LSR - Capítulo 6 | La ciudad de las luces rojas
«No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están».
—Herman Melville.
El cielo cercano al Distrito Capital ha sido cubierto por una fina capa de humo proveniente de las explosiones y los edificios en llamas. No sé cómo solía ser la ciudad hace un tiempo, pero ahora no parece real. Se encuentra completamente desolada, sin una sola alma civil a la vista; ahora, tal parece, que los militares han tomado el total control de la misma. Pero no queda en mi mente ningún retazo de memoria que pueda mostrarme la ciudad antes de su caída. Sólo sé su nombre porque era constantemente mencionado en Torclon. ¿Por qué decidieron ejecutarme en una plaza vacía y no en una ciudad concurrida? ¿Acaso la transmisión por medio de la reportera generaría más impacto? Algo le sucede a Renée, esto es parte de su plan, pero no sé qué significa.
Y su plan se ha desarrollado de manera majestuosa, pues ahora me tiene en su poder nuevamente. Cuando pensé que podría saborear un poco de libertad, incluso aunque no sé nada del mundo que me rodea, todo se derrumbó en cuestión de segundos. Hubiese sido mejor morir, después de todo, pues ahora ni siquiera tengo energía para intentar luchar contra mis captores, incluso aunque soy consciente de que sería una lucha perdida.
Observo al hombre que maneja la camioneta. Sus ojos color oliva están fijos sobre la carretera, y su mirada perdida sólo me indica que algo sucede en su cabeza. Cada tanto muerde sus labios, pensativo, y sus cejas se fruncen hacia el centro de su rostro. No estoy segura de qué emoción está sintiendo justo ahora, pero no pienso preguntarle, pues mis ojos comienzan a buscar una forma de escapar, incluso aunque sé que es imposible. Tal vez insisto en mantener la esperanza, incluso aunque mi mundo esté sumido en oscuridad.
Por algún motivo, él ha pedido que nos dejen solos. Delante de nosotros hay otra fila de camionetas, y cuando observo disimuladamente hacia la ventanilla de atrás, me encuentro con la misma situación. Estamos completamente rodeados.
—Te atraparemos si lo intentas —asegura el hombre, lo cual me toma desprevenida—. Lo único que lograrías es retrasarnos.
Pensé que su evidente distracción evitaría que él se diera cuenta de lo que yo estaba analizando. Pero al parecer es una persona intuitiva, incluso aunque su mente esté batallando con otros temas.
Me remuevo en mi asiento, incómoda. El bosque corre fuera de mi ventanilla con extrema rapidez. Han tomado un camino alejado de las carreteras, y eso sólo me indica que me llevarán a alguna de las entradas del laberinto subterráneo de Torclon. No hay escapatoria, eso es definitivo. Comienzo a ser incluso más consciente de ello cuando mi cuerpo me pide a gritos por algo que ni siquiera logro reconocer, algo que ayudaría al agobio de mis músculos. Siento que si intentase correr unos cuantos metros ya estaría completamente agotada.
Las palabras del hombre se quedan en el aire. Yo no respondo. ¿Qué más quieren de mí?
—Les pedí que me dejaran solo contigo por un motivo —explica repentinamente.
Continúa con la vista fija en el camino. Su inquietud podría sentirse a metros de distancia.
—No responderé a nada. Deberían asesinarme de una vez por todas.
Mi voz es baja, seria. Puedo notar por el rabillo del ojo cómo él voltea a observarme. Sin embargo, yo no lo miro.
—No sé qué te hicieron creer en Torclon, pero nosotros no somos el enemigo.
—Es lo mismo que me decían en Torclon. Cuando alguien asegura que no es el enemigo, ¿qué tanto deberías creerle? Porque yo les creí, y terminé esperando mi ejecución en medio de una plaza.
—Debes confiar en tus instintos, ellos no pueden arrebatártelos.
—Ellos me arrebataron todo —murmuro, sintiendo escozor en mis ojos y un creciente nudo en la garganta—. Ni siquiera sé quién soy, quiénes son ustedes. El mundo a mi alrededor parece inexplicable, incluso los detalles más pequeños.
El silencio se esparce por el lugar por minutos que parecen eternos. Repentinamente mi mente decide rendirse. Esta batalla, aunque parezca sencilla, es difícil de ganar. Creí que había escapado, pero tal parece que la libertad es un término ambiguo. Ahora comienzo a sentir que ni yo misma sé cuál es la definición de libertad; es como si hubiese vivido inconsciente por un largo periodo de tiempo, como si apenas hace unos días mis ojos hubiesen visto el mundo por primera vez. En mi mente existe un vacío temporal cuyo espacio no sé llenar. Hasta hace poco sentía que todo estaba bien, y sólo cada tanto alguna emoción furtiva irrumpía en mi tranquilidad. Ahora me siento extraña, pequeña, débil, ajena a todo.
—¿Qué te hicieron, Abigail? —inquiere, con preocupación en su voz.
