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Cierva sagrada de Artemisa:


De vuelta en el Plaza, Thalia me llevó aparte.

—¿Qué te mostró Prometeo?—preguntó.

Le conté de mala gana la visión que había tenido de la casa de May Castellan.

Thalia se frotaba el muslo como si recordase su antigua herida.

—Fue una noche nefasta—reconoció—. Annabeth era muy pequeña y no creo que entendiera gran cosa. Sólo captó que Luke estaba muy disgustado.

Contemplé Central Park por las ventanas del hotel. Hacia el norte ardían aún algunos pequeños incendios, pero por lo demás la ciudad parecía sumida en una pazanómala.

—¿Sabes lo que le pasó a May Castellan?—pregunté—. Quiero decir...

—Sé lo que quieres decir—atajó Thalia—. Nunca la vi sufriendo un... episodio de ésos, pero Luke me contó que los ojos le relucían y que decía cosas extrañas. Me obligó a prometer que nunca lo contaría. Cuál pudo ser la causa, ni idea. Si Luke lo sabía, no me lo contó.

—Hermes sí lo sabía. Por algún motivo, May vio una parte del futuro de Luke. Y Hermes comprendió lo que sucedería: que Luke se convertiría en Crono.

Thalia arrugó la frente.

—No puedes saberlo seguro. No olvides que Prometeo manipulaba lo que veías, Percy; te mostraba lo sucedido bajo la luz más desfavorable posible. Hermes quería a Luke. Eso lo percibí simplemente mirándolo a la cara. Y había ido allí aquella noche para ver cómo estaba May, para cuidar de ella. O sea que tampoco era tan malo.

—Aun así, no es justo—insistí—. Luke era un niño. Hermes nunca lo ayudó ni le impidió que se fugara.

Thalia se acomodó el arco en el hombro. Una vez más, me impresionó lo fuerte que se la veía ahora que había dejado de envejecer. Se intuía un halo plateado a su alrededor: la bendición de Artemis.

—Percy, ahora no puedes empezar a compadecerte de Luke. Todos tenemos alguna carga que sobrellevar. A todos los semidioses nos ocurre. Nuestros padres casi nunca están a nuestro lado. Pero Luke ha elegido mal. Y nadie le obligaba a hacerlo. De hecho...—Echó un vistazo al vestíbulo para comprobar que estábamos solos—. Me preocupa Annabeth. Si se presenta la ocasión en plena batalla, no sé si será capaz de enfrentarse a Luke. Siempre ha tenido debilidad por él.

Se me subió la sangre a la cara.

—También me preocupa—murmuré—. "El tonto se cree sabio, pero el sabio se sabe tonto". Quiero pensar que se portará como es debido, pero... no lo sé.

—Desde aquella noche, cuando abandonamos la casa de su madre, Luke ya no volvió a ser el mismo—dijo Thalia—. Actuaba de una manera imprudente y caprichosa, como si tuviera que demostrar algo. Después, cuando Grover nos localizó y trató de llevarnos al campamento... bueno, si hubo tantos problemas fue en parte porque Luke no tenía ningún cuidado. Quería pelear con todos los monstruos con los que nos encontrábamos. A Annabeth no le parecía mal. Luke era su héroe. Ella solamente veía que sus padres lo habían vuelto triste y sombrío, y se empeñaba en defenderlo siempre. Todavía lo defiende. Lo único que digo es que no debes caer en la misma trampa. Luke se ha entregado a Crono. No podemos permitirnos ser blandos con él.

Eché una ojeada a los incendios de Harlem, preguntándome cuántos mortales dormidos corrían peligro ahora por culpa de las funestas decisiones de Luke.

—Sé que tienes razón, el problema es explicárselo a ella.

Thalia me dio una palmada en el hombro.

—Voy a ver cómo se encuentran las cazadoras y luego intentaré dormir algo antes de que anochezca—dijo—. Tú también deberías echarte un rato.

—Lo último que necesito son más sueños.

—Lo sé, créeme.—Su lúgubre expresión me hizo preguntarme qué sueños habría tenido. Era un problema corriente entre los semidioses: cuanto más peligrosa era nuestra situación, peores y más frecuentes se volvían nuestros sueños—. Aunque supongo que no hace falta que te diga que no tendrás otra oportunidad para descansar. Va a ser una noche muy larga. Quizá nuestra última noche.

Aunque no me gustara, sabía que tenía razón. Asentí, agotado, y le entregué la jarra de Pandora.

—Hazme un favor—le pedí—. Guárdala en la caja fuerte del hotel, ¿de acuerdo? Creo que me provoca alergia.

Ella sonrió.

—Cuenta con ello.

Me metí en la cama más cercana y caí redondo. Aunque, naturalmente, el sueño sólo me trajo más pesadillas.







Vi el palacio submarino de mi padre. El ejército enemigo estaba ahora más cerca, atrincherado a sólo unos centenares de metros del palacio. Las murallas de la fortaleza se encontraban totalmente destruidas. El templo que mi padre había utilizado como cuartel general ardía con fuego griego.

Enfocaba mi visión en el arsenal, donde mi hermano y otros cíclopes se hallaban en la pausa del almuerzo, sirviéndose de unos tarros enormes de mantequilla de cacahuete (y no me preguntes qué sabor tenía bajo el agua, porque no lo sé). De repente, mientras estaba mirando, el muro exterior del arsenal explotaba. Un cíclope guerrero entraba a trompicones arrastrado por la onda expansiva y se desmoronaba sobre la mesa. Tyson se agachaba para socorrerlo, pero ya era demasiado tarde. El cíclope se disolvía en una nube de lodo marino.

Los gigantes enemigos avanzaban hacia la brecha abierta en el muro. Tyson recogía la porra del guerrero caído. Les gritaba algo a sus colegas herreros—seguramente: "¡Por Poseidón!"—, pero como tenía la boca llena de mantequilla de cacahuete la cosa sonaba como: "¡Pol Beji llón!" . Los demás agarraban sin vacilar los martillos y cinceles, gritando: "¡Pol Mejillón!", y se lanzaban tras él al combate.

La escena se transformó repentinamente.

Ahora estaba con Ethan Nakamura en el campamento enemigo. Lo que veía ante mis ojos hacía que me echase a temblar, en parte por lo enorme que era su ejército y en parte porque reconocía el lugar.

Estábamos en la zona boscosa de Nueva Jersey, en una carretera decrépita flanqueada por negocios en ruinas y vallas publicitarias destartaladas. Detrás de una valla medio desmoronada, había un patio lleno de estatuas de cemento. El rótulo colgado en lo alto del almacén no era nada fácil de leer porque estaba escrito en cursiva de color rojo, pero yo sabía lo que ponía: "EMPORIO DE GNOMOS DE JARDÍN DE LA TÍA EME".

No había vuelto a pensar en ese sitio desde hacía años. Estaba abandonado, obviamente. Las estatuas se veían rotas y cubiertas de grafiti pintado con spray. Un sátiro de cemento—el tío Ferdinand de Grover— había perdido un brazo. El tejado del almacén se había derrumbado en parte. En la puerta, un cartel amarillo rezaba:

"DECLARADO EN RUINA".

Alrededor de la parcela había centenares de tiendas y hogueras. Abundaban los monstruos, pero también se veían algunos mercenarios humanos con uniforme de combate y semidioses con armadura. En el exterior del emporio había un estandarte morado y negro vigilado por dos gigantes azules hiperbóreos.

Ethan y otros dos semidioses permanecían en cuclillas junto a una hoguera afilando sus espadas. Se abrían las puertas del almacén y aparecía Prometeo.

—¡Nakamura!—gritaba—. El amo quiere hablar contigo.

Ethan se incorporaba, receloso.

—¿Algún problema?—preguntaba.

Prometeo sonreía.

—Tendrás que preguntárselo tú.

Uno de los semidioses soltaba una risita.

—Ha sido un placer conocerte—decía con sorna.

Ethan se ajustaba el cinturón de la espada y se dirigía al almacén.

Salvo por el agujero del tejado, el sitio seguía tal como lo recordaba: plagado de estatuas de gente aterrorizada que había quedado petrificada mientras gritaba. En la zona del bar, habían apartado las mesas de picnic. Y justo entre el dispensador de soda y el calentador de rosquillas se levantaba un trono dorado donde haraganeaba Crono, con la guadaña en el regazo. Iba con tejanos y una camiseta, y su expresión pensativa le daba un aire casi humano, semejante al del joven Luke al que acababa de ver en casa de May Castellan, suplicándole a Hermes que le revelara su destino. Nada más ver a Ethan, sin embargo, la cara de Luke se contraía en una sonrisa inhumana y sus ojos dorados centelleaban.

—Bueno, Nakamura—decía—. ¿Qué te ha parecido la misión diplomática?

Ethan titubeaba.

—Estoy seguro de que el señor Prometeo está más capacitado para explicar...

—Te lo he preguntado a ti.

El ojo bueno de Ethan iba de aquí para allá, reparando en los guardias que rodeaban a Crono.

—Yo... No creo que Jackson se rinda. Nunca—contestaba.

Crono asentía.

—¿Algo más que quieras contarme?

—N... no, señor.

—Pareces nervioso, Ethan.

—No, señor. Es sólo... Dicen que ésta era la guarida de...

—¿La Medusa? Cierto. Un sitio encantador, ¿no? Por desgracia, la Medusa no ha vuelto a formarse desde que Jackson la mató, así que no debe preocuparte la posibilidad de sumarte a la colección. Además, hay fuerzas mucho más peligrosas aquí.

Crono dirigía su mirada a un gigante lestrigón que masticaba ruidosamente unas patatas fritas. Hacía un ademán y el gigante se quedaba inmóvil, con una patata frita suspendida en el aire, entre la mano y la boca.

—¿Por qué petrificarlos cuando puedes congelar el tiempo mismo?—Sus ojos dorados se concentraban en el rostro de Ethan—. Y ahora dime una cosa más. ¿Qué pasó anoche en el puente de Williamsburg?

Ethan temblaba. Su frente empezaba a perlarse de sudor.

—Yo... no lo sé, señor.

—Sí que lo sabes.—Crono se levantaba del trono—. Cuando atacaste a Jackson, sucedió algo. Una cosa inesperada. La chica, Annabeth, se interpuso de un salto.

—Pretendía salvarlo.

—Pero él es invulnerable—añadía Crono bajando la voz—. Eso lo comprobaste tú mismo.

—No sabría explicarlo. Quizá la chica lo olvidó.

—Lo olvidó—repetía Crono—. Sí, habrá sido eso. "Ah, vaya, se me ha olvidado de que mi amigo es invulnerable y he recibido yo la puñalada. ¡Uy!". Dime, Ethan, ¿adónde apuntabas cuando ibas a clavarle el puñal a Jackson?

Ethan arrugaba el entrecejo. Cerraba la mano con fuerza, como si sostuviera un arma, y simulaba dar el golpe.

—No lo sé bien, señor. Todo sucedió muy deprisa. No apuntaba a ningún sitio en particular.

Crono tamborileaba con los dedos en la hoja de su guadaña.

—Ya veo—decía en tono gélido—. Si se te refresca la memoria, espero...

Repentinamente, el señor de los titanes hacía una mueca. El gigante del rincón salía de su inmovilidad y la patata frita caía al fin en su boca. Crono retrocedía tambaleante y se desplomaba en el trono.

—¿Mi señor?—decía Ethan, adelantándose.

—Yo...—Su voz sonaba débil, pero por un instante era la de Luke. Luego la expresión de Crono se endurecía. Alzaba la mano y flexionaba los dedos como obligándolos a obedecer—. No es nada—concluía, recobrando su tono acerado y gélido—. Una molestia sin importancia.

Ethan se humedecía los labios.

—Todavía se os sigue resistiendo, ¿no? Luke...

—Tonterías—le soltaba Crono—. Repite esa mentira y te cortaré la lengua. El alma del chico ha sido aplastada. Simplemente me estoy adaptando a las limitaciones de esta nueva forma. Es algo que requiere reposo. Resulta pesado, pero no se trata más que de un engorro pasajero.

—Como... como digáis, mi señor.

—¡Tú!—Crono señalaba con la guadaña a una dracaena con armadura y corona verdes—. Reina Sess, ¿no?

—Sssssí, mi señor.

—¿Ya podemos soltar nuestra pequeña sorpresa?

La reina dracaena enseñaba los colmillos.

—Oh, ssssí, mi sssseñor. Una ssssorpressssa deliciosssa.

—Magnífico—decía Crono—. Dile a mi hermano Hiperión que lleve hacia el sur el grueso de nuestras fuerzas y se adentre en Central Park. Los mestizos sufrirán tal confusión que ni siquiera podrán defenderse. Ya puedes irte, Ethan. Procura refrescar esa memoria. Hablaremos de nuevo cuando hayamos tomado Manhattan.

