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Capítulo 11

Se hallaban frente a la Catedral Ortodoxa Metropolitana, en el paseo marítimo de Fira, la capital de Santorini. El edificio era emblemático, y sobresalía por su color blanco y su enorme cúpula; sin duda, un excelente punto de encuentro y el lugar que los Preston le dijeron a Anne como referencia.

Alice estaba muy nerviosa, aunque intentaba disimular. Annabelle no sabía nada del parentesco que la unía a la doctora. David se acercó a su hermana y le repitió por décima vez:

—Recuerda que no puedes decirle a nadie sobre Anne, ¿de acuerdo?

—Sí, —Annabelle rodó los ojos—, no soy tonta, sé que te gusta ella y que Julie no puede enterarte.

—¡Annabelle! —le reprendió su padre.

—No es solo por eso, cariño —David estaba sonrojado—, es porque trabaja en el barco y puede tener problemas por salir con pasajeros como nosotros, ¿comprendes?

La pequeña asintió.

—No te preocupes, no diré nada. Me agrada Anne —añadió con una sonrisa.

—Por ahí viene —fue Robert quien primero la divisó.

Anne se acercaba con un bonito vestido floreado, que acentuaba su figura, y unas sandalias bajas.

—¡Hola! —David se acercó primero para recibirla, y la escoltó hasta que llegaron junto a su familia.

Cada uno la saludó con mucho cariño. Alice sobre todo estaba muy contenta por verla, aunque intentaba esconder un poco las emociones que sentía.

—Me gusta tu vestido —le dijo Annabelle, acostumbrada a verla siempre con el vestuario de trabajo.

—Muchas gracias, corazón —respondió la aludida—. A mí me gusta mucho tu sombrero.

Annie llevaba un sombrerito de color blanco con una flor azul, en combinación con su ropa que era de igual color.

—El sombrero me lo compró mi hermano —le informó la niña—. Él es muy bueno.

—Sin duda —soltó Anne riendo, y compartiendo una mirada con David. El aludido se encogió de hombros.

—¿Qué puedo decir? Soy encantador. Y no lo digo yo, lo dice mi hermana que nunca falta a la verdad —añadió guiñándole un ojo.

—¿Qué les parece si nos encaminamos a tomar un autobús hacia Oia? —propuso Robert.

Todos estuvieron de acuerdo, pues Oia era la ciudad más bonita de Santorini y valía mucho la pena visitarla. Se encontraba al noreste de la isla, aproximadamente a poco más de nueve kilómetros desde Fira. Como eran varias personas a trasladar, preferían tomar uno de los autobuses que salían cada veinte minutos hacia la hermosa ciudad.

—Anne, ¿tienes hermanos? —le preguntó Annabelle, quien le dio una mano a ella y otra a David, mientras caminaban.

Alice iba justo detrás de los chicos, junto a su marido, y se tensó un poco con la pregunta aunque era natural que se la hicieran.

—No, no tengo —respondió Anne, sin decir nada más.

—¿Cuál es tu película favorita de Disney? —volvió a preguntar—. La mía es Frozen.

—La mía es la Bella Durmiente —contestó la chica con una sonrisa. La niña era en extremo simpática y habladora.

—Esa también me gusta mucho —le dijo Anne—. En realidad, me encantan todas.

—¡Yo quisiera trabajar en el Disney Magic cuando sea grande! Me parece que es el trabajo más bonito del mundo.

Alice se rio, mientras notaba el entusiasmo de Annabelle, que estaba estableciendo un vínculo con su hermana, sin que ninguna de las dos fuera consciente de que lo eran.

—Es un trabajo bonito, pero se vuelve agotador. ¿Te gustaría vivir para siempre en el barco y no volver a tu casa hasta dentro de mucho tiempo?

—No, eso no —reflexionó la pequeña.

—Lo mismo me sucede a mí —le contó Anne—. Este es mi último trabajo, dentro de unos meses regresaré a mi casa.

—Lo cual es muy bueno porque podrás ir a visitarnos a Napa —apuntó Alice esperanzada.

Anne se giró hacia ella y le sonrió.

—¡Ay, sí! —gritó Annabelle—. Quiero que conozcas mi habitación, y a mi perrito Buzz. ¡Lo amamos!

—Me gustaría mucho conocerlo —repuso Anne.

—Es un gruñón —le advirtió David riendo—. Solo es amigable con Annabelle, pero tal vez tú puedas conquistarlo…

—¿Tú tienes perro, Anne? —inquirió la niña una vez más. Parecía que le estaba haciendo un interrogatorio.

—No, no tengo… Tuve hace mucho tiempo cuando aún era una niña, pero ahora vivo solo con mi mamá.

El grupo no demoró mucho en llegar a la estación y tomar un autobús verde en dirección a Oia. La ciudad era maravillosa: pequeña y deslumbrante en su sencillez y por sus impresionantes vistas.

El pueblo se encontraba en un acantilado, mirando hacia la caldera, que no era más que el cráter sumergido de un volcán; estaba constituido de zonas escarpadas, por lo que las escaleras de piedras labradas en el acantilado, permitían subir para recorrerlo. Las fachadas de las casas eran de colores claros, predominando el blanco. También el azul contrastaba en algunas cúpulas, ventanales y puertas de los distintos edificios. Otro tono de color lo aportaban las flores y vegetación que colgaban de los pequeños balcones.

—¡Es precioso! —comentó Anne, mientras se perdían por una de sus calles.

—Me encanta, es muy pintoresco —apoyó David.

El grupo pretendía tomarse la fotografía más típica de Santorini: una en la que se observaran las tres cúpulas azules de los edificios, y la ciudad de fondo y más atrás el mar. Para ello, tomaron por la avenida principal, doblaron a la izquierda en la calle donde había dos joyerías, y luego continuaron recto. La imagen esperada apareció frente a sus ojos: la ciudad de Oia a sus pies, y de fondo los típicos edificios de las postales. Robert le pidió a un turista que les tomara una foto a todos, así que se agruparon con una gran sonrisa. David abrazó a Anne aprovechando el momento, y luego le pidió a su padre que le tomara otras fotos con ella. Anne estaba muy ruborizada.

—¿Son novios? —preguntó Annabelle con una sonrisa y algo sospechosa.

—¡No! —respondió Anne, avergonzada.

A sus espaldas, en cambio, David asentía. Annabelle se echó a reír, y cuando Anne se volteó, encontró al joven aún afirmando con la cabeza.

—¡David! —le reprendió, cada vez más ruborizada.

El aludido se encogió de hombros,

—¡Me descubrieron!

—David, por favor —rio su padre—, compórtate o Anne no va a querer salir más con nosotros.

—Ni cuando adolescente se comportaba así —añadió Alice, riendo también.

—Bien, se han propuesto burlarse todos de mí —replicó, fingiéndose el ofendido.

—Venga ya, vamos a buscar un lugar para comer, ¿les apetece? —Robert tenía hambre.

Todos accedieron y continuaron viaje; se dirigieron a un hermoso restaurante con vistas al mar. Era una terraza de madera, muy espaciosa y minimalista, cuyo principal atractivo era el envidiable paisaje de la costa. Pidieron platos típicos de la comida griega: moussaka, que era un plato hecho a base de berenjena, con capas de carne, tomate y bechamel; el gyros, que no era más que carne asada al estilo kebab sobre pan de pita, con cebolla, tomates y patatas; y ensalada griega, que a las verduras añadía el delicioso queso feta.

La conversación durante la comida fue muy agradable: Robert hizo varias historias sobre David cuando era niño, y Annabelle le contó a Anne sobre sus lugares favoritos del barco. Alice era quien más callada estaba, pues su secreto le pesaba en el corazón, así que prefería deleitarse con ver lo bien que se llevaban sus hijas, o la atracción que entre Anne y David existía, algo que le llenaba de regocijo.

Al terminar de comer, hicieron un último recorrido por las calles de Oia, antes de tomar el autobús de regreso a Faia. Por el camino Alice se antojó de entrar en una tienda artesanal de la isla; David y Robert decidieron esperarlas en el café de enfrente, tomando un café.

Alice entró con sus hijas al local, la ropa era muy bonita, predominando el color blanco en los tejidos. De inmediato una mujer de mediana edad muy amable se les acercó y les habló en inglés, percatándose enseguida de que eran extranjeras.

—¡Hola! —saludó sonriente—. ¿En qué podemos ayudarlas?

—Estábamos mirando, tiene cosas muy bonitas —contestó Alice.

—¡Muchas gracias! —exclamó la mujer—. ¿Está buscando algo en específico para usted o para sus hijas?

Annabelle no escuchó esta última pregunta, pues estaba distraída unos metros más adelante, mirando unas muñecas, vestidas con trajes parecidos a los de la tienda, pero hechos a su medida. Alice, en cambio, se quedó muy sorprendida con esas palabras, al punto que no pudo responder.

—Por ahora solo estamos mirando, muchas gracias —fue Anne quien contestó, sin sacarla de su error. Le parecía que no tenía importancia. La empleada asintió y se marchó.

—Cree que eres mi hija —Alice se sorprendió por expresar aquel pensamiento en voz alta.

—Imagino que le haya molestado, pues es usted muy joven para tener una hija de mi edad —repuso Anne, alegre.

—La verdad es que no me molestó en lo absoluto —comentó Alice, tomando en sus manos un vestido de color blanco con bordados azules—. Hay madres que son muy jóvenes, casi niñas.

—Tiene razón —Anne se quedó un instante en silencio—. En realidad, no hablo mucho de esto, pero soy adoptada. Me han contado que mi madre biológica era muy joven cuando yo nací…

Alice estaba cada vez más sorprendida con la confesión. No estaba segura de que Anne supiera que era adoptada, pero ahora tenía la confirmación y eso la ponía cada vez más nerviosa.

—No sé por qué le digo esto —Anne sonrió apenada y se arregló el cabello con un poco de ansiedad—, ni siquiera a David se lo he contado.

—Me alegra que me lo hayas dicho, yo…

—Mamá, por favor, ¿me compras la muñeca? —Annabelle volvió a su lado e interrumpió la charla.

—Sí, por supuesto —Alice miró la muñeca que llevaba su hija más pequeña—. Está preciosa y es un lindo recuerdo. Anne, ¿por qué no te pruebas este vestido? —repuso la mujer, entregándole la pieza de ropa que tenía en las manos—. Desde que lo vi, pensé que estaba hecho para ti.

Anne intentó excusarse, pero Alice insistió y finalmente se lo probó. Le quedaba hermoso.

—¡Estás preciosa! Lo compramos entonces…

—Pero no puedo aceptar… —Anne estaba muy apenada—. ¡Ya han hecho mucho por mí!

—¡Tonterías! —exclamó Alice resuelta y con una amplia sonrisa—. Compraremos el vestido y la muñeca. ¿Qué pensará la dueña si compro un obsequio solo para una de mis hijas?

Anne sonrió. Creía que se trataba de una broma, a raíz de la confusión de la mujer cuando llegaron. Lo cierto es que Alice lo decía muy en serio, y que tanto Anne como Annabelle, salieron del establecimiento con un regalo que les recordaría por siempre, el primer día que pasaron juntos como una verdadera familia.

—¿Cómo te fue en Santorini? —le preguntó Wendy al regreso, quien se moría de ganas por tener los detalles.

—Fue muy bonito —confesó Anne, dejándose caer sobre la cama.

—Me parece que te estás enamorando de David… —insinuó la pelirroja.

—No, no es eso —replicó un tanto nerviosa—. Él es increíble, pero estar con su familia ha sido una experiencia distinta, muy especial. Tal vez no me comprendas…

—Estás chiflada, hija —Wendy se burló de ella.

—No te sé explicar bien qué me sucede con ellos, pero me he sentido muy bien, como si fuesen mi familia. Es algo que no tiene que ver solo con David…

—Bueno, tú te entiendes entonces —suspiró Wendy, sin comprender del todo—. Lo cierto es que pasaste un lindo día.

—Sí, fue un lindo día —afirmó Anne—, pero luego hablamos con más calma. Debo llamar a mi madre, que me pidió que le contara sobre la excursión.

—¿Sabe Corine que estás saliendo con alguien?

—Algo le he dicho —admitió—, y he quedado en mandarle una fotografía. Ven a ver —Anne le mostró en su teléfono las instantáneas que David le había pasado, en una de ellas se veía todo el grupo, con la vista de Oia detrás—. Esta es la foto que le enviaré a mi madre, para que conozca a todos los Preston.

—Muy bien, me iré a bañar. Me saludas a Corine.

Anne habló con su madre y luego le envió la foto. A pesar de los años transcurridos, Corine supo identificar quiénes eran ellos; el apellido, sobre todo, lo conocía bien. Luego que Alice se casara con su marido, las cartas las comenzó a dirigir a la señora Alice Preston. Gracias a la tecnología, Corine había buscado alguna que otra vez a la familia biológica de Anne en las redes sociales, y sabía perfectamente cómo se veía Alice, quien no obstante su edad, se parecía mucho a la imagen de la joven adolescente que recordaba.

—¿Te agradan los Preston? —fue lo único que le preguntó a Anne.

—Mucho, son personas muy buenas —afirmó la aludida.

—Me alegro mucho —Corine sonrió, intentando mantener la calma—. Es bueno tener amigos. ¡Cuídate mucho, hija! Hablaremos mañana.

—Hasta mañana, mamá. ¡Te quiero!

—Y yo a ti.

Corine suspiró cuando la llamada terminó. Era solo cuestión de tiempo para que Anne supiera la verdad. A pesar de ello, no pensaba interferir en lo más mínimo, puesto que el amor de Anne era algo que tendría para siempre y nadie podría cambiar el hecho de que ambas se sintieran como madre e hija.

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