticias.

—No—insistía Rachel—. Esa clase de ataque, no. ¿Has recibido alguna llamada desde que hemos llegado?

Él fruncía el entrecejo.

—No... pero es fin de semana. Y en pleno verano.

—Tú siempre tienes llamadas—observaba Rachel—. ¡Esto es muy raro, tienes que reconocerlo!

Su padre titubeaba.

—No podemos irnos así como así—decía—. Hemos gastado un montón de dinero.

—Escucha, papá. Percy me necesita. Tengo que entregarle un mensaje. Es cuestión de vida o muerte.

—¿Qué mensaje? ¿De qué diantres me hablas?

—No te lo puedo contar.

—Entonces no puedes irte.

Rachel cerraba los ojos, como armándose de valor.

—Papá... deja que me vaya y haré un trato contigo.

El señor Dare se echaba hacia delante. Hacer tratos era lo que mejor se le daba.

—Te escucho.

—La Academia para Señoritas Clarion. Iré... iré en otoño. Sin quejarme. Pero tienes que llevarme ahora mismo a Nueva York.

Él permanecía en silencio un buen rato. Finalmente, abría su móvil y hacía una llamada.

—¿Douglas? Prepara el avión. Nos vamos a Nueva York. Sí, inmediatamente.

Rachel lo rodeaba con sus brazos, lo cual parecía sorprenderlo, como si ella nunca lo hubiera abrazado.

—¡Te lo compensaré, papá!

Él sonreía con expresión gélida. La miraba como si no estuviera viendo a su hija, sino a la joven damisela en que deseaba que se convirtiera, una vez que la Academia para Señoritas Clarion hubiera surtido efecto.

—Sí, Rachel—asentía—. Ya lo creo que me lo compensarás.

La escena se difuminaba. Mascullé entre sueños:

—¡No, Rachel!

Aún seguía agitándome y revolviéndome en la cama cuando Thalia me sacudió para despertarme.

—Vamos, Percy—dijo—. Ya es media tarde. Y tenemos visita.

Me senté, desorientado. Aquella cama era demasiado cómoda, odiaba dormir de día.

—¿Visita?—pregunté confundido.

Thalia asintió, muy seria.

—Ha venido a verte un titán con bandera blanca. Trae un mensaje de Crono. 

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