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1. La última noche

La luz de la luna, tan reconfortante como el abrazo de una madre, se colaba por las cortinas de seda, sin ninguna otra fuente de luz que pudiera obstaculizar su destino. Entre las penumbras de la noche y los mantos boscosos, se escondía una hermosa mansión, que podía, sin problemas, pertenecer al protagonista de algún duque de los cuentos de Óscar Wilde, sin embargo, junto con la bella estampa, también le envolvía un aura de misterio, y si tuviéramos una perspectiva más imaginativa y dramática, también podría ser el hogar de algún romántico, pero enfermo asesino en serie que jamás sería presa de la sospecha dada su imagen impecable. Pero ninguna de estas conjeturas correspondía con la realidad.

Un hombre se sentaba sobre el sofá de terciopelo rojo, iluminado por la luz de la luna que entraba por la gran ventana. Comenzó a revisar su correspondencia. Con una copa de sake japonés de la mejor calidad en su diestra, y una expresión de agobio disfrazado de desinterés, pasó los sobres con cuentas poco comunes: muebles de lujo, autos, ropa de marca; todos ellos recibos que bien podrían resumir su vida. No obstante, su rostro cambió casi imperceptible, al ver algo diferente entre todas esas notas superficiales con muchos ceros: un sobre blanco sin remitente, la abrió como si no tuviese más valor que el resto de sobres que dejó sobre la pequeña mesa al lado del sofá . No era un recibo, ni alguna clase de invitación; se trataba de una carta. Escrita con una cuidadosa letra en manuscrito, el texto comenzaba:

«Koujaku-san, perdona nuevamente mi atrevimiento al escribir este texto, me gustaría decir todo esto en persona, pero mi personalidad retraída y mi miedo a tu rechazo me impiden enormemente dar ese paso tan importante, por ello, te pido conozcas mis palabras por este medio.

He luchado por mucho tiempo con este sentimiento, desde que te conocí en la biblioteca del colegio en el que ambos asistíamos. Lo recuerdo como si fuese ayer: intentaba dibujar el florero de la recepción para la clase de artes, pero mis habilidades eran tan escasas que fracasé en el intento, y tú, tan amable, me sonreíste y pediste prestado mi cuaderno, dibujando en cuestión de segundos tulipanes más hermosos que el artificial arreglo de la señorita de la recepción. En ese momento me sentí como una colegiala que recibe la más hermosa rosa del jardín. Sonreíste y te marchaste, devolviendo mi cuaderno, desde entonces...»

La carta fue cerrada abruptamente, sin terminar de desenvolver aquella anécdota que sabía de memoria: el dibujo mágico que le hizo merecedor del remitente de la carta. Al menos una vez mensual recibía la misma anécdota, y las cartas semanales nunca faltaban, con un contenido cada vez más fantaseoso, recordaba una ocasión en las que incluso fue comparado con la belleza del atardecer, o con las potentes llamas de un volcán; sería imposible recordar el contenido de todas y cada una de las cartas que le habían sido enviadas por esa persona anónima.

La realidad era que sus recuerdos del colegio eran vagos, y en ninguno figuraba una persona recibiendo un dibujo de su parte, no porque dudara de la palabra de esa persona, sino porque tomaba todo de manera tan despreocupada que poco era lo que quedaba en su recuerdo. Esto se veía reforzado en el hecho de que ni siquiera era capaz de recordar el rostro de la mujer con la que había estado la noche anterior, era un milagro que recordara como era la chica que en esos momentos dormía en su cama en la habitación a sus espaldas.

Se sentía incapaz de simplemente botar a la basura las confesiones anónimas, así como era incapaz de dejar al descubierto su careta de desinterés a las damas que compartían sus noches con él. «Las mujeres son el tesoro de este mundo», fue la filosofía que adoptó desde el momento en el que su altura fue suficiente como para que la gente dejase de llamarle niño. Esa imagen del enamorado perfecto no debía romperse, así como no debía fragmentarse el corazón de ninguna mujer que le hubiera entregado sus sentimientos —y su cuerpo—.

Cualquiera podría pensar que su vida era un caos al tener a tantas mujeres, o que era un tirano que solo jugaba con los sentimientos ajenos; no obstante, tenía una habilidad casi innata que le permitía mantener el equilibrio sin dañar a nadie, y la clave para que esta montaña de naipes no se derrumbara, era la sinceridad. La verdad era un arma poderosa que debía usarse tan cuidadosamente como un rifle o una ballesta, solo bastaban las palabras adecuadas para evitar un compromiso formal, la suficiente delicadeza para ofrecer afecto y atención a corto plazo, y el conocimiento casi erudito de la ciudad para evitar estar en el lugar equivocado, a la hora equivocada, con la persona equivocada.

El rechinar de la puerta y los pasos suaves en el tatami tradicional, lograron sacarle de sus pensamientos. Unos brazos rodearon su dorso descubierto y al instante unos suaves labios se pasaron un par de veces por su mejilla.
—Koujaku-san, regresa a la habitación—dijo en un suspiro ensoñado su acompañante en turno—. No podré dormir sin tu compañía.

Koujaku dio una pequeña sonrisa; su descanso había terminado. Tomó con delicadeza la mano de la mujer, para acto seguido levantarse y regresar a la habitación, abandonando sobre la mesa las anónimas confesiones de amor.

El cielo nocturno se había teñido de una pequeña capa de gris, como si solo una gota de pintura se hubiera derramado sobre el negro perfecto del firmamento; pronto llovería sobre la isla de Midorijima, y el viento soplaba salvaje. Sin embargo, el clima no fue impedimento para que un joven de elegantes ropas saliera como era de costumbre.

Koujaku miraba la copa con sake, su bebida favorita, mientras a su alrededor, la gente bailaba y se entregaba por completo a los brazos del delirio, que solo las sustancias derivadas del opio podían lograr, todos adultos jóvenes, algunos con más éxito que él, otros menos dedicados, pero que compartían un mismo techo por el momento. Se encontraba en soledad, no por necesidad, sino por elección, quería un momento para reflexionar sobre lo que hacía, sobre el camino que había llevado y el que llevaría el resto de sus días, un destino desalentador.

Las finas telas que lo cubrían, los dispendiosos muebles de su casa, incluso la copa que sostenía en su mano; todo era financiado por su adinerado padre, un dinero maldito, un dinero sucio, ganado a costa de la miseria de gente que tuvo la desdicha de encontrarse con un miembro de la Yakuza, la mafia japonesa más temida, una organización a la que, por herencia, debía pertenecer llegado el momento, cuando dejase de evadir una responsabilidad que se le había dado desde la cuna. La presión por cumplir era influenciada por su padre, pero principalmente, por su madre, cuyo único mérito y reconocimiento había sido el ser la amante del jefe de la Yakuza, al que le dio un hijo después de que la esposa de éste se declarará incapaz de hacerlo. El peso de su responsabilidad no solo yacía sobre su espalda, también el peso de su madre.

Sin ganas de seguir lamentándose por sus propias circunstancias, se levantó, pagó su bebida y salió del extravagante sitio. Se dirigía a su auto cuando escuchó pasos detrás suyo. A cualquier hora del día no sería extraño, era un área concurrida, pero a esa hora de la madrugada, y en un estacionamiento solitario sin vigilancia, vaya que no era la mejor señal. No se alarmó, sabía defenderse solo, únicamente suspiró al ver su idea de una noche tranquila irse al demonio. Dos sujetos se acercaron a él, y al instante los reconoció, había tenido un altercado con uno de ellos después de haber pasado la noche con la que él denominaba "su novia", aunque la chica lo negaba, igualmente, había salido victorioso en la batalla callejera y el despechado junto con su amigo de cabello verdoso, habían prometido regresar por la revancha.

