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Capítulo 1 Juan David Alvarez

El lugar se observa tan solitario, tan en blanco y negro, que el verde del pasto se pierde en el gris del cielo y las nubes. Me parece incluso que está haciendo más frío de lo normal —pensé—Todavía no puedo creer que mi hermano Sergio y yo estemos enterrando hoy, 16 de enero de 1824, a nuestro padre. Sé que no era un hombre con muchas virtudes; sin embargo, nos amaba a su manera.

Su única debilidad era el alcohol y, claro, nuestra madre, quien falleció hace unas pocas semanas de un infarto fulminante. No tuvimos tiempo de hacer nada por ella; su corazón se detuvo al instante. Ayer se cumplió justo un mes desde su muerte, y eso provocó la embriaguez del hombre que nos dio la vida y que ahora la perdió al caer de un caballo.

Él nunca fue una persona de muchas palabras, por lo cual no tenía muchos amigos. Creo que solo consideraba de esta manera al ganado de las haciendas que administraba. Casi siempre estaba sumido en sus pensamientos; solo despertaba de su letargo a la hora de trabajar y durante la cena, donde compartíamos breves momentos como una familia normal.

Mi madre, en cambio, era muy diferente a él; siempre estaba de parlanchina. La información que llegaba a sus oídos, todos en casa la terminábamos sabiendo. Lo cual considero que era bueno y malo en partes iguales, pues nosotros tampoco escapábamos de esa suerte. Cualquier logro o fracaso que teníamos, ella misma se encargaba de ventilarlo a todos, pero siempre trataba de estar presente en cada ocasión, ya fuera para festejar, aconsejar o alentar. En pocas palabras, ella era la alegría de la casa.

«Cuánto la extraño».

—¿En qué estás pensando, Juan David? Más te vale que sea en cómo nos vamos a recuperar de esta situación. Ahora que hemos perdido a nuestro padre, debemos hacernos cargo del negocio familiar y nadie nos respetará si nos ven débiles.

—¡Sí, lo sé, Sergio! Solo dame unos minutos para poder despedirme de él como se merece.

¿Por qué Sergio y yo somos tan diferentes? —pensé—. De niño, a menudo me hacía esa misma pregunta, pero con el tiempo fue una respuesta que dejó de interesarme. Aunque, ciertamente, en momentos así, se me hace difícil entender cómo él puede llegar a ser tan frío e indiferente, algo que jamás podré ser y que él siempre se encarga de recordármelo.

—David, creo que lo primero que tenemos que hacer es pasar por todas las haciendas con las que estamos trabajando para confirmar que continuaremos con ellas. Y lo segundo es ver más allá de nuestro padre; tenemos que apuntar hasta lo más alto de la cúspide.

—Sergio, no estarás pensando en lo que yo creo, ¿verdad? Sabes muy bien que nunca pudimos lograr que el señor Antonio Salazar nos contrate. Olvídate de esa idea de una vez por todas.

—¿Olvidarme de esa idea, hermanito? Eso jamás pasará. Imagina que trabajemos con él; todas las demás grandes haciendas de los otros estados fuera de Xalisco nos buscarían por la fama que nos brindaría.

—No lo sé, Sergio. Dime, ¿Cómo crees que podremos lograr esa gran hazaña? —pregunte frunciendo el ceño y girando los ojos con gesto de hastío.

—Aún lo estoy pensando, pero algo se me ocurrirá. Vamos a casa mientras lo averiguamos. Aquí ya no hacemos nada. Es triste perder a nuestros padres, sí, pero tenemos que continuar con nuestras vidas.

La peor parte es que, aunque me cueste aceptarlo, sé que Sergio tiene razón; sin embargo, jamás esas palabras saldrán de mi boca.

—Pues vamos, en marcha.

De camino, Sergio insistió en que nos detuviéramos brevemente en la hacienda de los Rodríguez, que nos quedaba de paso, para compartir las buenas nuevas sobre la continuación de nuestras labores, específicamente con Alberto Rodríguez, quien es la cabeza del hogar y uno de nuestros clientes más antiguos, de los que sabemos que podemos contar. Su hacienda no es de las más grandes de la zona, pero está bien ubicada y cuenta con una buena distribución del espacio. Gracias a eso y a nuestro excelente manejo como capataz, esta hacienda se ha convertido en una de las más exitosas del estado.

