
LSR - Capítulo 5 | La muralla
«La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido».
—Milan Kundera.
Me toma unos cuantos segundos recuperar el sentido de la audición. La pequeña batalla que se desató a mi alrededor tan pronto sentí las explosiones ha comenzado a causar estragos: varios soldados humanos han caído; los humanoides, no obstante, continúan en pie.
Sin embargo, la situación resulta tan confusa como todo lo ha sido en los últimos días. Por un instante supongo que he muerto, y que este es el extraño lugar en el que he despertado. ¿Consideré alguna vez que hubiese algo después de la muerte? No, no lo creo. ¿Entonces qué tan real es la posibilidad de que esté muerta justo ahora? Y aunque este tema resulta siendo la principal fuente de preguntas en mi cerebro, existe algo incluso más extraño: no reconozco a ningún humanoide. No son aquellos que estaban a mi mando, no son los demás robots que se encontraban en las instalaciones subterráneas de Torclon. No existe respuesta lógica a todas mis preguntas, y no tengo tiempo de planteármelas, pues más soldados humanos surgen entre las calles a medida que corren los minutos.
Tengo que sobrevivir, tengo que huir.
No puedo confiar en aquellos humanoides. Si no están con Torclon, ¿entonces con quién? Permanezco inmóvil en la plataforma por unos cuantos segundos, analizando cada posible ruta de escape. La batalla se expande frente a mí e identifico rápidamente las rutas por las cuales están apareciendo los militares. Mis ojos captan una posible ruta libre a la distancia. Se trata de un estrecho y casi imperceptible callejón que se encuentra en el costado derecho de un edificio lejano, más allá de MOC.
Ladeo mi rostro levemente, volviendo mi atención al caos que se ha desatado en cuestión de pocos minutos. Varios edificios a la redonda han sido reducidos a llamas y, aunque no comprendo la situación, esto me beneficia. El humo ha comenzado a tornarse más intenso, y si soy lo suficientemente rápida los militares no podrán alcanzarme. De los humanoides me encargaré después.
No obstante, existe un detalle que no recordaba: mis manos continúan atadas en mi espalda con una especie de esposas que parecen absorber la energía de mis brazos, y no tengo fuerzas suficientes para romperlas. Busco a mi alrededor al soldado que me inmovilizó y no tardo en encontrarlo inconsciente a dos metros de mí. Algo en él llama mi atención, y es que parpadea débilmente mientras dirige sus ojos hacia mí. Aquel dardo continúa enterrado en su cuello, y entonces deduzco que les han inyectado una especie de sustancia inmovilizadora.
Me arrastro hacia él y busco con la mirada las llaves, pero no puedo encontrarlas. Me pongo de espaldas contra él, todavía sentada en el suelo, y comienzo a palpar con mis manos los bolsillos de su uniforme, lo cual resulta ser más difícil de lo que creí. Jamás había sentido la sensación que estoy experimentando, es como si los músculos de mis brazos no respondieran plenamente a las órdenes que mi cerebro está dando, debido a la falta de fuerza que hay en ellos. Sea cual sea el dispositivo con el cual me han atado estoy segura de que no fue hecho para humanos.
Pero mi búsqueda, que ahora se ha tornado desesperante, es interrumpida cuando escucho, a lo lejos, la voz de Renée. Mi corazón da un vuelco tan solo con oírla, y cuando trato de buscarla con la mirada no puedo encontrarla. Ella, al igual que todos los civiles, estaba observando mi ejecución por medio del aparato que cargaba el hombre que acompañaba a la reportera. ¿Por qué Renée y aquellos otros que dieron orden de mi ejecución, no estuvieron aquí? ¿Acaso presintió que existía la posibilidad de que algo malo sucediese? Es entonces cuando encuentro la fuente de aquella voz: a lo lejos puedo observar a un hombre en extremo musculoso, con facciones duras, quien evidentemente parece ser quien dirige a los militares; aquel hombre lleva en su mano un walkie-talkie, y la voz de Renée se escapa a través de él. Incluso entre todo el ruido que provocan los gritos, las balas y el sonido de edificaciones ardiendo en llamas, pues escuchar lo que ella le ordena: que me ejecuten incluso aunque la transmisión se ha detenido. Es cuestión de pocos segundos antes de que él envíe a otro grupo de soldados hacia mí, y efectivamente así sucede.
La inútil búsqueda de la llave pasa a un segundo plano. Me pongo de pie ágilmente cuando un soldado aparece de la nada hacia la izquierda. Su rifle me apunta directamente a la frente, pero logro esquivar la bala con rapidez. Él abre bien los ojos al ver lo que acabo de hacer, y voltea el rifle de tal forma que la culata queda hacia mí. Cuando intenta propiciarme un golpe con la misma, yo me agacho con ímpetu y me lanzo al suelo con el único fin de darle una fuerte patada en sus pantorrillas. Es absurdo, hace unos minutos iba a dejarme morir con la ejecución, pero ahora siento un repentino impulso de luchar por mi vida.
Él no ve venir el golpe, y cae de la plataforma bruscamente. Pero sólo me deshice de uno, y cuando observo a todo un pelotón venir hacia mí es cuando me doy cuenta de que esta es una batalla perdida.
Es absurdo, pues ni siquiera tengo un motivo para luchar. No soy nadie, no tengo a nadie. Y es cuando ellos apuntan sus armas hacia mí que cierro los ojos por segunda vez hoy, esperando el inminente dolor de las balas. Y así sucede: el estruendoso ruido de los cañones cuando la bala es disparada me sobresalta de forma instantánea, pero nuevamente no siento dolor, y abro los ojos sólo para encontrarme a decenas de humanoides enfurecidos derrotando con facilidad a mi segundo pelotón de ejecución.
No tengo mucho tiempo para reaccionar, pues alguien fuerte hala de mis manos con ímpetu hacia los costados. Es cuando escucho el sonido de algo pesado y metálico cayendo al suelo, que me doy cuenta de que me han liberado en un abrir y cerrar de ojos. Siento la energía esparciéndose por mis músculos, y cuando volteo a observar a quien sea que me haya salvado, no puedo evitar entrecerrar mis ojos con confusión.
Aquella humanoide de cabello rojo me observa con una gran sonrisa en sus labios, como si no estuviese en medio de una peligrosa batalla. De repente, tiene el mismo gesto que tuve con el científico Russo: encierra mi torso con sus brazos y me aprieta con extrema fuerza, sacando el aire de mis pulmones. Yo permanezco inmóvil, sumida en un profundo estado de parálisis. Ella sólo se ve obligada a separarse de mí cuando dos soldados humanos la atacan por la espalda, pero los derriba con extrema facilidad.
Vuelve su mirada hacia mí, sin dejar de sonreír. ¿Cómo es posible que sienta emoción, felicidad? Es una máquina, es una humanoide.
—Abigail —dice con apuro, tomando mis manos—. Estábamos tan preocup...
Pero su mirada de alegría se transforma rápidamente en una de desasosiego cuando me suelto de su agarre con brusquedad. La ha enviado Renée, de eso estoy segura. No puede existir alguien como ella, no: los humanoides no sienten nada. ¿Entonces yo no siento nada? La voz de Russo comienza a hacer eco en mi cabeza: «Le mentí a todos. Yo sí podía transformarte en humanoide al cien por ciento». ¿Podía, pero no lo hizo? ¿Qué soy yo realmente, quién soy yo realmente?
—Abigail... —murmuro, repitiendo sus palabras.
¿Cómo es que todos continúan llamándome de esta manera, pero no siento nada? Ha de ser una de las artimañas de Renée. Está jugando conmigo, con mi cabeza. Esta es la verdadera ejecución: quiere volverme loca; quiere otorgarme momentáneos hilos de esperanza sólo para arrebatarlos de mí tan pronto como me los dio.
Comienzo a negar con la cabeza mientras retrocedo poco a poco. Rápidamente, tomo el fusil de uno de los soldados que yace en la plataforma, y apunto a la humanoide con agilidad. Ella no parece asustada por este gesto, sino sorprendida.
—Abigail —repite—. No somos el enemigo.
—¡Aléjate! —grito—. No des un paso más.
Mis manos comienzan a temblar levemente, haciendo que mi puntería no sea la mejor. Ella levanta sus brazos en señal de rendición, y sus ojos parecen expresar cientos de emociones que un humanoide no debería sentir nunca. Es una farsa, todo lo es.
—Soy Alice —explica en voz baja—. Vinimos a llevarte a casa...
Alice.
