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Capítulo 3

Anne salió del hotel rumbo a una tienda Dolce & Gabbana que se hallaba en Piazza di Spagna. Quería cumplir cuanto antes una parte de la lista que Wendy le hizo, ya que algunas cosas —sobre todo la parte del beso—, le parecía muy difícil de cumplir. La joven decidió ir caminando, ya que la distancia era de unos dos kilómetros, tomando por la Vía Príncipe Amadeo. Anne se distrajo mirando los comercios, y las personas; hacía un poco de calor, pues el sol brillaba con fuerza en un cielo azul sin nubes. Sin embargo, ella prefería no perderse la experiencia de andar por la ciudad libremente.

Llegó finalmente a la tienda; la ropa era muy bonita, pero los precios eran altos. Ella no solía gastar tanto dinero en el vestir, pues creía que, para tener buen gusto, no era necesario invertir grandes sumas de dinero en ropa de marca. Pensaba que aquella era una pérdida de tiempo, cuando encontró una pieza que le gustó: era una blusa de cuello alto, una tela fina con estampados de flores, predominando el color azul. A la altura del cuello, se anudaba un lazo, que le brindaba un toque de sofisticación a una blusa que de por sí, era sencilla pero hermosa: justo su estilo. Anne miró el precio, estaba rebajada de 520 a 197 euros. Cerró los ojos: era una excelente rebaja, aunque aún era un precio alto por una blusa. No lo pensó más y decidió probársela en los camerinos.

Creía que cuando se la pusiera se decepcionaría de ella, pero lo cierto es que se veía hermosa. Era fresca, a pesar de sus mangas ¾; las transparencias dejaban ver su piel, sin parecer tampoco demasiado vulgar. No pudo evitar sonreír frente al espejo, así que se decidió a comprarla. Wendy estaría muy orgullosa de ella, mucho más cuando supiera que Anne se marchó de Dolce & Gabbana, luego de pagar, con su nueva adquisición puesta.

Una vez cumplido el punto uno de la lista, Anne decidió hacer algo que verdaderamente animara su espíritu. Consultó su teléfono y tomó Google Maps, para dirigirse al Foro Romano, la plaza o centro comercial más importante de la Vieja Roma.

El lugar era increíble: los restos de pavimento, columnas y paredes semiderruidas, ofrecían una imagen de lo que en algún momento fue una de las más prósperas ciudades de la Antigüedad. Recorrió los distintos templos y lugares que componían el Foro, así como el famoso Arco de Tito. Por último, tomó por la Vía Sacra, que conectaba al Foro con el Coliseo. En su trayecto admiró el Arco di Constantino, hasta que finalmente llegó a la construcción más icónica de la Ciudad Eterna, la que sirvió en el pasado de sede a los combates de los gladiadores; estar allí la estremeció mucho, ya que era una amante de la historia y de la arquitectura antigua.

Miró su reloj, era casi la hora de su reservación en el Ristorante Aroma. El restaurante estaba muy cerca de allí, en la Vía Labicana, apenas a doscientos metros del majestuoso teatro. Al llegar allí, la ubicaron en la terraza del restaurante, un agradable lugar, con unas vistas envidiables al Coliseo. Nada más por estar allí, valía la pena pagar el precio. Le ofrecieron una copa de vino blanco, que ella aceptó de inmediato mientras miraba la carta. Le era un poco difícil escoger, pues padecía de alergia a los platos del mar, y muchas pastas y platos estaban combinados con mariscos, y otras variedades marinas. Miró con cautela el menú, su italiano era bueno, aunque no hablaba con mucha fluidez.

Anne se decidió al fin por una pasta carbonara, y se quedó admirando la vista del lugar. A los pocos minutos pasó por su lado un joven, de alta estatura y cabello rubio. Lo sentaron en una mesa cercana a ella, al parecer estaba solo también. Al poco tiempo llegó su plato, así que se concentró en degustar su pasta con verdadero deleite. Cuando terminó, se decantó por solicitar un tiramisú como postre, acompañado por una segunda copa de vino.

