Capítulo XXXVIII Juan David Álvarez (final)
Han transcurrido exactamente ocho años desde la enigmática desaparición de mi hermano y Beatriz en la hacienda. Aquella noche, poco después de que se despidieran en el despacho, el pescador que habíamos contratado para conducir el carruaje nos solicitó a sergio y a mi en la fiesta, relatándome al tenerme de frente que, en un instante, había tenido que apartarse para ir al baño.
Durante su ausencia, se encontró con otros chóferes que se resguardaban de la lluvia y optó por quedarse un rato conversando con ellos para hacer pasar el tiempo. Sin embargo, al escuchar los truenos, que podrían asustar a los caballos, decidieron regresar rápidamente para calmarlos.
Para su sorpresa, al llegar al lugar donde lo había dejado, ya no estaba allí. A lo lejos, lo avistó en marcha y dedujo que los caballos se habían desatado, llevándose el carruaje con ellos por el estruendo. Ante la situación, le dije que no se preocupase, ya que pensaba que mi hermano había decidido regresar a casa primero, creyendo realmente que Beatriz y él se habían alejado momentáneamente para procesar sus emociones y dar un cierre a su relación. Con la confianza de que pronto se pondrían en contacto con nosotros, optamos por esperar noticias.
Sin embargo, a medida que pasaban los días sin ningún rastro de ellos, nuestra preocupación comenzó a intensificarse. Decidimos alertar a los habitantes del pueblo, con la expectativa de que alguien pudiera tener información que nos condujera a su paradero. Poco a poco, la noticia se fue propagando y, finalmente, comenzamos a recibir algunas pistas que podrían aclarar lo sucedido.
Mientras jugaban, un grupo de niños se topó con un caballo que recordaba a aquellos que había descrito. Junto a su padre, se acercaron a nuestra casa para traérnoslo, explicando que lo habían encontrado deambulando en busca de alimento cerca de los límites de su propiedad.
Cuando me asomé, la sorpresa se reflejó claramente en mi rostro; al ver al caballo, comprendí que era el de Sergio, lo que amplificó mi inquietud. Un torrente de preguntas invadió mi mente: ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Qué le había sucedido? Sentí que todos compartíamos ese mismo temor, pues su presencia indicaba que ellos habían enfrentado algún contratiempo en el camino.
Semanas después de que cesaron las lluvias torrenciales, un vagabundo, con mirada ausente y pasos inestables, avistó en la lejanía un oscuro horizonte que despertó su curiosidad. En una remota zona desolada, halló lo que parecía ser un carruaje abandonado, cuyos destrozos evidenciaban un accidente trágico. Durante una de sus noches de embriaguez, el hombre se lo comentó a uno de los trabajadores de la hacienda en la caverna del pueblo. Sin una dirección precisa para contactarlo, decidimos aguardar varios días a que regresara, y fue a la tercera tarde cuando, por fin, la fortuna nos sonrió.
Sin pensarlo dos veces, el vagabundo nos condujo al lugar, aunque el trayecto se sentía interminable, entre anécdotas y relatos que parecían sacados de la mente de un soñador ebrio. Cada instante me hacía dudar de la veracidad de sus palabras, cuestionando si su historia era más que un producto de su imaginación. No obstante, tras unos noventa minutos de vaivenes por una senda polvorienta y cubierta de maleza, llegamos a un paraje desolado, cuyas sombras parecían tragarse la luz del día.
Mis ojos, incrédulos, se posaron en el carruaje de mi hermano. A su lado yacía el cuerpo sin vida de mi caballo, que mostraba señales de haber sido atacado por alguna bestia salvaje que, aprovechándose de su vulnerabilidad, se había alimentado de él. Este fue el primer y devastador golpe que me tocó soportar en aquel terrible día. A mi lado, afortunadamente, estaba Margarita, cuya lealtad inquebrantable nunca flaqueó. Junto a ella se hallaba la señora Esperanza, quien había decidido unirse a nuestra cruzada, lista para enfrentar cualquier desafío que el destino decidiera arrojar sobre nosotros.
El carruaje estaba volcado de lado, su estado era verdaderamente desolador, las ruedas destrozadas y dobladas, como si la fuerza de la caída las hubiera sometido a una cruel tortura. Las lámparas, que una vez brillaron con orgullo, colgaban de sus bisagras en ángulos imposibles, algunas incluso rotas, dejando caer fragmentos de vidrio por doquier. La estructura de madera, antes elegante, estaba marcada por surcos profundos y astillas, evidencias de la violenta contienda con el suelo.
Con el corazón acelerado, me acerqué, asomándome con cautela por una de las ventanillas, temiendo lo que podría encontrar. En medio de la devastación, algo llamó mi atención: una ventana había sido rota, pero no por la caída. Las astillas de cristal estaban dispuestas de tal manera que sugerían que alguien había intentado salir o entrar a la fuerza, dejando entrever una desesperación que resonaba en mis propios sentimientos de pavor.
Al examinar más de cerca, un escalofrío me recorrió la espalda; pudimos observar cómo algunas manchas de sangre empapaban el suelo de esteras de yute, salpicadas también en las paredes forradas de terciopelo, un recordatorio crudo de los horrores que habían tenido lugar. Seguido de un pequeño camino que se extendía hacia el exterior, pero las intensas lluvias habían borrado gran parte de esa pista.
La naturaleza, en su feroz desagrado, había cubierto lo que quedaba de la imagen de aquel espanto. Aquello fue suficiente para que el aliento se me detuviera, y en un instante, la pequeña chispa de ilusión que había albergado se desvaneció. La posibilidad de encontrarles con vida se evaporaba, llevándose consigo cualquier rayo de luz en la oscura vorágine de mi desesperación.
Todo esto despertó en mí una profunda inquietud: ¿Qué habría ocurrido con Beatriz y mi hermano? ¿Existiría alguien que los rescatara y les ofreciera ayuda? O, en el peor de los escenarios, ¿habrían enfrentado un destino similar al de mi querido caballo? La incertidumbre se instalaba en mi interior, avivando las turbulentas cuestionantes que resonaban en mi mente, sin hallarse respuestas en la oscura vastedad que me envolvía. De pronto, una idea aterradora cruzó por mi mente:
—El carruaje podría haber caído del barranco que se encuentra justo arriba de nosotros. Esto explicaría el daño severo del vehículo —comente señalando con un nudo en la garganta.
En ese momento, todos se quedaron en silencio, observando con horror aquella escena. Salazar fue el primero en romper el silencio, su voz resonando con un tono de determinación.
—No podemos permitir que esto nos derrote —dijo, mirando el panorama desolador. Su mirada, sin embargo, mostraba señales de inquietud—. Conociendo la inigualable persistencia de Sergio, sé que aún pueden seguir con vida. Debemos continuar buscando en los alrededores.
Esperanza, que había estado observando con lágrimas en los ojos, dio un paso al frente. Con la voz entrecortada, pero firme, respondió:
—Tienes razón, Antonio. Mi corazón no deja de decirme que todavía podrían estar con vida. Debemos seguir buscando. No podemos permitir que esta tragedia detenga nuestra búsqueda.
Margarita asintió y tomó mi mano, transmitiéndome un poco de ánimo. Era un gesto sutil, pero lleno de significado.
—Lo que hemos encontrado aquí es terrible, pero no puede ser el final de esta historia —replicó Margarita, sus ojos fijos en los restos del carruaje—. Hay algo más, algo que nos dice que aún hay respuestas que buscar.
El silencio se hizo presente nuevamente mientras cada uno reflexionaba sobre las palabras que resonaban en el aire. La tensión de la situación no nos permitía dudar, pero también traía consigo un miedo palpable de lo que pudiera haber ocurrido.
—Si ellos lograron escapar de este carruaje, hay un camino que seguir —dije, tomando fuerzas de algún lugar profundo, aunque el desasosiego me hacía tambalear—. Debemos seguir el rastro, buscar en los alrededores...
«No podíamos rendirnos, eso lo tenía claro».
De inmediato comenzamos a recorrer el área, buscando cualquier señal que nos condujera a ellos. Hablamos con todos los residentes de los alrededores, pero, para nuestro creciente desánimo, uno tras otro aseguraba no haber visto nada. Cada respuesta negativa y mirada de compasión profundizaban aún más nuestro desconsuelo.
La búsqueda continuó, sosteniendo el optimismo de encontrar alguna pista que nos guiara se tornó en un martillo y un yunque que golpeaban en mi pecho. No obstante, a medida que pasaban los meses, la realidad comenzaba a infiltrarse en mis pensamientos: tal vez nunca sabríamos qué les había ocurrido. Aun así, siempre quedaría una certeza en mi corazón: donde quiera que estuvieran, habrían encontrado la paz que sus almas anhelaban.
Así, al cumplirse el primer aniversario de su desaparición, decidimos guardar sus pertenencias en una habitación especial de nuestra nueva casa, un hogar que compré con la intención de formar una familia junto a Margarita. Celebrando nuestro amor en una pequeña ceremonia rodeados de nuestros familiares y amigos más cercanos.
Mientras recolocábamos las pertenencias de Beatriz, nos vino a la mente las joyas que mencionaba Moisés en la carta que, tras muchas dudas, finalmente decidí leer hace un tiempo. Sin embargo, nuestra búsqueda fue en vano; no logramos encontrarlas en su habitación, ni siquiera en el sótano secreto que guarda el aposento de mi madre.
Así es, como ustedes han leído, a pesar de todo lo que ha sucedido, debo reconocer que ella ha estado a mi lado, brindándome su apoyo incondicional. Sin su presencia, no sé cómo hubiera podido sobrellevar la profunda ausencia que me ha dejado Sergio. Por eso, considero justo otorgarle el reconocimiento que tan merecidamente se ha ganado, sin olvidar, por supuesto, a la mujer y el hombre a quienes hoy les debo gran parte de lo que soy.
Por igual, en mi corazón ocupa un espacio Antonio Salazar, quien ha intentado asumir el papel de figura paterna. Aunque su rol no implique la misma responsabilidad que tal situación conlleva, valoro profundamente sus esfuerzos por hacerme sentir merecedor de tomar las riendas absolutas de la hacienda y de todos los negocios que administramos. Sus intentos han dejado una huella imborrable en mí, una que siempre apreciaré.
Y es por esto que hace dos años sentí una inmensa alegría al enterarme de que ambos se embarcarían en la travesía de recorrer y conocer el mundo. El destino, en un sutil acto de generosidad, les ofreció la oportunidad de renacer en su amor, esta vez con una profundidad y fortaleza que resonaban como un faro en la penumbra del océano. Juntos, encontraron el valor necesario para liberar las cadenas del pasado; cada herida sanada se convirtió en un testimonio de su capacidad para trascender el dolor y, en el proceso, se convirtieron el uno en el bastón y el apoyo del otro.
Así, poco a poco, Margarita y yo nos adaptamos a una nueva realidad en la que aprendimos a despertar cada día sin la presencia de un hermano y una amiga. Aunque la ausencia se hacía sentir, la vida nos otorgó nuevos motivos para sonreír. Al segundo año de nuestro matrimonio, mi amada me hizo el hombre más feliz del mundo al dar a luz a nuestras dos princesas, Bea y Serena.
No voy a mentirles; en mi mente surgió el temor de que, al ser gemelas, ellas pudieran enfrentar la misma suerte que nuestra familia había padecido. Sin embargo, tenía la firme convicción de que esta vez las cosas serían diferentes. Ambos nos encargaríamos de que así fuera con nuestro amor y cuidado.
Aunque la Virgen entendía que no podríamos enfrentar esta situación solos, ya que al principio decidí quedarme en casa con Margarita para brindarle mi apoyo. Sin embargo, a las pocas semanas, tuve que regresar al trabajo. Afortunadamente, contábamos con la invaluable ayuda de mi madre y de la señora Juana Dolores, quien comenzó a dedicar cada vez más horas a ellas.
Su ternura y su presencia crearon un ambiente de calma que permitió a las niñas relajarse y dormir con más facilidad. Con el paso de los días, Juana formó un lazo único y especial con ellas, lo que resultó ser un gran consuelo para todos.
Fue así que, cuando mi madre y Salazar tomaron rumbo, mi esposa y yo decidimos invitarla a vivir con nosotros. Desde ese instante, se ha convertido en un miembro entrañable de nuestra familia, enriqueciendo nuestras vidas con su amor y sabiduría.
Con decirles que Serena y Bea no pueden conciliar el sueño sin que Juana les cuente, la épica historia de cómo una valiente princesa se vengó de un temible villano que intentó aprovecharse de ella. Que sin importar cuántas veces la escuchen, la habitación se llena de asombro y termina repleta de tiernas y juguetonas risas, lo cual alegra nuestras almas al poder presenciar la escena desde su puerta.
Y así transcurrían nuestras vidas, hasta que de pronto, un domingo por la mañana, mientras aguardaba a mi familia en el jardín, listo para dirigirnos al lugar donde solemnemente les rendíamos tributo a ellos en su aniversario, me dejé llevar por todos estos pensamientos.
«¿Quién imaginaria que terminaría convirtiéndome en aquello que jamás desee, pero que al final llegué a amar? Definitivamente, yo no.»
Fue en ese momento cuando una suave voz me sacó de mi ensimismamiento.
—¿Estás triste, papá? —preguntó Bea, mirando hacia arriba con curiosidad, ajena a la profunda emoción que despertaba su pregunta en mí.
—Sí, princesa, un poco —respondí, sintiendo un nudo en la garganta.
—¿Por qué tío Sergio y tía Beatriz están en el cielo? —continuó, su tono mezcla de curiosidad e inocencia, como si tratara de desentrañar algo que sobrepasaba su entendimiento.
—Así es, pero no te preocupes, mientras ustedes estén a mi lado, estaré bien —intenté animarla—. "Es triste perder a nuestros seres queridos, sí, pero tenemos que continuar con nuestras vidas".
—Me alegra saber eso, pero me hubiera gustado conocerlos —dijo Bea, mirando el suelo con una expresión de pena. De pronto, su rostro se iluminó—. ¡Wow, qué hermosa! ¿Es una nueva flor? ¿Cómo se llama?
—¿Una flor? Bueno, no estoy seguro. Recuerda que tu madre es quien se encarga del jardín, pero podemos preguntarle cuando llegue.
Justo en ese instante, Serena nos interrumpió, luciendo encantada en su vestido blanco de encaje.
—¡Papá, ya estoy lista! ¡Mira!
—¡Qué linda te ves, cariño! —le dije, acariciando su mejilla con ternura.
—Disculpa la tardanza, mi amor —entró Margarita al jardín, sonriendo—. Ya sabes cómo es esta niña, se mide todas sus prendas antes de decidirse.
«Se parece tanto a él» —pensé con nostalgia.
—No pasa nada, querida. No tengo prisa. De hecho, Bea me estaba comentando sobre una flor nueva que plantaste, y nos gustaría saber su nombre.
—¿Nueva flor? ¿De qué hablan? No he sembrado nada en todo un mes —dijo sonriendo y mirándonos con curiosidad.
—¡Ay, sí! ¡Mira, es esta! —exclamó Bea, con sus ojos brillando de emoción—. Y me parece que es nueva porque no recuerdo haberla visto aquí antes.
—Es cierto, la tierra se ve fresca, pero yo no la sembré. Ni siquiera sé de qué especie es. Tal vez deberíamos preguntarle a Juana.
—Iré a buscarla —se ofreció Serena, emocionada por desentrañar el misterio.
No pasó un minuto antes de que sus siluetas aparecieran en el umbral.
—¿Me mandó a llamar, señora? —preguntó Juana con una sonrisa.
—Sí, perdona que te molestemos, pero quisiéramos saber si plantaste esta hermosa flor —respondió Margarita apenada.
—No se preocupe, no es molestia. Aquí estoy para lo que necesiten, pero lamento informarles que no fui yo —dijo Juana, realmente confundida por la situación.
Así, el entorno se sumió en un silencio palpable. Las miradas de las dos niñas se centraron intensamente en nuestra conversación, como si esperaran una respuesta que aún no teníamos. Rompiendo Juana ese tenso momento.
—Pero si mal no recuerdo, esa flor no es común por aquí. Solo la vi una vez en mi vida y fue de pequeña, cuando mi abuela me llevó a su lugar de trabajo porque no encontraba a nadie que me cuidara.
Al llegar, pasamos por el jardín de sus patrones y vi una flor idéntica. Al notar mi interés, ella me contó una historia asombrosa: hubo personas que ofrecieron mansiones y años de salario por poseerla. Todo eso desató una crisis económica que llevó a muchos a dejar de cultivarla, y al final, muy pocos tuvieron el privilegio de adquirir la especie. Supongo que lo inventó para impresionarme porque, ¿Quién en su sano juicio daría tanto por una simple planta? —dijo mientras se cubría la boca con su mano derecha al reír.
Mientras mi esposa y yo nos sumergíamos en nuestros recuerdos, una cálida sensación de familiaridad envolvía la narración. De repente, Margarita interrumpió el silencio, susurrando con ternura:
—Es un tulipán...
—Sí, así lo llamo mi difunta abuela —confirmó Juana, perdida en el horizonte, evocando aquellos buenos días en los que compartía junto a ella.
Margarita me sonrió dulcemente, y nuestras miradas se dirigieron hacia el tulipán, que ahora resplandecía con una belleza renovada, como si en su esencia hubiera un eco de algo más profundo.
Fin.
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