II
Su padrino le había alzado en brazos cuando él tenía cuatro años y había echado a correr calle abajo. Sirius, de pronto, le había sostenido contra su cuerpo y gritado un par de cosas que su memoria infantil no había conseguido retener, pero sabía que eran regaños. Había llorado, por supuesto. Sirius le había acunado, pidiéndole disculpas durante todo el camino, mientras lo alejaba.
Harry había echado a correr calle abajo cuando observó la explosión. Calle muggle, asfalto rasgado, calles bordeadas de adoquines oscurecidos por la suciedad acumulada que la lluvia no podía lavar. Ningún muggle lo había podido ver, por supuesto. Los muggles desconocían todo lo que los rodeaba, incluído el peligro. Creían, de forma enfermizamente tonta, que el peligro residía en los malos acuerdos pacíficos mundiales que no lo eran del todo, en el desarrollo de bombas nucleares, en los terrores de los asaltantes, los estafadores, los asesinos.
Él comprendía y había comprendido a sus cuatro años el significado de la muerte. El significado del pánico mientras observaba a un viejo amigo de su padrino, un viejo amigo de su familia, ser atacado y morir frente a sus ojos. Explosión desde dentro hacia fuera, con una maldición desgarradora tan oscura que Harry se sintió enfermo incluso estando dos calles arriba. Todo fue víseras, sangre, carne y hueso deformado, astillado, cadáver y no cuerpo, muerte y no vida.
Sirius no había ido a ayudar a su amigo. En cambio le había llevado a su casa donde le había obligado prometer que nunca jamás se apartaría de su lado (a pesar de que recién le permitiera salir al jardín unos ocho meses después). Harry había llorado con lágrimas de resignación y dolor, y pena y amargura, y había comprendido que cuando estás destinado para algo no puedes huir de él sin importar cuánto te escondas.
Sirius le regresó a sus padres después de ocho meses, cuando Harry salió al jardín de la vieja casa de los Black y Lily y James Potter estaban allí. Desconocidos para él, una madre y un padre que habían besado sus cabellos, sus mejillas, valorado su cuerpo.
—Pesa muy poco.
—Ha estado comiendo bien, Lily. Quédate tranquila.
—Es muy pequeño.
—Tú no eres exactamente alto, Cornamenta.
—Cierra muy fuerte los ojos. ¿Le molesta ver?
—Debe usar gafas, como tu marido. No he podido conseguírselas.
—¿Ha hecho magia accidental?
—Bastante, hasta ahora.
—¿Qué ha hecho?
Sirius enumeró las transfiguraciones y los empujes mágicos, las desapariciones y las pequeñas maldiciones que sus dedos habían soltado. Contó cómo había hecho desaparecer todos los guisantes de su plato cuando tenía dos años y que después habían aparecido en su almohada. Contó cómo había hecho estallar los vidrios de todas las ventanas en una rabieta a los tres años, cuando Sirius no le dejó ir al parque a jugar con los niños como habían visto en la televisión.
Con cada recuerdo que Sirius contaba parecía desprenderse de él. Harry había observado a su padrino, al único padre que había conocido hasta el momento, con lágrimas en los ojos, sabiendo que la manera en la que el hombre apretaba su manito en las suyas le decía que sí, que era un adiós. Un adiós tintado de dolor y de promesas. Un adiós demasiado amargo para decirlo con palabras.
Sirius Black desapareció poco después. Nadie más pareció saber qué sucedió, y Lily y James no fueron capaces de ponerlo en palabras.
Harry lloró tal y como lo estaba haciendo en la habitación polvorienta de la mansión Riddle, lloró con esa misma angustia y esa misma rabia, esa misma decepción y dolor. Lloró porque había confiado y porque había perdido y porque había luchado y seguiría luchando por sobrevivir, aunque más que sobrevivir, por seguir con vida.
Las lágrimas lavaron la suciedad y sangre de su rostro, ardieron saladas contra sus heridas, quemaron contra sus palmas temblorosas. Cuando dejó de llorar, tan de pronto como había comenzado, se sintió vacío. Lavado de todo el desorden que residía en las profunfidades de su alma, solamente la ilógica sensación impulsiva que había heredado de su padre persistía en su mente.
Necesitaba hallar la libertad.
...
Harry, claramente, no tenía en mente a Voldemort como un carcelero considerado. No al menos después que lo había mantenido horas bajo Cruciatus para que revelara su identidad (después de todo, ¿quién lo conocería? Quince años, estudiante de Hogwarts; no había mucho que se pudiera decir de él), y mucho menos luego de aquella tortura que mezclaba la física y psicológica, que había destrozado los cimientos de su intermitente cordura.
Pero allí estaba. Cuando abrió los ojos, adolorido por hallarse en el suelo incapaz de levantarse durante tanto tiempo, adolorido por el residuo de la maldición de tortura en sus venas, estaba allí. Voldemort estaba sentado en una silla más similar a un trono, las túnicas negras que se camuflaban con las sombras reemplazadas por telas de corte elegante, negras y aterciopeladas, verdes y sedosas. El verde, sin embargo, no era un verde vivo. Parecía más bien el verde de la muerte.
A sus pies, frente a él, una bandeja de comida.
No eran gachas. No eran desperdicios. Frente a él residía una verdadera comida. Carne asada, humeante; puré de patatas cremoso y cubierto de especias. Una copa de zumo de naranjas parecía fresca para calmar el ardor de su garganta, y los cubiertos de oro brillaban bajo la luz trémula proveniente de el lumos sobre ellos, iluminando la oscuridad y creando sombras.
Harry alzó la vista. Voldemort le observaba.
—Come —animó—. Todo condenado merece una última cena.
Su rostro se torció y se negó a probar bocado. Voldemort simplemente esperó, contemplándole con los ojos cargados de malicia. ¿Veneno, quizá?, no dejaba de preguntarse Harry. ¿Dónde estaría? ¿En la bebida, en la comida? ¿En los cubiertos, cuando lamiera el puré cremoso de la cuchara? Su lengua se impregnaría de veneno. Morir era absurdamente fácil; morir era más fácil que vivir en muchas situaciones.
—Me sorprende tu sentido de autopreservación —Voldemort volvió a hablar, su voz resonando con diversión. Llenaba los huecos de silencio con sus extrañas maneras, su diversión annegada en malicia, su veneno en la lengua viperina—. A pesar de haberte lanzado aquí, tal y como se te fue dicho que hicieras, ¿aún planeas mantenerte con vida? ¿De qué forma? ¿De qué te alimentarás? Nueve días son los que podrás sobrevivir sin alimento, tu cuerpo consumiéndose de la forma más repugnante. Cada partícula de grasa que pueda existir bajo tu piel será ingerida desesperadamente, en una necesidad de mantener las fuerzas suficientes para las respuestas automáticas: la respiración, el latido del corazón. Pero sin bebida... tres días. Puedo apostar que menos —su sonrisa se curvó de forma animal, exponiendo los dientes delanteros, blancos y rectos, revelando colmillos que parecían brillar de forma animal—. ¿Estás seguro que no deseas morir de forma cómoda? Extender el sufrimiento... no, es muy triste, muy grave. Tú, avecilla, ¿no querrías escoger cómo o cuándo morir, aunque sea? ¿No querrías decidir el momento, el instante? Dolerá, siempre dolerá. Pero puede ser tan doloroso como quedarse dormido cuando tienes dolor de cabeza. Todo se desvanecerá gradualmente, hasta que no haya nada que desvanecer. ¿La muerte indolora, o la muerte larga, triste, cargada de agonía? ¿Te crees lo suficientemente libre para escoger, o acaso tu libertad está exigiendo que alguien más decida por ti?
Harry le observaba desde su posición en el suelo. Sus gafas estaba curvadas sobre su rostro, un borde de ellas astillada y la otra cruzada por un rayón que doblaba su visión. En un lado del vidrio veía a Voldemort, sonriendo con burla animal. En el otro, la comida parecía hacerle gruñir las tripas, la bebida fresca creaba latidos feroces a su garganta.
Voldemort esperó. La frescura en la copa se templó. La carne dejó de echar humo, y el puré comenzó a formar una costra de dureza especiada. El mago oscuro que tanto había oído hablar en su infancia y juventud se inclinó, cual alma servil, para arrebatar la bandeja. Tanteó la copa en sus dedos, y Harry temió que se la arrojara en la cara. ¿Tendría un veneno lo suficientemente fuerte para que pudiera ingresar por sus poros? Entrecerró los ojos, pero Voldemort solamente se llevó la copa a los labios y bebió todo el contenido.
La arrojó a un lado luego de ello. Untó un dedo en puré y salsa de carne. Harry le observó, apretando los labios, y sus ojos abriéndose totalmente cuando observó cómo se llevaba su propia boca el dedo untado de comida.
Se mantuvo mirándole en todo momento mientras parecía degustar lo que había sido una comida espectacular, sustanciosa y deliciosa, y más específicamente, sin veneno.
—Exquisito —susurró, pero sus ojos no miraban la comida. Sus ojos estaban profundamente internados en los suyos, y cuando Harry apartó la mirada fue cuando Voldemort se marchó, llevándose la comida y dejando la copa vacía.
De su interior emanaba un dulce aroma cítrico. La garganta de Harry latió de nuevo mientras cerraba sus ojos. Mierda, balbuceó, queriendo gritar, queriendo golpearlo todo. Puta mierda.
No hubo lágrimas, pero, ¿de qué manera, si todo su cuerpo pedía agua y la había rechazado?
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