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Rojo

La sangre chocaba contra el suelo de madera tal como el agua golpea las rocas al final de una catarata. Líquido opaco que mantenía mi mirada a su merced. Charcos y ríos se formaban recorriendo la sala, creando un ecosistema de polvo y carne sin vida.

Una aberración que no podía dejar de observar.

Tomé la muñeca de ese cuerpo que tan solo hacía cinco minutos había estado saltando con el impulso de la felicidad. Por un momento pensé que abriría los ojos y me transmitiría aquella energía de la que ya no quedaba rastro. Se había desvanecido justo antes del último suspiro.

Besé su mano, fría como el invierno mismo.

—Mi Claire —musité entre sollozos. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas como si estuvieran desesperadas por unirse a los caminos rojos que seguían corriendo por la habitación.

La vida se escurría por las grietas de la madera. El olor me ponía los pelos de punta, como las notas más agudas de un violín desafinado. Me imaginé que sería como el estiércol que le colocan a las plantas para que crezcan con mayor fortaleza.

Debía ser así.

Tal vez la mano que acababa de besar era solo la rama de un árbol seco que acababa de desplomarse por culpa de algún viento. Tal vez el líquido espeso y repulsivo tan solo era la savia que destilaban las plantas.

Debería apresurarme a enterrar la semilla para que no siguiera enfriándose.

Salí de la habitación y no tardé en buscar una pala.

El pozo que cavé procuré hacerlo lo más cerca del jardín de tulipanes amarillos que tenía detrás de casa, porque se verían mucho mejor junto a un color alegre como ese. Correspondía bien a la forma en la que había sido ella: alegre, pulcra y muy sofisticada.

Imaginé que se convertiría en rosas blancas antes que en cualquier otra flor, no solo porque habían sido sus favoritas en vida, sino también porque eran las únicas que me hacían pensar tanto en ella.

Cuando terminé el arduo trabajo del entierro, ya avanzado el amanecer con el cielo sonrojado, me senté sobre la tierra y alcé mi vista hacia el cielo, rezando que el clima de los próximos días fuera estimulante para la semilla.

Los días pasaron, los tallos crecieron y las espinas vieron la luz del sol.

Mas las rosas no eran blancas.

Su color manchó mi jardín, tal como había sucedido en la habitación en la que convertí a esa mujer en una semilla.

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