Día Trece: Nuestro final
No.
No podía ser verdad.
Simplemente no.
No.
Había estudiado cada aspecto y cada síntoma y le había administrado todas las pruebas habidas y por haber. Los indicadores de la disociación eran muy claros y, además, contaba con el contenido de las sesiones de terapia, que habían ido revelando los retazos de su traumática infancia. Eso sin olvidar a Pang Eo y sus contínuos avisos, el análisis de la conducta criminal y...
No. Definitivamente no era cierto. ¡No era cierto! Estaba segura de él. Confiaba en él.
"Negación".
Mi propia voz me cayó como una bofetada en plena cara y cientos de pinchazos se me clavaron en el pecho, en una inminente crisis de ansiedad que no me sentí capaz de frenar. El mundo entero se tambaleó ante mí y me vi obligada a apoyar las manos en el suelo para evitar caer. Dios mío. ¡Que no fuera cierto! ¡Por favor, que no lo fuera!
—Entiendo tu confusión. —Sus palabras me retumbaron, lejanas, en un triste eco y sus pupilas reflejaron una compresión que me agobió todavía más—. Has sido extraordinariamente buena conmigo y no merecías que te engañara pero tampoco podía permitir que un necio error de los juzgados me condenara precisamente por el único crimen que no cometí ni, por supuesto, que me privara de la libertad de seguir haciendo mi trabajo —expuso con la claridad que le caracterizaba—. Tenía que salir como fuera de ese hospital y, de preferencia, sin cargos.
Cientos de preguntas se me agolparon en la cabeza, todas la vez, en una vertiginosa tapquipsia, y los ojos se me empañaron. Yo había confiado en él. Me había creído cada gesto y cada palabra. Cada síntoma y cada revelación. Me lo había creído todo.
Maldita sea.
¡Maldita sea!
"Hay que matarle".
—Supongo que he salido absuelto, ¿verdad? —adivinó, con una apabullante seguridad—. Me estabas buscando para darme la buena noticia, emocionada ante la posibilidad de poder compartir un futuro conmigo, ¿no es así?
Asentí, por inercia, y una leve sonrisa se dibujó en su rostro cansado.
—No hay nada como eso para ti y para mí —murmuró—. Nunca lo ha habido.
Agachó la cabeza y sus dedos acariciaron el mango del martillo, sin cogerlo, mientras algo dentro de mí me pedía a gritos que le abrazara. ¡Qué demonios... ! ¿Me había vuelto loca del todo o qué? ¿Por qué, a pesar de lo que me estaba diciendo, me seguía sintiendo tan conectada? ¿Por qué no era capaz simplemente de aceptar las cosas?
—También quiero que sepas que no estoy orgulloso — añadió—. Te podría decir que la satisfacción de haber logrado mi objetivo me hincha el pecho y quedaría más acorde con la idea del psicópata al uso pero sería mentira.
¿Y entonces? ¿Qué demonios pensaba que era él? ¿Una víctima de las circunstancias, obligada a jugar conmigo para conseguir el alta?
—¿Pang Eo no existe? —Mi voz, agarrotada, se escuchó demasiado temblorosa—. ¿Te lo inventaste?
Era capaz de aceptar cualquier muerte, por escabrosa o sádica que fuera, siempre que se mantuviera dentro de mi interpretación clínica. Pero la posibilidad de que Seok Jin hubiera tenido razón todo el tiempo y yo no le hubiera querido escuchar, estaba a punto de resquebrajarme de arriba a abajo.
—No puede ser —me obcequé—. Dime que te estoy entendiendo mal, por favor.
—Lo siento mucho. —La disculpa fue como si me empujaran a un pozo sin fondo—. Hace mucho tiempo medité con calma qué opciones tendría en el caso de que algún día me detuvieran. —Levantó en el aire la fotografía de un cuerpo de mujer desnudo, con los pechos partidos como un par de melones abiertos y la grasa amontonada sobre el ombligo en una curiosa espuma amarilla—. Sabía que inventarme un cuadro psicótico no podría explicar algo como esto ni tampoco las amnesias que debía padecer para que me exculparan, y mi edad tampoco ayudaba.
¡Dios! Era una pesadilla. Una maldita pesadilla.
Se aproximó y, aunque mi razocinio me gritó que me apartara, no me moví.
"Dame el control".
—El trastorno de identidad disociativo era lo único factible aunque también sabía que sería difícil y complejo —continuó—. Para que funcionara necesitaría que un profesional con muchos conocimientos sobre el tema me ayudara a justificar la enfermedad y que, además, fuera capaz de diferenciar mis obras de las del resto de asesinos que juegan a ser dioses sin serlo.
Me agarró de la muñeca. No reaccioné.
—Cuando te conocí me di cuenta en seguida de que cumplías mis requisitos y, para más a mi favor, resultó que padecías el cuadro de verdad y me lo confiaste —susurró—. Querías ayudarme y me lo pusiste muy fácil.
No... Todo era un sin sentido...Todo. Yo le conocía, sabía cómo pensaba y...
"Preciosa mía, es un manipulador con un CI de 150".
No. ¡No!
—¿Lo sabe alguien? —Contuve el llanto—. ¿Tu hermano lo sabe?
—Jimin es caso aparte —me explicó, con un tono sumamente vacío—. Me tiene una fe ciega y eso es algo muy valioso para alguien que se dedica a romper personas en trocitos una vez por semana.
Una vez por semana.
Una vez... Por... Semana...
"Úsame a mí".
Sí. Ya no podía soportar más tiempo la tensión entre lo que él decía y mi pensamiento sonoro. Ya no. ¡Ya no!
—Te felicito entonces por la actuación.
Me erguí, seca, y, de un fuerte tiron, me zafé de su agarre.
—Tu simulación en las terapias merece un premio, sin contar, claro, con lo bien que has representado la falsa identidad, con la que lo único que buscabas era generar caos en mi cabeza y en la planta, y provocar un distanciamiento entre Seok Jin y yo para manipularme con más facilidad.
La expresión se me tornó fría. Lo supe porque el pecho se me vació bajo su expresión estupefacta.
—Mei... —La inquietud impregnó su voz—. ¿Mei?
—Ha sido impecable. —Ni me molesté en atenderle. No tenía interés alguno en lo que pudiera decir—. En mi pedestal de talento voy a colocar en primer lugar la escena de la bitácora, en segundo el cuento de los compañeros de vida y de muerte y en tercero el numerito del "no quiero ser tu paciente porque te veo con otros ojos", que fue bonito aunque te quedó un poquito ñoño.
El rostro se le ensombreció.
—¡Qué hermosa labia! —exclamé, con sorna—. Deberías dedicarte a escribir poemas con la sangre de los que matas.
—Ya... —Desvió la atención a un punto perdido de la pared—. Ya...
—Pero, querido mío, no voy a escandalizarme. —Me eché hacia atrás y amplié la distancia entre los dos—. No soy de las que montan un drama porque descuartices gente cuando te aburras y te dediques a sacarles estampitas para el recuerdo. —Busqué el martillo con la mirada. Estaba a pocos metros—. Y, por si lo dudabas, tampoco voy a soltar ni una sola lágrima más por ti.
—No —respondió, sin reparar en que echaba mano a la herramienta—. Eso lo daba por hecho.
La levanté con una sola mano y una sonrisa de autosuficiencia. Era mucho más liviana de lo que parecía.
—Estás disociada —concluyó—. Perdóname por provocarte una crisis.
—Dame tu vida y quizás te perdone.
Se giró, sorprendido, y yo levanté el martillo, con la intención de golpearle en la cabeza, pero se me adelantó y se escurrió por el suelo, haciéndome perder el equilibrio al asestar el toque. Trastrabillé hacia delante. Una fuerte presión me atenazó del tobillo y me tiró de bruces para a continuación arrastrarme hacia atrás. Mierda.
—¡Ay, nena! —exclamó, en un tono divertido completamente diferente al que venía usando—. ¿En serio quieres jugar conmigo a esto?
—Por supuesto, mi queridísimo embaucador.
Pataleé, me retorcí y conseguí pegarle con la rodilla en el estómago. Se encogió por dolor y me soltó. Intenté asestarle de nuevo el martillazo pero lo interceptó y me empujó. El golpe fue fuerte pero no sentí dolor, solo el frío del suelo calándome el peto como si fuera un líquido helado. Luché, boca arriba, para recuperar el control de la herramienta. Ambos la sosteníamos por el mango y tirábamos de ella a la vez, en sentido contrario.
—Nena, no te has dado cuenta —siseó—. No sabes lo que me frustra que no me escuchen como se debe.
—¡Escucharte a qué! —grité—. ¿No te parece que te he escuchado ya demasiadas veces? —Su cadera me aprisionó pero me las arreglé para apartarle—. Te voy a sacar por los ojos hasta la última gota de sangre que tengas y después pondré tu cabeza en la repisa de mi salón.
Se rió, a carcajada limpia.
—No te niego que amaría que lo intentaras, digna compañera de muerte. — Me aprisionó el cuello con el mango del martillo—. No habría nada más placentero pero me temo que lo tendremos que posponer. —Me esforcé respirar; empezaba a notar la presión en la garganta y me asfixiaba—. Ahora lo importante es que me hagas caso a mí y no a él.
—¿Qué?
—No le dejes.
¡Al diablo! Le propiné varias patadas en las piernas y conseguí que aflojara la fuerza.
—¡Mei! ¡Mei! —exclamó entonces—. ¡Para ya! ¡Para!
—¡Me haré una colección de fotos con cada pedacito de piel que te arranque! ¡Lo haré como homenaje a tu estilo! —Se detuvo, con el rostro mudado en algo parecido a la desesperación, aunque seguramente su verdadero sentir nada tendría que ver con ella—. ¡Te lo juro! ¡Te lo juro!
—Mei... Por favor...
La verdad, no entendía por qué seguía empeñado en fingir empatizar conmigo. Prefería mil veces la mordacidad irónica. Por lo menos no me hacía sentir una estúpida y perturbada enamorada.
—¿Quieres ver la belleza de la muerte, mi amor? —usé sus propias palabras—.¿Crees que disfrutarás de tu propia sangre?
La pregunta hizo el efecto deseado porque soltó el martillo y sus manos buscaron mi rostro, con alguna intención extraña que no le permití realizar. Recuperé la herramienta y le dejé caer un mazazo sobre el hombro, que era la zona más fácil. El golpe le hizo doblarse pero no se quejó y yo me incorporé, prendida de un desbordante entusiasmo que no recordaba desde el incidente con Ho Rae en la Universidad. Era simplemente glorioso.
Repetí la operación, en el lado contrario y con el doble de potencia, y la sangre salpicó el metal y se confundió con el rojo de su camiseta. Un quejido, tenue pero profundo, retumbó entre aquellas destructivas paredes. Sonreí, pletórica. Perfecto. Ese era el sonido que amaba. Ese era.
La asesté un tercero. Cayó de rodillas y agachó la cabeza. Apunté a su cráneo. ¿Cuántos golpes tendría que dar para dejarle como una nuez partida? Sería una interesante experiencia.
—Estoy disfrutando como nunca, mi amor. —No supe cómo pero, de repente, reaccionó, se echó sobre mí y me empotró contra la puerta del armario de latón—. Esto me recuerda a la primera sesión en tu despacho pero con un poquito de más arte de por medio.
Su cuerpo se pegó al mío y me inmovilizó las manos por las muñecas.
—Te voy a matar. —No me achanté—. Mereces que me de un homenaje con tu sangre. Te lo mereces.
—Mei, escucha. —Su frente, sudorosa por el forcejeo, se pegó a la mía y su aliento me calentó las mejillas—. Busca un anclaje, te lo ruego. No dejes que las ansias de sangre te conviertan en un monstruo como yo.
—Vete al infierno.
Me besó. Lo hice con ímpetu y sin que pudiera impedirlo, y un fuerte ardor me revolvió las entrañas.
—No quiero muerte para ti —explicó, en un murmullo ahogado—. Mírame mal en todo menos en eso.
Otro beso, esta vez más suave, me acarició el paladar y me olvidé por completo de lo que había descubierto y de lo que estaba haciendo. Solté el martillo, que cayó en un estruendoso chasquido metálico, pero no me importó. Solo me dejé llevar por su calidez y le rodeé el cuello con los brazos, buscando su proximidad, mientras los suyos me abrazaban por la cintura.
¿Qué demonios pasaba? ¿Qué era toda aquella mezcla de deseo absurdo que fundía el odio con mi incomprensible amor por él? ¿Tanto había conseguido manipular mi cabeza?
—Te deseo mucha felicidad, Mei. —Se separó un instante y me pareció luchaba por no llorar—. Regresa a casa.
—Yoon Gi... —Verle así me evocó demasiadas sensaciones del pasado y mi "yo normal" se hizo más fuerte—. Si me dejas ir, cambiaré el informe.
—Cuento con ello.
Me acarició levemente con los labios una última vez, antes de soltarme y agacharse para recoger la herramienta.
—Espero no volver a verte porque yo no doy segundas oportunidades. — Apoyó el martillo sobre el hombro ensangrentado, con aire solemne—. Si te cruzas de nuevo en mi camino, formarás parte de mi colección.
—¿Tu...? —Realmente era complicado entender el funcionamiento de su mente y de su errática conducta. Era un psicópata pero parecía ser capaz de sentir cosas y eso no era lo esperable—. ¿Vas a permitir que me vaya?
—Te doy diez minutos. —Su rostro se tornó en una máscara impenetrable—. Diez y cambiaré de idea.
"No es verdad".
Recogí mi móvil de suelo, con la pantalla destrozada tras haberse caído en algún momento, y me dirigí a las escaleras.
—Amaba hablar contigo —reconocí, con los pies en el primer peldaño—. Eres la única persona a la que realmente sentí conmigo en toda mi vida.
Los ojos me escocieron. Me había prometido no llorar hasta que no quemara mi último cartucho a la esperanza. Después de todo, todavía la tenía.
—¿Podrías despedirme como fingías hacerlo cuando eras Pang Eo? —Le observé por el rabillo del ojo—. Sabes cómo, ¿verdad?
—Por supuesto, psicóloga —respondió, apagado—. Has sido una acertada compañera de vida y de muerte. Tienes toda mi admiración.
Ojalá me hubiera dado una respuesta errónea. Me hubiera permitido dudar de lo que había confesado pero no había sido así y ya no había nada más que hacer.
—Adiós, Yoon Gi. —Ascendí con torpeza, agarrada a la barandilla—. Suerte, la vas a necesitar.
"Quédate con él".
No. ¿Para qué? No era real. Nada de lo que había pasado lo había sido. Nada.
"Quédate con él, niña boba".
— Ten una larga y próspera vida, Mei. —Su murmullo me llegó cuando estaba a punto de entrar en el salón y me provocó un raudal de lágrimas saladas—. Hazlo por los dos. —Y añadió—: Bitácora de Yoon Gi: nada es lo que parece.
Cierto. Era una dura lección que acababa de aprender a costa de romperme por dentro.
Era el final para el caso de terapia.
Era el final de Yoon Gi y el mío.
Era nuestro final.
El caso ha tenido un cierre inesperado. Yoon Gi no era lo que parecía y Pang Eo fue solo una ficción.
"Se rompes, te rompes", le había dicho a Mei.
La vida está llena de profecías autocumplidas.
¿Te lo quieres perder?
Te espero en la última actualización.
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