Aquel gesto provoca que voltee a verlo automáticamente. He descubierto que los ojos son una ventana que permite ver las intenciones escondidas. Lo vi en Renée, es demasiado evidente. Pero aprendí que las buenas intenciones son difíciles de descifrar; las malas, no obstante, casi siempre se escapan a través de las pupilas.
Y en las pupilas de este hombre veo desasosiego.
¿Pero cómo podría siquiera confiar en mi propia teoría? Aunque no lo recuerde del todo, estoy casi segura de que tuve a Renée frente a mí en diversas ocasiones, ¿entonces cómo es que apenas hace poco pude notar la maldad que se escapaba a través de sus ojos? Desasosiego, sí; este hombre que se hace llamar Froy siente desasosiego, pero no puedo asegurar que es por mí, por supuesto que no. Su único desasosiego se relaciona al hecho de que en cualquier momento yo intente escapar, no podría llevarme de vuelta con ella.
—Tú sabes lo que me hicieron —respondo—. Eres parte de ellos.
Él deja salir una pequeña risa que no combina con su rostro serio.
—No sé lo que te hicieron, pero tengo una teoría.
Él menea la cabeza mientras suelta un suspiro.
—Yo sólo quería hablar contigo a solas —continúa—. Hay algo que me intriga, y al verte hoy esa intriga sólo ha crecido.
—¿Algún secreto que te escondieron en Torclon? —inquiero, levantando las cejas.
—¿Cómo puedo probarte que no somos ellos, Abigail? Apenas hace unas horas nos enteramos de que estabas viva, que iban a ejecutarte. Hicimos hasta lo imposible para venir a rescatarte, ¿no es eso prueba suficiente?
—Un plan orquestado por Renée Reed —afirmo—. Ella quiere jugar con mi mente, quiere torturarme. Sólo bastó con que viniera a mi celda una vez para yo sentirlo...
Una especie de fuego doloroso crece en mi pecho. Quema cada parte de mí, y entonces mi corazón comienza a acelerarse y mis manos se aprietan en un puño. Las ganas de tenerla frente a mí y asesinarla se vuelven cada vez más intensas, justo como sucedió en la celda. Odio, es puro e indescriptible odio el que siento por ella.
—Ni siquiera sabía quién era realmente, yo sólo quería acabar con su vida, vengarme —continúo, hablando entre dientes—. Su objetivo es dañarme, y al parecer nunca es suficiente.
Un corrientazo de adrenalina se expande por mis venas. Sin pensarlo, doy un puño a la guantera delante de mí, como si esto fuese a ayudarme a descargar mi rabia. Es Renée, todo lo hace Renée. Ella los envió cuando escapé, me llevan de vuelta, lo sé. Mi corazón continúa latiendo con fuerza, pero mi cuerpo, a pesar de haber sido inyectado con adrenalina, apenas puede moverse sin sentir cansancio. Nunca había sentido tal estado de euforia y de agotamiento al mismo tiempo. La ira que crece dentro de mí pide ser descargada, y podría hacerlo contra todos: contra este humano, contra sus humanoides, contra el mundo.
Pero no queda ni un rastro de energía en mí.
El rostro de Froy es una extraña combinación de confusión y emoción. Después de varios segundos asiente con entusiasmo y una carcajada sale de su boca.
—¡Sí, así se habla, Abigail! Vamos, pega otro puño a la guantera si eso te hará sentir mejor. Puedes imaginar que es Renée, hazlo. Destruye la ventana, la puerta, los espejos, toda la camioneta de ser necesario.
Inesperadamente, coloca su brazo derecho frente a mí.
—Puedes usarme como saco, pero evita el rostro, por favor. Este bronceado perfecto les encanta a las robóticas chicas de Babilonia. —Alza las cejas repetidamente—. Bueno, no realmente: a ellas les encantan las armas, los cuchillos, las cosas que hacen ¡bum!...
—¡Deja de jugar conmigo! —grito, golpeando su brazo lejos de mí.
—¡Oh! Esa es la Abigail que yo extrañaba. La impulsiva, la que se enfrentó a Ariana, la que insultó a los humanoides...
—¡Detente! —Mi mano se dirige a su cuello y él tiene que frenar abruptamente.
La sonrisa continúa plasmada en su rostro, incluso aunque está batallando por respirar.
—Bajaste de... peso, pero... estás bien... fuerte.... —Parpadea repetidamente antes de poner sus manos sobre la mía, intentando alejarla de su cuello—. Bueno, basta...
—Dejarás de fastidiarme —ordeno.
—No... puedo prometer... eso... —Mi agarre se torna un tanto más fuerte, y él comienza a asentir con rapidez—. ¡Está... bien!
Lo suelto. Él tose incontrolablemente. Sólo esta acción provocó en mí una especie de mareo, como si hubiese usado mi última gota de energía.
—¿Qué les dan de comer en Torclon? —murmura para él mismo.
