~Prólogo~
Lamentable aquel día,
cuando de las cenizas se levanten
los hombres culpados para ser juzgados.
Requiem. V Sequentia. N°7, Lacrimosa
Corría por los pasillos de aquel lugar sagrado para miles de devotos. Para él había sido el lugar en donde le habían prometido refugio y seguridad, pero con el transcurso del tiempo había sido el mismo infierno, ¡Vaya ironía! Nunca imaginó que ese lugar hospedara a lobos con piel de oveja.
Nunca imaginó que todo acabase de esa forma, pero ya daba igual. Lo único que pasaba en ese momento por su cabeza era encontrarse con su amigo, con quién compartía un pasado tan oscuro como el mismo diablo y que por ello, habían tenido que refugiarse en ese lugar.
Siguió corriendo por los pasillos que solo estaban alumbrados por pequeños faroles de luces tenues, de vez en cuando observaba hacia atrás para cerciorarse de que no lo estuvieran siguiendo. Al llegar a una esquina del extenso pasillo, agudizo su oído, pero nada se escuchaba más que su respiración agitada.
Dobló y siguió corriendo, a esas alturas pequeñas gotas de sudor se deslizaban desde su frente hasta perderse en su sien. Todo estaba silencioso, lo único que oía eran sus pies al correr en el blanco mármol, lo cual hacia ver al lugar como si fuera el mismo paraíso, pero custodiado por demonios. Siguió corriendo y paró junto a una estatua blanca de un arcángel, se oían voces y pasos sigilosos; eran sus «captores». Se escondió detrás del arcángel y vio a las tres personas que hablaban entre sí, observando por ambos lados para luego correr en dirección contraria a la que se encontraba.
Lo único bueno de haber estado por años en aquel lugar, fue haber aprendido de la mayoría de los pasadizos y de las rondas de los «guardias suizos». Si todo salía bien, el plan que habían creado junto a su amigo, daría resultado de forma demasiado fácil.
Arrugó el ceño tratando de quitar todo pensamiento negativo a la vez que corría hacia una puerta que se encontraba al final del pasillo. Salió al patio trasero, la noche era fría y la lluvia caía de forma delicada. Su silueta era perseguida por una débil luz de luna que lo acompañó en su recorrido pisando algunos charcos de agua, hasta llegar a la muralla de concreto que separaba a la «Santa sede» de las calles del Vaticano.
—¡Fermati lí padre Francis!—gritó uno de sus captores.—no me haga reducirlo.
¿Qué había salido mal?, todo había sido planeado hasta el más mínimo detalle, y en el momento en que su libertad estaba prácticamente en sus manos, lo habían encontrado.
—Levante las manos sobre su nuca y gire de forma lenta—dijo con autoridad una voz femenina que, conocía muy bien.
Él giró de forma lenta con el ceño fruncido y los ojos cerrados, como si con ello pudiera desaparecer de aquel lugar. Al abrir los ojos, la mujer lo observó sorprendida y sus demás compañeros al observarlo arrugaron el ceño confundidos.
—Usted no es el padre Francis.
Uno de los hombres se acercó a él sin dejar de apuntarlo con su arma.
—dov' è il?—preguntó con voz y semblante duro.
—Non saprete mai—respondió con una sonrisa.
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