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~Capítulo 5~


El Vaticano era un lugar que muchas personas añoraban conocer, ya sea por su fe católica, pinturas, arquitectura, historia...Por lo que fuera, era un lugar que llamaba la atención, para él era un lugar con sentimientos encontrados, pero que aún así, respetaba.

Ese día Francis despertó al alba, una de sus costumbres era la de madrugar para luego salir a trotar ya que, le ayudaba a aclarar las ideas que en su mente siempre rondaban. Se levantó y lo primero que observó fue aquella estatua de un ángel. Arrugó el ceño y observó su maleta que seguía intacta. Había olvidado por completo desempacar. Soltó un largo suspiro a la vez que posicionaba su equipaje sobre la cama y lo habría para comenzar a sacar la ropa que necesitaba. Se dirigió al baño cerrando la puerta, y es que, pesar de estar solo en la habitación, odiaba de sobre manera la imagen de aquel ángel, sentía que lo estaba juzgando por algo que no ha cometido.

Se adentró a la ducha a la vez que abría el grifo y ante el mero contacto con el agua tibia, su cuerpo se relajó, a la vez que murmuraba:

—Tranquilízate Ditella...

Siguió duchándose y desviando todo pensamiento a situaciones más amenas para él. Trató de recordar la primera vez qué había tocado una pieza de Mozart por completo, pero aquello también le recordó a su familia y de como habían cambiado de forma drástica su vida. Cerró los ojos a la vez que reprimía un grito de odio. Su respiración se comenzó acelerar y con ello la necesidad más oscura quería aflorar. Abrió el grifo de agua helada y a pesar, de que le dolía el cerebro con aquello, permaneció por un instante dejando que el frío recorriera su cuerpo. Al cabo de un momento salió de la ducha y se alistó para salir.

Los rayos de sol poco a poco se habrían paso entre la ciudad acompañando a Francis en su trayecto. El sacerdote observaba atentamente a su alrededor, memorizando algunas calles que no conocía. Siguió corriendo y observando algunos lugares, hasta que observó una pequeña chocolatería, corrió hacia ella y se detuvo frente a la vitrina. Su respiración era irregular lo que provocó que un sector del vidrio se empañara. Su mirada comenzó a buscar una de sus delicias predilectas, hasta que la encontró, allí estaba en envoltura violeta. Sonrió ampliamente, dirigiéndose a la entrada y observó el horario de atención. Aún faltaban dos horas para que el local abriera. Arrugó el ceño y desvió su mirada hacía el horizonte a la vez que su mano derecha tocaba parte de su pecho y se aferraba al crucifico de su cadena, a la vez que, recordaba que tenía el tiempo suficiente para seguir ejercitándose, volver al Vaticano y regresar al lugar después de sus nuevas actividades sacerdotales.

Lo bueno de salir a trotar de madrugada, era que las calles estaban expeditas y no había ni un alma que pudiera estorbarle en su recorrido. Roma estaba complemente desierta aún y eso le agradaba a Francis. A medida que el tiempo transcurría, el sol se elevaba y los tonos anaranjados se hacían cada vez más fuertes en la ciudad, reflejándose en distintos lugares. Ditella siguió trotando sin dejar de observar la calle principal por la que iba. Bajó su mirada y observó su reloj de pulsera, al cerciorarse del tiempo que le quedaba, trotó camino de regreso al Vaticano, no sin antes hacer una pequeña parada. Al llegar, el lugar era iluminado por el sol. La fontana di Trevi, lo volvía a observar al igual que en el pasado. El sacerdote se sentó en un peldaño de las escaleras principales, dejando que su respiración se calmara. Ese lugar le ayudaba ver las cosas desde otras perspectivas, y es que lo dicho el día anterior por su amigo, lo había dejado un poco preocupado. ¿Sería posible que después de nueve años, pudieran reabrir ese episodio? ¿Sería posible que transcurrido ese tiempo...? Movió su cabeza de lado a lado, le habían asegurado que todo quedaría enterrado. Y seguía siendo así. Se levantó del lugar y trotó por Via delle Muratte, pasando por Via di Pietra. Al ver que solo le quedaba medía hora para llegar al Vaticano y tener tiempo para cambiarse, comenzó a correr, y en poco tiempo, sintió como su frente se humedecía y el sudor comenzaba a bajar por su barbilla hasta perderse. Cruzó el punte Sant'Angelo, tomando la calle principal y cruzando hacia Via della conciliazione.

Las calles comenzaban a cobrar vida, los negocios poco a poco comenzaban abrir y los automóviles junto a los peatones, comenzaban a tomarse las calles de Romas, las cuales, en poco tiempo, volvían a congestionarse. Él siguió corriendo, hasta visualizar a los pocos metros la plaza de San Pedro. Se detuvo por un momento apoyando sus manos en sus rodillas y esperando a que su respiración se calmara un poco, para luego poner su Hoddie que llevaba amarrado a la cintura. No podía entrar al Vaticano con una musculosa, no estaba permitido, y menos para un sacerdote.

Caminó por la plaza, observó como algunas personas tomaban fotografías al lugar y otras a ellos mismos. El por su parte siguió su camino hasta la entrada, en donde aún se encontraba en el mismo guardia suizo que el día anterior. Aun no lo relevaban, pero de seguro ya estarían por hacerlo. En la puerta del Vaticano, solo dio su nombre y lo dejaron pasar.

Ya en su cuarto, se quitó la ropa y se dirigió a la ducha. Debía de apresurar si quería llegar a tiempo con el prelado. Y es que el día anterior, había conversado con Fernández, pero había olvidado en llevar consigo las indicaciones. La conversación se había vuelto demasiado seria para su gusto.

Salió de la ducha y volvió a observar la imagen del ángel, no soportaba la mirada, sentía que lo estaba culpando una y otra vez. Se acerco a la figura y la tomó entre sus brazos para guardarla en el guardarropa, tapándola con una manta. Abrió otro cajón y comenzó a sacar la ropa que comúnmente utilizaba como sacerdote: traje y zapatos negros, camisa sacerdotal gris oscura junto al infaltable alza cuello. Se alistó rápidamente, tomo su camisa abotonándola hasta el último botón para luego seguir con su ropa interior y pantalones. En menos de dos minutos, ya estaba vestido, perfumó su cuello para luego peinar su cabello hacia al lado; tomó el alza cuello y lo acomodó en su camisa. Observó su reflejo en el espejo de cuerpo completo que había en una de las puertas de su guardarropa. Su mirada azul oscura seguía demostrando a alguien que guarda muchos secretos en el interior, pero que físicamente demostraba ser alguien sumamente confiable.

Sonrió y tomó su bolso, en donde guardo el amito, su biblia, rosario, teléfono móvil y documentos personales. Tomó su ropa que había dejado esparcida, y la deposito en el canasto de ropa sucia.

Salió de la habitación colgando su bolso en uno de sus hombros y camino por el estrecho corredor de mármol blanco, en donde en cada esquina había alguna escultura de algún ángel. Dobló por un corredor y siguió caminando hasta el final de este, en donde en una de las esquinas, se encontraba una gran escultura de la imagen de un arcángel. Francis rodó los ojos al verla y siguió caminando cruzando el corredor, hasta llegar al final. Entro a la primera puerta y una mujer de mediana edad se encontraba en un escritorio junto a su laptop. Al entrar Francis, ella levantó su mirada y le sonrió de forma amable.

-El prelado lo está esperando en su despacho. -dijo indicándole la puerta.

—Gracias, permiso.

Francis entró observó como su superior seguía inmerso en su laptop sin notar su presencia. Él se acercó al escritorio y se mantuvo de pie a una distancia adecuada para no invadir el espacio ajeno; y luego se aclaró la garganta llamando la atención del prelado.

—Es un placer volverte a ver, Francis —dijo el mayor levantando su mirada y sonriéndole a la vez que le indicaba que se sentará.

Ditella obedeció a la vez que dejaba su bolso sobre sus piernas. Observó al hombre mayor sin despegar su mirada de él, provocando que el prelado se moviera en su asiento de manera incomoda. Francis solo levantó ambas cejas y sonrió escondiendo su mirada.

—Aún recuerdo cuando solo eras un jovencito, que había aceptado el camino del sacerdocio...

—Más bien, me eligieron —lo interrumpió indicando hacia arriba con su dedo índice —Y yo solo acepté por su protección, ya sabe —se encogió de hombros -mi familia fue la de la idea.

—Si, lo recuerdo —asintió el prelado observándolo —supongo que sigues manteniéndote bajo la luz.

—¿De verdad quiere que le responda? —inquirió observándolo con una pequeña sonrisa fría, El hombre le mantuvo la mirada para luego suavizarla.

—Dios observa todas nuestras acciones, Francis. Nunca lo olvides.

—Es por ello que cuido hasta lo que observo. Sus colegas deberían hacer lo mismo.

El señor Fernández lo observó sorprendido, para luego arrugar levemente el ceño. En tanto el sacerdote se regocijaba ante aquella expresión de su superior.

—Aquí solo encontraras comprensión. No tienes por qué actuar así.

—Prelado, solo vine a buscar la información de mi nueva responsabilidad sacerdotal, no a que hablemos del pasado. Creo que ayer fue suficiente.

Y así había sido, el día anterior Fernández le había hecho recordar su primer día en la Universidad de Roma en donde tuvo que estudiar desde teología, psicología y latín. Asignaturas que él nunca en su vida había pensado en estudiar, ni en sus más locos sueños, pero a veces las malas decisiones o actos, por más pequeñas que sean, pueden cambiar el transcurso en un cien por ciento de lo que se tenía destinado. Francis lo supo demasiado tarde, aunque nunca se arrepentía de sus acciones, menos de esa acción.

—Tienes razón. —respondió a la vez que abría uno de los cajones de su escritorio y sacaba un sobre con el sello del Vaticano y se lo entregaba a Francis. —Ahí está.

Ditella lo tomó entre sus manos sin apartar la mirada del hombre. Lo observó por algunos segundos para luego comenzar abrir el sobre. A medida que leía, arrugaba el ceño, para cuando llegó al último párrafo, levantó sus cejas sorprendido. Levantó su mirada y observó al hombre.

—¿Quieren que sea el nuevo capellán de la guardia suiza?

—Así es que tomaron esa decisión —respondió en tono pensativo y Francis lo observó queriendo una respuesta más clara -Te sugerí como el nuevo capellán, Francis. Pero nunca imagine que hubieran escuchado mi sugerencia.

—¿Podría saber por qué? —preguntó con una ceja alzada.

—El anterior será revocado por temas de salud —dijo levantándose y dirigiéndose a la ventana que daba a una parte de los jardines y observó a algunos sacerdotes y guardias —Eres la mejor opción, te llevarás bien con ellos. -dijo girándose y sonriendo.

—Solo quiero seguir siendo libre.

—Lo eres.

—Al parecer discrepamos en la definición de libertad. —respondió levantándose y tomando su bolso -Ahora sé por qué se lleva tan bien con mi familia, prelado Fernández.

—Francis solo queremos lo mejor para ti. Eres una buena persona.

—¿En serio? —rió forzadamente —en fin, da igual. —Francis se dirigió a la puerta del despacho, pero antes de abrirla, giró y volvió a observar a su superior —¿De verdad quieren que vaya al Italia alta?

—Todos merecemos escuchar a Dios Francis, deberías saberlo. —dijo acercándose a él con una pequeña sonrisa.

—Lo sé, es solo que..— -arrugó levemente el ceño —pensé que el capellán de los guardias solo se ocupaba de ellos.

—Sí, pero también pueden tener otras actividades fuera del Vaticano. —respondió el hombre —podría ser de ayuda. —aclaró.

