3. No es una ciencia exacta
Al día siguiente. A primera hora de la mañana. Recibo una llamada inesperada.
—Clasista, especista, misógino, alcahuete...
Oh, oh. Conozco esta voz.
La conozco demasiado bien.
—¿Papá?
—¿Esa es la opinión que tienes sobre mí?
—No es nada personal, papá, son solo negocios. ¡Necesitaba el trabajo! Tú me dijiste que no ibas a seguir ocupándote de las facturas. ¡Tenía que hacer algo! Estaba desesperado.
—¿Y eso justifica que mientas y engañes, justifica que arrastres mi reputación por el fango?
—...
—¡Estoy tan orgulloso de ti, T'wolly! Por fin estás empezando a comportarte como un auténtico detective.
—¿Cómo ancas te has enterado?
Una risa casi obscena:
—¡No subestimes mis fuentes, chaval!
—Papá, por el esputo de S'keeg...
—Me lo contó tu nueva amiga.
¿Eh...?
¡Ah..!
Oh...
—¿Fue a verte pese a todo lo que dije sobre ti? Vaya, qué contrariedad. Mi astuta estratagema no ha servido de nada.
Eso sí que duele.
—No te preocupes, T'wolly. El caso sigue siendo tuyo. Yo no tengo ningún interés en verme envuelto en los enredos amorosos de un humano rico y su mascota. Le dije a tu amiguita que estoy muy ocupado, lo cual es cierto, y que tú trabajas para mí. Como si fueras, no sé, una especie de sucursal afiliada.
—Gracias por permitir que me alimente con tus sobras, papá. Se aprecia.
—Es un caso bastante sencillo. Pueril. No debería llevarte mucho tiempo averiguar qué ha pasado con ese... como se llame.
—Hasta un tonto podría hacerlo, ¿eh?
—Eso lo has dicho tú, no yo. Y no empieces a darla matraca con la autocompasión, por favor, ya sabes que no soporto que te pongas así.
Pongo los ojos en blanco. Hablo arrastrando cada sílaba:
—Sí, papá. Se hará como tú digas.
—Bien, creo que eso es todo por ahora. Nos vemos la semana que viene, chaval.
¿La semana que viene? ¿El dieciocho de febrero? Oh... Sí, claro. Nuestro aniversario luctuoso.
Diez años sin Mamá. ¿Ya? Qué rápido pasa el tiempo...
—Vale, papá. Luego hablamos.
Y de pronto estoy de pie en medio de la habitación, con el teléfono en la mano. Me siento, no sé, medio ido. Algo vago, borroso, tenue. Hablar con Papá, pese a sus buenas intenciones, suele dejarme completamente baldado. Necesito apagar mi mente un rato. Para ser capaz de renacer con una nueva carcasa que se irá fragmentando con el paso de los días, digo horas. Necesito librarme de mis ataduras terrenales. Para alcanzar un nuevo estado de gracia. Necesito libar mi propio cerebro. O el tuyo. Para ser uno con el Momento y la Situación.
Necesito perderme por otros paisajes mentales, establecer otro código, otra secuencia de imágenes, verme envuelto en un diálogo diferente. Necesito viajar por el trópico más allá de la cuadratura del círculo, destruyendo por el camino la violenta geometría del jeroglífico. Necesito alejarme de todo lo que no es importante. De todo lo que es superfluo y baladí.
Con ese objetivo en mente, me preparo una raya de polvo de bruja. Me pongo, ya sabes, a tono. Oh, sí... Se vieneeee... Voy al cuarto de baño. Lleno la bañera con agua caliente. Muy, pero que muy caliente. Me meto dentro. Me escurro hasta el fondo de la cazuela. Dejo que el calor me aletargue. El vapor me acuna con su canto de sirena. Es como volver al Mar de H'rah, el Mar que no llegué a conocer.
Permanezco sumergido durante horas, hasta que mi piel se pone tan roja como la cola de una gamba. Luego me visto y salgo de casa. Es casi mediodía. El sol es como una mancha de aceite oculta tras andrajosas tiras de tela, tan gris la niebla, como una enfermedad. Sigue lloviendo. La misma fina lluvia de ayer.
La lluvia ha convertido la ciudad en una pista de patinaje, y eso era de lo poco que le faltaba a Los Sepulcros para finalizar con éxito su transformación en un centro comercial. En un gigantesco centro comercial. Estructurado sin orden ni concierto. Una auténtica Oda al Caos.
Puedes ver un restaurante de comida gurkhan entre tu tienda de moda favorita y la fábrica de sonrisas número dieciséis; frente a la joyería y a tiro de piedra del bar del tío Korlo. Rodeada por un millar de tiendas. Una detrás de otra, o encima, o debajo, o a través. La de los tebeos. Alternativos o independientes, lo que más te guste. La de los libros. De cualquier autor, o autora, que se te pase por la cabeza. La que vende o alquila películas. La que vende móviles. La que vende utensilios y cachivaches para el móvil (pues no, no es la misma). La que te vende esos electrodomésticos sin los que no puedes vivir. La que te vende las zapatillas y las zapatillas de ir por casa. La que te vende los auriculares. La que vende globos, pero no del tipo que piensas. La que te vende, ahora sí, toda la parafernalia sexual que necesitas para conseguir una erección...
Supongo que en realidad es algo bueno, pues ofrecen una gran cantidad de servicios y artículos a un precio más o menos razonable, pero ¿realmente hace falta que haya tantas tiendas que vendan lo mismo? ¿Es necesario que todo sea tan estático, tan lineal, tan aséptico? Hasta los parques han sucumbido a la mal llamada posmodernidad, compartiendo la misma estética espacial, alienígena. Veo abetos con forma de pompón y árboles con forma de uña, bien afilados por el extremo puntiagudo, que van del azul al azul grisáceo y del azul grisáceo al azul eléctrico, pasando por el rosa, el rosa chicle, el rosa flamenco, el rosa durazno, el verde bosque, el verde pradera, el verde aceituna, el verde hierba, el verde ciénaga, y no nos olvidemos de las hojas que mantienen durante todo el año el mismo tono ocre y anaranjado, vagamente crepuscular, porque se niegan a dejar atrás el otoño.
El paseo marítimo tampoco se libra de esta nueva tendencia a relativizarlo todo. Antes un puerto era un puerto y servía para lo que suele servir un puerto. Era un lugar rudo, malogrado. Pero funcionaba. No hacía falta que fuera bonito. Pero se ve que eso ya no es suficiente. Ahora un puerto no puede ser solo un puerto, también tiene que enseñarnos algo. ¿El qué? No tengo ni idea. Solo sé que este lugar, este maldito lugar, me enferma. Porque muestra muy poco respeto por el Mar, lo cual, por otra parte, es un rasgo muy humano. Tienen un planeta muy hermoso, lleno de agua, montañas, árboles, pantanos y cuevas, pero están empeñados en convertirlo en unos grandes almacenes.
O en una gigantesca inmobiliaria donde ya nadie compra ni un solo piso porque los precios vuelan más alto que las ciudadelas de los yapp.
Todos estos pensamientos me dejan un regusto amargo en la boca. Como si hubiera mordido un pomelo pocho. Como si tuviera algunos granos de nuez moscada pegados en la punta de la lengua.
Giro la cabeza y escupo: una flema violácea que aterriza en medio de un charco, provocando una onda en el agua.
—Esa es una mala costumbre que tienes—gruñe un hombre.
Es alto y corpulento. Con una nariz ganchuda. Una cicatriz irregular le cruza las mejillas. Lleva un parche rojo en el ojo. Debe ser un tipo muy duro, arguyo, pero eso no me impide responder:
—Gracias por su comentario. No se olvide de darle a la estrellita y suscribirse.
Se abalanza sobre mí, agitando los brazos. Nos peleamos. Sin táctica, sin estrategia, rotas las barreras que la lógica nos impone. Impulsados por la rabia, la testosterona y la adrenalina en su forma más pura.
El tipo es bueno. Algo de boxeo sabe. Recibo tres golpes por cada uno que doy y ninguno de mis golpes le hace mucho daño. Me obliga a retroceder, a no bajar nunca la guardia.
—Tienes un buen gancho de derecha, lo admito, pero yo tengo algo mejor.
—El qué.
—Un salivazo que te puede dejar ciego para toda la vida.
Le escupo en los ojos, en el ojo. El hombre grita de dolor cuando mi saliva venenosa entra en contacto con el globo ocular que permanecía intacto. Gruñe:
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaargh...!
Aprovecho ese breve respiro que me concede mi biología vodkin para alejarme de él. Cruzo la calle.
—¡Le tocaste las ancas al vodkin equivocado, gañán!
El hombre ruge. Aún no quiere dar la pelea por perdida. Corre hacia mí gritando mil maldiciones.
Sé que no puede evitarlo, pero cruza la calle sin mirar. Guiado por el sonido de mi voz.
Cierro los ojos. Poco después escucho el sonido, el de unos frenos chirriando. Después un ruido fuerte y seco, el sonido del metal chocando contra la carne.
No me quedo a ver el resto.
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