—¿Al fin dejaste de esconderte tras las faldas de mi novia? —preguntó "el amante".
Koujaku sonrió.
—No necesito esconderme en la prenda de ninguna señorita, es mejor retirarla —afirmó con picardía, arqueando una ceja—, pero claro ¿tú qué puedes saber de ello? Si para tener novia debes acosar a una chica que ya dejó en claro que no le interesas.
—¿Te sientes muy seguro con esa cara de idiota? —el amante reveló y adoptó una pose de lucha—. Veamos si sigues sonriendo cuando parta esa estúpida cara a la mitad.
Sabía que eran cobardes, y que esta vez debían recurrir a algo más que la fuerza bruta para derrotarlo, y aquello solo le parecía gracioso y patético.

Dejó que ambos se acercarán, y con un movimiento rápido de su rodilla desarmó al amante, mientras que su acompañante de cabello verde intentaba someterle, tomándole de los brazos, fracasando al golpearle con su codo en el rostro. El amante rápidamente se abalanzó, alcanzando a golpearlo en el estómago, aunque sin quitarle el aliento, regresó el ataque en el rostro ajeno. Así, teniendo a ambos sujetos aturdidos, se dispuso a marcharse, no aceptando competir contra seres tan patéticos.

Sin embargo, en cuanto se dio la vuelta, solo alcanzo a ver como el de verde le lanzaba a su amigo un arma blanca diferente a la que reposaba sobre el suelo, y seguido de eso, un agudo dolor en su pecho.
—¡...! —logró noquear al amante que le había apuñalado, quizá por reflejo, o porque la adrenalina se lo había permitido, mientras que el de verde salía corriendo como el cobarde que era.
Llevó su mano a su pecho, viendo el líquido carmín cubrirle por completo. No sentía dolor, al menos no el que esperaría de una herida así, quizá aún estaba demasiado consternado ante el hecho de haber sido tan descuidado como para ser dañado de esa forma. Quería subir a su auto y e ir al hospital, pero sería imprudente, podría perder el conocimiento en cualquier momento y causar un accidente. Con esa idea desechada, sacó su celular, pero cuando intentó llamar al número de emergencia, el agudo dolor se hizo tan intenso que le hizo perder el equilibrio.

Cayó al suelo, con el rostro hacia el cielo nublado. Una gota cayó en su mejilla, después otra, y otra; la lluvia había llegado en el momento justo, pronto, haría que el líquido carmín que se escapaba de su cuerpo se perdiera entre el pavimento. Las nubes cargadas de furia, se abrieron paso para dejar ver una gran luna llena, su luz iluminó su rostro húmedo por la lluvia y su cuerpo húmedo por la muerte. ¿Cómo había sido tan descuidado para no ver el arma que se dirigía justo a su corazón? O quizá, ¿sí la vio? ¿Qué pasaria si quizá, solo quizá, hubiera dejado que le atacarán? ¿Qué pasaría si hubiera cedido ante la agonía y el martirio de la monotonía? ¿Qué pasaría si en el fondo deseaba morir?

Sus preguntas se aclararon una a una conforme la luna se recorría junto con su sangre. Miles de pensamientos llegaron a su cabeza, rompiendo con esa red de agobio que no le había permitido pensar con claridad. Si no quería aceptar ese papel para el que había nacido, no tenía que hacerlo, podía alejarse, ya sea huyendo o simplemente renunciando. Podía huir a algún lugar donde no fuera el hijo de "el jefe" y ser solamente Koujaku. Podía llevar a su madre con él, así ella no tendría que cargar con el peso de la responsabilidad. Podría empezar de cero, sin lujos, pero con algo mucho más valioso: su tranquilidad. No tenía porque hacerlo, no tenía porque vivir así toda su vida. Cada prisión tiene una puerta abierta... Lamentablemente, la suya se estaba cerrando poco a poco. Si tan solo se hubiera dado cuenta antes, antes de que su vida estuviera a punto de desvanecerse de su cuerpo.

El destino era tan caprichoso y tan impredecible que parecía solo ver a la humanidad para divertirse, para pasar el rato, poniendo trabas en su vida y situaciones dignas de una novela, solo para deleitarse con la ignorancia humana.

Y así, todo lo que conoció, todo lo que vivió, todo lo que hubiera deseado vivir, se fue como el viento, se fue como su vida.

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