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1 - El Secuestro

Número de palabras: 3085
Sinopsis: "Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo y sobre tu victoria no quedarán dudas" - El Arte de la Guerra.

[...]

Llegaron por él un sábado mientras hacía su lavandería. Dos autos de color negro, con los vidrios tintados, se estacionaron en la calle uno tras de otro con los motores aún en marcha; y mientras los conductores se quedaron dentro, un grupo de hombres trajeados con lentes de sol se apearon de cada vehículo. Tres de ellos se detuvieron en la calle, asegurando el perímetro, los otros tres entraron haciendo que la campanilla que colgaba en la parte superior tintineara con fuerza.

Denki no oyó nada de eso porque tenía sus auriculares inalámbricos con la música a toda potencia, tampoco vio nada porque le daba la espalda a la puerta ocupado en separar la ropa por colores; y como se hallaba indeciso ante una sudadera de color gris tampoco vio la expresión de horror de las mujeres que sí fueron testigos del asunto.

No, él se hallaba ocupado, agitando el pie al ritmo de la música –una canción rápida y electrónica–, tratando de descifrar si la sudadera era gris sucio o si en verdad estaba sucia. Se había vestido con sus jeans deslavados –sus menos favoritos–, además de una camiseta azul tan vieja que la tela era casi transparente pero que aún le quedaba, si bien parecía haberse encogido porque cada vez que alzaba los brazos el borde inferior revelaba un atisbo de estómago duro. Justamente tenía la sudadera alzada frente a él cuando la bolsa de tela negra vino a opacar su mundo.

Su grito indignado –¡Hey!– se cortó cuando dos pares de manos se cerraron en torno a sus bíceps forzándolo a doblarse y provocando que su mejilla emitiera un golpe seco al chocar con la superficie de plástico que era la mesa donde había estado separando su ropa apenas segundos antes.

—¡¿Qué pasa?! —gritó sacudiéndose sin éxito. Podía sentir una mano inmensa en su cabeza y otra en la parte baja de su espalda mientras alguien se ponía a hurgar en los bolsillos de su pantalón. Dado que la música seguía rugiendo en sus oídos era imposible descifrar la conversación de los extraños, lo único que podía hacer era sentir como vaciaban sus bolsillos, le ataban las manos a la espalda y lo alzaban como si fuera un saco de harina.

Todo terminó en cuestión de minutos –entrar, examinar, atar, cargar y salir– mientras el resto de los clientes se apretaban contra las máquinas en un vano intento de pasar desapercibidos. Un gesto en vano porque era claro que los hombres solo tenían interés en el joven rubio que no dejaba de repetir la misma pregunta como si temiera no ser oído.

—¡¿A dónde vamos?!

El grupo de hombres escoltaron al rubio hasta el primer auto y lo hicieron entrar con los pies por delante mientras los otros tres –aquellos que se habían quedado vigilando la calle– subían al segundo auto. Los dos automóviles arrancaron casi simultáneamente generando un rechinido alto que reverbero en el tranquilo vecindario. En algún momento de los siguientes cinco minutos un buen samaritano decidió llamar a la policía, pero cuando la operadora trató de interrogarlo sobre los hechos empezando por su nombre y dirección, el testigo simplemente se repitió:

—Se llevaron al muchacho mientras lavaba su ropa, dejo todo en la mesa. Me parece que con ropa interior incluida, deberían venir a recogerla.

Entonces colgó y la mujer al otro lado de la línea hizo la anotación en su libro por si alguien volvía a mencionar el asunto, pero como suele suceder con las quejas vagas que son únicas, el asunto pasó rápidamente al fondo de su mente y ahí se quedó.

Otra cosa que se quedó abandonada fue la ropa en una de las mesas que la gente usaba para doblar y separar. Eventualmente –cuando los testigos del evento se marcharon huyendo de la escena– una madre súbitamente irritada porque su hijo mayor no cooperaba en eso de cuidar al bebé mientras ella lavaba decidió que el desconsiderado que había decidido dejar su ropa sin vigilancia alguna no tenía derecho a acaparar una de las mesas así que metió todo en una bolsa de plástico que puso al fondo, semi escondida, en un gesto vengativo que la hizo sentir ligeramente mejor, después de todo el letrero que colgaba de la entrada decía en Mayúsculas y Subrayado: La Gerencia no se hace responsable por ropa olvidada o sin supervisión.

Fue así como la bolsa se quedó en el fondo cogiendo polvo mientras la ciudad entera temblaba ante las noticias de asesinatos que parecían convertirse en el pan de cada día. Reporteros y analistas sugirieron que todo había iniciado en el Día Rojo, así fue como llamaron al día en que inició la masacre; en ese día el cuerpo decapitado del joven que eventualmente sería identificado como uno de los miembros originales del grupo encabezado por T. Shigaraki sería marcado como una de las primeras víctimas.

Y en el futuro, cuando el encargado de la lavandería encuentre la bolsa –experimentado el disgusto de tener que sacar basura ajena– el resto de la Ciudad estará hundiéndose en una espiral de violencia y sangre que inició, sin saberlo, cuando alguien decidió irrumpir en una lavandería un sábado temprano; pero eso será hasta después. Ahora los dos coches oscuros con los vidrios tintados avanzan por la calle sin desviarse en ningún momento hasta entrar en la zona conocida como Centro; llena de bares, parques y atracciones, junto con los edificios gubernamentales que manejan y controlan la vida de sus habitantes. Ambos coches se desplazaron a velocidad moderada con el conductor inspeccionando el espejo retrovisor por si acaso algún coche extraño intentaba seguirlos. Lo cual no pasa.

Lo único que pasa es que el joven maniatado que viaja en la parte trasera con la bolsa negra en la cabeza empiece a revolverse de nuevo.

—¡Eh, muchachos! —grita girando la cabeza en ambas direcciones pese a no poder ver nada, con la música aún en los oídos y el vaivén del automóvil que lo empuja contra las dos moles que se han sentado junto a él—, ¡¿a dónde vamos?! ¡Lo siento pero no oigo nada! ¡Traigo los audífonos puestos! ¡¿Quiere alguien explicarme qué está pasando?!

La respuesta que recibe es un golpe al estómago que lo hace doblarse en dos sin aire en los pulmones, acto seguido unas manos grandes –del tamaño de jamones de super– se meten bajo la bolsa negra hasta arrancarle los auriculares –de marca y casi nuevos– que terminan siendo lanzados por la ventana; ambos caen lejos del paso de los autos donde un joven afortunado los encontrará en unas horas cuando vaya de camino al parque. Para él, el mejor cumpleaños de su vida.

En el auto, en cambio, se oye una sola orden "¡Silencio!" mientras la ventana vuelve a subir. El hombre que viaja al frente, flacucho y con un cierto parecido al de un ave –dada su barbilla puntiaguda y su nariz aguileña– decide encender el radio para llenar el silencio y acallar los jadeos del muchacho que sigue intentando respirar con normalidad. Cuando sintoniza sin querer una estación famosa por poner éxitos extranjeros decide dejarla y pronto el auto se llena con una melodía inusual y una letra que ninguno de ellos entiende. O casi ninguno porque el muchacho que viaja con ellos, apenas recuperado de su repentina pérdida de aire, se endereza con calma prestando atención a la música.

It's something unpredictable —canta en voz baja sin poder evitar el sacudir la cabeza al compás de la música con un acento malísimo y una pronunciación atroz—, but in the end it's right.

Otro golpe viene a interrumpir su tarareo.

—Silencio —repite el gorila a su derecha, el único que se ha movido pues el hombre que va al frente está entretenido en seguir el ritmo de la canción con el pie pese a carecer por completo de oído musical. El silencio se impone aunque, tras recuperarse, la cabeza del muchacho no deja de sacudirse como si tarareara la canción dentro de él o estuviera intentando ubicarse pese a la bolsa que tiene encima.

Es una preciosa mañana de sábado con el cielo de un azul tan claro que parece acuarela, sin nubes a la vista y un sol benévolo que entibia las calles desiertas mientras la ciudad empieza a sacudirse con lentitud la resaca de un viernes apoteósico; y es que tras doce años de mala suerte el equipo local de futbol ha asegurado su lugar en la final. Todos los aficionados han celebrado a lo grande, los más suertudos siguen estirados en el cama absolutamente inconscientes, unos cuantos se han levantado para escupir sus intestinos antes de arrastrarse de vuelta a su nicho del que no esperan salir hasta que el mundo deje de girar, y otros por desgracia han tenido que poner a raya la cruda con una cerveza antes de darse un baño de agua fría para ir al trabajo. Entre este pequeño y miserable grupo se encuentran los dos gorilas que viajan en la parte trasera del auto.

