I- La votación.
La melena rojiza cayó desperdigada sobre la acera, enmarcando un rostro sin vida que se había derrumbado ante el disparo. Un disparo que ella había realizado. Aquello era obra suya. Cait despertó con el nombre de Leona en sus labios y el terror inundando sus sentidos. Ella estaba aterrada, aferrada a las sábanas como si pudieran salvarla de su propia mente.
Ya no estaba corriendo por la ciudad ni por los pasillos de la sede de Osadía, sino que estaba en una cama de la sede de Cordialidad y el aire olía a serrín. Hizo un gesto para incorporarse y algo se clavó en su espalda, haciendo que ella hiciera una mueca de incomodidad. Llevó su mano a su espalda y rodeó la culata de la pistola con los dedos.
Ante la familiar sensación, la imagen de Leona apareció frente a ella durante un segundo. Cait volvió a ver sus armas entre ellas y la culpa la pudrió más adentro. La mano, pudo haberle disparado en la mano, ¿por qué no lo había hecho? ¿Por qué? El deseo de gritar su nombre y pedirle disculpas creció en la garganta de Cait, y entonces Leona desapareció.
Con un suspiro pesado, Cait salió de la cama, levantando el colchón con una mano y apoyándolo en una rodilla para mantenerlo allí. Después metió la pistola debajo y dejó que el colchón la ocultara. Una vez fuera de su vista y lejos de su piel, Cait podía pensar con mayor claridad. De todas maneras, Mel había pedido que no guardaran armas mientras estuvieran en Cordialidad.
Como Caitlyn ya no contaba con el subidón de adrenalina de la noche anterior y el efecto del líquido para dormir ya había pasado, el hombro le dolía mucho y le daba pinchazos. Todavía llevaba la misma ropa, y ese pensamiento la drenó unos segundos. El pico del disco duro asomaba bajo su almohada, donde lo había ocultado la noche anterior antes de dormirse, y parecía un imán atrayendo su atención.
En ese disco se encontraban los datos de la simulación que había controlado a Osadía, así como las grabaciones de lo que habían hecho los eruditos. Era tan importante que Cait ni siquiera se atrevía a tocarlo, aunque tampoco podía dejarlo allí, así que lo sacó y lo metió entre el tocador y la pared. Parte de ella pensaba que sería buena idea destruirlo, pero sabía que contenía la única grabación de la muerte de su padre, así que se conformaba con tenerlo escondido.
Dos toques en la puerta la sacaron de su océano de pensamientos, y Cait se sentó en el borde de la cama e intentó peinarse con las manos para parecer menos enferma. Menos muerta.
—Adelante —dijo.
La puerta se abrió lentamente, y Vi entró a medias, dejando medio cuerpo fuera. Llevaba los mismos pantalones del día anterior, aunque con una camiseta rojo oscuro, en vez de negra seguramente se la había prestado algún cordial. En ella resultaba un color extraño, demasiado brillante, pero, cuando Vi echó hacia atrás la cabeza para apoyarla en el marco de la puerta, Cait vio el azul de sus ojos y le gustó que estos se veían más claros. Menos atormentados por sus demonios internos.
—Cordialidad se reúne dentro de media hora —anunció Vi, arqueando las cejas mientras añadió, con una pizca de melodrama—: Para decidir cuál será nuestro destino.
—Jamás habría pensado que mi destino estaría en manos de un grupo de cordiales —comentó Cait con una risa queda. No se le escapaba la ironía del asunto.
—Ni yo. Ah, te he traído una cosa —dijo Vi, y desenroscó el tapón de una botellita para sacar cuentagotas lleno de líquido transparente—. Es para el dolor. Tómate el contenido de un cuentagotas cada seis horas.
—Gracias —Cait apretó el cuentagotas y el líquido cayó en el fondo de su garganta. La medicina sabía a limón rancio.