Aquel nombre provoca una reacción momentánea en los engranajes de mi cerebro, como si este quisiera enviarme nuevos fragmentos de memoria relacionados a este nombre. Pero no lo permito, no puedo confiar en ella, en nadie.
Niego fuertemente con la cabeza una vez más y mis piernas actúan con impulso, aprovechando la momentánea distracción de la pelirroja cuando un nuevo grupo de soldados se acerca a nosotras.
—¡Abigail! —grita ella al notar mis movimientos.
Salto de la plataforma y comienzo a correr con rapidez, esquivando a los humanoides que vinieron a brindar supuesta ayuda ante el ataque que los militares iban a propiciar. Puedo notar el desconcierto en el rostro de los humanoides y decenas de palabras salen de sus bocas, pero no los escucho. Mi atención está puesta sobre aquel callejón que ahora es casi imperceptible, pues el humo ha cubierto la calle casi por completo.
Aunque pensé que no lo necesitaría, debo llevar mi brazo hacia mi nariz al sentir cómo el humo quema mis pulmones. Cuando llego al callejón me recuesto contra la pared, comenzando a toser repetidamente. El suelo está resbaladizo y bolsas de basura y decenas de cajas entorpecen mi paso hacia el final. Debido a la altura de los edificios que rodean este lugar, la luz de sol apenas alcanza a iluminar el camino, pero no me hace mucha falta.
Cuando llego al final me encuentro con un alto muro. Los pasos detrás de mí se han esfumado, los he perdido. No obstante, la tranquilidad no dura mucho, pues un extraño sonido proveniente del cielo me obliga a estar incluso más alerta. Más allá del humo y la falta de luz, puedo notar sobre mí la silueta negra de un helicóptero. Ni siquiera sé dónde aprendí aquella palabra, o cómo sé de qué se trata aquella máquina, pero no me doy el lujo de sentarme a pensar en ello, pues de las puertas del mismo cuerdas negras son lanzadas hacia mí y un montón de soldados comienzan a descender con rapidez por medio de estas.
Llevo el fusil a mi espalda y busco con exasperación una forma de salir de aquí. Cuando considero salir por donde entré me detengo al observar a un grupo de humanoides entrando por el callejón, todos gritando mi nombre. Entonces, mis ojos se enfocan en una tubería ubicada en el costado de uno de los edificios. Me agarro a la misma y comienzo a escalarla con un poco de dificultad, hasta que finalmente alcanzo la cima del muro, el cual cruzo sin calcular muy bien mis movimientos, lanzándome al otro lado. Cuando mis pies tocan el suelo un dolor agudo se expande por mis piernas, pero aun así continúo corriendo.
Doy a una calle solitaria y silenciosa. Sólo los ecos de la batalla lejana llegan a mis oídos, hasta que disparos más cercanos me sobresaltan. Los humanos que descendieron del helicóptero han de estar enfrentándose a los humanoides que me perseguían, y esta es mi única oportunidad de salir de aquí.
Comienzo a correr por la calle sin atreverme a observar hacia atrás ni un solo segundo. Con cada paso que doy, el sonido de la guerra se torna cada vez más bajo. En varias ocasiones me encuentro con intersecciones de calles solitarias, pero yo sigo corriendo en dirección recta pues, a lo lejos, puedo ver una muralla.
Y es justo en este momento, cuando me acerco más a la misma, que todo a mi alrededor se esfuma y la proyección de aquellas imágenes que vinieron a mi mente hace unas horas vuelve a mí: estoy corriendo por el bosque, pero me siento mucho más pequeña. El mundo a mi alrededor se ve enorme, como si estuviese experimentando un sentimiento de libertad que nunca antes había sentido, como si el bosque fuese infinito. Entonces, a un costado, de repente aparece un niño corriendo hacia la misma dirección, pero se detiene abruptamente cuando, frente a nosotros, aparece un gran muro, tan alto como la muralla que ahora se encuentra frente a mí.
Y me detengo yo también, observando la imponente estructura con la boca abierta. Las imágenes que acaban de reproducirse en mi cerebro son tan familiares que por un instante siento que se trata del mismo muro, sólo que en distintos lugares. Frunzo el ceño cuando me acerco a él y coloco mis manos sobre la fría superficie. El tacto provoca que un escalofrío recorra mi espina dorsal. Reconozco esta sensación sobre las palmas de mis manos, como si hubiese tocado la muralla muchas veces ya, como si esta ya me hubiese apresado en el pasado.