Jugadores en su juventud y fanáticos de por vida, ambos se han pasado la noche en uno de los bares del Jefe, gritando a viva voz ante cada falta y cada anotación, pidiendo más chupitos para matar el espanto y finalmente arrastrarse hasta su cama donde ambos han maldecido al recibir la llamada del Jefe: "Hay trabajo", y como el Jefe no es la clase de jefe al que puedas decirle que no, ambos han tenido que abandonar la comodidad del sueño para meterse en un coche que se sacude. Pese a la ducha, la colonia, y el consabido chicle de menta, el aroma a vodka y cerveza que emana de ellos es tan intenso que el muchacho que va en medio no puede evitar notarlo.

—¿Podemos abrir una ventana? —dice—, porque creo que hay una destilería aquí atrás.

Otro golpe viene a recibir su petición pese a que el hombre que viaja al frente toma nota y baja el vidrio de su puerta permitiendo que la brisa fresca aclare el enviciado ambiente. Ahora, además del coro en inglés que empieza a morir "...but in the end it's right" puede oírse el mundo exterior –murmullos imperceptibles como el sonido de una puerta que se azota, los ladridos de un perro y lo más distinguible la maquinaria pesada que ha llegado temprano para continuar con la reparación del tubo de agua frente al edificio municipal–; además el aire que entra trae consigo otros aromas que aplacan el del alcohol –el aroma de los bollos dulces de la panadería famosa, y la fragancia de pasto recién cortado del campo de beisbol que suele ser podado todas las mañanas de sábado a la misma hora–.

Y así, mientras otra voz desconocida canta en un idioma raro ("I hear you crying loud, all the way across the town") con los acordes de la guitarra electrónica y la batería como acompañantes, el auto abandona las calles del centro para internarse en los barrios bajos –más sonidos nuevos, más aromas identificables–, un barrio donde ambos autos destacan como moscas sobre leche y que sin embargo no levantan sospechas porque un coche así en un lugar así solo puede pertenecer a una persona y es mejor fingir que uno no ve a dónde se dirigen ni lo que hacen, no vaya a ser que algo malo suceda y la policía tenga interés por saber quién viajaba en él, hacia donde se dirige o a qué hora pasaron. Por eso nadie mira y quienes lo hacen se olvidan.

Los autos giran en las calles que deben girar y se detienen en los semáforos que deben detenerse, sin prisa o pánico, dos autos normales que parecen dirigirse hacia la zona de las fábricas más allá del límite de la Ciudad y conforme se acercan el aroma se carga con la inconfundible y asfixiante presencia del diésel o el asqueroso hedor del humo negro que despide la basura que se quema.

—Huele a perro muerto —dice el invitado en la parte trasera del auto—. Creo que me quedo con la destilería, hay que cerrar la ventana.

Esta vez nadie se toma la molestia de golpearlo pues sus dos acompañantes se encuentran demasiado ocupados intentando no vomitar en el auto como para recordarle una vez más la única orden que debe obedecer.

—¿Llegamos? —pregunta Denki cuando finalmente el auto se detiene y se oyen las portezuelas que se abren y las voces amortiguadas de gente charlando fuera.

Con la bolsa en la cabeza, Denki no puede saber que en el estacionamiento de la fábrica abandonada a la que han llegado son recibidos por otro trío de hombres trajeados, uno de los cuales se acerca al coche privado –y lujoso– que aguarda a la sombra medio escondido de la vista.

—Han llegado, Jefe.

El Jefe en cuestión es Toya Setsuno, administrador de todos los bares al suroeste de la Ciudad pertenecientes a Kai Chisaki, líder provisional del grupo "Los Ocho Preceptos". Larguirucho hasta un extremo enfermizo, Toya es un hombre leal que hará lo que sea por mantener a su líder en la cima, incluso si eso implica mentirle porque considera que su deber es lidiar con la inmundicia que no merece la atención del "Príncipe del Bajo Mundo"; especialmente si esa inmundicia ha logrado engañarlo a él.

—Ya era hora —responde preparándose para salir—, lleva a nuestro invitado al interior.

El monigote obedece y atrás se queda Toya que toma aire antes de utilizar el teléfono desechable que tiene entre manos. Las ondas de sonido emitidas por el teléfono viajan por el cielo hasta las antenas satelitales que eventualmente las convertirán en sonidos comprensibles para su receptor. Y en esta ocasión el receptor es el único e inigualable Katsuki Bakugou, una joven promesa dentro del grupo "Los Ocho Preceptos", alguien que ha escalado posiciones dentro de sus filas con una rapidez sobrecogedora. Su ferocidad y eficiencia lo convirtieron rápidamente en uno de los próximos candidatos para entrar al servicio directo del Líder Chisaki, uno de los candidatos que Toya mismo iba a ofrecer como regalo personal. Eso hasta que había cometido el error de intentar traicionarlo.

—¿Quién es?

