Daba clases de canto en el conservatorio de música más prestigioso del país. Había dirigido incontables coros y participado en tantos conciertos de los cuales solo recordaba la mitad. Había enseñado a muchos alumnos y era profesora desde hacía años. Pero nada de eso la preparó para el momento en el que un nuevo estudiante ingresó a su grupo de coro.

El jovencito apenas había cumplido la mayoría de edad y seguía conservando el semblante aniñado y juguetón de un infante.

La profesora le pidió que cantara una canción al azar con el fin de determinar su posición en el coro. El joven sonrió y, sin pensarlo dos veces, comenzó a cantar Radiohead. La profesora quedó atónita al escucharlo y no supo decidir si estaba enfadada por aquella elección o nostálgica por lo que se desataba en su interior al oírlo. Iba a pedirle que parara, pero cuando vio el semblante risueño del estudiante, sus palabras huyeron de su boca y no pudo más que observarlo atónita, porque había desaparecido para darle lugar a una joven abandonada en el pasado.

Vio a la joven que cantaba porque sentía demasiado, esa chica que buscaba al otro lado del espejo de su baño cada mañana con la esperanza de encontrarla en algún rincón de su rostro. Esa que soñaba con ser solista y grabar discos de música indie, recorrer el país en una furgoneta llena de sueños, amistades y aventuras. Aquello que le dejaba vivir y disfrutar.

Cuando el alumno terminó de cantar, la profesora todavía se sentía flotar, como si se rehusara a aterrizar en el presente. Lo miró por un instante que pareció atravesar los límites del espacio y el tiempo. Le puso una mano en el hombro y le dijo que fue tan estupendo que debía dejar el conservatorio en ese mismo instante.

Al terminar la clase, se acercó al joven y le dijo que ella lo ayudaría a llegar más lejos, que no lo dejaría opacarse al final de un coro. Y así fue.

Él había llegado para darle un nuevo rumbo a su carrera profesional; sin embargo, él vivió creyendo que había sido al revés.