Le toma unos minutos retomar la compostura antes de continuar con el camino. Me da miradas furtivas cada tanto, como si estuviese intentando predecir mis movimientos. Yo mantengo la mirada fija al frente. A este punto no sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que comenzamos el camino, pues he perdido la noción. Intento recordar todas las entradas que conozco para adentrarse en las instalaciones de Torclon, pero no puedo traer ninguna a la memoria.
Me remuevo en mi asiento y observo por la ventada. El bosque es la única verdadera inmensidad que nos rodea ahora. No hay señal de edificaciones, ciudades, carreteras, de nada construido por el hombre. Si trabajan para ellos, ¿por qué están evitando los caminos principales? Frunzo el ceño mientras vuelvo a recostarme en el asiento. Froy hace ademán de hablar en repetidas ocasiones, pero por algún motivo no finaliza la acción. Vuelvo mi rostro hacia él, y puedo ver un deje de temor en su expresión.
Observo fijamente mis manos sobre mi regazo.
—No te haré más daño —aseguro—. Ahora sí carezco por completo de energías.
Él suelta un suspiro de alivio.
—Es bueno saberlo —dice—. Sé que estás confundida. Puedo intentar responder a alguna de tus preguntas, si sé la respuesta, pero sólo con una condición: tú debes responderme una a mí.
Mis ojos se abren en sorpresa. ¿En verdad responderá a mis preguntas? Algo dentro de mí me dice que se trata tan sólo de un truco. No obstante, no sólo me siento físicamente cansada; mi mente está agotada, pensar casi se ha convertido en un acto de auto tortura. Pienso en jugar su juego una sola vez. No sé qué me depara en nuestro destino, ni siquiera sé si volveré a ver a Russo, quien se ha convertido en la única persona en la que confío. Esta, tal vez, puede ser la última oportunidad de encontrar aunque sea una mínima respuesta a todas mis incógnitas, incluso aunque pueda haber mentira en ellas. Pero puedo hacerme a mí misma creer que lo que este hombre me responda puede ser medianamente cierto, eso me daría un poco de fuerza para sobrellevar lo que sea que viene.
Asiento lentamente.
—Adelante —contesto.
Él me observa en silencio por unos segundos, sólo volviendo la vista al frente cada tanto para mantenerse en el camino.
—¿Qué sucedió con tus ojos? —inquiere.
Frunzo el ceño, confundida. ¿Es esta la pregunta que quería hacerme? Sin embargo, cuando observo su expresión de intranquilidad puedo notar que genuinamente es un tema que le interesa y le preocupa. Ahora soy yo la que permanezco en silencio un momento.
—No sé de qué me estás hablando —respondo con sinceridad.
Él asiente.
—Puedo ver que no mientes —observa en voz baja—. Es más que obvio que existe en tu memoria un vacío, y no creo que recuerdes lo que sucedió, pero te lo diré de todas formas.
Parece que está intentando encontrar las palabras adecuadas para explicarme lo que sea que necesita explicar. Y aunque le cuesta, finalmente habla:
—La última vez que tú y yo nos vimos fue en una pequeña y exitosa misión en la que logramos destruir la central de desactivación de los humanoides, aquella que Torclon construyó; sin embargo, llegó un momento en el que nos separamos. Yo tuve que esconderme allí abajo por lo que calculo que fue un día.
Aunque intento encontrar la escena de aquello que él narra, no puedo hallar algo en mi memoria que siquiera sea similar a ese hecho. Él parece notarlo, pero aun así continúa hablando.
—Y bueno, cuando por fin vi el momento oportuno para huir, yo...
Carraspea, como si por algún motivo le costase hablar.
—Bueno, yo te vi. O eso creo.
Alzo las cejas. Por un instante quisiera responderle que es la primera vez que lo veo en mi vida. No obstante, soy consciente de que algo sucede con mi cabeza, y no podría afirmar hechos de mi pasado si ni siquiera puedo recordarlos.
Él suelta un resoplido, impaciente, como si no pudiese aguantar más tiempo por una respuesta.
—Yo te vi, pero no parecías tú. Lo que más me impactó, aparte de tu extraña y sonámbula actitud, fueron tus ojos: color azul neón los dominaba. Pero ahora... ahora tus ojos han vuelto a la normalidad. Son color marrón, como siempre lo han sido.
Aunque quisiera comprender cuál es la relevancia de esto, no puedo. Hace mucho no me miro a mí misma en el espejo, pero no me cuesta recordar lo que hizo Russo esta mañana. Parpadeo con rapidez. Al parecer, la forma en la que mis ojos se ven resulta de vital importancia para todos. No puedo confiar en este hombre, y decido permanecer en silencio, no decir nada sobre los pequeños artefactos que Russo puso sobre mis ojos.
Él se pasa una mano por el cabello, desesperado.
—Esa escena se reprodujo en mi cabeza una y otra vez. No sé qué sucedió, y como no sé qué sucedió he permanecido callado todo este tiempo. Nadie sabe lo que vi, y necesito que tú me des la respuesta que busco.
—No tengo ninguna respuesta —confieso—. Y hablo con la verdad cuando te digo eso.