¿Estoy recobrando mis recuerdos, acaso? ¿Esto significa que yo solía vivir en esta ciudad, que solía anhelar salir de este encierro?
Pero salgo de mi ensimismamiento cuando recobro la consciencia y me recuerdo a mí misma que estoy huyendo, aunque no parece haber salida. Comienzo a caminar hacia la derecha, todavía con mi mano izquierda rozando la superficie de la muralla. Por supuesto que debe haber escapatoria de este lugar, y eso lo compruebo cuando, a unos cien metros de mí, logro divisar la que parece ser una de las entradas a la ciudad. Me detengo con brusquedad cuando veo que la entrada está repleta de camiones militares, y soldados vigilan el paso. Tomo el fusil de mi espalda y apunto hacia ellos, pues no sé si alguno me ha visto.
No obstante, permanezco en esta posición defensiva por un par de minutos antes de darme cuenta de que ninguno de los militares se ha movido ni un solo centímetro. Entonces mi urgencia de huir, mezclada con la adrenalina que corre por mis venas, me incita a comenzar a caminar hacia ellos. Lo hago con pasos rápidos, pero silenciosos. No obstante, mis brazos comienzan a bajar el fusil con rapidez cuando me doy cuenta de que todos estos soldados se encuentran inmóviles, con dardos enterrados en sus cuellos. Pero vivos, están vivos.
Al acercarme a ellos no puedo evitar sentir miedo, como si temiera que en cualquier instante sus armas me apunten y finalmente me sometan a la ejecución a la que fui condenada. Ha de ser una emboscada, por supuesto. Pero por más que lo repita en mi cabeza, nada sucede, el silencio y la falta de movimiento reinan en el lugar.
No lo pienso dos veces: atravieso la salida y comienzo a correr. La carretera se expande ante mí y se pierde en el horizonte. A lo lejos, el bosque comienza a rodear cada costado de la misma. Yo sólo corro tan rápido como mis piernas me lo permiten, incluso aunque mis músculos comienzan a arder; y este lugar y mis propios movimientos de desesperación sólo logran recordarme una cosa: la ejecución de los protestantes, ejecución que yo misma ordené.
Me detengo, por poco cayendo al suelo, con la respiración ahogada. A duras penas puedo llevar oxígeno a mis pulmones ahora, y mi pecho comienza a doler. Un sentimiento de culpabilidad se apodera de mí poco a poco y he de llevarme las manos a la cabeza para intentar darle un sentido a la situación: si hubiese estado completamente consciente, ¿en verdad habría ordenado que mis soldados disparasen sus armas?
Niego fuertemente con la cabeza, comenzando a correr nuevamente. La adrenalina que estoy sintiendo y la necesidad de sobrevivir de alguna forma logran apaciguar los pensamientos sentimentales, dejándolos de lado al menos por unos minutos. Cuando llego al borde del bosque me introduzco en él con prontitud, y sólo cuando me he adentrado lo suficiente me permito a mí misma descansar un momento.
Primero apoyo mis manos sobre mis rodillas mientras intento inhalar tanto aire como sea posible, pero no logro regular mi respiración ni los latidos acelerados de mi corazón. Me dejo caer en el suelo, con la vista hacia el cielo, esperando que mi cuerpo se controle por sí solo poco a poco.
Toda mi piel está cubierta por una capa de sudor, pero no cuento con energías suficientes para remover la chaqueta de mí, por lo que simplemente permito que el calor continúe apoderándose de cada rincón de mi ser.
Fijo mi vista en el cielo, apenas visible debido a que las copas de los árboles se interponen en la vista. La luz solar se filtra a través de las ramas y hojas, y cuando me enfoco en escuchar los sonidos a mi alrededor, mi respiración entrecortada queda en un segundo plano. El viento mueve las ramas de los árboles, y cuando las hojas se rozan entre sí un agradable y suave sonido entra a mis oídos. Cierro los ojos, olvidándome por un instante del peligro en el que me encuentro y desconectándome del mundo exterior, como si esto pudiese ayudarme a calmar un tanto la angustia que ha estado presente por tantas horas.