El sacerdote asintió y salió del despacho cerrando la puerta tras de sí. Caminó por los largos pasillos de mármol, a la vez que leía nuevamente el informe, en donde salía la dirección de su nuevo destino. Su mirada se mantuvo en el papel a la vez que su mente volvía a viajar entre los recuerdos.

En sus recuerdos diviso a un pequeño Francis de diez años, que se escabullía en el despacho de su padre. No había nadie y como todo niño curioso, se acercó sigilosamente al escritorio en donde su progenitor trabajaba y tenía algunas reuniones con sus asesores. El pequeño buscó entre los cajones aquellos chocolates que su padre le daba de forma contralada y es que, para su progenitor, aquello era un premio para cuando se comportaba de buena forma y-por, sobre todo- cuando tocaba a la perfección el piano y violín. Pero él tan solo quería probar una vez más aquel chocolate de envoltura violeta, sentir ese exquisito sabor, mientras el cacao se derrite con la temperatura de su boca. Siguió abriendo los cajones de los costados, extasiado por querer comer solo uno, hasta que los encontró. Tomó un chocolate rápidamente, en el preciso momento en que sentía unos pasos firmes, eran característico de su padre. En ese transcurso de segundos en que tomó aquel bombón, también tomó una pequeña tarjeta negra con letras rojas, a la vez que corría a esconderse en un armario en donde su progenitor guardaba sus abrigos favoritos. El pequeño, dejó una pequeña abertura para observar a su padre quien en ese momento entraba al despacho dirigiéndose a su escritorio, sacar unos papeles y salir del lugar. Francis, quien iba abrir su chocolate, sintió la tarjeta entre sus dedos. Guardó la delicia en uno de sus bolsillos y la leyó. No sabía si era algún restaurant o lugar de juegos, el nombre era confuso para él; pero de lo que si estaba seguro era que su padre, además de ir a Roma por negocios, también lo hacía por diversión.

Ditella apresuró el paso hasta la entrada en donde los guardias lo observaban, pero el seguía con su mirada gacha. Al llegar al exterior, suspiró y caminó hasta donde se encontraba un nuevo guardia suizo custodiando. Ditella observó el rostro del hombre y pudo darse cuenta que era su amigo. Svein Bergström se encontraba en una posición rígida, mirando hacia el frente y con semblante serio, el cual no demostraba ninguna emoción o incomodidad. Ditella con cada paso que daba, no dejaba de observarlo, hasta que quedó frente a él y sonrió de manera burlesca.

—Un sueño hecho realidad... —dijo a la vez que reía y Svein permaneció en la misma posición, solo arrugando levemente el ceño. —Es bueno saber que puedes permanecer en silencio más de un minuto. —se burló.

Svein siguió con su mirada al frente, y solo movió sus ojos en dirección a Ditella, apretando su mandíbula aferrándose mucho más a la alabarda que sujetaba con su mano derecha.

—Buen trabajo. Nos vemos luego. —dijo a la vez que Svein enfocó su mirada a él y le guiño levemente volviendo a enfocar su mirada al frente, lo que provocó una pequeña sonrisa en Ditella.

Francis camino por la plaza de San Pedro, a la vez que guardaba el informe en uno de los bolsillos de su traje, acomodó su bolso en su hombro y aferro su mano derecha a la tira, sin soltarlo. Se dirigió a una parada de autobús, esperando por algunos minutos; momento en el cual algunos chicos de no más de veinticuatro años lo observaban como si fuera la última gaseosa en el desierto más árido del mundo. Ditella los observó de forma seria, provocando un leve sonrojo en ellos al percatarse del alza cuello que lo distinguía de los demás.

El autobús se detuvo y Ditella subió, pagando su pasaje y sentándose en uno de los asientos. El trayecto duró un poco más de lo normal, ya que su destino se encontraba en una de las partes más alejadas de la Italia turística, lugar en donde se veía desde la drogadicción, prostitución y abusos...Pero Ditella siguió observando como aquellas situaciones en esos terrenos eran visualizados como algo normal para los que vivían en ese lugar. Francis al percatarse que había llegado a la calle que salía en la hoja, acomodó su bolso y bajo del autobús.

Caminó observando a su alrededor, buscando la numeración, pero a la vez sin dejar de prestar atención a los curiosos que lo observaban. Siguió caminando, por la calle empinada. Las casas todas de concretos, tenían un aspecto descuidado: la pintura ya era opaca y se estaba descascarando producto del tiempo, las que contaban con rejas seguían el mismo patrón de descuido, el metal ya oxidado sonaba con la poca brisa del viento; todo aquello daba la sensación como si el lugar llevase años deshabitado, aunque lo último no era asi. Había muchos gatos y algunos perros que ladraban a toda persona desconocida. Los balcones de algunos hogares, contaban con maceteros y lindas flores, pero solo unas pocas estaban bien cuidadas, las demás hacía mucho que habían muerto, pero seguían en sus maceteros, secas.

Caminó unos pocos metros, sintiendo el calor apoderarse de su cuerpo, por lo cual se detuvo y quito su chaqueta para luego hacerlo con el alza cuello, guardarlo en el bolsillo de su pantalón para luego, abrir los dos primeros botones de la camisa. Siguió caminando y cuando pensaba que casi llegaba a la cima de la calle, la numeración que buscaba estaba frente a sus ojos. El lugar en comparación a los demás, era el más cuidado de todos. La pintura blanca del lugar, brillaba con el sol mientras que el pequeño balcón demostraba algunas flores muy bien cuidadas de colores que las hacían resaltar entre lo pálido de la estructura. Francis se acercó a la entrada, subiendo los tres peldaños del escalón. Toco a la puerta con sus nudillos y después de algunos segundos, sintió unos pasos acercándose, hasta que abrieron.

Una mujer de tez trigueña, pelo castaño y ojos café lo observaban con una sonrisa coqueta. Llevaba una polera de tirantes y un short ajustado y muy corto, dejando ver un poco de sus muslos. Francis trago a la vez que levantaba levemente una de sus cejas, procurando mantener un semblante serio.

—Cliente del mattino —dijo mordiéndose el labio inferior. Él por su parte levanto ambas cejas sorprendido. — non preoccuparti amore mio —dijo tomándolo del brazo a la vez que cerraba la puerta.

Cliente matutino. No te preocupes mi amor.

—Mi scusi...

Disculpa

— Sono riservato per queste cose —dijo ignorado las palabras de él a la vez que le guiñaba un ojo y con una de sus manos acariciaba su mentón, bajando por el cuello.

Soy muy reservada para estas cosas.

—Signorina...

Señorita...

En ese momento una segunda mujer bajaba las escaleras con el ceño fruncido. Era de edad, no tendría más de sesenta años. Tez pálida, ojos castaños y mirada cansada, demostrando una vida de sacrificio y para nada de fácil o satisfactoria. Se acercó a la mujer que aún estaba con Francis seduciéndolo. La mujer al ver a Francis se quedó de pie inmóvil, como si él fuera un fantasma, pero reaccionando de forma rápida y apartando a la joven de él.

—¿Ditella? —preguntó ella aun dudosa de lo que estaba viendo —¿Francis Ditella?

—Así es -respondió el asintiendo —¿Cómo...?

—¡Por Dios! —se llevó ambas manos tapando su boca. —¡Tanto tiempo sin verte, muchacho! —agregó abrazándolo, lo que provocó que Ditella se quedase estático en su lugar. —¿No me recuerdas?—dijo apartándose levemente para observar su rostro. —Soy madame Russo.

En ese momento miles de recuerdos y sensaciones pasaron por la mente de Francis. Desde los viajes de su padre, hasta su regalo de cumpleaños número catorce que le había obsequiado.

Francis siguió observándola, aun sin poder pronunciar ninguna palabra. Y es que esa mujer había sido la precursora y cómplice en aquel obsequio que hizo que Ditella poco a poco observara las cosas de una forma mucho más frías, sin involucrar sentimientos.

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