Él ríe, pero parece ser una risa de resignación.
—Es como si no te conociera, Abigail. De repente te has convertido en un ente.
Por algún motivo, sus palabras provocan en mi interior una especie de dolor, el cual no es físico. Vuelvo mi vista a la ventanilla, intentando concentrarme en encontrar un significado para este sentimiento, pero no logro encontrar nada.
Él me observa con fijeza, puedo sentirlo incluso aunque mis ojos estén puestos sobre el bosque.
—Lo siento, no quise ofenderte —excusa.
—No importa, ni siquiera sé lo que siento.
Me cruzo de brazos, esperando dar por finalizada la conversación; sin embargo, su voz vuelve a retumbar contra mis tímpanos:
—Bueno, supongo que una de mis teorías era cierta: lo que vi no eras tú. Tal vez se trataba de un clon. ¿Qué otra explicación habría, después de todo?
—Supongo que nunca lo sabrás —respondo, volviendo mis ojos al frente—. Acostúmbrate. Yo ya me he resignado a no saber nada.
—No, no puedes resignarte. Te torturaron. Estás actuando igual a él...
—¿A quién? —inquiero, curiosa.
Él desvía la camioneta hacia una carretera en la distancia, justo a un costado del bosque. Los autos que van delante ya nos han tomado ventaja, he de suponer por la demora que tuvimos cuando intente ahogarlo con mi mano.
—A Martin —señala, como si fuese demasiado obvio—. Así era él cuando logramos rescatarlo de Torclon: no entendía nada, no recordaba casi nada.
Aquel nombre retumba en mi cerebro. Una especie de cálida sensación recorre mi pecho, y todo lo que puedo pensar ahora es en descubrir de quién se trata.
—Ahora responde mis preguntas: ¿quién es Martin?
—Tu hermano.
—Es lo mismo que Russo mencionó. Pero necesito que definas esa palabra para mí.
Alza una ceja cuando escucha el nombre de Russo, pero al final no pregunta quién es.
—Un hermano es aquel con el que compartes padres. Tienes una conexión profunda con Martin: la sangre.
Asiento lentamente, asimilando lo que acaba de decirme.
—La sangre —repito, observando las venas de mis muñecas.
—No literalmente... Aunque en parte sí hay un factor genético que comparten, pero con ello me refiero a que él es parte de tu familia inmediata. Ustedes solían ser muy cercanos, podría decir que es la persona que más querías.
Por ahora, sus palabras continúan sin provocar ninguna reacción en mí. Comprendo su explicación, pero no significa mucho.
—La parte menos bonita de la historia es, sin embargo, que uno de sus padres es... desagradable.
—¿Quién? —pregunto con impaciencia.
Una sonrisa extraña se dibuja en sus labios.
—La verdad no creo que te gustaría escucharlo.
—Pero dijiste que responderías a mis preguntas.
Ríe, mientras dirige la camioneta a la carretera. En cuestión de segundos el leve meneo de la misma, provocado por el inestable terreno, es reemplazado por quietud. El pavimento es completamente liso, y ahora Froy aumenta la velocidad abruptamente, provocando que la inercia me pegue contra el respaldo del asiento.
—La mayor de las enemigas, esa es tu madre.
No recordaba qué era un hermano, pero la palabra "madre" provoca en mí una sensación nauseabunda. Sí, sé que es una madre, por un motivo u otro, y el odio dentro de mí comienza a crecer descontroladamente. Froy permanece en silencio, pero sus últimas palabras y la expresión que cruza su rostro lo dicen todo:
Renée Reed.
Las ganas de vomitar aumentan a medida que aquel nombre toma más presencia en mi mente. La relativa calma que sentía desaparece. Mi respiración se torna totalmente inestable, y un escalofrío recorre mi espalda. Siento que la reacción que de repente me consume no es más que un indicador de que muchísimas más cosas han perpetuado mi odio hacia esa mujer, pero no sé de qué se tratan. Sólo sé que ella es mi enemiga, sólo sé que quiero vengarme. Pero, ¿por qué?
No puedo siquiera concebir la idea de que yo sea su hija. Incluso aunque siento que no me conozco a mí misma, todo lo que sé es que no soy como ella. Creo que es la primera vez que puedo afirmar algo con tanta certeza, aunque no logre encontrar un motivo concreto. Me cuesta entender lo que siento, pero sé que es tan real como el cielo que se expande sobre nosotros.
Él me habla, pero yo no escucho lo que está diciendo. Después de un rato parece rendirse, y el camino continúa en silencio; sin embargo, mi mente no es silenciosa: un remolino de pensamientos se acumula en ella, y ninguno me hace sentir bien. Sus palabras me han provocado intranquilidad, y aunque me cuestiono a mí misma cuánto debería creerle y cuánto no, algo me dentro de mí insiste en que no existe mentira en sus palabras, como si un retazo de mi ser conociese la verdad de mi pasado.