Ethan le hacía una reverencia y mi sueño cambió de escenario una última vez.

Vi la Casa Grande del campamento, pero era en otra época. La casa estaba pintada de rojo, no de azul. Los campistas de la pista de voleibol iban con peinados de principios de los noventa (seguramente muy útiles para ahuyentar a los monstruos).

Quirón estaba en el porche, hablando con Hermes y una mujer que llevaba un bebé en brazos. Quirón tenía el pelo más corto y oscuro. Hermes iba con su equipo deportivo habitual y unas zapatillas aladas. La mujer era alta y guapa. Tenía el pelo rubio, ojos brillantes y una sonrisa simpática. El niño que llevaba en brazos se retorcía en su mantita azul como si el Campamento Mestizo fuera el último sitio donde quisiera estar.

—Es un honor tenerla aquí—decía Quirón, nervioso—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que se le permitió la entrada a un mortal.

—No le des alas—gruñía Hermes—. May, no puedes hacerlo.

Con un sobresalto, comprendía que estaba viendo a May Castellan. No se parecía en nada a la anciana que había conocido. Se la veía llena de vida. Era ese tipo de persona que sólo con una sonrisa alegra el día a quienes la rodean.

—Bah, no has de preocuparte tanto—protestaba May, meciendo al bebé—. Necesitáis un Oráculo, ¿no? La antigua lleva muerta... ¿cuánto?, ¿veinte años?

—Más—decía Quirón con expresión grave.

Hermes alzaba los brazos, exasperado.

—No te conté esa historia para que te presentaras como candidata. Es peligroso. Díselo, Quirón.

—Así es—advertía el centauro—. Durante muchos años he prohibido que lo intentara nadie. No sabemos exactamente qué ha sucedido. La humanidad parece haber perdido la capacidad de albergar al Oráculo.

—Eso ya lo hemos hablado—decía May—. Y estoy segura de que puedo hacerlo. Hermes, ésta es mi ocasión para hacer algo de provecho. Si he recibido el don de la videncia es para algo.

Yo deseaba gritarle a May Castellan que se detuviera. Sabía lo que iba a suceder. Ahora comprendía al fin cómo había sido destruida su vida. Pero no podía moverme ni hablar.

Hermes parecía más dolido que preocupado.

—Si te convirtieses en el Oráculo no podrías casarte conmigo—se quejaba —. No podrías verme nunca más.

May le acariciaba el brazo.

—Tampoco podré tenerte siempre, ¿no? Tú te alejarás pronto. Eres inmortal.

Hermes empezaba a protestar, pero ella lo interrumpía poniéndole una mano en el pecho.

—¡Sabes que es verdad! Por mucho que no quieras herir mis sentimientos. Además, tenemos un hijo maravilloso. Puedo seguir criando a Luke, ¿no?, aunque sea el Oráculo.

Quirón tosía discretamente.

—Sí, aunque, en honor a la verdad, no sé cómo afectará eso al espíritu del Oráculo. Una mujer que ya ha dado a luz a un hijo... No se ha hecho nunca, que y o sepa. Si el espíritu no acepta...

—Aceptará—insistía May.

"No"—quería gritar yo—. "No aceptará".

May Castellan le daba un beso a su bebé y se lo entregaba a Hermes.

—Vuelvo enseguida.

Les sonreía con aplomo y subía las escaleras.

Quirón y Hermes empezaban a pasearse en silencio de aquí para allá. El bebé no paraba de agitarse.

Un fulgor verde iluminaba las ventanas de la casa. Los campistas dejaban de jugar al voleibol y levantaban la vista hacia el desván. En los campos de fresas se alzaba un viento frío.

Hermes debía de sentirlo también.

—¡No! ¡¡¡No!!!—gritaba.

Le entregaba el bebé a Quirón y corría hacia el porche. Antes de que llegase a la puerta, la tarde soleada estallaba por el chillido aterrorizado de May Castellan.







Me incorporé tan bruscamente que me di un golpe en la cabeza con una armadura.

—¡Agg!

—Perdona, Percy.—Annabeth estaba de pie a mi lado—. Justamente ahora iba a despertarte.

Me froté la cabeza, tratando de asimilar aquellas visiones inquietantes. Ahora, por fin, encajaban un montón de cosas: May Castellan había pretendido convertirse en el Oráculo. Ella no conocía la maldición de Hades que impedía que el espíritu del Oráculo tomara otro receptáculo mortal. Tampoco la conocían Quirón y Hermes. No podían prever que May se volvería loca al tratar de ocupar el puesto, ni que sufriría ataques durante los cuales los ojos se le llenarían de un brillo verdoso y tendría atisbos fragmentarios del futuro de su hijo.

—¿Percy?—murmuró Annabeth—. ¿Qué sucede?

—Nada—mentí—. ¿Qué... qué haces con armadura? Deberías seguir descansando.

—Estoy bien—dijo, aunque aún se la veía pálida y apenas movía el brazo derecho—. El néctar y la ambrosía me han curado.

—No puedes salir en serio a luchar.

Ella me tendió el brazo bueno y me ayudó a levantarme. Me retumbaba la cabeza. Fuera, el cielo ya se teñía de rojo.

—Vas a necesitar a todos tus efectivos—dijo—. Acabo de mirar mi escudo. Hay un ejército...

—En dirección sur hacia Central Park—repuse—. Sí, lo sé.

Le conté una parte de mis sueños. Me salté la visión de May Castellan porque resultaba demasiado inquietante para hablar siquiera de ella. Tampoco le expliqué la hipótesis de Ethan de que Luke se resistía a Crono en el interior de su cuerpo. No quería alimentar las esperanzas de Annabeth.

—¿Crees que Ethan sospecha dónde está tu punto débil?

—No lo sé—reconocí—. No le ha dicho nada a Crono, pero si llega a figurárselo...

—No podemos permitírselo.

—Le atizaré más fuerte en la cabeza la próxima vez—dije—. ¿Se te ocurre de qué puede tratarse esa sorpresa de la que hablaba Crono?

Negó con la cabeza.

—No he visto nada en el escudo, pero no me gustan las sorpresas.

—Estamos de acuerdo.

—Bueno—dijo—, ¿vas a seguir oponiéndote a que vaya contigo?

—No. Ya me convenciste.

Ella tuvo ánimos para reírse, cosa que resultaba agradable oír. Tomé mi espada y fuimos a reunir la tropa.







Thalia y los líderes de las cabañas nos esperaban en el Reservoir. Las luces de la ciudad parpadeaban a la media luz. Supongo que la mayoría funcionaba con temporizadores automáticos. Las farolas destellaban alrededor del lago y les conferían al agua y a los árboles un aspecto todavía más misterioso.

—Ya se acercan—me confirmó Thalia, señalando al norte con una flecha de plata—. Una de mis exploradoras me acaba de informar que ya han cruzado el río Harlem. Ha sido del todo imposible mantenerlos a raya. Su ejército...— añadió, encogiéndose de hombros— es enorme.

—Los detendremos en el parque—dije—. ¿Preparado, Grover?

Él asintió.

—Más preparados que nunca. Si mis espíritus de la naturaleza pueden pararlos en alguna parte, es aquí.

—¡Sí, les pararemos los pies!—dijo otra voz. Un sátiro grueso y muy viejo se abrió paso entre la multitud, tropezándose con su propia lanza. Iba con una armadura de corteza de árbol que solamente le tapaba la mitad de la barriga.

—¿Leneo?—musité.

—No te hagas el sorprendido—resopló—. Soy el líder del Consejo y me pediste que encontrara a Grover. Muy bien, pues lo he encontrado, ¡y no voy a permitir que un simple desterrado dirija a los sátiros sin mi ayuda!

A su espalda, Grover hacía muecas de repugnancia, pero el viejo sonreía satisfecho como si fuera el héroe de la jornada.

—¡No temáis! ¡Vamos a darles una lección a esos titanes!

No sabía si reírme o enfadarme, pero conseguí mantenerme imperturbable.

—Hum... sí, bueno. Grover, no vas a estar solo. Annabeth, con la cabaña de Atenea, se apostará aquí. Y yo y... ¿Thalia?

Ella me dio una palmadita en el hombro.

—No digas más. Las cazadoras estamos listas.

Miré a los demás líderes.

—A ustedes les toca una misión igual de importante. Tienen que vigilar las otras entradas a Manhattan. Ya saben lo taimado que es Crono. Espera distraernos con este gran ejército para introducir un regimiento por un punto distinto. De ustedes depende que eso no suceda. ¿Ha escogido cada cabaña un túnel o un puente?

Los líderes asintieron, muy serios.

—¡Pues en marcha!—dije—. ¡Buena caza a todos!







Oímos al ejército antes de verlo.

El ruido era como un estrépito de cañones combinado con el griterío de la multitud en un estadio de fútbol, o sea, como si cada seguidor de los New England Patriots arremetiera contra nosotros armado con una bazuca.

La vanguardia enemiga asomó al fin por el extremo norte del estanque: un guerrero de armadura dorada encabezando un batallón de gigantes lestrigones con descomunales hachas de bronce. Detrás, surgieron en tropel centenares de monstruos de distinto pelaje.

—¡A sus puestos!—gritó Annabeth.

Sus compañeros de cabaña se situaron estratégicamente. La idea era obligar al enemigo a dividirse alrededor del estanque. Para llegar a nuestras posiciones tendrían que seguir los senderos, avanzando en fila india a uno y otro lado del agua.

Al principio, el plan pareció funcionar. El enemigo se dividió y corrió a nuestro encuentro bordeando la orilla. A medio camino, nuestras defensas entraron en acción. El sendero se llenó de fuego griego, que incineró en el acto a muchos monstruos; otros se agitaban enloquecidos, envueltos en llamaradas verdes. Los campistas de Atenea les arrojaban garfios a los gigantes más grandes y los derribaban al suelo.

En el bosque de la derecha, las cazadoras lanzaron una salva de flechas de plata sobre las líneas enemigas, destruyendo a veinte o treinta dracaenae, aunque venían muchas más detrás. Un rayo chisporroteó en el aire, dejando frito a un gigante lestrigón, lo que me indicó que Thalia estaba haciendo su truco favorito de hija de Zeus.

Grover se llevó sus flautas a los labios y tocó una tonada rápida. Se alzó un bramido en ambas orillas y empezaron a brotar los espíritus de cada árbol, de cada roca y cada matorral. Las dríadas y los sátiros blandían sus porras y se lanzaban a la carga. Los árboles envolvían a los monstruos hasta estrangularlos. La hierba crecía alrededor de las piernas de los arqueros del titán. Las piedras volaban en todas direcciones y acribillaban a las dracaenae.

Aun así, aunque fuese a duras penas, el ejército avanzaba. Los gigantes aplastaban árboles enteros a su paso y las dríades se desvanecían al quedar destruida su fuente de vida. Los perros del infierno se abalanzaban sobre los lobos y los dejaban fuera de combate de un zarpazo. Los arqueros enemigos contraatacaron con una salva de flechas y una cazadora cayó fulminada desde lo alto de una rama.

—¡Percy!—Annabeth me agarró del brazo y señaló el estanque.

El titán de la armadura dorada no había aguardado a que sus fuerzas avanzaran por los flancos. Se había lanzado a la carga caminando directamente por la superficie del lago como un Jesucristo malvado de la antigua Grecia.

Una bomba de fuego griego le explotó justo encima, pero alzó la palma de la mano y absorbió todas las llamas.

—Hiperión—dijo Annabeth, consternada—. El señor de la luz celestial. El titán del este.

—¿Peligroso?—pregunté.

—Junto con Atlas, es el mayor guerrero de los titanes. En los tiempos antiguos había cuatro titanes que controlaban las cuatro esquinas del mundo. Hiperión era el este: el más poderoso. Es el padre de Helios, Selene y Eos.

—¿Sol, Luna y Amanecer?

—Sí.

—Lo mantendré ocupado—prometí.

—Percy, ni siquiera tú...

—Encárgate de mantener agrupadas nuestras fuerzas.

Obviamente, no nos habíamos situado ante el estanque porque sí. Me concentré en el agua y noté cómo me atravesaba su poder en grandes oleadas. Avancé hacia Hiperión corriendo por la superficie. "Sí, amiguito. Yo también sé jugar a este juego".

Cuando ya lo tenía a cinco metros, Hiperión alzó la espada. Sus ojos eran tal y como las había visto en mi sueño: tan dorados como los de Crono, pero más brillantes, como dos soles en miniatura.

—El mocoso del dios del mar—masculló—. ¿Eres tú quién dejó a Atlas bajo el cielo otra vez?

—"Quien se eleva demasiado cerca del sol con alas de oro las funde"—recité—. Los titanes siempre se han creído mucho más poderosos de lo que son.

Hiperión sonó un gruñido.

—¿Quieres ver lo listo que soy?

Su cuerpo se inflamó en una columna de luz y calor. Desvié la mirada, pero aún así quedé deslumbrado.

Alcé por instinto a Contracorriente: justo a tiempo, porque la hoja de Hiperión se estrelló contra la mía. El impacto desató una enorme oleada concéntrica por todo el lago.

Los ojos aún me escocían. Tenía que ahogar su luz.

Me concentré en aquella oleada y la obligué a invertir su dirección. Justo antes de que cayera sobre mí, salté hacia delante con un chorro de agua.

—¡Agggg!—la ola se estrelló contra Hiperión y lo sumergió por completo, extinguiendo su fulgor.

Aterricé en la superficie del lago mientras el titán se incorporaba con esfuerzo. Tenía la armadura dorada chorreando y sus ojos ya no llameaban, aunque seguían clavados en mí con expresión asesina.

—¡Arderás Jackson!

Las palabras de Jack el Destripador resonaron en mi cabeza: "Jackson... Jack son... hijo de Jack... Que apropiado..."

El titán cargó de frente a toda velocidad, alzando su espada sobre mí.

"Es rápido..."—pensé.

Retrocedí con un salto. La hoja del titán chocó contra el agua, haciendo explotar el lago en una gran nube de vapor.

La presión del aire me lanzó de espaldas por el aire, y aprovechando mi apertura, Hiperión volvió a atacar.

Sin embargo, estando sobre el agua, mi guardia no tenía apreturas realmente.

La deidad trazó un arco con su espada, el agua se arremolinó bajo mis pies y reacomodó mi cuerpo en una posición perfecta para recibir el ataque e interpuse mi espada.

Nuestras armas chocaron una vez más, haciendo volar una nueva nube de vapor hirviente.

La batalla proseguía con furia a nuestro alrededor. En el flanco derecho, Annabeth dirigía un asalto con sus hermanos de Atenea. En el izquierdo, Grover y sus espíritus de la naturaleza se habían reagrupado y enmarañaban al enemigo con arbustos y las hierbas.

—Basta de juegos—gruñó Hiperión—. Luchemos en tierra.

Estaba a punto de hacer un comentario inteligente, tipo "No", cuando el titán soltó un alarido. Un muro de fuerza sino a golpearme por el aire: el mismo truco que Crono se había sacado de la manga en el puente. Volé trescientos metros hacia atrás y me estampé en la orilla. De no haber sido por mi naturaleza invulnerable, me habría roto todos los huesos.

Me puse de pie, gruñendo.

—¡Odio cuando los titanes hacen eso!

Hiperión se me lanzó encima a una velocidad de vértigo. Me concentré en el agua para sacar fuerzas de ella.

Con cada movimiento de su espada, una llamarada solar salía disparada contra mí. Salté entre los ataques y evadí sus rayos casi por completo, ganándome solamente un roce en el brazo izquierdo que, a pesar de no herirme, si me causó una muy desagradable sensación de ardor.

—Bastardo hijo de perra...—gruñí—. Realmente... realmente... realmente... ¡Realmente estoy deseando destriparte!

Los ojos del titán se abrieron de par en par al sentir la presión que emanaba de mi cuerpo.

—Se un sacrificio para mi leyenda, Hiperión...


¡ÉXODO DE HÉRCULES: DOCE DESASTRES Y PECADOS!

¡¡TERCER TRABAJO!!

¡¡¡CIERVA DE CERINEA: VELOZ ANIMAL SAGRADO!!!


Quizá el ver a aquella cazadora morir me había traído recuerdos, quizá aún tenía a Artemis muy presente en mis pensamientos, da igual. Lo importante es que la marca sobre mi piel comenzó a crecer, con el terrible dolor que eso conllevaba.

Mis sentidos se agudizaron, mis músculos se tensaron y de un segundo a otro me había convertido en una fugaz mancha de luz plateada que atravesaba el campo de batalla a toda velocidad, tan veloz como el dichoso animal protegido por la diosa.

Hiperión lanzó una lluvia de cortes y estocadas a toda velocidad, era rápido y poderoso, pero yo evadí todos y cada uno de sus ataques por un amplio margen, saltando grácilmente mientras cortaba mis distancias con él. La tierra a sus pies se encendía en llamas, pero yo las apagaba con idéntica rapidez.

Una vez estuvimos frente a frente, el señor de la luz trató de empalarme con una estocada frontal, pero lo evadí con un salto, girando sobre su brazo con una agilidad inhumana, inclusive tomando en cuenta la Maldición de Aquiles.

Cuando aterricé a sus espaldas, el titán tenía una mirada de perplejidad en sus ojos. Al tratar de moverse, una decena de cortes sangrantes se abrieron en su brazo derecho, abdomen, hombro y rostro.

Se volvió para verme, rugiendo de dolor.

—¡Detenlo!—bramó— ¡Detén ese viento!

No entendí a lo qué se refría. Estaba muy ocupado luchando.

Hiperión dio un traspié, como si hubiera recibido un empujón. Le salpicaba agua e icor en la cara y los ojos. El viento cobró fuerza y el titán volvió a retroceder tambaleante.

—¡Percy!—gritó Grover, asombrado—. ¿Cómo diantres lo haces?

"¿Hacer qué?"— pensé.

Entonces bajé la vista y advertí que estaba en medio de mi propio huracán.

Me rodeaban nubes de vapor girando a toda velocidad, y un viento tan salvaje que zarandeaba a Hiperión y aplanaba la hierba en un radio de veinte metros.

Los enemigos me arrojaban jabalinas, pero el torbellino las desviaba.

Eso no era el Éxodo de Hércules ni la Maldición de Aquiles, ese era yo, como hijo de Poseidón, y me fascinaba.

—Fantástico—murmuré—. Pero... ¡Un poco más fuerte!

Un relámpago fulguró alrededor de mi cuerpo: las nubes que me rodeaban se oscurecieron aún más y el agua giró a mayor velocidad. Me acerqué a Hiperión y lo derribé con la fuerza del viento huracanado.

Empecé a reírme, mientras una sonrisa torcida se adueñaba de mi rostro.

—¡Perfecto!—grité—. "¡Se sanguinario, osado y sin temor, ríete de cualquiera y su poder: ningún hombre nacido de mujer de Macbeth podrá ser el vencedor!"

Hiperión me dedicó una mirada de odio puro.

—¡¡Jackson!!

Sus ataques siguieron azotando el campo como una tormenta solar, devastándolo todo a su paso con una ferocidad irascible. Pero, con una velocidad mil veces mayor, esquivé cada uno de sus ataques y seguí abriendo un corte tras otro en su cuerpo, cortando a través incluso de su armadura.

La sangre dorada volaba por el aire mientras mi risa se hacía más y más sonora.

—¡¿Qué ocurre, pequeño Hiperión?!—me burlé—. ¿Eso es todo lo que tienes?

Lancé una lluvia de ataques valiéndome de mi súper-velocidad, pasando de un extremo del campo de batalla al otro. Hiperión se tambaleó, con una centena de nuevos cortes habiendo aparecido en su cuerpo.

—¡Imposible!—gritó—. ¡¡Algo como esto es...!!

Di otra pasada a su alrededor, triplicando la cantidad de heridas en su carne.

—¡¡Vamos!!—grité.

Hiperión trató de retroceder, con su rostro deformado en una mueca de horror.

Hice girar mi arma, abriéndole un nuevo corte que le atravesaba el rostro antes de tomar distancia.

Y al hacerlo, la venda que cubría mi cuenca izquierda finalmente fue arrancada de mi rostro por el viento.

Lo siguiente que pasó es que abrí el ojo.

Con una mezcla de horror y fascinación, entendí que en mi anteriormente vacía cuenca ahora se hallaba el ojo rojo de Jack el Destripador, y al enfocarme en él, fui testigo de lo más hermoso que jamás había presenciado.

Todos los seres sintientes emanaban una bellísima gama de colores que se entremezclaban en el campo de batalla: valor, ira, salvajismo, liberación, odio, amor, esperanza, miedo y cientos de emociones más.

Hiperión refulgía con un celestial color que tardé varios segundos en identificar: terror.

"¿Así es cómo él los veía siempre?"—preguntó Zoë, anonadada—. "El mundo es tan... fascinante"

Entendí que, de hecho, no era así. En el ardor de la batalla, las emociones salían a flor de piel. Pero en un día cotidiano, rodeado de gente normal, la negatividad sería igualmente abrumadora. El ser capaz de ver las emociones de los demás, por bien que se ocultasen, debía de ser simplemente abrumador.

En palabras de Shakespeare: "Hay sonrisas que hieren como puñales"

—Es... hermoso...—murmuré, perdido en mis pensamientos, mientras evadía un nuevo ataque de Hiperión y le hacía un profundo corte en la espalda—. Tu color, Hiperión... es magnífico... toda esa ira y irracible poder... consumiéndose lentamente en el miedo...

—¡Cállate!

Mis ataques llovieron una vez más, y el titán sólo pudo tratar de defenderse inútilmente.

Me detuve nuevamente a espaldas de mi enemigo, mirando como su cuerpo entero brillaba por la sangre dorada que fluía desde cada una de sus heridas.

—¡Vamos, Hiperión!—reí—. ¡¡Más!! ¡¡Muéstrame más colores!!

Volví a atacar, pero el señor de la luz se las arregló para esquivarme con un quiebro de su espalda.

—Eres una molestia.

Abrí mi nuevo ojo como plato al notar como su terror desaparecía, remplazado por una ira tan primal que todo lo consumía.

Antes de poder reponerme, sus ataques volvieron a llover sobre mí, y al sentir sus llamas celestiales abrasar la miel de mi hombro izquierdo, no pude hacer otra cosa más que desatar una risa enloquecida.

—¡Eso es! ¡¡Así se hace!!

El titán siguió atacando, poniendo todo su esfuerzo en la batalla. Era un guerrero, después de todo. Antes de dejarse arrastrar por el miedo, alzaría su espada y se encararía a la muerte.

Sus movimientos seguían aumentando su poder, iba más y más allá, más que el sonido o la luz, más rápido y más fuerte.

Ambos cargamos al mismo tiempo, y la tormenta de ataques no se hizo esperar. Esquivé sus puntazos uno tras otro y con un movimiento destrocé su ojo izquierdo, pero ni aún así detuvo su arremetida.

"¿Alguna vez has cortado un alma en pedazos?"—preguntó una parte de mi cerebro.

Mis oídos zumbaban con un extraño sonido, sentía las vibraciones del latir de mi corazón. Me entregué a la oscuridad mientras mi cuerpo se derretía al jugar las cartas que se me habían dado.

Vi frente a frente la belleza en el mayor pecado de la humanidad, una belleza que había ocultado a la bestia que vivía en su interior.

Todos pagaban por los crímenes que cometían en nombre de la justicia, pero para mí ya era demasiado tarde. Ya no podía negar las voces en mi cabeza. No era un sueño, Hércules, Jack, Zoë y yo, todos éramos uno sólo, unos de forma literal, otros únicamente por medio de ideales, pero el resultado era el mismo.

Tras haber seguido mi propio camino hacia la justicia, la brutal verdad me fue revelada.

El sonido se hacía más y más y más y más ruidoso, y mis ataques siguieron lloviendo.

Cortes, estocadas, golpes y mandobles, Hiperión lo intentó todo, pero fue inútil. Lancé mis tajos y cuchilladas, dejando que mis reflejos tomaran el mando. Hiperión se defendía a duras penas. Sus ojos intentaban entrar en ignición, pero el vendaval apagaba las llamas.

Y aún así, no vi rastro de terror en su mirada. Comprendí que, mientras pudiera pelear, jamás sucumbiría al miedo. Y eso... era algo que podía arreglarse.

Quería seguir cortando y raspando y rasgando, pero una descarga eléctrica me devolvió a la realidad.

"¡Suficiente!"—me cortó Zoë.

—Pero...

Una nueva descarga me sacudió el organismo entero.

"¡He dicho suficiente!"

Suspiré y asentí con la cabeza, había dejado salir demasiado de Jack el Destripador, y eso era algo que no podía permitir.

Me llevé la mano al pecho y respiré profundamente.

—Soy un aliado de la justicia—me dije a mí mismo—. El Faro de Esperanza para dioses y hombres... no traigo el miedo... no traigo el terror...

Mi adrenalina bajó de golpe, el huracán a mi alrededor comenzó a debilitarse, sentí el dolor de la marca más fuerte que nunca mientras notaba mi velocidad inhumana desvanecerse, volviendo al reino de los hombres.

Hiperión alzó su espada, notando el bajón en mis poderes.

Con un último esfuerzo, propulsé al titán con todas mis fuerzas hacia donde Grover se encontraba.

—¡Desde aquí yo me encargo!—dijo mi amigo.

—¡Conmigo no se juega!—bramó Hiperión.

Consiguió ponerse de pie otra vez, pero Grover empezó a tocar sus flautas. Leneo lo imitó. Y a lo largo de la arboleda, todos los sátiros se sumaron a aquella canción: una melodía misteriosa, como el rumor de un arroyo sobre los guijarros. El suelo a los pies de Hiperión se convulsionó y una multitud de raíces retorcidas le envolvió las piernas.

—¿Qué es esto?—protestó a gritos. Intentaba zafarse, pero aún no había recobrado sus fuerzas. Las raíces se espesaron hasta que dio la impresión de que llevaba unas botas de madera—. ¡Basta!—gritaba, empezando a entrar en pánico—. ¡Vuestra magia de los bosques no tiene nada que hacer frente a un titán!

Pero, cuanto más se debatía, más rápidamente crecían las raíces, retorciéndose por su cuerpo, multiplicándose y endureciéndose con una recia capa de corteza. Su armadura dorada quedó sepultada bajo aquella erupción de madera y pasó a formar parte de un grueso tronco.

La música prosiguió. El ejército de Hiperión retrocedía atónito al ver a su líder absorbido y deglutido. Los brazos extendidos del titán se convirtieron en ramas, de las cuales brotaron otras más pequeñas, que enseguida se cubrieron de hojas. El árbol ganó en altura y grosor, hasta que sólo quedó a la vista la cara de Hiperión en mitad del tronco.

—¡No podéis apresarme!—bramó—. ¡Soy Hiperión! ¡Soy...!

La corteza selló su boca y le cubrió la cara.

Sonreí de oreja a oreja al ver su último color como ser consciente: Terror puro.

Grover se quitó las flautas de los labios.

—Eres un precioso arce.

Muchos sátiros se desmayaron de agotamiento, pero habían cumplido su tarea. El titán había quedado empotrado en el interior de un arce enorme. El tronco tendría al menos seis metros de diámetro y sus ramas eran de las más altas de todo el parque. Aquel árbol permanecería allí durante siglos.

El enemigo emprendió la retirada y de la cabaña de Atenea se alzó un grito de alegría. Pero fue una victoria efímera. Porque justo en ese momento Crono desató su sorpresa.

—¡Oinnnc!








El eco del chillido rebotó por toda la zona alta de Manhattan. Todos, semidioses y monstruos por igual, se quedaron helados de terror.

Grover me lanzó una mirada de pánico.

—Suena como... ¡No puede ser!

Sabía lo que estaba pensando. Dos años atrás, habíamos recibido un "regalo" de Pan: un jabalí gigante que nos transportó a lo largo del sudoeste del país (después de intentar liquidarnos). Aquel jabalí soltaba un chillido muy parecido, pero el que acabábamos de oír era más agudo, más estridente, como si... como si el jabalí tuviera una novia furiosa.

—¡Oinnnc!—Una enorme criatura rosada sobrevoló el estanque: una especie de globo de pesadilla con alas, como los que pasean en el desfile del día de Acción de Gracias.

—¡Una cerda!—gritó Annabeth—. ¡A cubierto!

Los semidioses se dispersaron al ver que la alada dama porcina descendía en picado. Sus alas eran rosadas como las de los flamencos y armonizaban de maravilla con su tono de piel, aunque resultaba difícil considerarla una monada, la verdad, sobre todo cuando aterrizó en el suelo con un retumbo (poco faltó para que aplastara a un campista de Annabeth). La criatura se puso a corretear pesadamente, sacudiendo el suelo a cada paso, derribando montones de árboles y eructando una nube de gases tóxicos. Luego despegó de nuevo y voló en círculo, preparándose para otra acometida.

—No me digas que esto sale de la mitología griega—dije.

—Me temo que sí—confirmó Annabeth—. La cerda de Clazmonia. Tenía aterrorizadas todas las ciudades griegas de la época.

—¿Quién demonios mató a esa cosa y como?—pregunté—. Hércules no fue, que yo recuerdo.

—Nones—asintió Annabeth—. Hasta donde sabemos, ningún héroe ha logrado vencerla nunca.

—Perfecto—mascullé, molesto, cansado y adolorido—. "Si se quiere ascender por cuestas empinadas, es necesario al principio andar despacio"

El ejército del titán se estaba recobrando del susto. Supongo que habían comprendido que la cerda no los perseguía a ellos.

Sólo nos quedaban unos segundos antes de que estuvieran listos, y nuestras fuerzas aún eran presas del pánico. Cada vez que la cerda eructaba, los espíritus de la naturaleza de Grover se desvanecían dando gañidos para refugiarse en sus árboles.

—Esa cerda tiene que desaparecer.—Tomé el garfio que llevaba uno de los hermanos de Annabeth—. Yo me encargo. Ustedes mantengan a raya al enemigo. Oblíguenlo a retroceder.

—Pero, Percy—dijo Grover—, ¿y si no podemos?

Advertí lo exhausto que estaba. La magia de su música había consumido sus fuerzas. A Annabeth no se la veía mejor después de haber estado luchando con una herida grave en el hombro. No sabía cómo les iría a las cazadoras, pero el flanco derecho del enemigo se interponía ahora entre ellas y nosotros.

Me resistía a abandonar a mis amigos en tan mal estado, pero aquella puerca era sin duda la mayor amenaza, porque podía llevarse por delante los edificios y árboles, y causar estragos entre la población dormida. Había que detenerla.

—Repliéguense un poco si es necesario—le dije—. Limítense a dificultar su avance. Yo volveré en cuanto pueda.

Sin pensármelo dos veces, sujeté el cable del garfio y lo volteé como si fuese el lazo de un vaquero. Cuando la cerda descendió para hacer su siguiente pasada, se lo arrojé con todas mis fuerzas. El garfio se enrolló alrededor de la base de una de sus alas. La criatura chilló furiosa, hizo un brusco viraje y tiró del cable y de mí hacia el cielo.







Si vas al centro de la ciudad desde Central Park, te aconsejo que tomes el metro. Los cerdos voladores son más rápidos, pero también mucho más peligrosos.

La bestia dejó atrás el hotel Plaza y sobrevoló en línea recta la Quinta Avenida. Mi brillante idea consistía en trepar por el cable y montarme en su lomo. Por desgracia, estaba demasiado ocupado oscilando de aquí para allá y esquivando las farolas y fachadas de los edificios.

Otro detalle que descubrí: una cosa es trepar por la cuerda en una clase de gimnasia, y otra muy distinta subir por un cable adosado al ala en movimiento de una cerda que vuela a mil kilómetros por hora.

Avanzamos en zigzag varias manzanas y continuamos hacia el sur por Park Avenue.

"¡Jefe! ¡Eh, jefe!".

Con el rabillo del ojo vi a Blackjack acelerando y haciendo cabriolas para evitar las alas de la cerda.

—¡Cuidado!—grité.

"¡Salte a mi grupa!"—relinchó—. "Yo lo atraparé... creo".

No sonaba muy tranquilizador. Ahora la estación Grand Central me quedaba justo delante. Sobre la entrada principal se alzaba una estatua gigantesca de Hermes, que supuse que no habría sido activada porque estaba demasiado alta. Volaba directamente hacia ella a una velocidad suficiente para espachurrar a un semidiós.

—Mantente alerta—le dije a Blackjack—. Tengo una idea.

"Ay, no soporto sus ideas, jefe".

Me propulsé hacia delante con todas mis fuerzas. En vez de estrellarme con la estatua de Hermes, la eludí con un quiebro y la rodeé por debajo de los brazos con el cable. Pensé que así conseguiría amarrar a la bestia, pero sin duda subestimé el impulso de sus treinta toneladas lanzadas en vuelo. Justo cuando la cerda arrancaba la estatua del pedestal, me solté. Hermes se fue a dar una vuelta con ella, ocupando mi sitio como pasajero, y yo caí a plomo hacia la calle.

En esa fracción de segundo recordé la época en que mi madre solía trabajar en una tienda de caramelos de Grand Central. También pensé en lo desastroso que sería acabar como una mancha de grasa en el pavimento.

Entonces descendió sobre mí una sombra y... ¡plaf!, me encontré a lomos de Blackjack. No fue un aterrizaje muy suave, que digamos. De hecho, cuando grité "¡Uaaaa!", me salió una octava más alta de lo normal.

"Lo siento, jefe"—murmuró Blackjack.

—No hay problema—jadeé—. ¡Sigue a esa cerda!

La bestia porcina había doblado a la derecha en la calle Cuarenta y dos Este y volaba de nuevo hacia la Quinta Avenida. Al pasar por encima de los tejados, divisé algunos incendios dispersos a lo largo de la ciudad. Por lo visto, mis compañeros estaban pasándolas moradas. Crono atacaba en varios frentes a la vez. Pero de momento yo tenía mis propios problemas.

La estatua de Hermes seguía colgada del cable. No paraba de balancearse y dar trastazos contra los edificios. La cerda sobrevoló un bloque de oficinas y Hermes atravesó el depósito del tejado, salpicando agua y madera en todas direcciones.

Entonces se me ocurrió una idea.

—Acércate—le dije a Blackjack, que soltó un relincho de protesta—. Lo bastante cerca para que se me oiga—añadí—. He de hablar con la estatua.

"Ahora sí que ha perdido la chaveta, jefe"—dijo, pero aun así obedeció.

Cuando me acerqué lo suficiente para verle la cara a la estatua, grité:

—¡Hola, Hermes! Secuencia de mandos. Dédalo veintitrés. ¡Matar Cerdos Voladores! ¡Inicio Activación!

La estatua movió las piernas en el acto. Pareció algo confundida al descubrir que no se encontraba en lo alto de Grand Central, sino colgada de un cable y dando un paseo por los aires con una enorme puerca alada. Se dio un porrazo contra una pared de ladrillo, cosa que la enfureció un poco, diría yo. Luego sacudió la cabeza y empezó a trepar.

Bajé la vista y eché una mirada rápida. Estábamos llegando a la principal biblioteca pública de Nueva York, con sus grandes leones de mármol flanqueando la escalinata.

Me vino de pronto una extraña ocurrencia: ¿las estatuas de piedra serían también autómatas? Parecía poco probable, pero...

—Más rápido—le dije a Blackjack—. Ponte delante de la cerda. ¡Búrlate de ella!

"Hum, jefe...".

—Confía en mí. Sé lo que hago... creo.

"Sí, claro. Ríase".

Blackjack salió disparado como una flecha. Es capaz de volar a gran velocidad cuando quiere. Se situó delante de la bestia, que ya tenía montado en el lomo a un Hermes de metal.

"¡Hueles a jamón!"—le relinchó Blackjack. Y le dio una coz en el hocico con los cascos traseros antes de lanzarse en picado. La cerda chilló enfurecida y salió tras él disparada.

Caímos en barrena hacia la escalinata de la biblioteca. Blackjack redujo la velocidad para dejarme saltar y continuó volando en dirección a las puertas del edificio.

—¡Leones!—grité—. Secuencia de mandos. Dédalo veintitrés. ¡Matar Cerdos Voladores! ¡Inicio Activación!

Los leones se irguieron y me miraron. Seguramente creyeron que les estaba tomando el pelo. Pero justo entonces...

—¡Oinnnc!

La rosada bestia porcina aterrizó con estruendo, resquebrajando la acera. Los leones la miraron, sin poder creer su buena suerte, y se abalanzaron sobre ella. Al mismo tiempo, una estatua de Hermes bastante magullada saltó sobre su cabezota y empezó a golpeársela sin piedad con el caduceo. Los leones, por su parte, tenían unas garras tremendas.

Cuando saqué a Contracorriente, ya no quedaba mucho que hacer. La cerda se desintegró ante mis ojos y casi sentí lástima por ella. Confié en que encontrara al cerdo de sus sueños en el Tártaro.

Cuando se hubo hecho polvo del todo, los leones y la estatua de Hermes miraron alrededor, desconcertados.

—Ahora podéis defender Manhattan—les dije, pero ellos no parecieron escucharme y se lanzaron a la carga por Park Avenue. Me imaginé que seguirían buscando cerdos volantes hasta que alguien los desactivara.

"Eh, jefe"—dijo Blackjack—. "¿Qué tal una pausa para una dona?".

Me sequé el sudor de la frente.

—Ojalá pudiera, campeón, pero la lucha continúa.

De hecho, oía el fragor de la batalla cada vez más cerca. Mis amigos necesitaban ayuda. Me monté sobre Blackjack y volamos hacia el norte, hacia donde resonaban las explosiones. 

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