Le llevaron el postre justo al mismo tiempo que al joven de la mesa, le servían su pasta. Anne lo miró un instante, estaba perdido en sus pensamientos y ni siquiera la hermosa vista lo había hecho esbozar una sonrisa. Ella volvió a apartar la mirada, avergonzada por observarlo con tanto detenimiento, y se llevó la primera cucharada de tiramisú a los labios. ¡Estaba realmente exquisito!

Sin embargo, unos instantes después, notó que el joven de la mesa cercana se ponía de pie, tenía el rostro muy rojo y jadeaba. Por un momento pensó que se habría atragantado con la comida, pero luego advirtió que no podía respirar y que tenía el rostro cada vez más enrojecido e inflamado. Un joven mesero se acercó para ayudarlo, pero el chico no podía hablar, estaba prácticamente sin aire. Todos en el restaurante dejaron de comer, angustiados, y Anne no lo dudó dos veces en acercarse.

—¿Qué comió? —le preguntó al joven mesero.

El chico, mirando el plato, le respondió que Tagliatelle al burro di arachidi. En cuanto le dijo esto, Anne comprendió todo.

—Acuéstalo —ordenó al mesero, mientras corría hacia su mesa para tomar su bolso.

Anne retornó junto al joven, llevaba en la mano un autoinyector de epinefrina, que era un dispositivo, parecido a un bolígrafo dentro de un tubo plástico, que se utilizaba en episodios de shock anafilático. Anne desbloqueó el aparato, quitándole la tapa de seguridad, y lo inyectó a la altura del muslo, sin necesidad de quitarle la ropa.

Al cabo de unos segundos, el joven comenzó a respirar sin dificultad, y su rostro se desinflamó. Con cuidado, el mesero lo sentó en la silla, y todos los comensales del Ristorante Aroma comenzaron a aplaudir a Anne. Ella se volteó hacia todos, y saludó brevemente con la mano, todavía estaba asustada.

—Llama a una ambulancia —le dijo al chico. El joven asintió y se marchó.

Anne se sentó frente al joven, quien poco a poco iba recuperando el aliento.

—Muchas gracias —susurró en inglés—. Me salvaste la vida.

—Me alegra que estés mejor —ella respondió en su lengua materna—, pero de todas maneras debemos ir al hospital para que te revisen. Tuviste un shock anafiláctico por la comida. ¿No sabías que eras alérgico al cacahuete?

—Sí, pero no he comido cacahuete… —repuso él.

—Ordenaste tagliatelle al burro di arachidi, por si no lo sabes, arachidi es cacahuete en italiano. El menú también viene en inglés, parece que no prestaste atención…

—Cielos, no —se quejó el joven, llevándose las manos al rostro—. Pedí pasta, cualquiera, ¿a quién se le ocurre prepararlos con salsa de cacahuete?

Anne sonrió.

—A la alta cocina, pero por favor no te agites, respira con calma. Por cierto, soy Anne. Médico, y norteamericana como tú, según parece —él asintió.

—Soy David —el joven por primera vez luego del susto, prestó atención a la joven que tenía delante.

Era muy hermosa: su cabello castaño, sus enormes ojos azules y su sonrisa, le brindaban una paz esencial en momentos como aquel, como si se tratase de una vieja amiga.

La ambulancia no demoró en llegar. El restaurante optó por no cobrarles la comida ni a David ni Anne, era lo mínimo que podían hacer dadas las circunstancias.

David fue atendido en urgencias del Italian Hospital Groupspa, que estaba muy cerca. Anne lo acompañó todo el tiempo; los médicos determinaron que no había razón para alarmarse: las vías aéreas estaban abiertas ya, la hinchazón y enrojecimiento habían cedido y la tensión arterial volvía a ser normal. A pesar de ello, el médico indicó que David permaneciera un par de horas en observaciones. Si no empeoraba el cuadro, podría irse.

Anne se sentó junto a él, una vez que el médico se marchó.

—¿Hay alguien a quien pueda llamar para que venga? —le preguntó.

David negó con la cabeza.

—Estoy bien, y no quisiera preocuparles. Bastante han tenido de hospitales en los últimos tiempos, así que no quiero asustarles. Además, gracias a ti, me siento estupendamente. De hecho, no sé por qué el médico no me ha dejado marchar ya.

—Por precaución, David —era la primera vez que lo llamaba por su nombre—. Es el protocolo en estos casos.

—Gracias por todo lo que has hecho por mí —él le tomó la mano por un instante—, pero no tienes que permanecer aquí a mi lado. Bastante es que he arruinado tu almuerzo, no quiero arruinarte también el resto de tu tarde…

—No te preocupes, no la has arruinado —ella le sonrió—. Gracias a ti no he tenido que pagar la cuenta del almuerzo…

Él soltó una carcajada, ya se encontraba más restablecido.

—¡Vaya manera de comer gratis! —rio.

—No está mal, ¿verdad?

—¿Cómo supiste qué hacer? —le preguntó él con curiosidad.

—Como te dije, soy médico. Los signos de una anafilaxia son fáciles de reconocer, mucho más en una persona que estaba comiendo una salsa de cacahuetes.

—Pero tenías el medicamento… —apuntó él.

––Y sería bueno que tú también lo tuvieras a mano —le recomendó Anne—. Cuando era adolescente probé la langosta por primera vez, en casa de una amiga. La reacción que tuve fue muy fuerte, por poco me muero —recordó estremeciéndose—. A partir de entonces, y luego de determinar que soy alérgica a los frutos del mar, mi padre, que era médico, me compró un autoinyector de epinefrina para que siempre lo tuviera a mano. Siempre viajo con uno en mi bolsa a todas partes; nunca antes lo había necesitado, hasta ahora.

—Te agradezco una vez más por salvarme la vida —le dijo él—. Sabía que era alérgico al cacahuete, pero no me percaté que la salsa de la pasta lo tuviera. No me sucederá de nuevo, he aprendido mi lección y compraré un autoinyector.

—Me parece muy bien.

—¿Entonces no te marchas, Anne? —le preguntó, al advertir que la joven continuaba a su lado.

—Si quieres te puedo hacer compañía, sé que es duro estar solo en un hospital —contestó.

—Te lo agradezco mucho, de corazón. ¿Has venido a Italia de vacaciones?

—Por trabajo. Estaré unos cuatro meses en Europa en un puesto médico. ¿Y tú?

—He venido de vacaciones con mi familia —le contestó.

—¿A qué te dedicas?

—Estudié Administración, pero trabajo en el viñedo de mi padre en Napa Valley. ¿Dónde vives tú?

—En Orlando —contestó ella.

—Qué suerte he tenido en encontrarme a una maravillosa doctora en esta latitud del planeta —comentó él, con una espléndida sonrisa.

Anne no pudo evitar ruborizarse. David era muy guapo, y muy amable, parecía una persona digna de conocer. Lástima que ella estaría en los cuatro próximos meses trabajando en un barco.

—También me alegra haberte conocido —respondió ella.

—Por el dinero de la comida, seguro —le recordó él, guiñándole un ojo.

—La verdad es que agradezco la compañía. Mi mejor amiga ha salido con su novio, y yo preferí no ser mal tercio y pasar el domingo sola para no incomodar.

—Y el resultado fue toparte conmigo, y aquí estamos en un hospital, en lugar de recorrer esta maravillosa ciudad.

—Ya falta menos, dentro de poco podrás irte.

—¿Qué te parece si después de salir del hospital damos un paseo?

Anne se ruborizó una vez más. Nunca pensó que David tuviera intenciones de continuar a su lado.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —repuso ella con una sonrisa.

—La verdad es que no. Tengo una cena familiar, pero es más tarde y, además, tengo interés de conocer más a mi salvadora. ¿Qué dices?

—Pienso que luego de salir del hospital te vendría bien hacer un poco de reposo, ¿no crees?

—¡Ya estoy bien, Anne! Te prometo que no me voy a exceder. ¿Quieres dar un paseo conmigo?

—Está bien —contestó ella, sin meditarlo mucho más.

No podía negar que también deseaba continuar en compañía de aquel joven, a quien las circunstancias habían puesto en su camino.

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