—¿Cómo te encuentras, Caitlyn? —preguntó Vi tras meter el pulgar en la presilla del cinturón.
—¿Me acabas de llamar Caitlyn? —cuestionó Cait, mirándola confusa.
—Se me ha ocurrido probar —respondió Vi, sonriendo—. ¿No te parece bien?
—Puede que en los días especiales. En los días de la Iniciación, los días de la Elección… —Cait calló; estuvo a punto de añadir unas cuantas fiestas más, pero se dio cuenta que solo las celebraban los eruditos. Suponía que los osados tenían sus propias fiestas, pero no las conocía y, de todos modos, la idea de celebrar algo en esos momentos resultaba tan ridícula que no siguió hablando.
—Trato hecho —afirmó Vi, perdiendo la sonrisa—. ¿Cómo te encuentras, Pastelito?
No era una pregunta extraña, teniendo en cuenta lo que habían pasado, pero Cait se tensó cuando Vi la hizo, temiendo que leyera sus pensamientos de algún modo. Todavía no le había contado a Vi lo de Leona. Aunque quería hacerlo, no sabía cómo. El mero hecho de pensar en decirlo en voz alta hacía que se hundiera tanto como para atravesar los tablones del suelo. Si no lo decía, no sería real. No podía serlo.
—Estoy… —empezó, y sacudió la cabeza unas cuantas veces—. No los sé, Vi, estoy despierta. Estoy…
Cait volvió a sacudir la cabeza. Vi le acarició la mejilla y ancló un dedo tras su oreja en un gesto suave; Cait no la había sentido acercarse. Vi se agachó y, suavemente, pidiendo permiso de forma muda, unió sus labios, consiguiendo que un dolor cálido recorriera el cuerpo de Cait. Ella le rodeó el brazo con las manos para mantener a Vi junto a ella la mayor cantidad de tiempo posible. Cuando Vi la tocaba, Cait no sentía tanto el vacío en el pecho y en el estómago. No tenía que decirle nada, podía limitarse a intentar olvidarlo…, Vi la ayudaría a olvidarlo.
—Lo sé —respondió Vi cuando se separaron—. Lo siento, no debería de haber preguntado.
Por un instante Cait solo pudo pensar: «¿Y cómo vas a saberlo tú?». Sin embargo, algo en el resto de Vi le recordó que sí que sabía cosas sobre la pérdida. Perdió a su padre y a su hermana cuando era una niña. Y había perdido a Vander. Cait no recordaba cómo habían muerto la familia de la dirigente de Abnegación, pero sí recordaba el gran funeral que se realizó y al cual los líderes de las facciones con sus familiares asistieron en una muestra de simpatía.
De repente Cait recordó haber visto a Vi agarrada a las cortinas del salón de su casa abnegada, con unos nueve o diez años, vestida de gris y con los ojos cerrados. La imagen fue efímera y podría haber sido inventada en vez de recordada. Cait sintió más profunda la culpa por la muerte de Vander, y Vi la soltó.
—Te dejo sola para que te prepares.
El baño de mujeres estaba a dos puertas de la habitación de Cait. El suelo era de baldosas marrón oscuro, y todas las duchas tenían paredes de madera y cortinas de plástico que las separaban del pasillo principal. Un cartel en la pared de atrás decía: «RECORDAD: PARA CONSERVAR NUESTROS RECURSOS, LAS DUCHAS SOLO FUNCIONAN DURANTE CINCO MINUTOS SEGUIDOS».
El chorro de agua era tan frío que Cait no encontró cómo alguien pudiera querer más de cinco minutos allí, aun si pudieran dárselos. Se lavó rápidamente con la mano izquierda y dejó la derecha colgando. La medicina contra el dolor que Vi le había dado ya había hecho efecto: el hombro solo le daba algunos pinchazos ocasionales.
Cuando salió de la ducha Cait vio que le habían dejado una pila de ropa en la cama. Había prendas amarillas y rojas, de Cordialidad, y algunas grises, de Abnegación. A decir verdad, Cait pensaba que se las había traído algún abnegado al ver que el tono gris era tan claro que podía pasar por azul sucio. Era la clase de cosas que ellos hacían.
Cait escogió vestir un pantalón rojo oscuro de tela vaquera, tan largo que tuvo que darle tres vueltas para que le sirviera, y una camisa gris azulada que le quedaba demasiado grande. Las mangas llegaban hasta las puntas de sus dedos, así que Cait también las remangó. Le dolía cuando movía la mano derecha, así que sus movimientos eran pequeños y lentos. Unos toques impares en la puerta sobresaltaron a Cait, y la familiaridad de ese toque le dio algo de paz.
—¿Caitlyn? —preguntó Jayce con suavidad.
Cait caminó hacia la puerta y le abrió, dejándolo pasar. Jayce dejó en la cama una bandeja con comida ligera, que Cait notó que contenía la mayoría de sus favoritos de cuando vivía en Erudición. Sus gustos habían cambiado. Buscó en la expresión de Jayce una señal de que estuviera aterrado o en shock, pero solo vio la plácida determinación que caracterizaba a su amigo.
—Siento que la ropa no te sirva —comentó, haciendo un gesto con la cabeza—. Una chica abnegada me la dio para ti, pero dijo que seguro te podía encontrar algo más si esta no era de tu agrado. Aunque primero los cordiales tienen que permitir que nos quedemos.
—Está bien, gracias —respondió Cait, cerrando la puerta.
—Sé que todavía tu herida es muy reciente, así que pensé que podía ayudarte. ¿Necesitas que te ate los zapatos? ¿O te ayude con el pelo? —ofreció Jayce, y Cait vio un vestigio del chico agradable y juvenil que ella había conocido de niña. Eso fue lo que hizo que accediera, más que la necesidad real de ayuda.
—Sí, gracias.
Cait se sentó en un taburete frente al espejo, y Jayce se colocó detrás de ella con la vista fija en la tarea que tenía entre manos. Así era él siempre, cuidadoso, centrado; cuando su mente se enfocaba en una cosa, era capaz de obviar todo y a todos a su alrededor. Por eso era común encontrarlo desmayado en el laboratorio después de demasiadas horas sin dormir apropiadamente. Cait se preguntó si siempre había sido así, si quizás, de niño, había existido otro Jayce.
—¿Has visto a los abnegados? —preguntó Cait. Sabía que debían de andar en grupos esparcidos por Cordialidad, y que Jayce debía de sentirse relativamente culpable por lo que había pasado. Él no manejaba bien el daño ajeno.
—Brevemente, anoche —admitió Jayce—. Los dejé para que lloraran su pena con los suyos. No serviría de nada que tuvieran a un erudito alrededor en estos momentos —El tono irrevocable de Jayce le dejó claro a Cait que el tema estaba cerrado—. Es un desastre todo esto. No puedo creer que nuestros líderes hayan hecho algo así.
—Lo hicieron, Jayce —murmuró Cait, sin mayor entonación ni vida en sus palabras.
—Me culpo por no haberlo visto. Tan curioso como soy, y no vi lo que los estaba ayudando a crear —lamentó Jayce, desviando la mirada hacia el suelo.
—No te culpo por ayudarlos desde la inocente inconsciencia, Jayce —aseguró Cait, sintiendo mayor tranquilidad cuando Jayce elevó su mirada y la enfrentó a la suya. Él le dedicó un asentimiento antes de continuar desenredando los mechones azules.
—Los osados lo llevan suelto, ¿no? —preguntó, terminando de cepillar el pelo de Cait.
—A veces… ¿sabes trenzarlo? —preguntó Cait en un susurro bajo.
Jayce no respondió con palabras, pero sus hábiles dedos recogieron los mechones de Cait en una trenza larga que le hizo cosquillas en la espalda. Cait se quedó mirando fijamente su reflejo hasta que Jayce terminó. Ella le dio las gracias, y él se fue con una diminuta sonrisa satisfecha en los labios, cerrando la puerta al salir. Cait se observó detenidamente, pero no se vio a sí misma. Todavía notaba los dedos de Jayce en la nuca, tan parecidos a los de su padre en las veces en que Cassandra permitió que Tobías la peinara.
Con los ojos llenos de lágrimas, Cait se balanceó en el taburete, adelante y atrás, intentando quitarse el recuerdo de la cabeza. Si empezaba a llorar, temía no ser capaz de parar nunca y acabar reseca como una pasa. Sus ojos encontraron un costurero abierto sobre el tocador; dentro había hilo de dos colores, rojo y amarillo, y unas tijeras. Respirando profundamente, Cait deshizo la trenza con tranquilidad y volvió a peinar su cabello. Después lo dividió a la mitad y se aseguró de que estuviera todo liso y plano. Tomó las tijeras y cortó un poco por debajo de sus hombros.
«¿Cómo voy a parecer la misma si él ya no está y todo es distinto? No puedo».
Cait siguió cortando tan recto como pudo, guiándose con sus dedos. Lo más complicado fue la parte posterior, ya que no la veía bien y doblar tanto las manos le causaba pinchados de dolor. Los mechones azules cayeron formando un semicírculo en el suelo, a su alrededor, y el lado izquierdo terminó quedando más largo que el derecho, pero a ella no le importó. Salió del dormitorio sin volver a mirarse al espejo. Más tarde, cuando Vi y Jayce la encontraron, ambos se que le quedaron mirando como si ella no fuera la misma persona del día anterior.
—Te has cortado el pelo —comentó Jayce, arqueando las cejas.
Era muy erudito de su parte ceñirse a los hechos en plena conmoción. Ahora, fuera del dormitorio, Cait se fijó que Jayce usaba el pelo de punta por un lado, como si hubiera copiado la forma de su cabeza sobre la almohada, y que tenía los ojos rodeados de un oscuro en su piel que indicaba que no había dormido.
—Sí —respondió Cait, lacónica—. Hace demasiado… calor para llevar el cabello largo —añadió.
—Me parece bien —intervino Vi, sonriéndole mustiamente.
Recorrieron el pasillo juntos. Los tablones del suelo crujían bajo sus pasos, y Cait echó de menos el eco de sus pisadas en el complejo de Osadía; echó de menos el fresco aire subterráneo; pero, sobre todo, echó de menos los temores de las últimas semanas, que se quedaban pequeños comparados con sus temores actuales. Salieron del edificio y el aire del exterior oprimió a Cait como una almohada, ahogándola; olía a verde, igual que una hoja cuando la partías por la mitad.
—¿Todo el mundo sabe que eres hija de Maura? —preguntó Jayce, de repente—. En Abnegación, me refiero.
—No, que yo sepa —respondió Violeta, mirándolo—. Y te agradecería que no lo mencionaras.
—No hace falta que lo mencione, los chismes corren rápido en Cordialidad —dijo Jayce, frunciendo el ceño—. ¿Cuántos años tienes, por cierto?
—Dieciocho —contestó Vi, desviando la mirada de Jayce y conteniendo su irritación.
—Dejando de lado el hecho de que eres una chica, ¿no te parece que eres demasiado mayor para estar con mi hermana pequeña? —cuestionó acusadoramente Jayce.
—No es tu «pequeña» nada —respondió Vi tras soltar una carcajada que retumbó en Cait. Le gustaba escucharla reír.
—Parad los dos —regañó ella de todas formas. No tenía energías para lidiar con peleas estúpidas.
Una multitud vestida de amarillo caminó delante de ellos hacia un edificio bajo y ancho de cristal. La luz del sol se reflejaba en las paredes y le hacía daño a Cait en los ojos, así que ella se protegió la cara con la mano y siguió caminando. Las puertas del edificio estaban abiertas de par en par.
Por todo el borde del invernadero circular crecían plantas y árboles en artesas con aguas o pequeños estanques. Las docenas de ventiladores colocados por la sala solo servían para mover el aire caliente de un lado a otro, y Cait ya estaba sudando. Sin embargo, se olvidó de ello cuando la multitud se dispersó un poco y ella pudo ver el resto de la sala.
En el centro crecía un árbol enorme. Sus ramas se extendían por encima de casi todo el invernadero, y las raíces salían del suelo formando una densa red de corteza. En los espacios entre las raíces no se veía tierra, sino agua, y barras de metal que las mantenían en su sitio. No debería de sorprenderla: los cordiales dedicaban sus vidas a lograr proezas agrícolas como esa con la ayuda de la tecnología de Erudición.
De pie en un grupo de raíces estaba Mel Medarda, con el adornado con brillantes cadenas que reflejaban la luz que entraba en el edificio. En Historia de las Facciones Caitlyn había aprendido que los cordiales no reconocían a ningún líder oficial, sino que votaban todo y el resultado solía ser prácticamente unánime. Eran como varias pates de una sola mente, y Mel era su portavoz.
Los cordiales se sentaron en el suelo, casi todos con piernas cruzadas, formando grupitos que le recordaban a Cait vagamente a las raíces del árbol. Los abnegados se sentaron en apretadas filas a unos cuantos metros a la izquierda de Cait. Ella los examinó durante algunos segundos, hasta que se dio cuenta de lo que buscaba: los líderes que ya no estaban, la esperanza para Vi que yacía muerta en un pasillo de Osadía. Cait tragó saliva como pudo e intentó olvidarlo todo.
Vi le puso la mano en la parte baja de la espalda para guiarla al borde del espacio de reunión, detrás de los abnegados. Antes de sentarse, Vi acercó sus labios a la oreja de Cait y susurro bajo, en un tono ronco que erizó la piel de la peliazul:
—Me gusta tu nuevo pelo, Pastelito.
Por primera vez en lo que parecía una eternidad, Cait logró esbozar una sonrisa sincera, solo para Vi, y apoyó su peso en el cuerpo de ella cuando se sentaron, con un brazo contra el de Vi.
Mel levantó una mano e inclinó la cabeza. Las conversaciones cesaron en un abrir y cerrar de ojos. Todos los cordiales que rodeaban a Cait guardaron silencio, algunos con los ojos cerrados, otros moviendo los labios para formar palabras que Cait no alcanzaba a oír y otros con la vista fija en un punto lejano. Cada segundo la desgastaba con una parsimonia tortuosa. Cuando Mel por fin levantó la cabeza, Cait ya estaba deshecha.
—Hoy tenemos ante nosotros una pregunta urgente —dijo, con porte serio y actitud pétrea—, y es: como personas que persiguen la paz, ¿cómo nos comportaremos en esta época de conflicto? —Ante la pregunta planteada, todos los cordiales de la sala se giraron hacia la persona que tenían al lado y empezaron a hablar.
—Pero ¿así cómo van a hacer nada? —preguntó Cait al ver que pasaban los minutos de plática.
—No les preocupa la eficiencia —respondió Vi, tomando su mano—. Les preocupa el consenso. Mira.
Dos mujeres con vestidos amarillos que estaban sentadas cerca de Cait, se levantaron y se unieron a un trío de hombres. Un joven se movió para que su circulito se convirtiera en un gran círculo, uniéndolo al grupo que tenía al lado. Por todas partes, los grupos pequeños crecían y se ampliaban, y cada vez se oían menos voces en la sala, hasta que solo quedaron tres o cuatro. Cait apenas podía captar fragmentos de conversaciones: «Paz», «Osadía», «Erudición», «refugio», «implicación»…
—Esto es muy raro —comentó ella en un susurro.
—A mí me parece precioso —respondió Vi, sobresaltándose suavemente ante la mirada de Cait—. ¿Qué? —preguntó, riéndose un poco—. Todos participan por igual en su gobierno; todos se sienten igual de responsables. Y eso hace que se preocupen, que sean amables. Creo que es precioso.
—A mí me parece insostenible. Sí, funciona en Cordialidad, pero ¿qué pasa si no todo el mundo quiere tocar el banjo y cultivar? ¿Y si alguien quiere algo terrible y no se soluciona hablando? —cuestionó Cait, irritada con su entorno.
—Supongo que estamos a punto de averiguarlo —respondió Vi, encogiéndose de hombros.
Al final, una persona de cada grupo se levantó y se acercó a Mel, caminando con cuidado entre las raíces del gran árbol. Aunque Cait esperaba que se dirigieran al resto de ellos, lo que hicieron fue formar un círculo con Mel y los demás portavoces, y ponerse a hablar en voz baja. A Cait todo aquello empezaba a darle la sensación de que nunca se enteraría de lo que estaba pasando con su futuro.
—No nos van a permitir discutir con ellos, ¿verdad? —preguntó, susurrando en el cuello de Vi.
—Lo dudo —contestó ella, y lo único que Cait pudo pensar fue que estaban acabados.
Una vez que todos hubieron informado, se sentaron de nuevo y dejaron a Mel sola en el centro de la sala. Mel se giró hasta quedar frente a sus huéspedes no planificados y cruzó las manos delante de ella. Mirándola, Cait solo pudo empezar a trazar planes en su cabeza. ¿A dónde irían cuando los echaran? ¿De vuelta a la ciudad, donde nadie estaba a salvo?
—Nuestra facción ha mantenido una relación muy estrecha con Erudición desde que tenemos memoria. Nos necesitamos la una a la otra para sobrevivir y siempre hemos cooperado —dijo Mel—. Sin embargo, también hemos mantenido estrechos vínculos con Abnegación, y no nos parece bien retirar la mano tendida desde hace tiempo —Su voz era dulce como la miel y también se movía como tal, lentamente y con cuidado. Las palabras exactas en el momento indicado—. Creemos que la única forma de conservar nuestras relaciones con ambas facciones es ser imparciales y no involucrarnos —siguió explicando—. Por tanto, aunque sois bienvenidos, vuestra presencia aquí complica la situación.
«Allá vamos», pensó Cait.
—Hemos llegado a la conclusión de que convertiremos nuestra sede en un refugio para miembros de todas las facciones, con una serie de condiciones. La primera es que no se permitirá ningún tipo de arma dentro del complejo. La segunda es que si surge algún conflicto serio, ya sea verbal o físico, se invitará a todas las partes implicadas a marcharse. La tercera es que no se podrá hablar del conflicto, ni siquiera en privado, dentro de los confines del complejo. Y la cuarta es que todo aquel que se quede debe contribuir con su trabajo al bienestar de este entorno. Informaremos de todo esto a Erudición, Verdad y Osadía en cuanto podamos —concluyó Mel, entonces clavó la mirada en Vi y en Cait con firmeza, y había un resquicio de la mirada de Ambessa en sus ojos—. Podéis quedaros si y solo si cumplís nuestras normas. La decisión es vuestra.
Cait pensó en la pistola escondida bajo su colchón, y en la tensión entre Marcus y ella, y entre Maura y Vi, y sintió su boca secarse. No se le daba bien evitar los conflictos.
—No podremos quedarnos mucho tiempo —le comentó a Vi entre dientes. La pelirrosa había estado sonriendo débilmente hasta hacía unos momentos, pero eso había pasado y ya solo quedaba un ceño fruncido en su lugar.
—No, no podemos.
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Bienvenidos a Insurgente mis queridos Penquepinkypitufibolas. ¿Qué les ha parecido?
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