Al dejar nuestros caballos en la entrada, como era habitual, nos recibió Arturo, el jardinero. Un hombre de baja estatura, moreno, con la piel curtida por la constante exposición al sol. Su cabello, salpicado de canas, y sus ojos marrones se ven enfatizados por una nariz ancha. Sin embargo, lo que más destaca en su rostro es su boca, manchada de tabaco, resultado de masticar y escupir durante más tiempo del que a él le gustaría admitir.

—Hola, muchachos, nos llegó la terrible noticia del fallecimiento de su padre. Es lamentable; era un buen hombre —dijo el caballero, con una mirada que reflejaba su pesar.

Agradecimos sus palabras con un gesto, inclinando la cabeza y una sonrisa cargada de melancolía.

—Permítanme avisar a la ama de llaves para que el patrón los reciba.

Después de esperar casi media hora, por fin vimos aparecer a Leonor, la ama de llaves. Una señora tan gentil y amable, como siempre. Ella nos condujo hacia el despacho, donde nos estaba esperando Alberto Rodríguez, quien, a pesar de no ser aún las 12 de la tarde, ya se encontraba fumando un puro habano con la mano izquierda, mientras sostenía con la derecha una copa de whisky Jameson irlandés, producido por primera vez en 1780, del cual disfrutaba con gran entusiasmo y satisfacción.

—¡Mis gemelos favoritos! Es un gusto recibirlos, muchachos. Lamento su pérdida; estimaba mucho a su padre y, de hecho, imagino el motivo de su visita, pero es una pena informarles que venderé muy pronto este viejo rancho. Ya estoy cansado; mis hijos están todos casados y, sin mi difunta esposa, la casa se siente muy grande y vacía. Me iré a recorrer el mundo; aquí ya nada me ata. Sin embargo, si hay algo en lo que les pueda ayudar, saben que pueden contar conmigo.

—Es un alivio escuchar eso, señor —respondió Sergio—. Tengo que admitir que no venimos solo por lo que cree.

Con gran sorpresa, Alberto Rodríguez dirigió su atención hacia él.

—Los escucho, jóvenes; soy todo oído.

—Necesitamos su ayuda para conseguir una entrevista con el señor Antonio Salazar. Queremos trabajar para él. Se lo debemos a nuestro padre. Ese era su más grande sueño y queremos cumplírselo, aunque ya no se encuentre aquí para verlo.

Rodríguez se quedó pensativo por un breve instante. Asintió con la cabeza mientras decía:

—Entiendo, pero, ¿en todo esto dónde entro yo? No creo que sepan, pero Antonio y yo rompimos la amistad hace muchos años. Después de su accidente, él se volvió un hombre amargado, petulante y engreído que solo se preocupa por su bienestar —confesó, agachando la cabeza, como si el recordarlo todavía causara en él algún sentimiento de dolor o decepción.

—Entendemos cómo se siente, señor —interrumpí rápidamente—. Ciertamente, Sergio y yo no tenemos la intención de causar molestia alguna; disculpe el atrevimiento, no sabíamos de su enemistad con el señor Salazar.

Sentí una mirada de reproche procedente de mi hermano, pero es algo con lo que creo que puedo lidiar, al menos hoy.

—Tranquilos, chicos. Ustedes ni habían nacido cuando eso ocurrió, pero supongo que, en nombre de la vieja amistad que tuvimos, podría hacerle una rápida visita para hablarle de ustedes.

Sergio y yo nos miramos y, sin decir una sola palabra, supimos que esa podría ser, quizás, la única oportunidad que tendríamos.

—Se lo agradeceríamos infinitamente, señor Rodríguez —dijo Sergio con una enorme sonrisa—. Nos apretamos las manos y continuamos nuestro camino a casa.

Ese día, más tarde, decidí salir a tomar un poco de aire fresco. Ya no podía soportar estar más tiempo en casa escuchando el discurso que Sergio se encontraba preparando para el señor Antonio, sin tener la certeza de que este nos recibiría. Además, no entiendo de dónde provino ese comentario de que nuestro padre soñaba con trabajar en esa hacienda, tal como mencionó mi hermano.

Ciertamente, él lo intentó, como todos los capataces de la región; sin embargo, ninguno tuvo éxito. Salazar siempre ha sido quien se ha encargado de manejar su hacienda. Algo que admiro de él, puesto que pudo contratar a quien deseara con su inmensa fortuna; no obstante, decidió esforzarse y trabajar arduamente, a pesar de no tener necesidad de hacerlo. Lo cual estoy seguro de que mi padre, en su momento, también comprendió. Pero al parecer, mi hermano todavía no.

Mientras divagaba, cabalgando por las calles sin rumbo alguno, no pude evitar notar que el carruaje de los Salazar se encontraba frente a mí. Sin embargo, no iba en él ni el señor Antonio ni su esposa y, como todos sabemos, ellos nunca tuvieron hijos, lo cual despertó mi curiosidad; ¿quién era esa persona? ¿quizás algún invitado especial?

Al verla, de pronto, mis piernas dejaron de funcionar; se clavaron en los estribos y, mientras mi mirada se perdía en su figura, sentí que no podía respirar ni realizar ninguna otra función corporal vital. Esa mujer me había atrapado por completo y me tenía a su merced, sin ni siquiera imaginarlo.

Sin dudarlo un instante, decidí seguirla para averiguar hacia donde se dirigía. Debo saber más de ella —pensé—. Después de un largo trayecto, deduje que iba rumbo a la hacienda que obsesionaba a mi hermano; un lugar al que, a partir de ahora, dedicaré cada segundo de mi vida junto a él con el fin de trabajar allí. Porque donde esté ella, estará mi corazón, y lo necesito para vivir.

Si tuviera que describirla, comenzaría resaltando su pequeño y delgado cuerpo, similar al de un ángel de tez blanca. Su larga cabellera anaranjada y rizada, que le llega hasta la cintura, enmarca un rostro en el que destacan sus ojos color avellana, capaces de capturar a cualquiera con una mirada. Posee unos labios rosados y carnosos que me vuelven loco e incitan a probarlos. Nunca había visto a alguien así; ella es la encarnación de la perfección en su máximo esplendor. Jamás creí en el amor a primera vista, pero si esto no es estar enamorado, ¿entonces qué será?

Mientras la veía bajar del carruaje con un bastón en su mano derecha, me pregunté: ¿tendrá algún problema para caminar? Sin darle mucha importancia a ese detalle, me mantuve lo suficientemente lejos para que nadie pudiera notar mi presencia. Una vez que ella se encontraba adentro de la hacienda, acompañada por una señora mayor que deduje era la ama de llaves, me acerqué a uno de los sirvientes, llamado Gabriel, a quien conocía de las numerosas veces que Sergio y yo tuvimos que ir a buscar a nuestro padre a la taberna del pueblo. Después de un corto saludo y de ponernos al día con los recientes acontecimientos, le pregunté quién era la invitada de la familia, ya que nunca la había visto por la zona.

—Te cuento que no tenemos mucha información acerca de ella. Ya sabes cómo son las cosas aquí; todo siempre es un misterio —respondió elevando ambos hombros con una expresión de resignación, acompañado de un pequeño suspiro—. Supuestamente, es una pianista que viene de España para hacerle compañía a la esposa del señor Antonio, ya que desde hace años no quiere salir de la hacienda. Supongo que necesita una amiga, pero no creo que dure mucho, para ser honesto.

—¿Y eso? ¿Por qué lo dices? —indague entrecerrando las cejas y cruzando los brazos con intriga.

—Pues porque es arrogante y odiosa; se siente como de la realeza. No nos ha visto a los ojos a ninguno al hablar, y no creo que los patrones toleren a alguien más que no sean ellos que se comporte así.

—Entiendo —comente pensativo—. Bueno, ya tengo que regresar a casa; le prometí a mi hermano que lo ayudaría con algo y que no tardaría mucho fuera, pero ya llevo como seis horas. Probablemente este sea el último día que me veas con vida.

Este soltó una risita discreta y corrigió su postura inmediatamente.

—Suerte con eso; yo también tengo que regresar a trabajar, o será la última vez que me veas aquí.

Más tarde, al llegar a casa esa noche, no cené ni dormí; solo podía pensar en ella. ¿Cómo sería su nombre, su voz, su respiración y su tacto en mi piel? ¿Sería tan cálida y dulce como la imaginé? Definitivamente, a esas incógnitas tengo que darles respuestas y no me detendré hasta lograrlo.

A la mañana siguiente, esperé a mi hermano en el comedor con el desayuno hecho; necesitaba escuchar lo que él estaba planeando decirle a Salazar para mejorar las cosas que sean necesarias y así convencerlo de contratarnos.

—Oye, Sergio, estaba pensando y me gustaría saber lo que estás planeando decirle al señor Antonio; creo que quizás yo también podría aportar algunas ideas.

Por unos pocos segundos, se quedó mirándome extrañado, pero la sorpresa se esfumó al brillarle los ojos. «Sabía que la idea de interesarme en sus planes lo iba a emocionar». Después de casi veinte minutos escuchando su parloteo, le corregí algunos puntos que entiendo que podrían manejarse mejor, lo cual él aceptó a regañadientes.

Cuando ya estábamos alistando los caballos para dirigirnos a la hacienda de los Mendoza a iniciar nuestra labor del día, vimos a lo lejos el carruaje de Alberto Rodríguez. Mientras yo me preparaba para lo peor, Sergio no contenía en sus labios una sonrisa ganadora. Al preguntarle el motivo, solo dijo:

—Obviamente nos tiene buenas noticias, Juan David. Nadie con orgullo vendría en persona para decir que no pudo lograr lo que pretendía.

«Ojalá tenga razón».

A medida que Alberto se acercaba, noté lo imponente que era. Su físico es bastante admirable; es uno de los hombres más altos de todo Xalisco. Tiene tez blanca, cabello negro bien peinado hacia atrás que resalta algunas canas, ojos cafés, una nariz respingada y un gran bigote que cubre su labio superior.

Vestido con un traje azul marino a medida y zapatos que brillaban más que la luz del sol en una tarde de verano, «todo un galán». Sin embargo, lo más importante es que su reflejo resalta cómo se ve a sí mismo internamente. Algo de esto me recuerda a mi hermano, y creo que se le podría llamar "confianza".

—Enhorabuena, muchachos; les traigo buenas noticias: ese viejo cascarrabias, al parecer, está cansado de trabajar y está pensando en buscar a alguien que lo ayude con el manejo de la hacienda. Solo hay un problema.

—¿Problema? Nosotros no conocemos esa palabra, señor —respondió Sergio—. Díganos qué tenemos que hacer para que nos reciba, y nos ocuparemos.

—Tienen que presentarse ahora mismo en la hacienda de Antonio para convencerlo de que son los mejores y que no tenga más opción que contratarlos. Pero, por lo que veo, ya iban de salida, seguramente a trabajar; temo que, si no asisten ahora mismo, otros le roben la oportunidad.

Mi hermano y yo no siempre necesitamos de las palabras para comunicarnos; con una mirada era más que suficiente. Por lo que, al verlo, al instante supe que ya había encontrado una solución y eso me gustó.

—¿En qué estás pensando, Sergio?

—Creo que tenemos la ventaja de poder estar al mismo tiempo en diferentes lugares. Si uno va a la hacienda de los Mendoza y el otro a la de los Salazar, podremos obtener el trabajo sin quedar mal con nadie.

Al instante se escuchó una carcajada alta y contundente; era la de Alberto Rodríguez.

—Excelente, muchachos; al parecer, ya todo está resuelto. Espero que no me dejen mal parado frente a ese orangután; demuéstrenle de qué están hechos.

—Así lo haremos, señor; le agradecemos mucho la ayuda. Quedan pocos hombres como usted. Esperamos tener el honor de que nos acepte una invitación antes de irse a tomarnos unas copas —expresó emocionado Sergio.

—Claro que sí, la estaré esperando. Suerte, aunque sé que no la necesitan.

Después de verlo marchar, Sergio y yo llegamos a la conclusión de que él debe ser quien asista a la conversación con Salazar, mientras que yo me presentaré en la hacienda de los Mendoza. Pues por más que me duela perder la oportunidad de volver a verla, entiendo que mi hermano no saldrá de ese lugar sin conseguir su objetivo, y eso es lo que realmente necesito en este momento.

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