Y entonces me doy cuenta de que estoy en un bosque real, no se trata del holograma de la celda. Toco suavemente la tierra húmeda sobre la cual estoy recostada, y la textura se transmite a mi piel con facilidad. Puedo sentir el viento rozando mi rostro, y la luz del sol escurriéndose a través de mis párpados cerrados. Por un instante no puedo creer que este lugar sea real. Me he acostumbrado a la vista falta de aquel holograma, cuya imagen, una vez uno se acerca lo suficiente, se distorsiona en pequeñísimos pixeles que sólo indican la verdadera naturaleza de aquel paisaje.
Siento que me acostumbré a ese detalle de la selva. Mi cabeza lograba ignorar el intento de racionalidad que mi mente quería propagar. Por un tiempo, me convencí a mí misma de que aquel bosque existía, que si me acercaba a él me toparía con una ventana abierta que, una vez cruzara, me permitiría poner mis pies sobre la tierra y el pasto. Ahora me resulta increíble cómo uno puede engañarse a sí mismo con tal de desconectarse del mundo y de los dolores que carcomen el ser.
Y cuando vuelvo a abrir los ojos nuevamente, no puedo evitar ver un cielo estrellado en medio de un claro. Yo estoy recostada en el suelo, mientras una voz masculina me explica el ciclo de vida de una estrella en un tono muy bajo. Son su voz y los sonidos nocturnos de la naturaleza los que logran sumirme en un profundo sueño, sucumbiendo ante el cansancio que mi cuerpo acumuló por tanto tiempo.
No obstante, no quiero quedarme dormida. Quiero verlo, poder observar sus ojos, su rostro. Él es el dueño de los orbes mercurio, ¿no es así? Entonces, ¿por qué mi mente no me permite verlo, reconocerlo?
Parpadeo con rapidez cuando un ruido cercano me obliga a salir de mi ensimismamiento. De repente, el cielo estrellado se transforma en un cielo diurno. A juzgar por el hecho de que mi piel ahora está seca, tal parece que pasé sumergida en mi cabeza por unos veinte minutos. Me encuentro completamente sola, o al menos eso creo por un instante, hasta que logro reconocer la fuente de aquel sonido: pasos.
Muchos pasos.
Me levanto con tal ímpetu que me mareo en el proceso. Apunto mi fusil hacia todas las direcciones posibles. En un inicio no veo nada, pero poco a poco decenas de figuras vestidas de negro comienzan a emerger entre los árboles a la distancia. Aunque se acercan con rapidez yo me he quedado completamente paralizada, como si mi cuerpo de repente hubiese olvidado cómo moverse.
Huir sería inútil, pues son demasiados como para enfrentar sola. Lo primero que puedo notar es la luminiscencia artificial de sus ojos; algunos color azul neón, otros color mercurio. Me observan en silencio, con extrema fijeza, y sólo se detienen cuando están a unos cinco pasos de mí. Yo continúo apuntándoles con mi rifle a medida que mi respiración se torna inestable una vez más. Me sobresalto cuando uno de ellos avanza dos pasos hacia mí. Primero me observa fijamente a los ojos con el ceño fruncido, totalmente extrañado, como si hubiese algo en mí que no encajara para él.
—Vaya, Abigail, has bajado de peso —dice, observándome de arriba abajo—. Y tus ojos... ya no están...
Esto último parece decirlo más para él mismo que para mí, pues termina la frase en un susurro, observando al suelo con el ceño fruncido. Por algún motivo, hay algo en mí que le ha causado incertidumbre e intranquilidad, puedo notarlo en su rostro. Pareciera que un debate interno se acaba de desatar en él y lucha con fuerza por entender la situación, sea cual sea.
Coloca sus manos sobre su cadera de manera despreocupada. Pero algo en él me llama la atención: sus ojos distan de ser artificiales. Este hombre es un humano.
Frunzo el ceño, confundida. He comenzado a bajar el fusil poco a poco. ¿Qué hace un humano acompañado de humanoides? Y cuando la respuesta es muy obvia mis ojos se abren como platos y vuelvo a apuntarle con extrema rapidez. La única ocasión en la que he visto humanos y humanoides juntos ha sido bajo el mando de Renée Reed.
Ella ha de estar cerca. Mi corazón se acelera de tal forma que puedo sentirlo golpeando en mi pecho.
Él me observa con asombro, levantando levemente sus manos frente a él.
—Mira, Abigail, ya sé que la última vez dije cosas feas. Pero vamos, ¿me dispararás?
—Quién eres —pregunto entre dientes, con mi dedo listo en el gatillo.
Él alza las cejas y genuina confusión se cruza por su rostro.
—¿De qué estás hablando? —inquiere, sonriendo un poco.
—¡¿Quién eres?! —grito con fuerza, lastimando mi garganta—. ¿Renée te envió?
Mis manos comienzan a temblar como producto de la ira, pero yo las mantengo tan firmes como puedo. La sonrisa ha desaparecido por completo de su rostro, y le da miradas rápidas a los humanoides que vienen con él. Todos están callados.
Este hombre intenta dar un paso más hacia mí, pero cuando nota que estoy a punto de apretar el gatillo, se detiene. Carraspea, como si estuviese intentando encontrar las palabras adecuadas.
—Soy Froy, Abigail. —Suspira. Parpadea repetida y rápidamente, y parece estar intentando formular en su cabeza alguna explicación a lo que sea que no entiende.
Pero sus palabras no significan nada para mí. Continúo en la misma posición de ataque. Quisiera dispararle, dispararles a todos, continuar corriendo hacia ningún lugar, pero por algún motivo no me atrevo a apretar el gatillo.
—No me recuerdas —afirma.
El silencio se expande entre los presentes. Ahora sólo puedo escuchar mi respiración irregular.
—Ven con nosotros. Vinimos sólo por ti —pide, con voz seria—. No tenemos mucho tiempo.
Y cuando avanza un paso más, yo retrocedo tres. Niego con la cabeza rápidamente, y comienzo a buscar de manera disimulada alguna vía de escape, alguna forma de dejarlos atrás, aunque resulte casi imposible.
—No volveré allí —murmuro con rapidez.
De repente he comenzado a sentir calor nuevamente, y entonces me doy cuenta de que he comenzado a sudar. Sostener el fusil ahora se ha tornado un tanto complicado, y me doy cuenta de que estoy comenzando a sentirme ansiosa.
—¿Allí? —inquiere él.
—No volveré a Torclon —aseguro—. Mátenme, no me importa.
Él alza las cejas y los humanoides detrás de él comienzan a murmurar cosas que no logro comprender, pues toda mi atención está puesta sobre mi instinto de supervivencia; sin embargo, si no puedo huir, prefiero morir.
—No vamos a Torclon —responde, conservando una voz calmada—. Vamos a Babilonia. Te llevaremos con Martin, con Lugh.
Sus últimas palabras provocan un vacío en mi estómago. Por un instante me olvido de respirar. Aquellos nombres retumban en mi cabeza, taladrando en lo más profundo de mi memoria. Babilonia, Martin, Lugh... ¿Cómo conoce este hombre aquellas palabras? ¿Acaso él podrá darme una respuesta a todas mis incógnitas? Quiénes son, por qué sus nombres me atormentan, por qué cada uno provoca en mí diversas y extrañas sensaciones.
Bajo el fusil lentamente mientras observo al humano a los ojos, intentando encontrar un deje de mentira a través de los mismos, pero por algún motivo no logro encontrarlo. Por una breve fracción de tiempo me siento convencida ante sus palabras. ¿Y si por fin podré comenzar a recordar mi vida pasada y conectar todas esas palabras, nombres e imágenes que han provocado tanto desconcierto en mí?
Pero entonces recuerdo quién es el enemigo. Sólo Renée podría saber estas cosas, pues fue ella quien ordenó que me borrasen la memoria; sólo ella tiene acceso a las oscuridades más profundas de mis recuerdos. Esto es un juego, uno vil y doloroso, y ella se está divirtiendo.
Pero justo cuando pretendo apuntarle y dispararle al hombre, dos pares de manos me agarran con fuerza, provocando que el arma caiga al suelo. Me cuesta entender qué ha sucedido. Sólo bastaron breves segundos de absurda distracción para encontrarme atrapada nuevamente, para que arrebaten mi libertad como si no valiera nada. Yo opongo resistencia: grito, intento golpearlos, pero mi cuerpo carece de las energías suficientes para lograr escabullirme del agarre de mis captores.
El humano se acerca a mí y coloca una mano sobre mi hombro.
—Siento tener que llevarte a la fuerza, Abigail, pero al parecer es la única manera.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro