Día Trece: Verdadero Yo
El zumbido la mensajería del teléfono me despertó. Estaba desnuda, enrollada en el edredón azul, y la claridad del día ya iluminaba la estancia. Dios mío; ¿qué hora sería? Me incorporé y miré a mi alrededor. Estaba sola.
Me había quedado profundamente dormida, presa del agotamiento, tras haber pasado prácticamente toda la madrugada perdida por completo en Yoon Gi. Recordaba las cosquillas de su cabello negro al dejar caer la cabeza sobre mi hombro, el sudor de su cuerpo y su respiración agotada tras nuestro intenso encuentro. Recordaba su abrazo, cálido y precioso, al cerrar los ojos y la serenidad somnolienta de su voz.
—No sabes lo que... —No había terminado la frase—. Gracias.
—No lo sé pero tampoco me hace falta. —Mi respuesta había sido acariciarle el brazo con el que me había rodeado—. Solo quisiera poder seguir así contigo.
—Yo también quisiera —me había susurrado su aliento en la oreja—. Y, por eso, perdóname.
Me hubiera gustado que aquella frase hubiera sido tan solo una disculpa por su inestabilidad de la tarde anterior pero no era tan tonta como para no intuir que era mucho más que eso. Y más teniendo en cuenta que no estaba en la cama. Se había marchado a hurtadillas.
"Quiero enseñarte la verdad".
Un estremecimiento se apoderó de mí. Había dicho que esa verdad se escondía en el sótano, justo en el espantoso, traumático y decisivo lugar en donde su integridad se había fragmentado. Allí se había derramado la primera sangre y el miedo se había trasformado en la mayor valentía pero también en la más cruda de las venganzas. Era dónde había empezado todo.
Me levanté, me puse el peto y la camiseta blanca que había dejado sobre la mesa y, mientras me abrochaba los tirantes, eché una ojeada rápida a los zumbidos que me habían despertado. Tenía una llamada y tres mensajes de texto.
El primero era de Suni, de las ocho y media de la mañana.
"Cielo, ayer estuve todo el día tratando de localizar a Jung Kook pero no lo he conseguido. He hablado con su amigo. Me ha dicho que salió corriendo de forma repentina cuando todavía estaban en el hospital y que no sabe nada de él. Encima no se llevó los documentos para gestionar la medicación. ¿Qué hago? ¿Margen de cuarenta y ocho horas?".
Ese era el tiempo que se solía esperar para que un servicio médico pudiera denunciar la desaparición o fuga de un paciente en el caso de que su marcha se considerara una riesgo, pero, dadas las circunstancias, ese margen se me hacía excesivo. No quería ni imaginarme el miedo que el pobre debía de estar pasando y era importante encontrarle porque en poco tiempo sus niveles de litio empezarían a bajar y las alucinaciones empeorarían su ya de por sí mala situación emocional.
"No, llama a la policía" decidí. "Argumenta la falta de medicación para que empiecen a buscarlo".
La respuesta me llegó al segundo. Debía de estar pegada al aparato.
"Okey".
Abrí el segundo mensaje, con la mente puesta en Jung Kook y en la culpa que me empezaba a taladrar por no haberle prestado la debida atención durante el ingreso, pero lo que leí provocó que el corazón me palpitara hasta hacerme toser y que el mundo desapareciera de golpe. El juzgado. ¡El juzgado!
"La resolución preliminar ha sido enviada al email". Pasé por las palabras por encima; lo único que me interesaba era la sentencia. "Le ruego que revise cuidadosamente la documentación que le enviamos y que se persone a la mayor brevedad posible en nuestras dependencias físicas con todas las hojas impresas y firmadas en la casilla donde dice RESPONSABLE DEL INFORME PERICIAL".
De acuerdo pero, ¿y la decisión? ¿Dónde estaba la decisión?
"Enhorabuena por su trabajo, Doctora Eun. El Juzgado número cinco de Seúl determina ABSOLUCIÓN para el señor Min Yoon Gi y, por el momento, ha decidido no tramitar cargos nuevos".
Absolución. Releí la palabra tres veces. Absolución. ¡Absolución!
Un desbordante entusiasmo me subió por el estómago hasta el pecho y las lágrimas se me dispararon. ¡Estaba libre! ¡Libre y sin repercusiones por el crimen de su padre! Era increíble. Abrí el correo y descargué las quince hojas del documento hasta llegar a las Disposiciones Finales.
—Absolución —releí, en voz alta—. Centro asignado de terapia: Hospital de Día de Seúl.
¿Un hospital de día? Eso era un régimen de tratamiento sin internamiento. Podría estar en casa. ¡Podría estar en casa!
Di un salto y salí de la habitación como un verdadero vendaval, con el móvil en la mano y sin molestarme ni en cerrar la puerta. ¿Dónde rayos estaría Yoon Gi? ¡Tenía que decírselo! ¡Tenía que saber que la vida a veces daba momentos de felicidad! ¡Que había un futuro para él y para los dos! ¡Lo había! ¡Ya lo creo que lo había! ¡Por supuesto que...!
El extraño silencio me hizo detenerme en medio del pasillo. Para ser las doce del día, la quietud que se respiraba se sentía tan poco natural que hasta la saliva se me espesó. Ya había comprobado que los policías, apalancados en el salón, eran personas muy ruidosas y a esas horas solían estar con la televisión portátil a todo trapo o discutiendo por cualquier tontería. Esa calma no era normal.
Me apoyé en la pared y di un par de pasos, con sumo tiento. Por si fuera poco, la casa estaba en penumbra y las puertas de las habitaciones lucían abiertas de par en par, con las persianas hasta abajo y las cortinas desplegadas. Así debía de haberlo hecho el señor Min en el pasado para que ningún ojo del exterior pudiera ver las palizas que le daba a su familia. ¿Por qué estaban igual? Parecía una recreación del pasado.
Un escalofrío me recorrió el espinazo y me obligó a rastrear en todas direcciones, insegura. Ay, Dios. El timbre del teléfono me vibró en la mano. Descolgué sin mirar.
—Los mensajes se responden. —La hosquedad de Seok Jin me caló por la oreja y me revolvió las entrañas como si me hubieran dado un puñetazo—. Me parece de pésima educación que me hayas dejado en leído —se quejó, con esa molesta rimbombancia tan suya—. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Castigarme retirándome la palabra? ¿Es que no eres capaz de darte cuenta de que estoy angustiado por tu culpa? ¿No ves que me estás haciendo pasar una agonía?
No le respondí.
—¡Eres muy poco considerada! —exclamó entonces—. O más bien... ¡Más bien nada! —rectificó, a gritos—. ¡Por lo menos di algo! ¡Me estoy desviviendo por ti, que lo sepas!
Sí, ya. Sobretodo eso.
—¿Qué es lo que quieres? —Mi pregunta sonó árida—. ¿Que te reciba con globos de colores después de lo que has hecho?
—¿Yo? —Su tono ofendido me dio a entender que, una vez más, no iba a ser capaz de reconocer nada—. ¿Y que se supone que he hecho yo? ¿Qué? ¿Eh? ¿Qué?
—No lo sé —murmuré y, para devolverle la pelota de la conversación, adopté la infalible forma en la que Pang Eo solía hacerlo—. Dímelo tu, ¿qué es lo que has hecho?
—¡Nada! —bramó—. ¡Solo trato de hacer justicia en este mundo! ¡Solo eso!
—El Dios de la Justicia ¿no? — proseguí, sin darle ni la más mínima tregua—. Sun Shee habló de la importancia de mantener el equilibro entre Yoon Gi, la muerte que sentencia lo que considera, y tu, el justiciero capaz de cualquiera cosa con tal de que impedir que él pueda ejecutar sus obras. —Cogí aire con fuerza; por fin, se lo había podido decir—. Y ese equilibrio se rompió en el momento en el que Kim Nam Joon vio a la supuesta justicia convertirse en la muerte.
—No sabes ni lo que dices. —De repente, bajó tanto el tono que me vi obligada a pegarme al teléfono—. Ese sádico te ha comido bien el cerebro.
—Sí, seguramente. —Mi sequedad me resultó cortante hasta a mí—. Menos mal que te tengo a ti para hacerme reflexionar. Tu eres el único cuerdo aquí, el que nunca miente ni manipula nada.
—Yo soy el que te quiere, que no te enteras —me escupió—. Yo y solo yo. No él. ¡No él!
—Claro.
—¡Pues sí! —insistió—. Él no haría nada por ti pero a mí, en cambio, me importas tanto que hasta he dejado mis obligaciones sin hacer en el hospital con tal de poder venir a Daegu. Acabo de aterrizar.
¿Estaba aquí? ¡Demonios! Increíble; su afán de protagonismo no tenía límites.
—Voy de camino a esa mierda de casa y te voy a sacar de allí aunque sea a rastras —dictaminó—. ¿Ves hasta dónde llega todo lo que siento por... ?
—No vengas. —le interrumpí—. No quiero verte.
—Pero yo a ti sí y eso es lo que cuenta.
—Si lo haces, avisaré al forense —le amenacé—. Todavía eres un sospechoso del caso y no puedes interferir ni acercarte al resto de implicados.
—¡Já! —Su risotada me hizo fruncir el ceño—. ¡Yo hago lo que me da la gana! —volvió a gritar—. ¡Llama a ese viejo! ¡Llama! ¡Llama, que me da igual y te va a hacer mucha falta! ¡Mucha!
—Tenlo por seguro.
Le colgué y apagué el móvil para que no pudiera volver a molestarme. Me ponía mala y, además, no tenía tiempo para perderlo en discusiones como esa. Acababa de asomarme al cuarto de baño y me había encontrado con la cortina de la bañera descolgada, o más bien arrancada, y las argollas de plástico tiradas por el suelo, entre medias de cientos de cristales que emanaban un fuerte olor a perfume, y mi cabeza se estaba empezando a aturdir.
Cristales rotos. Cristales de frascos de colonia estrellados contra el espejo resquebrajado y con parte de la lámina cuarteada dentro del lavabo, hecha prácticamente añicos. Me acerqué y mi imagen fragmentada se reflejó en los restos.
"Dice que lo hace cuando está desbordado por la situación".
De nuevo mi "verdadero yo" intentaba llevar la batuta.
"Ve al sótano".
Entré en el salón. No había nadie y lucía tan desordenado como si hubiera pasado un tornado. El equipo de cables de la policía estaba medio recogido sobre una maleta de tela tirada en el suelo, en medio de los restos de un desayuno a base de hamburguesas y pizzas precocinadas de pepperoni, y las mantas de dormir, lucían apiladas de cualquier manera sobre el sofá. La televisión portátil estaba encendida, en modo mute, y me acerqué para apagarla antes de volverme hacia la puerta abierta e iluminada del sótano.
Me asomé por la barandilla. Un ruido metálico, como si dieran un golpe, retumbó desde el fondo.
—¿Yoon Gi? —Empecé a descender—. ¿Eres tu? ¿Estás bien?
Otro golpetazo, esta vez más fuerte, me determinó a agilizar la marcha.
Efectivamente era él. Estaba sentado en el suelo, vestido con una camiseta roja y los pantalones del pijama, delante de la rejilla abierta de la ventilación, como abstraído, mientras golpeaba el suelo con un martillo que había sacado del armario.
—Yoon Gi. —Aguanté la respiración—. Yoon Gi.
—Espero que hayas descansado bien. —Se dio la vuelta, sin levantarse, y me señaló con la herramienta el espacio vacío frente a él—. ¿Te gustaría charlar un rato conmigo? —De repente, se sacó del regazo un par de botes de refresco de naranja y los dispuso uno junto al otro—. Te acuerdas de esto, ¿verdad? Es un signo de esa alianza terapéutica tuya tan eficaz.
Tomé asiento en el lugar indicado, nerviosa como nunca en la vida.
—Ese día me sorprendió que me llevaras una bebida a la habitación a pesar de todo lo que me rodeaba. —La mirada se le perdió en algún punto de las latas—. No tenía en mi registro que un psicólogo pudiera ser tan considerado y eso captó mi interés. Y luego me ganaste tan rápido que incluso llegué a pensar si el ingreso no me estaría convirtiendo en un loco de verdad. —Levantó la cabeza y me sonrió de medio lado, en un gesto melancólico que me preocupó enormemente—. Realmente me siento muy bien contigo.
—Tu también me ganaste a mi. —Recordé las horas muertas sentada frente a los libros en busca de pautas para armar mi teoría mientras contaba los segundos que faltaban para volver al hospital y poder verle—. Me costó un poco aceptarlo pero noté una conexión extraña contigo desde el primer día.
—En ese momento te dije que no quería hablar porque tenías la puerta abierta y estaba esposado —siguió él, con suavidad—. Confianza, confidencialidad y respeto. —Recitó los tres pilares del vínculo—. Los cumpliste todos.
Busqué mi lata y sostuve su frialdad entre las manos.
—Todavía los cumplo.
—Lo sé. —Sus pupilas se clavaron en las mías—. El problema es que yo no lo he hecho, Mei.
Apreté el refresco. No iba a ser capaz de responder nada coherente si no se explicaba mejor.
—Como dije antes, nunca imaginé que las cosas fueran a terminar así. —Su murmullo apagado me removió toda la angustia del pecho y la acidez de adueñó de mi garganta—. Se me da bien analizar los entornos y a las personas desde fuera. No suelo sentir nada por nadie así que la experiencia de notar tu afecto me desbordó y creo que por eso no fui capaz de anticiparme a ti.
—¿Qué quieres decir?
—Que no soy como te he hecho creer —explicó—. Solo construí una imagen apropiada para que me vieras como necesitaba que hicieras, sin más. —Sacó de su espalda una pila de fotos plastificadas y me las colocó delante—. No conoces a mi verdadero yo.
—Conozco lo suficiente —objeté, sin atreverme a mirar hacia las imágenes— . Me basta. —Y repetí—: De verdad me basta.
—No, Mei. No basta.
Desplegó las fotos en el suelo.
—El mundo es un lugar sumamente vacío —comenzó— Vivimos en un espacio lamentable repleto de lamentables sentimientos y de no menos lamentables relaciones que nos hacen seres muy débiles. —Los ojos me traicionaron y se posaron sobre la primera escena inmortalizada—. Es una dura lección que aprendí a base de las palizas de mi padre y por eso me juré que yo no caería en esa mediocridad —anunció, solemne—. Alguien debía poner orden y lo hice yo, con orgullo y con arte, como debía de hacerse.
Contemplé boquiabierta los cuerpos o, mejor dicho, los trozos de ellos. Pedazos de diferentes tamaños y formas en posiciones diversas, como si fueran muñecos de arcilla a medio modelar. Había torsos retorciéndose, brazos entrelazados en una súplica inexistente e intestinos amontonados fuera de la cavidad corporal, en artísticos diseños propios del arte abstracto. Y, entre medias de todo aquella orquesta de muerte, la intensidad de la sangre oscura, presente en cada rincón, en cada toma y en cada esquina, me recordaba la belleza interior que tanto me hubiera gustado poder revelar a mí también.
—Qué... —tartamudeé—. Qué es esto...
La cabeza de un hombre adulto, de mediana edad, me observó con los ojos muy abiertos, sobre un centro de flores muertas en medio de la mesa del comedor de un salón, y el cosquilleo del aliento de mi yo infantil en el oído me mareó.
"Es tan hermoso como tu amiga Dae".
—Esta es mi auténtica colección. —Yoon Gi se arrastró hacia mí y me obligó a levantar el mentón y mirarle—. Y este sótano es mi taller de arte.
—De Pang Eo, querrás decir.
—No, es mío.
Su respuesta me taponó los oídos y escuché mi propia voz, riéndose a carcajadas, sin que yo despegara los labios.
"Te ha mentido".
¿Quieres saber cómo continúa?
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