Extra I- Violeta, la trasladada.
El grito retumbó contra las paredes como una plegaria tétrica por misericordia, terror absoluto emanando de su cuerpo. Le escocían los labios y Violeta llevó sus dedos hacia ellos, buscando el motivo de la sensación; cuando retiró la mano notó la sangre roja que manchó su piel: «Debo de haberme mordido durante la simulación». Sus ojos se fijaron en la mujer osada delante de ella, quien le hizo la prueba de aptitud. Se llamaba Grayson, según le dijo. Violeta podía ver la mirada rara en ella mientras pasaba sus manos por sus cabellos cortos, marcando los desarrollados músculos que le dieron cierta envidia a Violeta.
—Cuando estabas en la simulación… ¿eras consciente de que no se trataba de algo real? —preguntó Grayson, apagando la máquina.
Su tono era despreocupado, al igual que su expresión, pero se trataba de una despreocupación premeditada, aprendida tras años de práctica. Violeta pudo reconocerla en cuanto la vio adoptar esa postura relajada, como queriendo transmitirle confianza; siempre podía reconocerla. De repente era consciente de los latidos acelerados de su corazón. Eso fue lo que su madre le dijo que sucedería: que le preguntarían si había sido consciente de que era una simulación. También le dijo lo que debía responder cuando lo hicieran.
—No. Si lo hubiera sido, ¿Crees que me había mordido así el labio? —la respuesta fue más dura de lo que pretendía, había agregado sus propias palabras, aquellas que ningún abnegado diría, menos aún en ese tono. Grayson la observó atentamente durante unos segundos; después se mordió el labio inferior antes de anunciar con un fingido tono relajado:
—Felicidades. Has conseguido el resultado de Abnegación perfecto —Violeta asintió con la cabeza, como tenía pensado que haría un estirado abnegado, aunque el resultado de Abnegación era como una sentencia de muerte—. ¿No estás contenta? —preguntó Grayson, notando el cambio en el cuerpo de la joven.
—Los miembros de mi facción lo estarán —contestó Violeta de forma automática, una respuesta arraigada a su garganta por la práctica y los años.
—No te pregunto por ellos, sino por ti —las comisuras de los labios y ojos de Grayson se inclinaron hacia abajo, como si de ellos colgara un peso invisible para Vi. como si algo la entristeciera—. Esta habitación es segura. Aquí puedes hablar con plena libertad —añadió, dándole una salida.
La respiración de Violeta se volvió pesada mientras la realidad la oprimía. Esa mañana, antes de llegar al colegio para la prueba, ella ya sabía cuál sería el resultado de sus elecciones en la prueba de aptitud. Había escogido la comida en vez del arma. Se había arrojado delante del perro para salvar a la niña.
Ella sabía que, después de tomar esas decisiones, la prueba terminaría y obtendría el resultado de Abnegación. Y no sabía si habría tomado las mismas decisiones si su madre no la hubiera entrenado, si no hubiera controlado a distancia cada segundo de la prueba basándose en años de preparación. Entonces ella no sabía qué había estado esperando. ¿Qué facción quería?
«Cualquiera de ellas. Cualquiera, menos Abnegación».
—Estoy satisfecha —respondió finalmente con determinación.
Por mucho que Grayson intentara convencerla, Violeta sabía que no estaba en una habitación segura; las habitaciones seguras no existían, ni las verdades seguras, ni secretos que fueran seguros de contar. Todavía notaba los dientes del perro mordiendo su brazo, desgarrándole la piel. Saludó con la cabeza hacia Grayson y se dirigió a la puerta, ansiosa por quitarse el peso de su mirada de encima; pero, justo antes de que se marcara, Grayson la sujetó por el hombro.
—Tú eres la que debe vivir con su elección —dijo con firmeza—. Los demás se sobrepondrán y lo superarán, decidas lo que decidas, pero tú no lo harás nunca.
Violeta abrió la puerta y salió.
Regresó al comedor y se sentó en la mesa de Abnegación, entre personas que apenas la conocían. Su madre no le permitía asistir a casi ningún acontecimiento de la comunidad. Aseguraba que causaría problemas, que perjudicaría su reputación. A Violeta le daba igual, prefería estar en su dormitorio de cualquier manera, en la casa en silencio, antes que rodeada de los deferentes y contritos abnegados.
Sin embargo, debido a su continua ausencia, los demás abnegados desconfiaban de ella. Estaban convencidos de que había algo malo con ella, de que estaba enferma, pecaba de inmoral o, simplemente, era rara. Ni siquiera aquellos dispuestos a saludarla con la cabeza llegaban a mirarla a los ojos.
Violeta prefirió no hablar. Se sentó y apretó sus rodillas con las manos mientras observaba las otras mesas, mientras los demás alumnos terminaban sus pruebas de aptitud. Los eruditos habían cubierto su mesa de material de lectura, aunque no todos estaban estudiando, sino fingiendo, compartiendo conversación en vez de ideas y clavando rápidamente la mirada en las páginas cada vez que creían que alguien los miraba.
Los veraces hablaban a voz en grito, como siempre. Los cordiales reían, sonreían, se sacaban comida de los bolsillos y se la repartían. Los osados eran estridentes y chillones, se trepaban en las mesas y sillas, se apoyaban unos en los otros o se pinchaban y provocaban entre ellos.
Ella quería cualquier otra facción, cualquier otra facción que no fuera la suya, en la que todos ya habían decidido que no merecía la pena prestarle atención. Excepto Vander. Violeta no sabía bien por qué un líder de Abnegación se preocupaba tanto por ella, pero Vander fue la única persona a quien su madre no pudo mantener lejos.
