CAPÍTULO CUARENTA Y TRES - RAFAEL
Jueves, 4 de octubre del 2018
Son las doce y cinco minutos de la madrugada. He podido comprobar que la mitad de los hombres que custodian a mi padre se han ido hace cinco minutos y ahora solo hay diez hombres armados en casa. Hace cinco minutos le envié un mensaje a Santiago para decirle que empezaba la operación. Si a las doce y cuarenta y cinco no le vuelvo a enviar un mensaje, mandará a sus hombres y a la policía, por lo que tengo que encontrar a mi padre como muy tarde en media hora.
La última vez que lo vi por las cámaras estaba en su despacho, parecía tan triste. No se parece nada a aquel hombre que solía ser.
Con la Beretta en la mano y un pasamontañas de nailon puesto me adentro en la casa donde pasé mi infancia. Echo de menos mis cuchillos, me siento desnudo sin ellos, pero intento no pensar en eso.
Ya he desconectado la electricidad. Ahora mismo estamos todos a oscuras y sin poder comunicarnos con el exterior, lo que ha puesto a todos los presentes en la casa muy nerviosos. En menos de cinco minutos he neutralizado a seis hombres y los he dejado atados en la biblioteca que solía usar cuando era niño. Es mucho más pequeña que la otra biblioteca, pero no suele ser muy frecuentada y no quiero que los demás hombres sepan lo que está pasando.
Al llegar al despacho de mi padre, él está sentado en su escritorio y se queda mirándome sin expresión en la cara, como si la vida no tuviese valor, como si el morir ahora o luego fuese exactamente lo mismo. No enciendo luz alguna, me he acostumbrado a ver con la luz de la luna. El encender una linterna es un riesgo que no quiero correr.
Camino hacia su mesa, le apunto con el arma y enciendo mi linterna para que pueda leer el mensaje que he escrito unos minutos antes en una tarjeta: "SI QUIERES VER A TU MUJER Y A TU HIJO, APAGA TU MÓVIL Y SÍGUEME".
Él se levanta como un resorte y puedo ver el brillo de sus ojos. No dice nada, apaga su móvil y me sigue. Cuando vamos a cruzar la puerta del despacho oigo unos pasos. Escondo a mi padre al lado de la puerta para que cuando la abran no quede expuesto, y yo espero en el otro lado.
Tardan unos diez segundos en abrir la puerta, sé que son dos y llevan linternas. Cuando se dan cuenta de que mi padre no está en su mesa, entran en el despacho y aprovecho para derribar al primero, que se queda inconsciente con una nariz rota.
El segundo me apunta con el arma y yo lo desarmo de una patada. El pobre no tiene mejor suerte que el primero y acaba con un brazo partido e inconsciente en el suelo. No tengo tiempo para atarlos, ahora no.
Quedan solo dos y tenemos que salir de la casa ya. Cuando era pequeño, solía esconderme en un armario de la cocina, la despensa, donde la Yaya guardaba las ciruelas para evitar que me las comiese. Me encantaban las ciruelas. Me dirijo a ese lugar, no quiero que mi padre vea más violencia. Me mira como si yo fuese un monstruo, pero me sigue con determinación.
Antes de llegar a la cocina, oigo que un vigilante se nos acerca. Lo espero en una esquina y lo derribo con un solo golpe. Entro en la cocina, abro la puerta de la despensa y sin mediar palabra con mi padre lo encierro y paso la llave. Salgo de allí corriendo y hago suficiente ruido para que el hombre que queda me oiga y venga a buscarme. Lo estoy esperando.
Desde donde estoy, veo cómo entra en el salón principal. Tiene una metralleta. Todavía no me puedo creer que mi padre haya permitido que un tipo armado con una metralleta esté en casa.
Utilizo la oscuridad a mi favor y en menos de diez segundos estoy al lado de él. No lo dudo ni un momento y le destrozo la rodilla de una patada, antes de darle el golpe que lo deja en el suelo también inconsciente.
Miro el reloj, son las doce y veintidós minutos. Voy a buscar a mi padre al armario y le obligo a correr detrás de mí hasta donde tengo escondida la moto. Me subo en ella, le ofrezco un casco y él se sube detrás. Cuando llego al portón, me bajo de la moto, abro la puerta de manera manual, ya que destrocé el sistema electrónico antes de entrar a buscar a mi padre, y abandonamos la propiedad.
Después de cinco minutos, en los cuales corro como un loco con la moto para alejarme de mi casa y también del pueblo, paro la moto y le envío un SMS a Santiago: "Estamos fuera y todo bien. En diez minutos estaré donde me dejó el helicóptero, pero necesito irme en coche ¿Lo robo o me lo envías?" A los dos segundos me llega un mensaje de Santiago: "Te lo envío, dame quince minutos".
Sin mediar palabra con mi padre seguimos nuestro camino, esta vez más tranquilo y haciendo un poco de tiempo para no llegar demasiado temprano y tener que esperar. Cuando llegamos, el coche nos está esperando.
Me apeo de la moto, me quito el casco, le quito el casco a mi padre, le apunto con el arma y hago que me espere en el coche. Compruebo que no tiene micros ni dispositivos GPS y me acerco al chico que me ha traído el coche. Seguro que no tiene, sino dos o tres años más que yo.
Mientras sigo apuntando con el arma a mi padre, me alejo un poco para hablar sin que me escuche.
—Señor, ¿quiere que lo acompañe? —me pregunta el que nos ha traído el vehículo.
—Ya has hecho bastante —le agradezco y puedo ver el alivio en sus ojos—. Muchas gracias por todo, nos has salvado la vida, sobre todo a él.
El chico me mira contrariado, sin entender nada.
Me acerco a mi padre después de despedirme. Todavía tengo puesto el pasamontañas, le hago señas para que se siente en el sitio del conductor y yo me siento a su lado. Cuando entra arranca el coche y conduce recto durante unos segundos y luego me dice con voz firme.
—No quiero jugar a nada. No me importa lo que me hagas y te daré lo que me pidas, tan solo quiero saber que mi familia está bien —lo dice sin mirarme y sin ninguna emoción en la voz.
No espera mi respuesta, sino que sigue conduciendo por la carretera, como si supiese que camino tiene que tomar sin que yo le haya indicado nada. Me quito el pasamontañas y él ni siquiera se molesta en mirarme. No sé cómo decirle que soy yo, la comunicación emotiva nunca ha sido mi fuerte, así que tomo el teléfono y llamo a Santiago.
—Friki —digo, cuando alguien contesta al teléfono.
—¿Cómo estáis? ¿Todo bien? —se preocupa Santiago.
—Sí, estamos bien. Necesito un último favor —le pido.
—Lo que sea cuñado, ya lo sabes.
—Ahora tengo que colgar, luego te llamo —le digo a Santiago, porque mi padre me está mirando sorprendido.
Entonces empieza a llorar como un niño. Para el coche en la cuneta de la carretera y se queda mirándome sin saber qué hacer. Quiere abrazarme, pero me conoce demasiado bien para saber que soy un friki que no le gusta que lo toquen, por lo que no sabe cómo hacerlo o cómo voy a reaccionar yo.
—¿Hijo? ¿Y tu madre? —me pregunta mientras sigue mirándome, sin terminar de creérselo, aunque ya no llora.
—Mamá está bien, todos están a salvo. Los únicos que estamos aquí fuera, somos nosotros dos. ¿No vas a darme un abrazo? —le digo y no espera a que termine la frase y se abalanza sobre mí.
Es raro, pensé que le dejaría que me abrazara por él, a pesar de que odio que me toquen sobre todas las cosas, pero este abrazo me gusta y los dos dejamos que nuestras lágrimas se derramen durante unos minutos.
Cuando lo observaba por las cámaras antes de entrar en la casa, me di cuenta de lo infeliz que es, la poca vida que queda en sus movimientos. No parecía mi padre. Entonces lo entendí. No volveré a separar a mis padres. Tendré que hacer lo que sea para que sigan juntos. ¿Cuántos años les quedan de vida? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? No dejaré que vivan separados ni un solo día más.
—Papá —le digo separándome de él—, necesito hablar por teléfono y reorganizarlo todo.
—Claro, hijo, perdona, es que no esperaba... —se disculpa, se nota que todavía no ha asimilado todo lo sucedido—. Pero ¿cómo se te ocurre entrar tú solo así en casa? Y encima armado y no me dijiste nada —ahora está empezando a ser el mismo de siempre y se está cabreando.
—Lo siento, papá, tuve que actuar rápido. Raptaron a Laura y a mi compañero de piso y cuando regresé de ayudarlos, no podíamos acceder a ti. Tuve miedo de que te pasara algo.
—Hijo, despacio. ¿Qué me estás diciendo? ¿Qué secuestro? ¿Dónde habéis estado?
—De verdad, papá, deja que haga una llamada y te lo cuento todo, ¿vale?
—De acuerdo, hijo, al fin y al cabo, el secuestrado soy yo —dice enfadado aún, mientras arranca el coche y volvemos a la carretera.
Marco el número de teléfono de Santiago y espero a que conteste.
—¡Friki! Perdona, mi padre se acababa de dar cuenta de quién era yo y tenía que explicarle lo que estaba sucediendo.
—¿No sabía quién eras? —me pregunta Santiago.
—No, no le hablé y tenía el pasamontañas puesto. Voy a poner el altavoz —le aviso para que no diga nada que pueda comprometernos y que mi padre pueda oír toda la conversación.
—¿Cómo lo sacaste? —me pregunta curioso.
—A punta de pistola —le respondo sin darle mucha importancia.
—¿A tu padre? ¿Tú estás loco? No hace falta que me respondas a la pregunta, ya veo que sí.
—La pistola no tenía balas —le explico—. Si hubiese sabido que era yo, no me hubiese dejado cargarme a esos tipos y no hubiese podido llevármelo de casa.
—¿Qué tengo que hacer? —me pregunta, haciendo referencia al favor que le he pedido hace unos minutos.
—Necesito que mis padres estén juntos esta semana, ¿crees que sería posible?
—Hasta dentro de dos días las chicas no llegarán a ningún puerto, pero se puede hacer, dejé tres camarotes libres por si teníamos que escapar nosotros.
—Espera, voy a preguntarle. Papá —me dirijo a mi padre—, ¿crees que en dos días puedes arreglarlo todo para que tengas unas vacaciones de, aunque sean de una o dos semanas? En las vacaciones no podrás utilizar ni el teléfono ni internet y no podrás contactar con nadie.
—Claro, hijo, solo necesito hacer dos o tres llamadas mañana y arreglado —contesta mi padre.
—Buenas noches, señor —saluda Santiago a mi padre.
—Buenas noches, hijo —le contesta él.
—Friki, envía ahora a la policía a Cruella de Ville y a su hijo. Ya no tiene sentido esperar más —entonces hago una pausa y le pregunto lo que quieres saber, desde que comenzó la llamada—. ¿Cómo está la princesa?
—Se tomó el brebaje que le preparaste, le di dos tazas y cayó en el sillón. Aún sigue durmiendo, pero lloró mucho.
—Esta vez será diferente, lo prometo.
—Cuñado, cuídate.
—¿Y mi compi? —le digo, refiriéndome a Jacobo.
—Aquí, conmigo, esperando a que cuelgue para contarle todo lo que me estás diciendo.
—Gracias por todo —le digo con total sinceridad, porque nunca podré agradecerle lo suficiente todo lo que ha hecho por mi familia y Jacobo.
—Gracias a ti, aunque me siento fatal por ser el culpable de que todo esto haya pasado.
—Sabes que tarde o temprano me encontrarían —le digo para que no se sienta tan mal.
—No estoy de acuerdo, te sabes esconder muy bien. Pero nosotros nos lo hemos pasado genial, mejor que una película de acción, menos las últimas horas. Ahí pasé un poco de miedo, aunque ya ha pasado y mejor no hablamos de ello. ¿Te busco un sitio?
—No, tranquilo, tengo el portátil que me diste y algún que otro cachivache y ya tengo la ruta fijada. Si todo va bien, los chicos deberían de volver a las clases pasado mañana. Mañana no dejes que salgan. Preparé el desayuno, el almuerzo y la merienda de mañana y dejé las instrucciones para que mi hermano lo elabore. Él sabrá lo que hacer. Por la tarde ya podrán irse al piso, pero que no se acerquen a la cafetería en varias semanas, es una orden.
—A la comida no te voy a decir que no. Seguro que todos se alegran.
—Friki, envíame donde tengo que dejar al polizón el viernes y a qué hora —le pido.
—Descuida, te lo envío en unos minutos.
—Cuida a tu hermana —me despido.
—Nos vemos —dice antes de colgar el teléfono.
Mi padre no tiene cara de estar muy feliz. Sé que me va a caer una buena, pero no me importa, hasta lo echo de menos. Cuando era pequeño era él, el que se enfadaba cuando me sucedía algo y siempre me decía que correr riesgos innecesarios era algo que solo hacían los estúpidos. Había corrido muchos riesgos, aunque en mi opinión eran todos necesarios, ahora tenía que explicárselo a él.
—¿Quién te crees que eres? ¿Tom Quinn? —me riñe y yo lo escucho con la cabeza gacha, como he aprendido a hacer con Laura.
—Lo siento, papá —susurro.
—Si tu madre se entera, le da algo, y encima con un arma, y ni siquiera servía para nada porque no tenía balas, solo servía para que los demás te dispararan. ¡Respóndeme, Rafael! —dice cada vez más enfadado.
—Papá —le contesto en voz baja—, mamá me preparó para esto. Llevo entrenando desde que me fui de casa. Al principio mamá me obligaba a entrenar cuatro horas diarias y luego empecé a entrenar por mi cuenta un poco más.
—¿Tu madre sabe que eres una especie de arma para matar? —dice mi padre sin dar crédito a lo que está oyendo.
—No exageres, papá —sigo hablando en voz baja—. Nunca mataría a nadie y siempre intento hacer el menos daño posible.
—A uno de los chicos le destrozaste la nariz y al otro... —me acusa.
—¡Te estaban reteniendo! ¡Llevaban metralletas! —levanto el tono de la voz, porque yo también estoy empezando a cabrearme un poco.
—¡Me estaban protegiendo! Tu tía los contrató para que me protegieran después de que desaparecieras con tu madre.
—Mi tía hizo matar a los padres de Laura y Santiago y es la razón por la que llevamos huyendo estos años —le explico en tono neutral, sin gritar, bajando el tono de voz.
No quiero discutir con mi padre. Nunca lo hemos hecho y no voy a empezar hoy.
—¿Qué estás diciendo? —me pregunta y ahora es él quien baja la voz.
—Mi tía es Cruella de Ville y mi primo también está involucrado.
—Pero ¿por qué? —me pregunta sin entender nada.
—Eso mejor te lo cuenta mamá —le digo y no es que no quiera explicárselo, sino que aún no sé la razón.
—¿Cómo está ella? ¿Qué ha hecho estos años? ¿Ha...? —no puede terminar la frase, se nota que hablar de todo esto le duele más de lo que quiere demostrar.
—Ella está bien, sigue enamorada de ti, ya sabes que mi madre es de un solo hombre —le digo para evitar que siga sufriendo sin saber si mi madre lo sigue queriendo, yo he estado en la misma situación y no se lo deseo a nadie.
—¿Qué ha estado haciendo? —me pregunta mi padre y entiendo su curiosidad porque yo he sentido lo mismo.
—Trabaja todo el día, ha hecho de todo, limpieza, camarera, dependienta. La Yaya también ha estado con nosotros. Ella siempre me ha querido como si fuese su nieto. Gracias a ella pudimos empezar una nueva vida con otras identidades.
—¿Dependienta? ¿Camarera? —repite mi padre, que no sale de su asombro.
—Hemos vivido sin lujos, se supone que mi madre, oficialmente, no tiene estudios de ningún tipo, ni siquiera el graduado escolar. Un graduado escolar falso vale mucho dinero.
—¿Y aprendiste a cocinar? Santiago dijo que le habías preparado la comida.
—Cocinar y limpiar la casa, como dice mi amigo Jacobo, soy el puto amo.
—¡Rafael! —me regaña mi padre por el lenguaje que he utilizado.
—Perdona, papá —le disculpo cabizbajo—. Bueno, que en lo de limpiar la casa y cocinar no me gana nadie.
—¿Si nunca hiciste ni la cama?
—Sin embargo, estos años mamá trabajaba todo el día y yo me ocupaba de limpiar la casa y preparar la comida. Además, en mi último trabajo aprendí mucho sobre comida asiática. Trabajé de pinche en un restaurante tailandés todo el verano.
—¿Y dejaste los estudios? Bueno, no importa, tienes tiempo de retomarlos de nuevo.
—Papá, me dieron la beca.
—¿Qué beca? ¿La del Instituto Gutenberg? Pero si se la dieron a tu amiga Laura —dice sorprendido.
—Bueno, todos los años conceden dos becas —le digo orgulloso.
—Pero, Rafael, ¿cómo lo has hecho? Si entrenas todos los días, trabajas, haces la comida y limpias. ¿Cómo has conseguido la beca?
—Me esforcé mucho, lo hice por mamá. Ella no podía pagarme los estudios y sabía que se sentía culpable por haber tenido que huir de casa y vivir sin muchos medios.
—¿Crees qué se siente culpable? —me pregunta con la mirada llena de tristeza.
—Se siente culpable por no haberse despedido y haberte dejado solo estos años. Lo sé, porque a mí me pasa lo mismo con Laura. Pero lo hizo para salvar nuestras vidas. En realidad, fue muy valiente y ha luchado sin descanso desde que nos fuimos. Nunca toma vacaciones, hace turnos dobles cada vez que se lo permiten, normalmente tiene dos empleos. Mamá es muy fuerte.
—Lo sé, hijo, lo sé —afirma con tristeza.
—Pero también está triste y te ha echado muchísimo de menos. Por eso en dos días le darás una sorpresa y podrán verse de nuevo. Santiago me envió un mensaje, el viernes a las once podrás ir con mamá. Quiérela mucho, ella se lo merece.
—Claro, hijo. Siempre la he querido mucho —me dice sin poder esconder la emoción que siente en su voz.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro