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Capitulo VII Sergio Álvarez

Han pasado tres semanas desde que comenzamos a dirigir la hacienda Salazar, y la carga de trabajo diaria es realmente abrumadora. He tenido que reorganizar mis horarios para poder compaginar mis responsabilidades aquí con las otras haciendas que administro. La verdad, no entiendo cómo Antonio se las arreglaba para hacer todo él solo. En mi caso, al enfocarme exclusivamente en la parte ganadera, entre registrar los datos del rebaño y llevar el inventario de los productos vendidos, me consume casi media mañana.

Además, superviso que los empleados cumplan con sus funciones de manera eficiente, entre las cuales se incluyen mantener higienizadas todas las instalaciones y áreas de la hacienda, así como los potreros y los contenedores de suministro de agua. Esto nos permite evitar contagios y la propagación de plagas y enfermedades en el ganado. También verifico que se respeten los horarios adecuados para alimentarlos, y si después de eso me queda algo de tiempo, ayudo a mi hermano con alguna tarea adicional que esté realizando en ese momento.

No mentiré; puede llegar a ser bastante agotador al final del día. Sin embargo, siento que todo este esfuerzo está dando sus frutos, pues han acudido dos hacendados de la región que no conocíamos para solicitar nuestros servicios. Estas oportunidades son prometedoras, aunque en este momento considero que es mejor no sobrecargarnos de trabajo.

Por esta razón, le expliqué a Juan David que lo más conveniente sería no aceptar más haciendas pequeñas, ya que solo estaríamos perdiendo tiempo. Lo más inteligente es quedarnos con las que hemos estado dirigiendo durante años y seleccionar entre las mejores; de esta manera podremos aumentar nuestra capacidad de gestión.

También me llena de satisfacción que cada día que pasa, Salazar va depositando más confianza en nosotros, ya que al principio estaba muy atento a nuestras acciones, observando cómo nos desenvolvíamos en cada área. Pero creo que ya se ha percatado de que conocemos bien el negocio. De hecho, hoy pienso hablarle de una idea que deseo implementar para mejorar las ventas. No es algo novedoso en realidad, pero creo que, si lo hacemos bien, podríamos obtener excelentes resultados.

Al concluir la jornada, compartí con mi hermano lo que tengo en mente, y él también considera que sería una buena estrategia. Sin embargo, luego se excusó por no poder acompañarme al despacho para discutirlo con Salazar, alegando que tenía algo más que hacer. Acordamos encontrarnos en media hora en la salida.

«No sé qué le sucede, pero desde que llegamos está más distraído que de costumbre».

Después de dar un par de toques en la puerta, escuché una voz que me invitó a pasar.

—Buenas tardes, señor. Disculpe la interrupción, pero antes de retirarme, me gustaría hablarle sobre algo que he estado considerando y que podría ser muy beneficioso para la hacienda.

—Por supuesto, muchacho. Siéntate y cuéntame de qué se trata; soy todo oídos.

—Antes que nada, quiero advertirle que mi propuesta podría no ser de su agrado en un primer momento, pero permítame desarrollarla y luego decida si la considera rentable o no.

—Adelante, no tengo tiempo que perder; cuando llegue a mi edad, lo entenderás.

Dudé ligeramente, pero después de unos segundos, escuché mi voz salir con una confianza que no siempre siento, pero que sé disimular muy bien, como en este momento.

—Considero que sería beneficioso para las ventas reducir los precios de los productos que ofrecemos. De esta forma, podríamos atraer a nuevos compradores que antes no podían acceder a nuestros productos y que solían buscar opciones más económicas. Con la calidad que brindamos, no dudarían en hacernos pedidos.

Se quedó en silencio durante unos minutos, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo, apoyada en su mano derecha, que sostenía su mentón. Eso me hizo pensar que al menos lo estaba considerando.

—Ciertamente, no es nada nuevo lo que me propone. He visto a muchos hombres de negocios exitosos intentarlo, pero terminan perdiendo más de lo que ganan, porque, ¿qué son los productos sin su precio? Ese es el factor que marca la diferencia en la calidad que ofrezco y que los demás no pueden igualar. Disminuir el precio enviaría el mensaje de que estoy arruinado y desesperado. Mi imagen caería por los suelos, y eso no puedo permitírmelo.

—Entiendo perfectamente su perspectiva, señor. Por lo que pensé en una alternativa: podríamos aclarar a los compradores que esta es una oferta especial por motivo de la celebración del 30 aniversario de su liderazgo en la hacienda, la cual durará solo seis meses; tras los cuales los productos volverán a su precio original.

—Correcto, pero ¿qué sucederá después de esos seis meses? ¿No crees que volverán a acudir con los demás comerciantes y nosotros quedaremos en pérdidas?

—Ciertamente, señor, es un riesgo, pero creo que vale la pena asumirlo. Al final de ese tiempo, si los nuevos compradores continúan utilizando nuestros servicios, las ventas que logremos en esos meses serán proporcionalmente equivalentes a las que obtendríamos si hubiéramos mantenido los precios originales. Solo vamos a reducir un porcentaje considerable de los precios del mercado, sin necesidad de llevarlos a los más bajos. No habrá pérdidas, sino ganancias si lo intentamos.

Además —continué— los comerciantes no son tontos; al comprar sus productos, ellos aumentarán el precio en sus propios comercios gracias a la reputación que tiene, lo cual les reportará mayores ingresos y les permitirá seguir comprando incluso después de que finalice la oferta.

De igual manera, los comerciantes con los que cuenta actualmente, al estar acostumbrados a los precios actuales, probablemente se vean motivados a adquirir el doble de lo habitual, porque para ellos la cantidad no será un problema. Desde mi perspectiva, vale la pena dar un salto de fe —alegué con una sonrisa con determinación que sabía le brindaría cierta confianza.

Después de escuchar esto, se quedó mirándome unos minutos y finalmente me pidió que volviera en unos días para darme una respuesta, lo cual entendí. Sé que es algo que necesita considerar detenidamente, así que inicié mi camino hacia la salida para contarle a mi hermano cómo me fue.

En el recorrido, me encontré con Juana Dolores, la ama de llaves, que llevaba en sus manos una bandeja con sopa y unos brebajes extraños. Al parecer, alguien estaba enfermo, pero, independientemente de eso, me saludó con amabilidad, como se ha convertido en costumbre.

«A veces creo que me ve como a un nieto o sobrino, lo que me resulta extraño».

Al llegar a la salida, tal como acordamos, tuve que esperar unos diez minutos. Él tenía una expresión preocupante que era evidente a simple vista, lo que despertó en mí la curiosidad sobre dónde se encontraba y qué había estado haciendo. Sin embargo, como sé que a él le gusta mantener cierta privacidad, decidí esperar a que se sintiera en confianza para compartirlo.

Cuando nos disponíamos a marcharnos, escuchamos pitidos de trabajadores que intentaban llamar nuestra atención. Sin acercarse, supe quiénes eran; se trataba de Pedro Cervantes, Emilio Castaño, Luis Perdomo y Ramón Zambrano, quienes nos estaban invitando a la taberna del pueblo para disfrutar de unos tragos. Miré a mi hermano y supe que debíamos aceptar la invitación para mejorar su estado de ánimo. Además, así tendríamos la oportunidad de conocer mejor a quienes trabajan con nosotros y ver si también tienen buenas ideas que compartir.

Al estar en el lugar, me llegaron tantos recuerdos de mi padre, quien solía pasar prácticamente todas sus tardes allí. Espero que, donde sea que se encuentre, se sienta orgulloso de nosotros por todo lo que hemos logrado en tan poco tiempo al frente del negocio y de lo que aún nos falta. Sé que él se sentiría muy feliz si estuviera vivo —pensé.

Sin embargo, después de observar el comportamiento de los presentes, me di cuenta de que mi padre no era el único que se sentía como en casa.

—Están muy callados, muchachos. No se preocupen; pueden sentirse en confianza con nosotros —continuó Emilio Castaño—. Nosotros éramos buenos conocidos de su padre.

«Justo lo que imaginé».

—No, para nada. Claro que nos sentimos en confianza, solo que, a pesar de lo que ustedes puedan pensar, nosotros no somos de mucho beber; solo lo hacemos en ocasiones especiales —expliqué cordialmente.

«Es mejor dejarles claro desde ahora que esto no se convertirá en una costumbre».

—Qué extraño. Si nos lleváramos de eso, entonces podríamos decir que no son hijos de su padre —afirmó entre risas, lo que provocó que los demás lo imitaran, menos mi hermano y yo. Eso les advirtió que debían cambiar de tema.

—¡Ey! ¿No les pareció raro que hoy no se escuchara tocar a la señorita Beatriz? —preguntó Ramón Zambrano, cruzando los brazos sobre el pecho, mientras miraba a sus amigos con una expresión de inquietud en el rostro.

—Sí, es cierto; yo también lo noté. ¿Será que ya no aguantó el mal carácter de los patrones y se fue? —continuó Pedro Cervantes.

—Para mí que sí; yo también lo haría si no tuviera una familia que mantener —admitió Luis Perdomo.

Todos se rieron de nuevo, pero esta vez también me uní.

—Ella se encuentra enferma, según tengo entendido —aclaró Juan David con gesto sumamente serio.

Tras un incómodo silencio, dije:

—¡Ah! Por eso vi a la ama de llaves llevando una bandeja con sopa esta tarde.

Todos comenzaron a lamentarse y a desearle una pronta recuperación, pero en ese momento solo me pregunté: ¿Cómo mi hermano sabe eso? Quizás también se encontró con Juana Dolores —deduje rápidamente.

Esa noche, mientras estaba acostado en mi cama con los ojos cerrados, sentí la necesidad de saber cómo se encontraba Beatriz. Durante estas semanas la he tenido presente; aunque he intentado no hacerlo, he ignorado sus melodías al estar reunido con el jefe en el despacho y me he centrado en el trabajo, tal como me propuse.

Sin embargo, no puedo negar que a veces se me hace difícil no cruzar esa puerta y sentarme junto a ella, solo con la intención de observar cómo el movimiento de sus dedos al tocar el piano refleja la pasión que lleva dentro.

No sé cuál es esta sensación que me invade; nunca antes la había experimentado, pero no puedo permitirme bajar la guardia. Siendo realista, no soy el hombre que puede hacerla feliz a largo plazo, ni ella es la mujer que necesito a mi lado. Pensamos de manera muy diferente; definitivamente, no funcionaríamos. —Volví a cerrar los ojos—. Dios, si de verdad existes, te ruego que me la quites de la cabeza —supliqué por primera y única vez.

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