Recordaba años más felices, Powder y ella corriendo por algunos caminos empedrados hasta colarse en la casa de Vander por la ventana. Él nunca las regañaba, siempre les sonreía y les ofrecía pastel de calabaza para que comieran, acariciando sus cabellos mientras las hermanas llenaban sus bocas. Pero eso había sido hacía mucho tiempo.
Silco y Powder estaban muertos. Vander la visitaba ocasionalmente, pero ella ya no podía salir de la casa a verle, y aunque hubiera podido, nunca tendría el valor de decirle lo que vivía. Ni siquiera estaba segura de que Vander no lo supiera ya.
Una mujer erudita entró en el comedor, sacando a Violeta de sus cavilaciones, y levantó una mano para pedir silencio. Los abnegados y los eruditos se callaron de inmediato, pero ella no consiguió que los osados, cordiales y veraces fueran conscientes de su presencia hasta que no gritó: «¡Silencio!».
—Las pruebas de aptitud has terminado —anunció—. Recordad que está prohibido hablar sobre los resultados, incluso con vuestros amigos y vuestra familia. La Ceremonia de la Elección será mañana por la noche en el Centro. Calculad que tendréis que llegar diez minutos antes del inicio. Podéis marcharos.
Todos corrieron a la puerta, salvo la mesa de Abnegación, que esperó a que todo el mundo saliera antes de ponerse en pie. Violeta conocía el camino que seguirían sus compañeros abnegados para salir, por el pasillo y las puertas principales hacia la parada del autobús. Era posible que estuvieran allí más de una hora, dejando a los demás subir antes que ellos. Violeta sintió como su respiración se dificultaba y algo apretaba su pecho. No podía seguir soportando ese silencio.
En vez de seguirlos, se coló por una puerta lateral y salió al callejón que había junto al colegio. Ya conocía la ruta, aunque solía recorrerla despacio para que no la vieran ni oyeran. Hoy se limitó a correr. Corrió hasta el final del callejón y salió a la calle vacía tras saltar por encima de un socavón de la acera.
El viento la azotaba con su chaqueta abnegada, así que se la quitó de los hombros para que ondeara detrás de ella, como una bandera, antes de soltarla. Se remangó la camisa hasta los codos mientras corría, frenando un poco cuando su cuerpo ya no fue capaz de aguantar el ritmo. Era como si la ciudad entera pasara junto a ella, emborronada, unos edificios pegados a los otros. Escuchaba sus pisadas como si fueran ajenas.
Al final tuvo que detenerse porque le ardían los músculos. Estaba en el páramo sin facción, conocido como Zaun o Los carriles, entre el sector de Abnegación y la sede de los eruditos, la de los veraces y los lugares comunes de las facciones. En todas las reuniones de la facción, los líderes, normalmente a través de su madre, pedían que no tuvieran miedo de los abandonados, que los trataran como seres humanos y no como criaturas rotas y perdidas. Sin embargo, a Violeta jamás se le había ocurrido tenerles miedo.
Se acercó a la acera para mirar por las ventanas de los edificios. Casi todo lo que veía eran muebles viejos en habitaciones vacías, algunas con basura en el suelo. Cuando los habitantes de la ciudad se fueron; porque Violeta estaba convencida de que se habían ido, considerando que su población actual no alcanzaba a llenar todos los edificios; lo hicieron sin prisas, porque dejaron todo muy limpio. No quedaba nada interesante. Sin embargo, al pasar frente a uno de los edificios de la esquina, Violeta pudo ver algo dentro. La habitación del otro lado de la ventana estaba tan vacía como las demás por las que había pasado, pero, al otro de la puerta, ella podía ver una brasa encendida.
Con el ceño fruncido, Violeta se detuvo junto a la ventana para ver si se abría. No cedió al principio, pero luego de algunas sacudidas se levantó. Primero metió el torso por el hueco, después las piernas, y cayó al interior al interior con las extremidades hechas un ovillo. Le picaban los codos de habérselos arañado en el suelo, pero no le importaba. El edificio olía a comida, humo y sudor. Violeta se acercó despacio a la brasa mientras prestaba atención por si oía alguna voz que le avisara de la presencia de abandonados. Solo percibió silencio.
Sus ojos miraron en derredor, notando que las ventanas de la habitación continua estaban oscurecidas con pintura y tierra, pero todavía se filtraban algunos rayos de luz a través de ellas, ayudándola a ver los camastros enroscados por el suelo y las viejas latas con restos de comida seca. En el centro de la habitación había una parrilla de carbón. Casi todas las brasas estaban blancas, gastadas, pero quedaba una encendida, lo que sugería que alguien había estado allí recientemente. Y, a juzgar por el olor y la abundancia de latas y mantas, no se trataba de una sola persona.
Violeta dejó escapar un suspiro pesado ante el pensamiento creciente en su cabeza. Desde siempre le habían enseñado que los abandonados vivían sin comunidad, aislados. Ahora, viendo ese lugar, se cuestionaba por qué se lo había creído. ¿Por qué ellos no formarían grupos como el resto de las facciones? A fin de cuentas, vivir en sociedad es parte de la naturaleza humana.
—¿Qué haces aquí? —la pregunta erizó la piel de Violeta, la voz rasposa y ronca alcanzándola como una descarga eléctrica. Se giró rápidamente y vio a un hombre mugriento de rostro cetrino en la habitación de al lado. Se estaba limpiando las manos con una toalla raída.
—Estaba… —empezó a responder, mirando la parrilla—. Es que he visto fuego y he entrado.
—Ah —eso fue todo lo que dijo en reconocimiento por unos minutos, metiéndose la esquina de la toalla en el bolsillo de atrás. Llevaba pantalones negros de Verdad, parcheados con tela azul de Erudición y una camisa gris de Abnegación, como la que Violeta llevaba puesta. Era delgado como un fideo, aunque parecía fuerte. Lo bastante para hacerle daño, cosa que Violeta no creía que hiciera—. Gracias, supongo. Aunque aquí no hay ningún fuego.
—Ya lo veo. ¿Qué es este lugar?
—Mi casa —contestó el hombre con una sonrisa fría. Violeta notó que le faltaba un diente—. No sabía que tendría invitados, así que no me he molestado en ordenarla.
—Debes de dar muchas vueltas en la cama para necesitar tantas mantas —comentó Violeta, apartando la mirada del hombre y dirigiéndola a las latas.
—Nunca había conocido a una estirada tan curiosa —repuso el hombre, acercándose a Violeta con el ceño fruncido—. Me resultas familiar.
Violeta sabía que no habían podido encontrarse antes, no donde ella vivía, rodeada de casas idénticas en el barrio más monótono de Piltover, lleno de gente con idéntica ropa gris e idéntico cabello largo hasta por debajo de los omoplatos, en el caso de las mujeres. Fue entonces que el pensamiento llegó a ella: aunque su madre trate de mantenerla oculta, no deja de ser la líder del consejo, una de las personas más importantes de la ciudad, y Violeta se parecía a ella, aun cuando su cabello era más castaño.
—Siento haberte molestado —dijo, usando su mejor tono abnegado—. Me voy.
—Te conozco —insistió el hombre—. Eres la hija mayor de Silco, ¿no?
Sintió todo su cuerpo ponerse rígido ante la mención de su nombre. Hace años que no escuchaba a nadie mentarlo, ya que ni su madre pronunciaba ese nombre nunca y fingía no reconocerlo cuando lo oía. Volver a estar conectado con él, aunque sea solo por un parecido facial, le resultaba extraño, como si se estuviera poniendo una prenda vieja que ya no le servía.
—¿De qué lo conocías? —la pregunta salió antes de pensarla siquiera. El pensamiento de que el hombre debió de conocerlo bien para verlo en su rostro, que es más cálido que el de Silco y con ojos grises, en vez de azules, la golpeó en su lado más curioso. La mayoría de las personas no se fijaban lo suficiente para descubrir los rasgos que tenían en común: dedos largos, nariz aguileña, cejas rectas y fruncidas. Violeta notó como el hombre vaciló por un momento.
—De vez en cuando se presentaba voluntario con los abnegados: repartía comida, mantas y ropa. Era fácil recordar su cara. Además, estaba casado con una líder del consejo. ¿No lo conocía todo el mundo?
A veces, Violeta sabía cuándo mentía la gente por la presión que ejercían sobre ella sus palabras, incómodas y erróneas, como una erudita cuando lee una oración gramaticalmente incorrecta. No sabía de qué conocía ese hombre a su padre, pero no era porque una vez le diera una lata de sopa. Sin embargo, Violeta deseaba tanto oír más sobre él que no insistió.
—Murió, ¿lo sabías? Hace años.
—No lo sabía —respondió el hombre, esbozando una mueca de tristeza—. Siento oírlo
A Violeta le resultaba extraño estar de pie en ese lugar que olía a seres vivos y humo, entre esas latas vacías que hablaban de pobreza y del fracaso de los que no lograban encajar. Por otro lado, negarse a pertenecer a unas categorías arbitrarias que habían creado para ellos mismos también poseía cierto atractivo, un aire de libertad.
—Tú ceremonia debe ser mañana, porque tienes cara de preocupación —comentó el hombre, relajando la tensión en la estancia—. ¿En qué facción has entrado?
—Se supone que no puedo contárselo a nadie —respondió Violeta automáticamente.
—Yo no soy nadie. Como si no existiera, es lo que significa no tener facción.
Violeta permaneció en silencio. La prohibición de contar los resultados de la prueba de aptitud o cualquier otro secreto estaba bien asentada en el molde que la hacía y rehacía todos los días. Era imposible cambiarlo.
—Ah, eres de las que cumple las normas —dijo, como si se sintiera decepcionado—. Tu padre me dijo una vez que le daba la impresión de que la inercia era lo que lo había conducido a Abnegación. Era el camino más fácil —se encogió de hombros, como si no estuviera diciendo nada importante—. Jovencita, créeme cuando te digo que merece la pena ir por el difícil.
El enojo surgió en Violeta más rápido de lo que pudo contenerlo. Él no debía de estar hablando de su padre como si le perteneciera a él y no a ella, no debía de hacer que cuestionara todo lo que recuerda de él solo porque puede que una vez le sirviera comida. No debía decirle nada en lo absoluto: no era nadie, un abandonado, sin facción, sin nada.
—¿Ah, sí? —respondió con rabia—. Pues mira adónde te ha llevado el camino difícil, a vivir de latas en edificios en ruina. No suena demasiado bien.
Se volvió hacia la puerta por la que había salido él, sabiendo que ahí encontraría una salida que diera a un callejón; le daba igual qué callejón fuera, solo quería largarse de allí rápidamente. Caminó procurando no pisar las mantas. Cuando llegó al pasillo, el hombre volvió a hablar.
—Preferiría comer de una lata antes que estar asfixiado en una facción.
Violeta no miró atrás.
Cuando llegó a casa se sentó en el escalón delantero y paró unos minutos para respirar el aire primaveral. Su padre había sido quien le había enseñado a robar esos momentos de libertad, aunque él no lo supiera. Ella lo observaba hacerlo, escabullirse de noche por la puerta mientras su madre dormía y volver a entrar en casa cuando la luz del día empezaba a asomar por detrás de los edificios.
Lo hacía incluso cuando Powder y ella estaban allí, rodeando su cuerpo frente al fregadero, tan alejado del presente que ni siquiera oía cuando ellas le hablaban. Pero Violeta había aprendido algo más observándolo: que los momentos de libertad siempre se acaban.
Se levantó, sacudiéndose los restos de cemento de la falda antes de abrir la puerta. Su madre estaba sentada en el sillón del salón, rodeada de papeleo. Violeta se irguió con orgullo para que no la regañara por andar encorvada. Se dirigió hacia la escalera, pensando que, a lo mejor, Maura dejaría que se fuera a su habitación sin prestarle mayor atención.
—Cuéntame de tu prueba de aptitud —dijo repentinamente, señalando el sofá para que Violeta se sentara. Ella recorrió la habitación, esquivando con cuidado los papeles de la alfombra, y se sentó en el punto señalado, justo al borde del cojín para poder levantarse de prisa—. ¿Y? —insistió, quitándose la gafas para mirarla con expectación. Violeta notó la tensión en su voz, esa que solo brotaba después de un día difícil en el trabajo. Debía de tener cuidado—. ¿Cuál ha sido el resultado?
—Abnegación —dijo rápidamente, ni siquiera pensó en la posibilidad de negarse a responder.
—¿Nada más?
—No, claro que no —respondió, frunciendo el ceño.
—No me mires así —regañó Maura, viendo como el ceño de Violeta se alisaba de inmediato—. ¿No ha pasado nada raro durante la prueba?
Violeta sabía que sí, que algo había ido diferente. Durante la prueba ella había sabido dónde estaba, que, aunque parecía que se hallaba en el comedor de su instituto, en realidad había estado sentada en una silla de la sala de la prueba de aptitud, conectada a una máquina mediante una serie de cables. Había sido extraño, pero no quería hablar de eso en ese instante, no cuando podía ver el estrés hirviendo en el interior de Maura, preparándose para la tormenta.
—No.
—No me mientras —espeto Maura, cogiéndola del brazo con fuerza, clavando sus uñas en la tela hasta que dejó marcas en la piel que nadie vería. Violeta no la miró.
—No miento. Salió Abnegación, como esperábamos. La mujer apenas me miró al salir de la sala. Lo prometo —su voz era aguda y tenía un matiz desesperado. Necesitaba que Maura le creyera. El alivio llegó inundándola cuando Maura la soltó; podía sentir la piel palpitar del apretón.
—Bien —concedió Maura, con un asentimiento extraño—. Algunos de mis compañeros del consejo vendrán esta noche, así que tienes que cenar temprano. Y nada de ruido, no quiero que Vander pida verte.
—Sí, señora.
Atendiendo a la orden de su madre, Violeta sacó algo de comer de los armarios de la cocina y del frigorífico antes de que el sol se ocultara: dos panecillos, zanahorias frescas, un trozo de queso y una manzana. Todo sabía a lo mismo: polvo y engrudo. En todo momento mantuvo la mirada fija en la puerta, no queriendo tropezarse con los colegas de su madre. Vander era el único que le caía bien, y había pasado más de medio año desde la última vez que habían intercambiado escasas palabras en presencia de Maura.
A veces Violeta podía ver compasión en la mirada de Vander, como si este supiera lo que estaba pasando, pero se convencía a sí misma que ese no era el caso, que él jamás dejaría que ella viviera aquello si lo supiera. En el fondo, sabía que no era más que la forma en que su mente intentaba compensar el hecho de que estaba sola en esa situación. Ningún guerrero fuerte vendría a salvarla del feroz dragón.
Estaba acabando de beberse un vaso de agua cuando el primer miembro del consejo llegó a la casa, así que Violeta atravesó corriendo el salón antes de que su madre abriera. Maura esperó con la mano en el pomo y la ceja enarcada mientras Violeta llegaba a la barandilla, señalando con la cabeza hacia la escalera y viéndola subir a toda prisa mientras ella abría la puerta.
—Hola, Maura.
Por supuesto, Violeta reconoció de inmediato la voz de Vander. Hubo un tiempo en que ella había escuchado a los otros miembros del consejo decir que Vander y su padre eran mejores amigos, y que por eso él también era amigo de Maura. Eso no significaba nada para Violeta. Su padre estaba muerto, y nadie conocía a Maura, no de verdad. Ni siquiera ella.
Por un instante, Violeta se atrevió a observar a Vander oculta entre las sombras en lo alto de la escalera, intentando imaginárselo charlando amenamente con su padre. Era un absurdo, su padre siempre había sido más de sufrir en silencio, guardar sus secretos en casa, como ella. Negando con la cabeza para sacar las ideas absurdas de su mente, ella corrió por el pasillo, encerrándose en su habitación.
El cuarto de Violeta era tan vacío y limpio como todos los demás dormitorios abnegados. Las sábanas y mantas grises estaban bien remetidas bajo el fino colchón, y sus libros de texto, bien colocados en una torre perfecta sobre el escritorio de contrachapado. Una pequeña cómoda con varios conjuntos idénticos de ropa yacía junto a la ventanita, que solo dejaba entrar un diminuto rayo de luz a la última hora de la tarde.
Ella podía comprender como la inercia había llevado a su padre a Abnegación, si es que aquel hombre de la tarde decía la verdad. Se veía a sí misma en esa posición mañana, cuando la pusieran frente a los cuencos de los elementos de las facciones con un cuchillo en la mano. Había cuatro facciones que no conocía y en las que no confiaba, y solo una que le resultaba familiar, predecible y comprensible. Si bien elegir Abnegación no le daría la felicidad de por vida, al menos sí que sería más cómodo.
«No es verdad», gritó una voz en su cabeza cuando ella se sentó en el borde de la cama, y rápidamente se tragó la idea, porque sabía de dónde provenía: de su parte infantil, la que temía a la mujer que presidía el salón. La mujer cuyos nudillos y palmas conocía mejor que sus abrazos. A medida que la ansiedad crecía, Violeta necesitaba más respirar. Corrió hacia la puerta, asegurándose de que estuviera cerrada y bloqueando la manilla con la silla del escritorio, por si acaso. Se agachó junto a la cama y metió la mano para sacar el baúl que guardaba debajo.
Se lo había dado su padre cuando era pequeña y Powder todavía no había nacido. A su madre le dijo que era para guardar las mantas de repuesto, que lo había encontrado en un callejón. Pero, cuando lo metió en el dormitorio de Violeta, cerró la puerta, se llevó un dedo a los labios y lo colocó sobre la cama para abrirlo. Dentro de baúl había una estatuilla azul. Parecía agua cayendo, aunque en realidad era cristal completamente transparente, pulido y perfecto.
«¿Qué hace?», había preguntado ella en aquel momento.
«No hace nada obvio —había respondido Silco, sonriendo; aunque había sido una sonrisa tensa, como si temiera algo—, pero quizás pueda hacer algo aquí dentro —había explicado, tocándose el pecho, justo por encima del esternón—. Es el poder de las cosas bellas».
A partir de ese entonces Violeta había ido guardando en el baúl todo tipo de objetos que a otros les parecerían inútiles: viejas gafas sin cristales, fragmentos de placas base desechadas, bujías, cables pelados, el cuello roto de una botella verde, una hoja de cuchillo oxidada.
No sabía si a su padre le habrían parecido bellos, ni siquiera a ella le parecían bellos, pero todos habían captado su atención del mismo modo que la estatuilla: como si fueran cosas secretas y valiosas, aunque solo fuera porque la gente las pasaba por alto. Así que, en vez de pensar en el resultado de su prueba de aptitud, cogió los objetos uno a uno y les dio vueltas entre sus dedos hasta memorizarlos por completo.
No fue consciente de en qué momento de su exploración se quedó dormida, sino hasta que despertó sobresaltada ante los ruidos de los pasos de Maura en el pasillo, justo frente a su dormitorio. Ella estaba tumbada en la cama con los objetos esparcidos por el colchón. Los pasos se detuvieron al acercarse a su puerta, y Violeta recogió las bujías, cables y placas base, lanzándolos al interior del baúl y cerrándolo con la llave que guardó en su bolsillo.
En el último segundo sus ojos notaron la estatuilla que seguía fuera, pero la manija de la puerta ya empezaba a moverse, así que simplemente la escondió debajo de la almohada y empujó el baúl bajo la cama. Se abalanzó sobre la silla y la sacó de debajo de la manija para que su madre pudiera entrar, y cuando lo hizo, lo ojos de Maura se quedaron fijos en la silla entre sus manos, mirándola con aire suspicaz.
—¿Qué haces? —preguntó con voz rasposa—. ¿Intentas evitar que entre?
—No, señora.
—Es la segunda vez que me mientes hoy –dijo Maura—. No he criado a una mentirosa.
—Es que… —aunque intentó excusare, Violeta no encontró nada que decir, así que cerró la boca y devolvió la silla al escritorio.
—¿Qué estabas haciendo que no querías que viera? —ante la pregunta, Violeta se aferró al respaldo de la silla, mirando los libros fijamente.
—Nada —respondió en voz baja.
—Ya van tres mentiras —dijo, su voz tan dura como el acero.
Cuando Maura empezó a avanzar hacia ella, Violeta retrocedió instintivamente. Sin embargo, en vez de intentar tocarla, Maura se agachó y sacó el baúl de debajo de la cama; después intentó abrirlo. No cedió. El miedo atravesó a Violeta desde su estómago como un cuchillo. Se pellizcó el dobladillo de la camisa grande como un gesto nervioso, pero no era capaz de sentir la punta de sus dedos.
—Tu padre aseguraba que era para guardar mantas —dijo, observando el baúl—. Decía que por la noche tenías frío, sin embargo no buscó una para Powder cuando ella nació. Eso me hizo preguntarme una cosa: si lo único que guarda son mantas, ¿por qué lo cierras con llave?
Violeta observó con impotencia como Maura extendía su mano hacia ella con la palma hacia arriba y arqueaba las cejas, mirándola. Ella sabía lo que le estaba pidiendo: la llave. Y tenía que dársela porque siempre sabía cuándo Violeta mentía, lo sabía todo sobre ella. Sacó la llave del bolsillo con manos temblorosas y la dejó caer en su palma. Ya no sentía sus propias extremidades y empezó a respirar superficialmente, como pasaba cada vez que notaba que su madre iba a estallar. Cerró los ojos con fuerza cuando escuchó el sonido del baúl abriéndose.
—¿Qué es esto? —preguntó acusadoramente Maura, manoseando sin cuidado alguno de los objetos más preciados de Violeta y moviéndolos por el baúl. Después los sacó uno a uno y se los lanzó, no importándole si algunos impactaban en su cuerpo cuando ella no lograba evitarlos—. ¿Para qué necesitas esto… o esto…? —Violeta se encogió una y otra vez, sin respuestas. No las tenía. No las necesitaba—. ¡Esto apesta a autocomplacencia! —gritó Maura, empujando el baúl del borde de la cama, de modo que su contenido restante se desperdigó por el suelo—. ¡Envenena de egoísmo nuestro hogar!
Ya no podía sentir tampoco su cara. Las manos de Maura se estrellaron en su pecho, haciéndola tambalearse hacia atrás y Violeta se golpeó contra la cómoda. Observó con pánico creciente como Maura levantaba la mano hasta la altura de su cara para golpearla, y gritó, con la garganta atenazada por el miedo:
—¡La Ceremonia de la Elección, mamá!
Maura se detuvo, con la mano levantada, y Violeta se encogió, retrocediendo de nuevo hasta la cómoda con los ojos demasiado nublados para ver nada. Normalmente Maura intentaba no hacerle moratones en la cara, sobre todo en días como el que se avecinaba, en los que habría tanta gente mirándola. Poco a poco, su madre bajó la mano y, por un segundo, Violeta creyó que su enfado se había extinguido, que se había aplacado su ira. Por eso no pudo evitar temblar cuando Maura dijo:
—De acuerdo. Quédate aquí.
Violeta se hundió contra la cómoda. No era tan estúpida como para pensar que se iría, lo meditaría y regresaría para disculparse. Maura no hacía eso nunca. Volvería con un cinturón, y no les sería difícil ocultar las marcas que quedaran grabadas en su piel debajo de una camisa y una obediente expresión abnegada. Lentamente, ella se giró, sintiendo un escalofrío recorrerla. Se agarró al borde de la cómoda hasta que sus uñas se astillaron, y esperó a que pasara.
Por la madrugada Violeta durmió boca abajo; el dolor perforaba cada uno de sus pensamientos y sus posesiones rotas estaban tiradas en el suelo. Después de pegarle hasta que tuvo que meter su puño en su boca para ahogar los gritos, llenando su boca del sabor metálico de la sangre cuando sus dientes se enterraron con más fuerza de la pensada, Maura pisó cada objeto hasta romperlo, o lo golpeó con un martillo, mellándolos, dejándolos irreconocibles. Luego lanzó el baúl contra la pared, de modo que la tapa de salió de la bisagra.
El pensamiento apareció de repente, como si la contención que lo restringía se hubiera roto también: «Si eliges Abnegación, jamás te librará de ella». Violeta ocultó el rostro surcado de lágrimas en la almohada. No era lo bastante fuerte para resistir la inercia abnegada, ese miedo que la empujaba por el camino diseñado por su madre.
A la mañana siguiente Violeta se dio una ducha fría, no para ahorrar, como hacen los abnegados, sino porque le entumecía la espalda. Se vistió despacio con la ropa más suelta y sosa que tenía, colocándose frente al espejo del pasillo con unas tijeras en la mano para cortar su cabello.
—Déjame a mí —dijo Maura, apareciendo desde el final del pasillo—. Al fin y al cabo es tu Día de la Elección.
Ahogándose con el nudo en su garganta, Violeta dejó las tijeras en la repisa del panel corredero e intentó enderezarse. Su madre se puso detrás de ella, tomando las tijeras y sosteniendo un mechón castaño entre sus dedos a la altura justa debajo de los omoplatos, la única altura permitida para una mujer abnegada. Violeta hizo una mueca ante el débil contacto y rezó, imploró, si había alguien que la escuchaba, para que Maura no se diera cuenta que cualquier toque suyo la aterraba.
—Ya sabes lo que esperar —dijo mientras tomaba con cuidado el cabello que enmarcaba su rostro.
La delicadeza golpeó a Violeta peor que la violencia misma. Hoy la tocaba como si fuera frágil, cuando la noche anterior le había azotado con un cinturón hasta abrirle heridas en la piel, que cicatrizarían, sobreponiéndose al tejido cicatrizado que estaba debajo. Casi le resultaba divertido.
—Te colocarás en tu sitio; cuando te llamen, darás un paso adelante para recoger tu cuchillo. Después te cortarás y dejarás caer la sangre en el cuenco correcto.
Sus ojos se encontraron a través del espejo, y Violeta sintió ganas de vomitar cuando vio a Maura esbozar algo parecido a una sonrisa. Su madre le tocó el hombro, y Violeta se dio cuenta de que ya eran de la misma altura, aunque ella seguía sintiéndose más pequeña. Maura volvió a enfocar su concentración en el cabello, haciendo que el último mechón castaño cayera al suelo en un halo que rodeaba a Violeta, y entonces añadió amablemente, volviendo a mirarla:
—El cuchillo solo te dolerá un momento. Después habrás elegido y todo acabará.
Violeta se preguntó si Maura recordaba algo de lo que había pasado anoche, o si ya lo había guardado en uno de los compartimentos de su mente para separar su faceta de monstruo de su faceta de madre. Sin embargo, su hija no contaba con esos compartimentos, así que veía todas sus identidades superpuestas: monstruo, madre, mujer, líder de consejo y viuda. De repente, sintió que le latía tan deprisa el corazón que parecía querer escapar de su cuerpo y el ardor en su rostro era tanto que no lograba soportarlo.
—No te preocupes por mi resistencia al dolor —dijo, mirándola con firmeza—. Tengo mucha práctica.
Por un segundo, los ojos de Maura fueron como dagas en el espejo y la ira de Violeta desapareció para dar paso al miedo, ese sentimiento tan familiar. Pero su madre se limitó a dejar las tijeras en la repisa y bajar las escaleras, dejando que fuera Violeta quien se encargara de barrer el pelo cortado y guardar las tijeras en la repisa del baño.
Ella regresó a su habitación y se quedó mirando los objetos rotos del suelo. Los reunió con cuidado en una pila y uno a uno los tiró dentro de la papelera al lado del escritorio. Se puso de pie haciendo una mueca de dolor. Le temblaban mucho las piernas. Fue en ese momento, al contemplar la cruda realidad de la vida que le esperaba, los restos destrozados de lo poco que poseía, que pensó: «Tengo que salir de aquí». Era un pensamiento potente. Notó su fuera vibrando en su interior como el tañido de una campana, así que lo pensó de nuevo: «Tengo que salir de aquí».
Caminó hacia su cama y deslizó la mano debajo de la almohada, donde la estatuilla de su padre descansaba a salvo, azul y reluciente bajo la luz de la mañana. La puso sobre el escritorio, al lado de la pila de libros, y salió del cuarto, cerrando la puerta a su paso. Al bajar, estaba demasiado nerviosa para comer, pero se metió un trozo de tostada en la boca para que su madre no hiciera preguntas. No había de qué preocuparse: Maura fingía que Violeta no existía, fingía no verla encogerse cada vez que tenía que agacharse para recoger algo.
«Tengo que salir de aquí». Ahora era un cántico, un mantra, lo único a lo que podía aferrarse.
Su madre terminó de leer las noticias que los eruditos publicaban cada mañana, y ella acabó de lavar sus platos; después salieron de la casa juntas, sin hablar. Recorrieron la acera, y Maura saludó a sus vecinos con una sonrisa; todo estaba en perfecto orden para Maura Lane, salvo por su hija. «Salvo por mí; yo estoy en constante desorden». Sin embargo, en ese momento Violeta se alegraba de que fuera así.
Subieron al autobús y se quedaron de pie en el pasillo para dejar que los demás se sentaran; la imagen perfecta de la deferencia abnegada. Violeta veía a los demás subirse, adolescentes veraces hablando a voces; eruditos que lo examinaban todo. Se quedó mirando a los demás abnegados que se levantaban de sus asientos para cederlos. Ese día todos iban al mismo lugar: al Centro.
Cuando llegaron, su madre puso una mano en el hombro de Violeta para dirigirla a la entrada, y el contacto hizo que una punzada de dolor recorriera todo su cuerpo.
«Tengo que salir de aquí».
Era una idea desesperada, y el dolor no hacía más que avivarla con cada paso que daba al subir las escaleras que llevaban a la planta de la Ceremonia de la Elección. Le costaba respirar, pero no era por el dolor en las piernas, sino porque su débil corazón se fortalecía con cada segundo que pasaba. A su lado, Maura se limpiaba las gotas de sudor de la frente, y los demás abnegados apretaban los labios para no respirar demasiado fuerte, para que no pareciera que se quejaban.
Violeta alzó la vista para observar la escalera que tenía en frente, y esa idea, esa necesidad, esa oportunidad de escapar, ardió por dentro.
Llegaron a la planta correcta, y todos e detuvieron para recuperar el aliento antes de entrar. La habitación estaba en penumbras, las ventanas, tapadas; los asientos, dispuestos alrededor del circulo de cuencos con cristal, agua, piedras, brasas y tierra. Violeta encontró su sitio en la cola, entre una chica abnegada y un chico cordial. Maura se puso delante de ella.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo, como si hablara consigo misma en lugar de con su hija—. Ya sabes cuál es la opción correcta. Sé que lo sabes —Violeta se quedó mirando a un punto al sur de sus ojos—. Te veré pronto —se despidió.
Maura caminó hacia el sector abnegado y se sentó en la primera fila con algunos de los otros líderes de la facción. Poco a poco, la gente llenó la sala; los que estaban a punto de elegir se encontraban de pie en un cuadrado del borde, mientras que los que observaban se sentaban en las sillas del centro.
Las puertas se cerraron en un estridor lastimero y se hizo el silencio cuando el representante del consejo de Osadía avanzó hacia el podio. Se llamaba Ambessa Medarda, por lo que Violeta había oído. Ambessa se agarró del borde del podio y, desde donde Violeta estaba, vio que tenía los nudillos magullados.
«¿Aprenden a luchar en Osadía? Seguro que sí».
—Bienvenidos a la Ceremonia de la Elección —dijo Ambessa, con una voz potente que se propagó por toda la sala. No necesitaba micrófono: sus palabras eran lo bastante fuertes para introducirse en el cráneo de Violeta y envolver su cerebro—. Hoy elegiréis vuestras facciones. Hasta ahora habéis seguido el camino y las reglas de vuestros padres. Hoy encontraréis vuestro propio camino, crearéis vuestras propias reglas.
Violeta casi podía ver a Maura apretando los labios con desdén ante un discurso osado tan típico. Conocía tan bien sus hábitos que casi se encontró haciendo lo mismo, aunque no compartía el sentimiento. No albergaba ninguna opinión concreta sobre los osados.
—Hace mucho tiempo, nuestros antepasados se dieron cuenta de que cada individuo era responsable del mal que existía en el mundo. Sin embargo, no se ponían de acuerdo sobre el mal del que se trataba —dijo Ambessa— Algún decían que era el engaño…
Violeta pensó en todas las mentiras que había contado, año tras año, sobre los moratones y los cortes, las mentiras por omisión de las que era culpable por guardar los secretos de Maura.
—Algunos decían que era la ignorancia; otros, la agresividad…
Pensó en la paz de los huertos cordiales, en la libertad que encontraría allí, lejos de la violencia y la crueldad.
—Algunos decían que era el egoísmo.
«Es por tu propio bien», es lo que Maura decía antes del primer golpe, como si pegarle a Violeta fuera un acto de sacrificio por su parte. Como si le doliera hacerlo. Bueno, no era ella la que cojeaba por la cocina esa mañana.
—Y el último grupo decía que era la cobardía.
De la sección osada surgieron algunos abucheos, y el resto de los osados se rieron. Violeta pensó en el miedo que se apoderó de ella la noche anterior, tan fuerte que no podía sentir ni respirar. Pensó en los años que la habían reducido a polvo bajo el yugo de su madre.
—Así es como llegamos a nuestras facciones: Verdad, Erudición, Cordialidad, Abnegación y Osadía —Ambessa sonrió—. En ellas encontramos la sensación de formar parte de algo más grande, la satisfacción de pertenecer a una comunidad, el sentido de nuestras vidas —se aclaró la garganta suavemente—. Bueno, suficiente, vamos al grano. Dad un paso adelante y coged vuestros cuchillos para hacer vuestra elección. El primero: Zellner, Gregory.
Parecía adecuado que el dolor acompañara a Violeta de su antigua vida hasta la nueva cuando el cuchillo se clavara en su palma. Aun así, esa mañana seguía sin saber qué facción elegir como refugio. Gregory Zellner sostuvo su mano sangrante encima del atierra para escoger Cordialidad.
Cordialidad parecía el lugar más evidente para refugiarse, con su vida pacífica, sus huertos con olor dulce, su comunidad sonriente. Allí encontraría la aceptación que había deseado toda la vida y, quizá, con el tiempo, aprendería a sentirse satisfecha y cómoda con la persona que era.
Sin embargo, mientras observaba a las personas de esa sección, con sus rojos y amarillos, solo veía gente completa y sana, capaz de animar a sus compañeros, de apoyar a los demás. Eran demasiado perfectos y amables para que alguien como ella cayera en sus brazos empujada por la rabia y el miedo.
La ceremonia avanzó más deprisa de la cuenta.
—Rogers, Helena.
Ella eligió Verdad.
Violeta sabía lo que ocurría en la iniciación veraz, lo había oído entre susurros un día, en el colegio. Allí tendría que exponer todos sus secretos, desenterrarlos con las uñas. Tendría que desollarse viva para unirse a Verdad. No podía hacerlo.
—Mancer, Frederick.
Frederick, vestido de azul, se cortó la palma de la mano y dejó que su sangre goteara sobre el agua de Erudición, que se volvió de un rosa más oscuro. Violeta aprendía rápido, pero se conocía lo suficiente como para comprender que era demasiado volátil y emocional para un lugar como Erudición. Se asfixiaría, y lo que ella quería era ser libre, no acabar ahogada en otra prisión.
—Lovelace, Anne.
Anne, otra de las chicas que nunca había sido capaz de dirigirle más de dos palabras seguidas a Violeta, avanzó tambaleante y caminó por el pasillo hacia el podio de Ambessa. Aceptó el cuchillo con manos temblorosas, se cortó la palma y la sostuvo encima del cuenco de Abnegación. A ella le resultaba fácil, no tenía que huir de nada, sino volver a unirse a una comunidad amable que le daría la bienvenida. Y, además, hacía años que nadie se trasladaba de Abnegación. Era la facción más leal en cuanto a estadísticas de la Ceremonia se refería.
—Lane, Violeta.
No estaba nervosa al caminar por el pasillo hacia los cuencos, aunque todavía no había decidido nada. Ambessa le pasó un cuchillo, y ella cerró el puño en torno al mango. Estaba suave y frío, con la hoja limpia. Un cuchillo nuevo para cada uno; y una elección nueva.
Al acercarse al centro de la sala, al de los cuencos, Violeta pasó junto a Grayson, la mujer que se encargó de su prueba de aptitud. «Tú eres la que debe vivir con tu elección», le había dicho.
Grayson, con el cabello peinado hacia atrás, la miró a los ojos con una intensidad peculiar, y Violeta le devolvió la mirada sin inmutarse mientras se situaba entre los cuencos. ¿Con qué elección era capaz de vivir? No con Erudición ni Verdad. No con Abnegación, el lugar del que intentaba huir. Ni siquiera Cordialidad, pues estaba demasiado destrozada para encajar allí.
Lo cierto era que quería que su elección fuera como un puñal clavado en el corazón de su madre, que la atravesara y le provocara todo el dolor, la vergüenza y la decepción posibles. Solo había una elección que conseguiría eso.
Violeta la miró, viendo como su madre asentía con la cabeza, y se hizo un corte tan profundo en la palma de la mano que sus ojos se llenaron de lágrimas.
Parpadeó para limpiar su visión y cerró la mano para que la sangre se acumulara en su puño. De repente, pensó en las similitudes entre Maura y ella. Sus ojos eran como los suyos, de un gris tan claro que, con una luz como aquella, parecían brillar cual luna llena. Le palpitaba y picaba la espalda, el cuello de la camisa arañaba la piel en carne viva, la piel desgarrada con el cinturón.
Abrió la mano encima de las brasas. Las notó quemándola en el estómago, llenándola hasta arriba de fuego y humo. Ningún guerrero valiente había ido a rescatarla nunca, pero eso estaba bien, porque ella se había convertido en su propia guerrera.
Era libre.
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No estoy segura de que les guste este capítulo dado que abarca la vida de Vi y su ceremonia de Elección, lo cual no es tan emocionante como muchos querrían, pero si lo leyeron, deseo saber qué opinan.
Sin más, sigan hacia el siguiente extra.
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