Con el pasar de las horas el tiempo se hace cada vez más eterno. No sé cuánto llevamos viajando, pero el cielo pronto comienza a oscurecerse. Las emociones turbulentas que no se alejaban de mí apenas logran disiparse un tanto cuando un tinte anaranjado tiñe las nubes, y en pocos minutos todo el cielo se torna del mismo color. Hay algo en este fenómeno natural que llama por completo mi atención, casi como si estuviese hipnotizándome. Entonces, siento que no he visto algo así en mi vida, y experimentarlo por primera vez trae un sentimiento nostálgico a mí. Es como si la mera visión de esto me causase un poco de paz, pero al mismo tiempo abriera las puertas al desconcierto. Cuando la mente de repente se queda callada, siempre habrá algo que irrumpa en el espacio vacío y silencioso, y a menudo se trata de pensamientos insistentes y turbulentos.
Es por ello que no pasa mucho tiempo antes de que mi mente comience a experimentar de nuevo el desasosiego que venía sintiendo hace unas horas. El nombre de Renée Reed no sale de mi cabeza, e incluso cuando el cielo se oscurece un tiempo después yo continúo pensando en las palabras de Froy.
Ya ni siquiera deseo concentrarme en aquella conversación que tuvimos, pero no puedo dejar de hacerlo. A pesar de que él respondió efectivamente a mis preguntas, siento como si, en lugar de resolverlas, me hubiese generado incluso más dudas. Eso sólo significa que debo continuar resignándome a no entender nada de lo que sucede conmigo, con los demás. Si todavía no ha llegado mi momento de morir, entonces he de acostumbrarme al tormento que implica continuar con una existencia que resulta abrumadora, una existencia totalmente vacía.
Estoy sumida en mis pensamientos, tanto que me cuesta darme cuenta de lo que ha aparecido frente a mis ojos de un momento para otro. Una extraña corazonada aparece de la nada, y mis ojos se abren como platos cuando una especie de sensación de familiaridad llena mi pecho. Aunque no esté observando a Froy, casi pudiera sentir cómo sonríe mientras nos acercamos más y más a aquel lugar que se alza en la distancia. Frunzo el ceño con tal fuerza que mi frente comienza a doler.
Sin previo aviso, siento en mis ojos aquella sensación que he experimentado en los últimos días, una sensación que siempre lleva al mismo resultado: que espesas lágrimas comiencen a bajar por mis mejillas. ¿Por qué el lugar que estoy observando provoca esta reacción en mí?
Es imponente, enorme. Se alza hacia el cielo con cierta elegancia que no podría explicar. Todo lo que puedo observar es cómo el cielo, ahora totalmente oscuro, es iluminado por una resplandeciente tonalidad rojiza que me hipnotiza por completo. Esta luminiscencia podría parecer aterradora en medio de la oscuridad, pero a mí, por algún motivo, me provoca tranquilidad como no la he sentido en los últimos días. Y entonces fragmentos de recuerdos llegan a mi mente, y me doy cuenta de que la imagen que está frente a mí ya había aparecido en mi cabeza de vuelta en Torclon.
Es la ciudad de las luces rojas.
Algunos de sus altos edificios negros casi parecen tocar el cielo, si es que eso fuese posible. La silueta de la ciudad, desde esta distancia, parece una montaña irregular de color negro que emana algún tipo de poder misterioso, atrayente, pero a la vez peligroso.
Cuando llevo mi mano a mi pecho, puedo sentir cómo mi corazón golpea con fuerza contra el mismo, y esta vez no tengo miedo de nada.
—Bienvenida de nuevo, Abigail —expresa Froy con voz amable—; bienvenida a Babilonia, la última de las grandes ciudades disidentes.
Disidentes.
Volteo a mirarlo fijamente, pues aquella palabra ha causado un vacío en mí. La reportera, hace unos días, la mencionó durante su transmisión. Ella dijo que yo, si es que me llamo Abigail Reed en verdad, había dirigido a los disidentes hacia el ataque contra los civiles. ¿Quiénes son los disidentes? Y sólo en este momento dirijo mi mirada hacia mi chaqueta, donde continúa bordado el símbolo de la disidencia.
Pero, cuando la confusión comienza a consumirme, me encuentro con un escenario incluso más extraño: fuera de la ciudad hay cientos de carpas ordenadas, con montones incontables de seres que reconozco muy bien, observándonos al pasar. Sus ojos se iluminan cuando fijan su mirada en mí, y me siento intimidada incluso a través del cristal de las ventanillas. No obstante, aunque sé que se trata de humanoides hay algo distinto en ellos, un factor diferenciador: no son como los humanoides de Torclon. Estos no están tiesos, formados en líneas, esperando órdenes. El lenguaje corporal de estos seres es casi natural, como si tuviesen consciencia de sí mismos, alejándolos por completo de aquellos que todavía permanecen en manos de los científicos y la milicia.
Parpadeo con rapidez mientras intento asimilar lo que estoy viendo. Siento como si me encontrase en un mundo totalmente distinto al que estoy acostumbrada, un mundo alejo, extraño, pero un mundo en el que siento paz. Observo a Froy con disimulo, ¿es por ello que no pude encontrar mentira en sus palabras o en sus ojos? Si él pertenece a este lugar en el que me siento extrañamente tranquila, ¿entonces debería confiar en él, en todos?
Cuando por fin nos adentramos en la ciudad me doy cuenta de que aquí hay incluso más humanoides que afuera, y todos parecen tener la misma naturaleza espontánea, consciente.
—Cuál es la definición de aquella palabra, Froy —inquiero en voz baja, pero sé que él me escuchó.
—¿Qué palabra?
—Disidentes.
Él detiene el auto frente a uno de tantos edificios.
—Te conviertes en disidente cuando te separas de la ideología que solías seguir, o del país al que solías ser leal.
—¿Y de quién se han separado ustedes?
Su característica sonrisa hace presencia una vez más.
—De la Gran Nación, querida Abigail —responde, antes de salir de la camioneta.
No he tenido tiempo de analizar el nuevo mundo que me rodea, pues Froy me ha dirigido con prontitud a un lugar que dijo que solía pertenecerme. Yo no cuestioné sus palabras, ni intenté cuestionarme a mí misma. Ahora me encuentro frente a un gran ventanal que me permite ver, a mis pies, la ciudad que se expande ante mí. No sé cuál piso sea este, pero desde aquí los humanoides se ven muy pequeños.
Esta habitación no se siente ajena, a pesar de que parece que no ha sido habitada en un tiempo, pues hay desorden por todos lados; no obstante, casi podría sentir como si este desorden en verdad fuese mío. Sobre las sillas, el suelo y la cama hay pequeños objetos que llaman mi atención, pues parecen similares, pero a la vez son distintos. Sobre la almohada hay uno que llama mi atención, pues se encuentra tan solitario que casi parece tener un lugar especial en la cama.
Lo tomo entre mis manos. Es un tanto pesado, y en la superficie hay palabras escritas:
«Breve historia del mundo desde el año 0 y la Rebelión Disidente: mitos y realidades.
Historia detallada de los hitos que cambiaron a la humanidad.
Alberto Ciro».
Toco la superficie de este objeto con suavidad, como si temiese dañarlo. Algo en esto me otorga una sensación de poder, como si estuviese sosteniendo el mundo en mis manos. No lo entiendo, pero no me importa, porque se siente reconfortante. No puedo quitar mi vista de él, y cuando lo abro me encuentro con delgadas hojas que contienen miles de palabras. ¿Qué es esto y por qué siento que lo necesito conmigo? Por un momento, frente a mí se proyecta una imagen breve y casi imperceptible: se trata de mí, en esta misma habitación, con los ojos pegados a este objeto día y noche. ¿Es eso un recuerdo?
Observo a mi alrededor con fijeza, y el cosquilleo que llena mi pecho sólo logra indicarme que ya he estado aquí antes, incluso aunque no lo recuerde. Pero si acabo de ver aquel pedazo de memoria, tan efímero, pero tan claro, ¿significa eso que este lugar podría despertar en mí el recuerdo de mi vida pasada?
Dejo el objeto donde estaba y me dirijo hacia la puerta que hay frente a la cama. La luz blanca se enciende cuando entro. Es un pequeño baño. Sobre el piso reposan prendas sucias. Cuando tomo una de ellas entre mis manos me doy cuenta de que se trata de un uniforme militar, y la palabra «EMA» esta grabada sobre la tela.
Dejo caer la chaqueta con brusquedad. Aquella palabra me ha causado nerviosismo, casi como si tener eso entre mis manos estuviese quemando mi piel. Pateo el montón de ropa hacia un rincón y me apoyo sobre el lavamanos cuando siento que me falta la respiración. Entonces, al alzar la vista, me encuentro conmigo misma. Grandes ojeras contornean mis ojos, y mi piel se encuentra en extremo pálida. Mi cabello se encuentra recogido en una desordenada trenza, y cuando intento pasar mis manos por mi cuero cabelludo me encuentro con varios nudos imposibles de deshacer sólo con mis dedos.
Me observo a mí misma y es casi como si no me reconociera. Hace un tiempo no veía mi propia imagen, y entonces me concentro en el detalle que Froy tanto indagó: mis ojos.
Me acerco más al espejo y puedo verlo con claridad: son color café. Parpadeo rápidamente ante el recuerdo de lo que Russo hizo conmigo esta mañana. No sé para qué servían aquellos objetos, pero, ¿qué pasaría si intento removerlos? Tal vez podría comprender el desconcierto del humano.
Intento poner mi dedo índice sobre mi iris, pero mis ojos se cierran instintivamente ante el taco. La segunda vez hago lo posible por mantenerlos abiertos, y llevo mi dedo al mismo lugar una vez más. Pero cuando lo alejo y lo observo, no hay nada sobre él. Entonces, la tercera vez uso mi pulgar también, haciendo una especie de pinza con ambos dedos; si aquel objeto continúa en mis ojos, entonces debo ser capaz de levantarlo. Y esta vez lo logro.
Ni siquiera me concentro en el artefacto que acabo de sacar de mi ojo derecho, porque esto ahora resulta irrelevante. Lo que llama mi atención es que el color de mi ojo ha cambiado por completo, y la confusión me invade cuando, al hacer lo mismo en el ojo izquierdo, me encuentro con la misma situación.
Me estremezco. Puedo sentir cómo mi pulso se acelera con la mera vista de mi reflejo en el espejo. El color café ha desaparecido, dando paso al azul neón.
Tal como lo dijo Froy.
¿Y quiénes son los únicos que pueden tener ojos así? Los humanoides.
Comienzo a negar con rapidez. Antes no podía explicarme a mí misma quién soy, pero ahora ni siquiera puedo explicarme qué soy. Ha de tratarse de un truco, un engaño, una artimaña de Renée para terminar de derrumbar la poca estabilidad que me queda. Y entonces, un recuerdo fugaz viene a mí, y mis manos se dirigen automáticamente a mis bolsillos. Allí, siento el tacto de un pedazo de papel, y cuando lo extiendo frente a mí me encuentro con aquel aviso de «Se busca» que tomé del poste aquella vez.
Abigail y Martin Reed, esos son los nombres que aparecen sobre el papel. Y una de las imágenes, sin lugar a duda, me muestra a mí. Coloco el papel al lado de mi rostro y comparo los rasgos en el espejo. Es la misma persona... Somos la misma persona. Es evidente, casi evidente. Los ojos de la Abigail de la imagen son color café. Y entonces fijo mi vista en el muchacho, en Martin, y me doy cuenta de que nos parecemos.
—Como si compartiéramos la misma sangre —murmuro, repitiendo las palabras de Froy.
Martin, es Martin. ¿Quién es Martin? Mi hermano, es lo que dijo Froy. Lo observo y lo observo, y aunque no lo recuerdo una sensación de urgencia comienza a llenarme, como si necesitara saber si está bien, incluso aunque desconozco por completo mi pasado con él.
Me llevo la mano al pecho cuando me cuesta respirar, y justo cuando doy media vuelta con la intención de salir corriendo de este sofocante baño, un grito sale de mi boca al encontrarme con Froy ante mí.
Estaba tan concentrada que no lo escuché llegar.
Sus ojos están bien abiertos y su mandíbula comienza a caer poco a poco. Se lleva las manos a la cabeza, como si esto pudiese explicarle lo que está sucediendo. Parece casi tan alterado como yo, y aunque quisiera dedicarle palabras de explicación, no puedo hacerlo.
—Te diría que puedo aclarar lo que sucede, pero no puedo —respondo, con voz temblorosa.
Él no dice nada. Se dirige a una silla y se deja caer con rapidez, con los ojos fijos en un punto de la nada. Está intentando asimilar la situación tanto como yo.
—No estaba loco, lo que vi era real —murmura.
De repente, se pone de pie con rapidez, y abre la puerta para mí. Su cuerpo parece sumido en un estado de urgencia.
—Los demás te están esperando, y necesito que me ayuden a comprender.
—¿Los demás? —inquiero—. ¿Quiénes?
—Lugh, Martin, Gannicus, Astrid, Alai... Todos, Abigail, todos los que no puedes recordar.
Cuando el ascensor se abre, lo primero con lo que me encuentro es con un largo corredor que finaliza en una puerta. Froy avanza con rapidez y me pide que lo siga. Desde aquí puedo escuchar decenas de voces provenientes del otro lado de la puerta, incluso aunque la misma se encuentre cerrada. En cuestión de segundos comienzo a sentirme completamente nerviosa, y no logro entender el motivo.
Froy abre la puerta afanadamente, y entra primero que yo. El murmullo de las voces merma de manera abrupta. Yo cierro los ojos momentáneamente. Algo en ellos está mal. Yo lo presiento, Froy lo sabe, todos se darán cuenta, aunque no sé cuáles son las posibles consecuencias de ello.
Yo lo sigo adentro, con los ojos fijos en el suelo, intentando ocultar bajo mis párpados el color de los mismos. Aunque no esté mirando al frente, puedo sentir decenas de ojos puestos sobre mí. Tengo miedo, no puedo negarlo; me siento completamente intimidada y mis manos comienzan a temblar. Él me nombró algunos de los nombres que han rondado por mi cabeza últimamente. ¿Podré realmente descubrir quiénes son y por qué importan tanto? ¿No es este un engaño más de Renée?
—Tenemos que hablar sobre algo que...
La voz de Froy es interrumpida abruptamente por acelerados pasos que vienen corriendo hacia mí. A medida que se acercan mi corazón se acelera más y más y mi respiración se torna irregular. No sé por qué me siento tan abrumada, tan nerviosa. Tengo ganas de salir corriendo y llorar hasta que mis ojos estén hinchados, ¿por qué? Ni siquiera lo sé.
Los pasos se detienen justo cuando su dueño queda frente a mí. Yo todavía estoy observando al suelo, tengo la cabeza tan baja como puedo. Ante mi visión han aparecido un par de botas negras. Este ser está tan cerca de mí que podría dar un paso adelante y chocar contra él. Ha venido corriendo hacia mí tan pronto me vio.
Repentinamente, su mano se dirige hacia mi barbilla. Este gesto me hace sobresaltar, pero continúo sin observar su rostro. El tacto de su piel contra la mía se siente extraño... ¿Cómo podría describir este cosquilleo que recorre mi piel, justo ahí donde él me toca? Ni siquiera puedo describir su temperatura.
Cierro los ojos de manera casi instintiva. Él todavía sostiene mi barbilla con suavidad, y la sensación que experimento me provoca un vacío en el estómago. El cosquilleo se expande por todo mi rostro, y luego por mi cuerpo.
—Abigail —susurra.
Esa voz... ¿Conozco esa voz?
Él comienza a levantar mi rostro hacia él, pero yo me niego a abrir mis ojos. Tengo miedo, mucho miedo, y ni siquiera sé por qué. Ahora mi rostro ha quedado frente al suyo, lo sé, lo siento.
—Abigail, mírame, por favor —pide, casi suplicante.
Y su voz me impulsa a abrir mis ojos, no puedo controlar mi propio cuerpo. Es como si fuera un imán que me atrae con extrema fuerza, aunque quiera huir.
Y cuando abro mis ojos y me encuentro con su rostro mi corazón da un vuelco. Todo mi mundo se desmorona por completo; el tiempo parece detenerse ante la luminiscencia de aquellos ojos mercurio. Son esos ojos mercurio, los de mis fragmentos de recuerdos, los del bosque y las estrellas. Es el mercurio que está grabado en mi mente.
Siento que mis piernas comienzan a temblar. Su rostro es indescriptible, perfecto, familiar, pero no logro discernir entre la realidad y el sueño. El color mercurio es el único que me impide desfallecer justo ahora. Me observa con alegría y con otro sentimiento que por un instante no puedo describir, pero que estoy segura de que conozco. Es un sentimiento espléndido, ¿no? Mi estómago comienza a revolverse y siento un revoloteo apoderándose de él. ¿Este sentimiento que estoy experimentando es él mismo que está experimentando él? Siento que necesito tocarlo, como si eso pudiese hacerme recordarlo por completo, porque ni siquiera sé su nombre, ni sé cómo lo conocí, si es que lo hice alguna vez.
Pero cuando siento el impulso de llevar mi mano a su mejilla, cuando apenas la he levantado un centímetro, la expresión de felicidad desaparece de su rostro. Me observa fijamente a los ojos con una expresión de sorpresa y se aleja de mí, retrocediendo unos pasos con ímpetu.
—No es ella —dice, con voz temblorosa—. ¡No es ella! ¡Es una copia, una máquina!
Sus ojos se iluminan cada vez más y una expresión de ira se dibuja en su rostro. Entonces el revoloteo de mi estómago se transforma en ganas de vomitar. Ni siquiera puedo observar a los demás presentes porque la adrenalina comienza a correr por mis venas y mi instinto de supervivencia se hace presente cuando este humanoide, completamente fuera de sí, corre hacia mí con tal rapidez que no puedo esquivarlo.
Me empuja contra el suelo y yo quedo debajo de él. Todo lo que puedo sentir es el agarre de sus manos sobre mis hombros. Me ha inmovilizado por completo y un dolor punzante comienza a recorrer mis músculos.
—¡¿Quién eres?! —grita, colérico.
No tengo la respuesta a esa pregunta, no la tengo.
—No... no lo sé —respondo, con voz entrecortada, pero no pasa mucho tiempo antes de que lleve sus manos a mi cuello.
Varios humanoides intentan alejarlo de mí, y en un inicio no lo logran. Yo contengo la respiración y cierro los ojos con fuerza. Sí, todo mi mundo se ha desmoronado, como si hubiese explotado una bomba en mi cerebro.
Pasan pocos segundos antes de que puedan alejarlo por completo de mí. La ira lo consume, y ahora sus ojos mercurio se me asemejan al color de un potente veneno que podría matarme en poco tiempo. Él grita cosas que no logro comprender, pues el lugar ha estallado en un bullicio de voces irreconocibles. Yo me pongo de pie, inestable, intentando comprender el caos que me rodea.
Es entonces cuando la visión de aquel humanoide es interrumpida por un humano que se ha ubicado frente a mí. Me observa con confusión, con lágrimas acumulándose en sus ojos. Es el mismo rostro que acabo de ver en el panfleto. Nuevamente, mi corazón da un vuelco, y por algún motivo siento inmensas ganas de lanzarme contra él y hacer lo mismo que hice con Russo: rodearlo con mis brazos, abrazarlo.
—Abigail —dice, en voz baja.
—Martin.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro