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Capitulo XX Sergio Álvarez

Al despertar como cada mañana, lo primero que hice ese día fue lavarme los dientes e higienizar el resto de mi cuerpo y al finalizar de vestirme, como siempre que me toca ir a pescar, escucho dos toques en la puerta de la cabaña que me indican la llegada de mis acompañantes.

—¿No dormiste bien, muchacho? No tienes buena pinta —indago Pablo con evidente preocupación.

—La pregunta ofende, padre, él nunca tiene buena pinta —expresó con una risa burlona Margarita.

—Esto es injusto. Margara, no te aproveches porque tu padre está aquí. Espera al menos que lleguemos al lago para que Ricardo me defienda también —respondí de igual forma.

—¿Enserio van a seguir con esto? ¿Nunca van a aprender a llevar la paz? —pregunto Pablo entretenido viendo fijamente el palillo con el cual se saca la comida de los dientes.

—Mi nombre es Margarita, tonto, apréndetelo de una vez por todas. —Al gesticular esas palabras con la mano derecha se echó hacia atrás su larga trenza negra y enderezo la cabeza con aires de superioridad.

—Cuando entiendas que mi nombre es Sergio y no tonto, lo haré.

—¿Por qué a mi Dios? ¿Qué es lo que estoy pagando? Llévame pronto, que esto no lo aguanto más —dijo Pablo levantando ambas manos en señal de ruego.

—Tranquilo, padre, es nuestra forma de llevarnos bien, ¿no cierto querido Sergio? —preguntó ella con una mirada que parecía ser intimidante, pero solo logró hacerme carcajear.

—Así es, Margara —dije con una sonrisa triunfadora.

Al llegar al lago todos nos pusimos a trabajar como cualquier día normal, sin embargo, no podía ser más diferente.

—Tengo uno grande —grito Margarita.

Inmediatamente todos la fuimos a auxiliar, pues a pesar de ser hija de un pescador profesional no tiene experiencia. De hecho, se incorporó al equipo poco tiempo después que yo, pues según lo que ella dice, sentía que era un oficio para hombres, además de ser aburrido.

Por ello prefería quedarse en casa, ayudando a su madre con los quehaceres, hasta que un día acompañé a su padre a la casa a buscar sus carnadas que se le habían olvidado por una resaca que le había dejado la noche anterior. Pablo gritó su nombre desde afuera de la vivienda y ella respondió con un "¡sí!" todavía más alto que él, estando aún adentro.

—Alcánzame las carnadas, mija —pidió Pablo, mientras ajustaba su sombrero para protegerse de los intensos rayos de sol que le atizaban los ojos como si fueran cuchillas afiladas.

—¡Ya voy!

Cuando salió con el envase en mano, me llevé una sorpresa; pensé que sería de características opuestas por la manera en cómo voceaba. Es asombroso que de esa pequeña silueta emergiera una voz tan potente. Sé que está mal juzgar un libro por su portada, pero, ¿acaso no lo han hecho ustedes conmigo? ¿Ven? No soy el único.

—Aquí esta, padre —dijo ella extendiéndoselo.

—Gracias, mija. Te presento a mi nuevo compañero, Sergio —comentó Pablo, mientras yo, aun aturdido por lo antes dicho, respondí de manera mecánica:

—Un placer, señorita.

Pero en lugar de un saludo, ella simplemente inclinó la cabeza, con una expresión de desdén.

—Hija, por la virgencita, no seas maleducada y saluda como se debe al caballero —intervino Pablo, alzando una ceja.

—No, tranquilo, Pablo. No pasa nada; entiendo que sea tímida —dije, aunque en el fondo me sorprendía su actitud.

—No soy tímida; simplemente no me apeteció hacerlo, y menos si ni siquiera lo has hecho como se debe —aclaró Margarita, con un tono desafiante en su voz.

—Entiendo... entonces, eres maleducada al final de cuentas —respondi con una sonrisa burlona.

—No lo soy —replicó ella, frunciendo el ceño, su tono cargado de indignación.

—Si lo eres —insistí, disfrutando del juego.

—Te dije que no —chilló, entrecerrando las cejas, su defensa parecía más bien un reto.

—Ey, tranquilos, chamacos —intervino Pablo con una risa nerviosa, tratando de calmar la situación—. Solo es un saludo, no pasan de ser un par de palabras, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —respondimos ambos, con una chispa de complicidad en la mirada.

Y ese fue solo el principio de una horrible y bella amistad en partes iguales. Jamás imaginé que en ella encontraría una amiga y más que eso una hermana pequeña que, a pesar de llevarnos la mayor parte del tiempo, como han visto, también tenemos nuestros momentos que se podrían decir casi pacíficos. Uno de ellos fue cuando sin querer mencioné a Juan David mientras conversaba con Ricardo y Pablo, ella se fue acercando cada vez un poco más hasta quedar a mi lado.

—¿Quién es Juan David? —pregunto curiosa.

—Mi hermano.

—¿Y por qué él no está aquí?

—Porque se quedó en Xalisco —respondí con tono seco, pues ya imaginaba cuál era su intención.

—¿Por qué él se quedó allá y tú no?

—Porque quise cambiar de aires.

Se quedó unos segundos observándome y aseguro:

—A puesto que hiciste algo malo y saliste huyendo como un cobarde.

—Más lejos de la verdad no puedes estar —repuse con una mezcla entre honestidad y melancolía.

—No debiste irte, Sergio, los hermanos a veces pelean, pero al rato se arreglan; estoy segura que nada pudo ser tan grave para que te alejaras tanto tiempo de él; tienes que volver y resolver las cosas con David.

—No lo conoces y ya hablas de él como si lo hicieras, qué confianzuda.

—Sabes que así soy, pero también que tengo razón. Además, también quiero conocer Xalisco —admitió dando pequeños saltos con entusiasmo.

—¿Y a ti quien te dijo que te llevare si regreso? ¿Serias capaz de permitir eso Pablo? —cuestione en tono jocoso conociendo cuál sería su repuesta.

—Ni lo pienses, jovencita, no iras a ningún lado —enuncio serio—. Sin mí, claro —continuo y todos nos echamos a reír.

—Si ustedes se van, ni crean que los voy a dejar. Yo también iré —declaró Ricardo indignado.

—Aquí me quedare, así que nadie ira a ningún lugar —afirme con una sonrisa burlona.

Después de decir esto mis compañeros se retiraron a sus respectivos lugares y me dejaron solo con Margarita, lamentablemente.

—Eh sí... eso está por verse, pero dime ¿cómo es David? —preguntó ella indagando con evidente interés.

—Igual a mí, somos gemelos.

—¡Ay, no! Otro como tú vagando por ahí es un peligro. Si tiene tu misma forma de ser, creo que no duraría ni un minuto en el mismo lugar; sería demasiado para mí. Así que ahora soy yo la que no quiere ir a Xalisco.

—Si esa es tu preocupación, puedes estar tranquila: en cuestiones de personalidad somos muy distintos.

—Háblame de esas diferencias a ver si de verdad existen; no te creo mucho después de que me dijeras que sabías cocinar y quemaras el arroz.

—Ya te dije que eso fue porque me distrajiste contándome la historia de cómo una vaca casi te mata —argumente elevando los ojos cansado de explicarle lo mismo varias veces.

—Sí, sí, continua... —me alentó levantando las manos de arriba abajo.

—No tengo mucho que decir, solo que él es mucho más sensible, tranquilo, amable y educado que yo.

—También suena más aburrido que tú y no creía que eso era posible.

—No lo es para nada, pero ¿qué tanto investigas sobre él? Ni pienses que tendrías oportunidad, no eres su tipo.

—Mírame bien, quien no tendría oportunidad es él conmigo —dijo ofendida, regresando nuevamente a su lugar.

Hasta ahí llegó nuestra pequeña tregua.

—Ya vamos mija, aguanta —voceo Pablo emocionado.

Al final yo llegué primero que los demás y afortunadamente pude atraparlo, aunque para ser honesto estaba grande, sí, pero no tanto como ella lo hacía parecer. Aunque no la culpo, su contextura no la ayuda mucho.

—¡Esa es mi hija carajo! —grito orgulloso Pablo.

—Bien, sobrina, vamos a tener que traerte más seguido —expreso Ricardo con emoción.

—No exageren, tampoco es para tanto; no le vayan a inflar el ego sin razón. Yo he pescado mejores —comente con un tono juguetón.

—Sergio, esto no es una competencia. ¿Cuándo lo vas a entender? —respondió ella, levantando los ojos al cielo con un aire de hastío.

Los demás hicieron un gesto de agotamiento ante nuestras constantes peleas y, con un suspiro, se retiraron Tras unas horas, comenzamos el camino de regreso a casa, que siempre hacíamos juntos, dado que nuestras cabañas estaban relativamente cerca. Sin embargo, al llegar a la entrada de mi cabaña, me llevé una inesperada sorpresa: dos hombres aguardaban en la puerta, y no eran otros que Juan David y Salazar.

—¡¿Que hacen ustedes aquí?! —les pregunte asombrado.

—Vinimos por ti, tenemos que hablar... —aseguro, mi hermano.

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