Capítulo 5
¿Qué pueden decirles los condenados a los condenados?
«Mira que a veces el demonio nos engaña con la verdad, y nos trae la perdición envuelta en dones que parecen inocentes».
Macbeth. William Shakespeare
—Aún eres humano, Adagny.
A veces se le olvida, es muy fácil olvidarlo cuando se ha vivido tanto tiempo. Frunce el ceño pero no contradice a su madre Vojislav, la mujer que está embarazada y juega a su lado con un par de carritos de madera, que por mas que intenten no llama la atención de Adagny, el siempre esta aburrido, inútilmente aburrido, desesperadamente aburrido. Dagomar, su hermano está cerca, vigilando, tenso y esperando poder dar la vida por Adagny. Adagny puede recordar la devoción como algo más que desde pequeño se le ha dado.
—Quiero ir al pueblo.
Su madre suspira, pero no dice nada mientras se sostiene de su estómago como si pudiera proteger a las criaturas que están en su vientre, de levantarse y complacer a Adagny. Dagomar ayuda a Adagny a levantarse y ambos parten hacia el pueblo, el cual siempre es cálido y seco con forestación golpeando las ventanas de las casas de arcilla. El lugar está decorado cuando se llega, guirnaldas y lámparas de aceite iluminan la tarde mientras varios puestos están llenos de fruta y pequeñas artesanías. Las personas empiezan a reconocerlo como hijo de Ladislao, pero no dicen nada.
—Me gusta lo que el pueblo puede hacer —dice Adagny a Dagomar, quien solo se encoge de hombros. Adagny toma la mano de Dagomar haciendo que su atención recaiga en el niño. Él frunce el ceño, pero no aparta la mano—. ¿Te gusta algo de esto? —El genuino interés que demuestra tan fuerte Adagny es cautivador para Dagomar, quien no parece tener interés en nada más que no sea proteger a Adagny.
—Preferiría estar en casa, mi señor.
—Tu hermano, Dagomar, preferiría que me dijeras hermano o por mi nombre.
—Señor usted será...
— ¿Qué sería más importante que ser tu hermano? —Los ojos azules de Dagomar parecen brillar contra las luces de los faroles, él asiente sin decir nada más, pero aprieta con suavidad la mano de Adagny, él lo deja.
Caminan por un rato hasta detenerse en un puesto de dulces de miel y avellanas, Dagomar compra un solo dulce y le entrega al hombre monedas de plata, luego se aleja para que Adagny pueda comerlo.
— ¿Te gusta, hermano? —pregunta Dagomar con un brillo en los ojos propio de quien hace una travesura. Adagny sonríe curvando su labio hacia arriba en señal de aprobación.
—Demasiado dulce, pero está delicioso. Gracias.
Dagomar sonríe grande pero no muestra los dientes, para luego seguir el rumbo del lugar. Cuando el cielo se volvió oscuro Adagny estaba demasiado cansado para caminar así que Dagomar lo cargó hasta su cama, para luego dejarlo en la misma. Adagny ama a su hermano, es algo instintivo para él protegerlo, por eso hacerlo parte de su guardaespaldas personal, es demostrarle amor.
Los días pasaron y el Ladislao se daba cuenta de cómo Adagny le daba más potestad a Dagomar, caminaban juntos, sonreían juntos y mostraban ese amor fraternal que Ladislao pensó que había quemado entre ambos cuando lo nombro su guardaespaldas, quería torturar a Dagomar para que no sea el hombre que Adagny a empezado a deslumbrar.
Cuando nació el segundo hermano de Adagny el se dio cuenta que no era como Dagomar quien bajaba la cabeza cuando Adagny le reprendió o sonreía con labios cerrados cuando le daba un cumplido. Le dio el nombre, un nombre similar a Dagomar, pero tan diferentes por entonación así que lo llamó: Dominik.
Dominik era salvaje de niño, mata de cabello negros, ojos verdes y un zumbidero de pensamientos errático. El niño parecía no temerle a nada y odia quedarse tranquilo. Corre rápido por los árboles, más rápido que sus dos hermanos mayores, y aunque sus padres intentaron controlarlo, no pudieron hacer nada ante la presencia inevitable de Adagny en la vida del niño.
Adagny mira con felicidad radiante a su hermano como quien ve una extraña especie de animal salvaje. Le gusta esa actitud en su hermano. Por eso cuando vio el moretón que se había formado en la mejilla de su hermano algo en su cuerpo cambió. Algo en su pecho brotó como una fuerza bulliciosa y caliente extendiéndose por todo su cuerpo.
Por eso, no lo pensó mucho cuando fue hasta donde Ladislao.
Su padre es una fuerza a tener en cuenta, ojos verdes como el de todos su sucesores, pero con una determinación horrorizante. Su sangre al igual que la de todos los Ascania suele ser caliente (a primera mecha golpea) eso es justo lo que hace cuando lo reta. Adagny intenta resistir, pero los golpes son contundentes. El cuerpo apenas puede resistir los golpes, menos los de su padre. Fue una pelea injusta, pero Adagny creo que podría ganar, su padre lo llamo dulce niño mientras lo golpeaba en el rostro.
—¿Quieres saber algo emocionante? —Arquea una ceja Ladislao mientras se arremanga la mangas de su camisa. Se levanta del suelo y agarra una botella con licor y lo sorbe. Adagny deja de seguir los pasos que hace su padre, porque su ojo se cierra sobre la inflamación—. Nada me interesa demasiado. Nada excita mis venas de diversión y del deseo de cazar. Nada despierta a la bestia hambrienta de sangre. Nada perturba la pesadilla latente que espera acechar. Nada en absoluto. Excepto ustedes, tú en especifico Adagny, causas en mí el deseo de golpear y despedazar. Tu y tus putos hermanos se quieren quedar con cada cosa que he construido y eso, no lo voy a permitir. Cuando tengas edad, podrás matarme y quedarte con mi poder, pero hoy —Golpea el rostro de Adagny una vez más y la sangre se dispara de entre su mejilla y sus botas—. Hoy no será el día.
Adagny se desmaya después de eso, pero cuando vuelve a su conciencia han pasado tres días y su cuerpo apenas se ha recuperado del todo. Dagomar lo mira varias veces, como si supiera algo que Adagny ignora y una noche lo confronta.
—Padre siempre ha sido despiadado desde siempre, mató a sus hermanos y mató a su padre como plato final. El sigue teniendo hijos a pesar de que sabe que contigo es suficiente. El piensa que nos matarás, a veces yo lo creo también.
—No mataré a ninguno de mis hermanos, nunca. Si alguien los tocará, sufriría por eso; si alguien lo matará, el infierno se desataría sobre cualquier persona. Ustedes son tan importantes para mi como el corazón que yace en mi cuerpo.
—Padre asesinó a sus hermanos uno por uno, luego robó el poder del abuelo y estuvo con mi madre, como ya sabes mi madre murió...
—Por tu mano, ¿no es así?
—Si —dijo Dagomar y sus ojos azules, del rechazo de padre brillaron como aguamarinas—. Entenderé si quieres asesinarme cuando acabes con padre. Pero debes entender, Adagny... lo que voy a decirte. Él es un Dios.
—Hermano, qué estupideces dices, la sangre que corre por tus venas es la misma sangre que la mía. No soy como padre, y tú no serás parte de la historia de mi vida, vivirás para ser el presente. Tu príncipe te lo ordena —Dagomar aún tiembla, pero permanece aliviado hasta cierto punto—. Y con respecto al Padre, su vida acabará, pero para eso hay que esperar.
Adagny sabía: un depredador es inútil sin paciencia.
Su madre quedó embarazada de su tercer hijo, y según ella, el último. Adagny no estuvo mucho con ella en esa época, pues su mente siempre estaba nublada por recuerdos borrosos y una constante sensación de incomodidad. Sentía que volvía al bosque una y otra vez, como si algo la llamara. Dominik, por su parte, se dedicaba a cazar para sus hermanos, cumpliendo con el rol de protector, mientras Dagomar se adentraba en los oscuros pasillos de la política local, haciendo favores a personas influyentes del pueblo para ganar nuevos aliados.
En ese tiempo, Adagny comenzó a comprender que la fuerza física no era lo único que importaba. Había algo más, algo que su padre nunca llegó a entender completamente, y que, quizás, costó demasiado caro. Había algo en la desesperación humana que transformaba a las personas, liberándolas de sus inhibiciones, llevándolas a límites inesperados. Y ahí radica la verdadera peligrosidad: aquellos que no tenían nada que perder, se volvían igual de impredecibles y peligrosos que quienes lo tenían todo en juego. Porque cuando el temor desaparece, solo queda la voluntad de sobrevivir, y esa voluntad puede ser más devastadora que cualquier fuerza bruta.
El día que su madre dio a luz, su padre estaba muriendo.
¿Alguna vez has escuchado las últimas palabras de un hombre condenado?