—Eh, Bakugou.

¿Setsuno? —respondió Bakugou casi de inmediato— ¿de quién es este número?

—Eso no importa, lo que importa es que conozco tu secreto. Tus dos secretos en realidad.

—¿De qué hablas?

—Sé de tu reunión con Iguchi, ¿o tal vez debería decir reuniones? No importa, te creía listo, Bakugou, pero es obvio que te sobreestimé porque nadie en su sano juicio se reúne con las ratas del grupo el-di-vi sin avisarle a sus superiores, tu silencio fue condenatorio. Comprenderás que ahora tenga que destruirte, ¿verdad?; por desgracia para ti no soy un hombre que crea en el castigo inmediato. Tengo una bala con tu nombre, no lo dudes, pero antes quiero asegurarme de destrozar todo lo que te importa y es aquí donde entra tu segundo secreto. Imagina mi sorpresa al descubrir que mi subordinado favorito, conocido por su sangre fría y mal humor, tiene en casa a una esposa bonita e inútil en la forma de una muñequita rubia. Eso sí, admitiré que tienes un gusto impecable, el muchacho es encantador.

—No te atrevas a tocarlo.

—Oh, ¡qué es esto! ¿es que tienes corazón, Bakugou? Había creído que lo tuyo era una masa negra e inútil, pero esto... esto es una decepcionante sorpresa. ¿Qué haces con él, eh? ¿Le prometes pasar el resto de tu vida a su lado, una vida que ambos sabemos será tan corta como el caprichoso destino decida? ¿Le dices que lo amas pese a que tú y yo sabemos que lo que a ti te gusta es el sabor de la sangre y la adrenalina de un buen combate? ¿Lo follas despacito mientras le susurras mentiras bonitas?

—¿Qué quieres, Setsuno?

—Que sufras, por supuesto. Confíe en ti, te acepte entre los míos, ¿y tú me pagas intentando venderme? No, esta es una ofensa mortal. Quiero verte de rodillas suplicando, rogando por tu vida y la de él, no lo sé... lo que sé es que voy a divertirme con tu muñeca, muchacho, voy a cortarla trocito a trocito hasta que no quede nada, supongo que me tomará unas cuantas horas pero grabaré sus gritos para que puedas oírlos cuando finalmente estemos frente a frente o puede que me decida a llamarte para que puedas ser testigo directo de su sufrimiento, quién sabe, así que disfruta de tus últimos momentos de paz porque cuando termine con tu amante iré tras de ti y entonces sabrás lo que significa enfurecer a uno de los ocho.

—¿Enviaste a todos tus amigos tras de mí?

—¿Por qué molestarlos con una sabandija como tú? No. Confiar en ti fue mi error y yo me encargaré de resolverlo personalmente. Ahora, ¿tienes algún mensaje que quieras hacerle llegar a tu muñeca?

—...dile que lo siento, él lo entenderá.

—Otra decepción, Bakugou ¿dónde están los mensajes y las promesas vacías?

—Tengo una promesa para ti, Setsuno, algo bastante simple —y al hablar su voz se convirtió en un susurro negro—: Tócalo y te mueres. Te juro que por cada gota de sangre que tomes de él tú sangraras diez veces más, por cada golpe que le infrinjas tú sufrirás cien veces más. Te juro que para esta noche tendré tu cabeza como regalo.

Toya se rio. —Si esa amenaza es lo mejor que puedes hacer me alegrará deshacerme de ti.

Tras eso la llamada se cortó y Toya salió de su coche para internarse en la fábrica; a decenas de kilómetros de distancia, Katsuki abandonó la estación de pesas que había estado usando y puso rumbo hacia las duchas con el teléfono otra vez en su oreja.

—Tienen a Denki —dijo apenas oyó la voz al otro lado de la línea. Un saludo breve que se interrumpió a la mitad.

—Voy para allá —fue la respuesta inmediata.

Y es aquí, amigos, donde todo se pone en marcha, algunos podrían sugerir que esta es la cuenta regresiva para el desastre, todo mientras la Ciudad entera sigue bostezando –disfrutando de ese último sábado inocente–; habrá quienes digan que todo inició cuando sacaron a Denki de la lavandería, y otros más que opinen que la desgracia quedó escrita cuando Katsuki aceptó reunirse con Shuichi Iguchi, uno de los hombres de confianza del grupo "LDV". Pero lo cierto es que la ruina dio marcha años atrás, desde el momento en que Katsuki y Denki cruzaron miradas en un bar cualquiera y estuvieron a punto de follar en el baño. Quién lo habría imaginado.



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