—Te voy a matar, joder —dijo su padre.
A veces suele arrepentirse por la forma en que su padre murió, eso casi mata a su madre. Siempre pensó que era el resultado de su débil control. La severidad de sus acciones está en el hecho que cuando su madre dio a luz, sus hermanos y secuaces estaban poniendo a su padre sobre un un par de estacas en la manos y piernas para poder amordazarlo. En ese ambiente nació Verner Ascania, el último de sus hermanos, como bien dijo su madre.
Su madre vio el rostro, el rostro de su amado hijo, bañado en la sangre de su amado esposo, y fue con esa imagen grabada en la mente que se desvaneció, dejando atrás un vacío tan profundo como su último suspiro. ¿Escuchas el llanto de un niño y piensas en felicidad? la promesa de una nueva vida, para él, el llanto era un eco de la tragedia, una melodía rota que resonaba con las sombras de su alma.
¿Ves a tus secuaces tomar al bebé, a tu hermano, con manos que no conocen el arrepentimiento, para llevarlo al mismo destino que tu padre? Y en ese instante, ¿piensas: déjalos? Él ama a sus hermanos, no de la manera en que el amor se predica en los cuentos, sino de una manera más oscura, más primal. Un amor que se confundía con la necesidad. Amaba a sus hermanos como se ama a la propia carne, con un hambre incontrolable que no conoce límites ni remordimientos. Y en ese momento, cuando sus secuaces se disponían a hacer lo que querían, Verner abrió sus ojos, verdes, profundos y amables ojos de bebé. Se vio en él, atrapado en una espiral de decisiones sin salida, donde cada opción era igualmente desgarradora.
En ese instante, todo se desdibujó, y Adagny entendió que no había una respuesta sencilla. No había luz ni sombra, solo la amarga mezcla de ambas.
Deja a Verner con sus hermanos y cierra la puerta.
Los ojos de Adagny brillaron aquel día, un resplandor salvaje que se apoderó de su ser mientras arrebata la vida de todos sus secuaces. Nadie presenció lo que ocurrió esa noche; nadie sobrevivió para contar la historia. Adagny, sin embargo, nunca lo mencionó. No realmente. Porque lo que sucedió en esa oscuridad era algo que no necesitaba ser hablado.
A veces, en sus momentos solitarios, viajaba a esa sensación, aquella extraña sensación de perderse entre la sangre y las vísceras. Sentía cómo su visión se llenaba de rojo, como si la realidad misma se desvaneciera en ese mar carmesí. Los cuerpos se despedazaban y se deslizaban en todas direcciones, esparciendo el caos a su alrededor, mientras el sonido de la violencia —el crujir de los huesos, el retumbar de los golpes— le provocaba un escalofrío inconfundible. Un escalofrío que no era de miedo, sino de algo más profundo, más visceral, que lo recorría desde el interior.
No era que le gustara el sufrimiento ajeno, no era ese tipo de placer. Lo que realmente lo atraía era la liberación que encontraba en el desorden total. Era como si cada golpe, cada movimiento, arrancara de su ser todas las cadenas que lo mantenían cautivo, y en su lugar naciera una fuerza desbordante, primitiva. El mundo, en esos momentos, dejaba de ser algo estructurado, algo racional, y se transformaba en una extensión de su propio tormento.
Y cuando la violencia cesaba, cuando la última víctima caía y el silencio se hacía dueño del espacio, Adagny se encontraba solo, rodeado por los ecos de lo que había hecho.
Cuando la mañana llegó, inclinó la cabeza, sus ojos brillaban con todo lo que había sucedido. Lo dejó salir y fluir. Lo dejó consumir sus entrañas, volviéndose del revés para ser vulnerable, para ser abierto, prácticamente se podía ver todo en su rostro. Se aseguró de que su rostro refleje todas las decisiones que había tomado. Sonrió, luego sonrió abiertamente, luego rió. Dejó salir la locura que se deslizaba en su interior. Lo dejó salir todo y dejó de lado todo lo que gritaba nobleza, decencia y moralidad. Hizo que todo fuera visible. Lo que bullía bajo la superficie explotó y él se quedó allí, mostrándole quién era en realidad.
—¿Creías que él es un dios? Acabo de matarlo.
—Alaben al príncipe de Ascania, el primogénito, el padre de todos los vampiros, el heredero de Ladislao Ascania: Adagny Ascania —alaba Dagomar y se inclina en reverencia.
Mis hermanos se reverencian.
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