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LSR - Capítulo 26 | El último ocaso

«Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad».

—Vladimir Nabokov


No tardo mucho en lograr salir del sótano y me sorprendo por el estado de abandono de esta antigua mansión. Creería que mi madre en verdad la usaba a nombre de Egan, pero el polvo que flota en el aire me dice lo contrario. Las cortinas que interrumpen la luz que entra en este enorme pasillo están sucias y arrugadas; los candelabros están cubiertos de telarañas, y las velas medio derretidas parecen no haber sido usadas en décadas, tal vez siglos. La vigilancia es nula, pues, aunque esperaba encontrarme con decenas de soldados, la realidad es que pareciera que me encontrara completamente sola; no obstante, puedo escuchar murmullos a la distancia, son voces que reconozco.

Comienzo a sospechar que una de las tantas mansiones de verano de Egan Roman no es más que una fachada. Entonces pienso en el hombre que se encuentra en el sótano, ¿es posible que lleve todo ese tiempo allí abajo?

Me acerco cada vez más a las voces, pero con cada paso que doy mi mundo da vueltas momentáneamente. El encontrarme con el misterioso hombre del sótano me hizo olvidar momentáneamente de los síntomas que mi cuerpo experimenta. Ahora que vuelvo a ser consciente de ello no puedo evitar notar que mi ropa está húmeda, porque el sudor frío no cesa.

Todavía puedo sentir la ambrosía corriendo por mis venas y, aunque me otorga fuerza y resistencia, no se siente bien, para nada bien. Russo me advirtió que me podría dar una sobredosis pues me encuentro en la etapa final de la transformación, pero no me advirtió cuáles serían los síntomas de dicha sobredosis. Sé que mi corazón se detendrá en cualquier minuto y cuando eso suceda dejaré de ser humana definitivamente. La taquicardia que experimento es tal que cualquier humanoide podría escucharme llegar a cualquier distancia.

Es entonces cuando me acerco a una enorme puerta doble y sé que los murmullos que escuchaba provienen del otro lado de la misma. Lugh y Gannicus, sus voces son inconfundibles.

Sin embargo, aunque permanezco atenta a la conversación, lo único que escucho son palabras de confusión. A pesar de que esperaba encontrarme con la voz de Renée la misma parece estar ausente. Entonces abro la puerta de par en par y me encuentro con una enorme estancia completamente vacía, con Lugh y Gannicus en medio de ella.

Los humanoides me observan con sorpresa, pero parece que lo que sea que estaban haciendo hace que sus mentes se encuentren completamente dispersas; en otra ocasión Lugh hubiese corrido hacia mí y me hubiese interrogado sobre el motivo de mi presencia en un lugar en el que se supone que no debía estar, pero su mirada seria me indica que hay un problema más grande.

Me acerco con rapidez a ellos y no tardo en notar que Sergen se encuentra inconsciente en el suelo, completamente atado. Entonces, cuando estoy de pie junto a ellos, puedo ver lo que tienen frente: sobre una pequeña mesa se encuentra un dispositivo de forma cuadrada, el aparato es delgado y cuenta con una pantalla la cual muestra números: una cuenta regresiva.

La pantalla marca que faltan cuarenta minutos y diez segundos para que la cuenta regresiva termine, sólo cuando la pantalla marca treinta y nueve minutos desvío mi mirada hacia ellos.

—No me sorprende que Renée no se encuentre aquí —expresa Gannicus con seriedad.

—Sí, sabemos que Renée nunca dice la verdad —afirmo—. Pero esto no es aleatorio, ella quería que lo viéramos.

El tiempo continúa corriendo en el pequeño dispositivo, pero no hay ni un solo indicio de qué pueda tratarse.

—¿Bombardeo? —inquiero.

El líder niega con la cabeza.

—No quedan ciudades disidentes que puedan bombardear, Babilonia ni siquiera está en sus radares. —Gannicus toma un respiro, aunque no lo necesite—. Aunque solíamos pensar que Cartago tampoco lo estaba.

—Da igual si bombardean Babilonia, un problema menos —expresa Lugh.

Sé que se refiere a Heracles y todos sus rebeldes, quienes tomaron posesión de la ciudad roja.

—Pero no puede ser Babilonia, no conociendo a Renée —prosigue.

—Ella quiere un espectáculo, sólo está jugando con nosotros. ¿Hay noticias del ejército? —pregunto.

—Forseti informó hace un rato que no hay rastro de humanos, humanoides de ojos rojos o rebeldes de Heracles. Todo parece... tranquilo.

La expresión de incredulidad en el rostro de Gannicus lo dice todo. El que las cosas parezcan tranquilas no significa que en realidad lo estén.

—La calma antes de la tormenta —susurro.

La mirada de Lugh está fija sobre la mía, tan fija que comienzo a sentirme incómoda. Sus ojos entrecerrados me observan con dureza.

—No deberías estar aquí, no en tu estado.

Ruedo los ojos, se había tardado.

—Puede que tenga una sobredosis de ambrosía en mis venas, pero eso no es lo que importa —señalo.

Bajo la mirada cuando recuerdo el verdadero motivo por el que vine aquí.

—Tengo algo que decirte, algo importante. Pero antes debo hablarle a Gannicus.

Gannicus me observa con curiosidad. Sé que debo decirle la verdad, estamos al borde del caos, nada está bien justo ahora. Lugh no ha terminado de asimilar la realidad, pero eso no significa que el líder de la rebelión no deba conocerla.

—Di muchos rodeos cuando se lo dije a Lugh, pero teniendo en cuenta el hecho de que tenemos frente a nosotros una cuenta regresiva de la cual no sabemos nada, y que además la disidencia podría extinguirse hoy, seré muy directa contigo.

Lugh da un paso atrás, dándome espacio para tener a Gannicus frente a frente. Sus ojos parecen cansados, aunque los humanoides no puedan sentir cansancio. La cicatriz que cruza su rostro no muestra más que un pasado que alguna vez fue humano, un pasado del cual debe saber. Sus ojos azul neón indican que él estaba vivo al momento de ser transformado a humanoide y no puedo evitar pensar en que aquella cicatriz es el retazo de una herida infringida durante alguna batalla lejana.

—Puede que no lo tomes bien, puede que sí... bueno, no creo que sea de tu agrado, realmente...

—Dijiste sin rodeos, Abigail —interrumpe el hombre.

Asiento. Me encojo de hombros, sólo lo diré.

—Los humanoides no son lo que crees que son; no son máquinas, robots, ni están repletos de circuitos. La Gran Nación creó a los humanoides a partir de humanos.

Los ojos de Gannicus se iluminan con intensidad ante mis palabras.

—Ustedes son humanos modificados genéticamente —concluyo.

Por un momento hay silencio. No me atrevo a mover ni un solo dedo y por algún motivo contengo la respiración ante la mirada del líder. Creo que nunca había visto sus ojos iluminar con tanta intensidad, tanta que mirarlo duele. Es la primera vez desde que lo conozco que su rostro muestra una expresión de sorpresa, ira e incredulidad al mismo tiempo; es la primera vez que veo cómo aprieta sus puños con fuerza, mientras sus labios temblorosos intentan moverse para formar palabras que nunca salen de su boca.

—La empatía que has sentido hacia los ciudadanos de la Gran Nación no se trata de una evolución de un sentimiento inexistente que sólo despertó por pasar tiempo conmigo, con una humana; lo que sientes es un resurgimiento de tu naturaleza.

Mi explicación parece no causar efecto en él. Desvía su mirada, simplemente no dice nada.

Observo a Lugh con tristeza cuando me veo obligada a contar la siguiente parte de la historia.

—Sé que ustedes vivieron en paz desde la primera rebelión, alejados de la humanidad, sin peligro de que vidas humanoides pudiesen perderse; sé que probablemente creen que todo humanoide puede ser reactivado si cae en batalla.

Ahora son los ojos de Lugh los que se iluminan con intensidad. Me observa expectante, sabe que el hilo de mis palabras no puede terminar en algo bueno.

Intento alejar la tristeza de mí, intento acumular fuerzas, pero el dolor no se va, no cuando esos ojos mercurio me observan de la forma en la que lo están haciendo, recordándome lo frágil que realmente es la vida de Lugh en medio de una guerra.

—El motivo por el cual ustedes tienen ojos de distinto color es que existen dos tipo de humanoides: aquellos que fueron creados a partir de personas muertas y aquellos creados a partir de personas vidas. —Hago una pausa cuando mi boca está demasiado seca como para seguir hablando—. Como yo.

Ahora no sé si los escalofríos que recorren mi cuerpo son producto de la transformación y la ambrosía, o si son producto del nerviosismo que crece en mí.

—Quienes fueron creados a partir de humanos vivos tienen ojos azul neón y pueden ser reactivados si caen en batalla; por el contrario...

Pero mi voz se quiebra.

No puedo soportar la mirada de Lugh: todo su rostro se ha encogido en una expresión de terror, verdadero terror. Es entonces cuando soy consciente nuevamente de que él, al igual que todos los humanoides, se consideran a sí mismos inmortales. Lo que veo frente a mí es la expresión de un ser que por primera vez se está planteando la idea de que algún día puede morir.

No había pensado en que podría afectarle de esa forma. No imagino vivir toda mi vida creyendo que, sin importar los peligros, nunca moriré, y de repente darme cuenta de que mi existencia en realidad puede tener un fin.

El pensamiento de la muerte ha afectado a la humanidad desde sus inicios, eso aprendí en los libros de historia de Lugh. El punto final de la vida, tan incierto y aterrador, resulta tormentoso, pero los humanoides no habían tenido que preocuparse de ello nunca.

Hasta ahora.

Lugh no tiene más motivos para no creer en mi palabra, pues vine hasta aquí sólo por advertirle, por salvarlo, por evitar que muera. El humanoide se recompone rápidamente, volviendo su vista al dispositivo de la cuenta regresiva.

—El tiempo se acaba y tenemos que descifrarlo —expone.

Niego rápidamente con la cabeza.

—No puedes ir a la batalla —digo entre dientes—. Lugh, si tú mueres... no te podré reactivar.

Sus ojos están puestos sobre los míos y, cuando comienzo a alterarme y mi voz se quiebra cada vez más, se acerca a mí y posa su mano sobre mi mejilla.

—¿Qué hago si algo te pasa? —murmuro, cerrando los ojos ante su tacto—. Sólo haz eso por mí, no vayas.

Él baja la mirada momentáneamente y puedo notar que entiende lo que estoy sintiendo. Sin embargo, su mirada lo dice todo.

—Todos y cada uno de mis hermanos y hermanas disidentes arriesgarán sus vidas hoy, muchos van a caer, Abigail, y ni siquiera saben que no podrán ser reactivados.

Toma mi mano con timidez antes de volver su mirada a mí.

—No puedo ser cobarde y dejarlos de lado, no puedo ser el único disidente que no va a luchar hoy. Soy leal a los míos, eso no cambiará.

Siento que mi corazón se parte en mil pedazos, pero sé que no hay nada que pueda hacer.

—No puedo convencerte de ir en contra de tus convicciones —acepto.

Sonríe levemente.

—Y yo nunca podré convencerte de que vayas en contra de las tuyas —responde.

Gannicus sale del trance en el que se encontraba cuando escucha la voz de Lugh. Es imposible no notar que sus mentes son un torbellino de pensamientos desordenados; sin embargo, el líder de la rebelión recupera su compostura al igual que Lugh y, aunque pueda sentir que su sistema de creencias se ha derribado con el toque de mis palabras, centra su atención en el pequeño aparato.

—No hay tiempo para reflexiones —concuerda—. Podré replantearme la existencia de los míos si logramos salir de esta.

Toma el dispositivo entre sus manos. Ahora marca treinta y un minutos.

Lo examina con fijeza mientras que Lugh se asegura de que Sergen esté bien atado. No obstante, es evidente que no existe manera de saber qué representa esa cuenta regresiva.

—Ese demonio pudo haber dejado una nota como mínimo —dice Lugh, cruzándose de brazos.

Tanto sus ojos como los de Gannicus continúan iluminados. Quisiera encerrar a Lugh en un abrazo, es lo único que siento que podría ayudarle, es lo que los humanos anhelamos cuando nos sentimos perdidos; no obstante, él no me mira, pero esta vez sé que no se trata de rabia ni de orgullo herido, esta vez sé que está haciendo lo posible por mantener su mente ocupada.

Entonces algo viene a mi mente, o más bien alguien.

El hombre que se encuentra en la celda tiene que saber algo, como mínimo haber escuchado a los soldados o a la misma Renée hablar. Sino, no hay manera alguna de descifrar la cuenta regresiva y estoy más que segura de que algo ha de representar, algo no muy bueno.

—Síganme. —Es lo único que digo.


Mientras bajamos con rapidez las escaleras del sótano hago lo posible por ignorar lo que mi cuerpo me está pidiendo a gritos: quedarme quieta. Mis músculos duelen tanto que cada paso que doy se siente como si me clavasen decenas de cuchillos en las piernas. Lugh me sostiene con prontitud cuando estoy a punto de caer por las escaleras.

—Estás perdiendo el color de tu rostro —comenta Gannicus, quien me observa con fijeza.

—Será mejor que vuelvas a Tebas —pide Lugh—. Por favor.

Limpio el sudor de mi frente con la manga de mi abrigo, el último abrigo que Lugh me dio, me había olvidado por completo de que lo tenía puesto.

Niego con la cabeza mientras intento mantener la vista fija en un punto del sótano, en un intento de mantener el equilibrio.

—¿A cuántos latidos por segundo está moviéndose tu corazón, Abigail? —inquiere Lugh, comenzando a perder la paciencia—. Puedo escucharlo, siento que está a punto de explotar. Russo le dijo a Martin que podrías perder la consciencia en la última fase de la transformación, no voy a permitir que te pongas en riesgo.

Llevo mi dedo tembloroso a mis labios, indicándole que haga silencio. Entonces, señalando mis oídos les indico que escuchen, pues en esta estancia hay dos corazones latiendo y sólo uno es mío.

Entonces, ambos disidentes observan con confusión hacia el otro lado del sótano, donde aquel hombre nos observa en silencio. Sus ojos están abiertos como platos, al igual que su boca. ¿Había visto alguna vez a tantos humanoides juntos? Es más, ¿había visto siquiera un solo humanoide?

Nos acercamos a él y Gannicus toma la reja con fuerza, haciendo que el hombre retroceda de un susto; entonces, arranca la puerta de la celda con facilidad, lanzándola hacia un costado y provocando un inmenso estruendo.

Permanecemos en silencio observando al hombre, hasta que él da unos cuantos pasos cautelosos fuera de la celda. Le toma un momento salir del estado de shock en el que se encuentra y aprovecho su quietud para analizarlo a detalle: su ropa parece vieja, pero apenas me doy cuenta de que no está sucia, por lo contrario, pareciera que está recién lavada.

En el brazo izquierdo se encuentra el símbolo de la Gran Nación: el puño levantado. Tengo recuerdos repentinos de la estatua que se encuentra en el mar cercano a Babilonia, donde alguna vez grabé mi nombre junto al de los demás disidentes. Todo parece poético: en ese momento estuve segura de que mi destino pertenecía a la disidencia.

Algo más llama mi atención y es que, a pesar de su larga y desaliñada barba y del hecho que parece ser un prisionero longevo, el hombre se encuentra bien alimentado, como si la Gran Nación en verdad se preocupase por mantenerlo vivo.

—Eres libre de irte si nos dices qué sabes de esto —señala Gannicus, extendiendo el aparato frente a él.

El hombre asiente sin siquiera observar lo que el humanoide le está mostrando.

—Renée sabría que vendrían.

Es la primera vez que lo escucho hablar y por algún motivo un escalofrío recorre mi cuerpo, y esta vez estoy segura de que no se trata de mis síntomas. Su voz es profunda, grave, un tanto cansada.

—Cuando el reloj marque cero será el momento en el que ejecuten a los traidores de la nación —explica.

Puedo escuchar su corazón, permanece tranquilo, no parece mentir.

Frunzo el ceño, confundida.

—¿A los traidores?

—Los civiles que mostraron apoyo público a la disidencia fueron llevados a Ciudad Base 30, son cientos de ellos.

—Renée quiere provocarnos —murmuro.

—Renée quiere provocarte a ti —corrige Lugh.

El hombre da unos cuantos pasos más hacia nosotros, pero sólo me observa a mí. Hay algo en su mirada que no logro descifrar, algo que se esconde tras esos ojos marrón, algo que me inquieta.

—Renée conoce tu bondad y tu sentimiento revolucionario —añade en voz baja.

—¿Cómo sabemos que no estás mintiendo? —inquiere Lugh con precaución.

—Porque ella misma me dijo que se los dijera —aclara—. Desconozco lo que está sucediendo afuera.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Ahora es Gannicus quien toma las riendas de las preguntas.

—Aquí, poco —responde, observando con detenimiento el sótano—. Encerrado, incontables años.

Muchas preguntas recorren mi mente: cuándo, cómo, porqué, todo lo que pueda indicarme cómo este hombre terminó en garras de la Gran Nación. Pero entonces soy consciente de que el reloj continúa corriendo, el tiempo es preciado. No podemos permitir que ejecuten más civiles.

—Ciudad base 30 se encuentra cerca, debemos irnos —interrumpe Lugh con afán.

Gannicus agarra un pequeño comunicador que está sujeto a la solapa de su abrigo mientras camina de vuelta hacia las escaleras.

—Forseti, Ciudad Base 30, ahora —ordena con prontitud.

Yo asiento al hombre, indicándole que puede salir. Él no dice una palabra y pronto nos aventuramos fuera de este abandonado lugar.


Cuando llegamos a la camioneta que dejé en el descuidado camino del bosque me detengo ante la sensación de estar siendo observada. Es él, a quien acabamos de librar, quien me observa con detenimiento a unos cuantos metros de distancia. Se ha detenido y es entonces cuando sé que no planea venir con nosotros.

Me acerco a él todavía llena de confusión. Él es todo un enigma.

—¿Nos dirás tu nombre antes de irnos? —pregunto.

Él guarda silencio un instante, todavía observándome con esos ojos misteriosos y de una forma que no entiendo, pero que causa intranquilidad en mí.

—Entiendo —digo después de medio minuto de silencio—. Está bien si no quieres hacerlo. Si deseas continuar con tu camino por tu cuenta he de advertirte que la nación se está desmoronando.

Tomo una pequeña navaja que traigo guardada en el bolsillo y la extiendo hacia él. Entonces, un gesto inesperado me sorprende, un gesto que no tiene sentido: él sonríe.

Hace ademán de tomar la navaja, pero en realidad encierra mis manos entre las suyas. La calidez de su piel me sobresalta, no me acostumbro a la sensibilidad y extrañeza de mi tacto, todos mis sentidos se están poniendo patas arriba.

Observo sus manos con curiosidad y no entiendo por qué ha tomado las mías.

—La nación siempre ha estado desmoronada, las rebeliones sólo lo hacen más evidente —expresa con voz calma y baja.

Entonces, suelta mis manos y da media vuelta y, sin decir nada más, se adentra en el bosque. Me toma un rato salir de la repentina parálisis en la que me he sumergido, tanto que no me había dado cuenta de que no tomó la navaja. Simplemente se fue.

Ahora soy yo quien da media vuelta y me dirijo hacia el auto, donde Lugh ha abierto la puerta trasera para mí. Entonces me doy cuenta de que algo no anda bien con él: sus iris luminiscentes a duras penas me permiten ver la parte blanca de sus ojos; su boca está abierta, en signo de asombro y comienza a parpadear con rapidez cuando por fin vuelve a ser consciente de sí mismo.

Me observa con el ceño fruncido.

—Nunca pensé que diría esto, pero siento como si acabase de ver un fantasma —murmura.

Ahora soy yo quien frunce el ceño.

—¿Lo conoces?

Niega con la cabeza, no como señal de un no, sino como si estuviese intentando organizar sus ideas.

—Me costó bastante darme cuenta de por qué se me hacía familiar. Es imposible, han pasado nueve décadas...

Se hace de lado y con una señal de su mano me indica que suba al auto. Entonces, cuando entro y me acomodo en el asiento, su voz llega a mis oídos nuevamente.

—¿Recuerdas el primer libro que leíste? —inquiere.

Yo lo observo con confusión.

—Sí, lo recuerdo.

Él asiente lentamente.

—Creo que acabamos de tener frente a nuestras narices a su mismísimo autor.

Y, a falta de tiempo para discutir sobre ello, cierra la puerta.


Estoy tan sumergida en mis pensamientos que no me doy cuenta cuando llegamos. Lugh abre mi puerta y salgo con prontitud del auto. No hubo ni un solo instante durante el camino en el que no pensara en las palabras de Lugh. Las preguntas viajan a través de mi cabeza con extrema rapidez:

¿Ese hombre es Alberto Ciro?

¿Cómo está vivo si desapareció hace noventa años?

¿Torclon le inyecta nanos para mantenerlo vivo, como lo hacen Renée y Russo?

¿Cuál es el objetivo de tenerlo encerrado?

¿Por qué lo dejaron a nuestra merced, sabiendo que le daríamos libertad?

¿En verdad tuve frente a mí al hombre que escribió el libro más importante sobre la rebelión disidente?

¿Es posible?

¿Lugh está equivo...

El bullicio interrumpe mis pensamientos, a duras penas me di cuenta de que me encuentro rodeada de cientos de humanoides, todos y cada uno de lo que aún continúan leales a Gannicus: los sobrevivientes de Cartago, los habitantes leales de Babilonia, los ciudadanos de Tebas, y todos los demás humanoides provenientes de ciudades disidentes que ni siquiera conozco.

Es todo un ejército, aunque me temo que no es lo suficientemente grande, no si el ejército de ojos rojos nos pudiese superar en números.

Todo a mi alrededor es puro caos. Frente a mí, aproximadamente a un kilómetro de distancia, se alza en el horizonte Ciudad Base 30.

Ni siquiera recuerdo cuál es la función de esa ciudad, pero ahora se ha convertido en una prisión de guerra. Entonces me doy cuenta de que el cielo tiene tintes oscuros. La noche acecha, comienza el ocaso, como si la tierra supiese lo que está a punto de suceder. 

Me acerco al pequeño grupo que se ha formado a un costado de mí: Gannicus, Lugh, Alai, Forseti, Astrid, Alice y Froy. Llego tarde a la conversación, pero no me cuesta entender de qué están hablando.

—... cientos de civiles en la plaza central de la ciudad —dice Froy—. La ciudad está repleta de militares, es lo que dijo mi informante.

—Entonces esa parte de la información no era falsa —afirma Forseti—. ¿Y el nuevo ejército de humanoides?

—Es posible que se encuentren dentro también —explica Froy—. Hemos volado un dron con sensor térmico tres veces hoy y no hay señales de absolutamente nadie fuera de la ciudad, todo el movimiento está dentro.

—¿Entonces cuál es la trampa? —pregunta Alice.

—No lo sabremos hasta que no nos enfrentemos a ella —responde Forseti.

El líder de la rebelión asiente antes de hablar:

—¿Qué armamento tenemos?

Su pregunta no es porque le preocupen los militares —de hecho, a los militares les deberíamos preocupar nosotros—, es porque le preocupa el nuevo ejército de humanoides. Vimos lo fuertes que son, podría decir que tal vez dos veces más fuertes y resistentes que un humanoide original. ¿Cuántos originales se requerirán para derrotar a un solo nuevo?

—Fusiles de asalto, muchos, pero no creo que sean de utilidad. Tenemos explosivos, sobre todo granadas, el problema es que podríamos llevarnos a los nuestros al usarlas —complementa Alai.

—Tendremos que usarlas si la ocasión lo requiere —finaliza Gannicus—. Rieguen la voz y ordenen a todos y cada uno de nuestros soldados que hagan lo posible por mantener a salvo a los civiles humanos.

Puedo notar en los rostros de los presentes en la conversación que esta idea no les gusta mucho y sé que no le gustará a casi ningún disidente, pero Gannicus siempre tiene sus motivos y ellos lo saben.

El silencio se apodera del ambiente. Lugh agarra mi mano y la aprieta con suavidad, tomándome por sorpresa. Un intenso cosquilleo recorre la piel de mi mano, haciéndome estremecer.

Gannicus da unos pasos hacia delante. No es necesario que diga nada, todos hacen silencio cuando lo ven acercarse. Su voz puede ser escuchada incluso aunque haya cientos de disidentes presentes, todos tienen la habilidad de oírlo.

—Por primera vez desde la Primera Rebelión nuestra existencia se ha visto amenazada. —Su voz es firme y oscura—. Es imposible saber si hoy será nuestro fin o si nos espera un mañana próspero, pero esta es una guerra que tenemos que luchar, no importa cuál sea el resultado. Hemos aguantado casi un siglo de atrocidades, se han llevado a los nuestros, los han controlado bajo su yugo, han bombardeado nuestras ciudades. Finalmente, nuestra paciencia se ha agotado.

Murmullos de aprobación comienzan a surgir entre la multitud. Entonces puedo notar algo que nunca había visto en el líder, algo que tal vez nadie más nota pues nadie más sabe lo que Gannicus descubrió hoy, pero en sus ojos puedo ver un vacío que se asimila al de la tristeza.

¿Ha resurgido repentinamente ese sentimiento en él gracias al poder de la verdad?

Aunque no puedo leer sus pensamientos sé que la tristeza no es gratis, sé que la siente porque sabe que todos estos seres, con quienes ha pasado la mayoría de su existencia, pueden morir hoy, morir por siempre, y no hay nada que pueda hacer para traerlos de vuelta a la vida, al menos a aquellos cuyos iris son plateados como el mercurio.

Como los ojos de Lugh.

Ahora soy yo quien aprieta su mano con fuerza y me prometo en este preciso instante que haré todo lo que esté en mis manos para protegerlo en la batalla.

—Ninguna palabra es suficiente para describir las cosas por las que hemos pasado desde nuestra inolvidable independencia —prosigue—. Ha llegado el momento de reafirmar nuestra lucha, de reafirmar el poder de la disidencia, y si este fuese nuestro último día entonces dejaremos nuestro nombre marcado en la historia.

Cuando finaliza el lugar estalla en gritos de guerra, gritos de victoria, incluso aunque no sepamos si la victoria será nuestra. Entonces, Gannicus ordena la marcha y la enorme masa de humanoides comienza su camino hacia Ciudad Base 30.

Lugh comienza a andar, pero yo lo adelanto. Froy se encuentra a unos pasos de mí. Cuando lo alcanzo llevo mi boca hacia su oído y, sin previo aviso, le digo la verdad sobre la humanoides. Sé que nadie nos está prestando atención, los gritos de guerra ahogan mis susurros.

Él me observa atónito y sus ojos se dirigen hacia Alice, cuyo inconfundible cabello rojo la hace fácil de reconocer a la distancia. Los ojos de Alice son azules y Russo me confirmó que estaba viva cuando su transformación tomó lugar, pero eso no significa que, de caer hoy, podamos recuperarla con facilidad para reactivarla.

—Será mejor que le confieses lo que sientes antes de que sea demasiado tarde —añado, antes de volver con Lugh.


La enorme y pesada puerta de acero en la entrada de Ciudad Base 30 cede ante el peso de decenas de humanoides empujándola con fuerza. Las amplias calles se encuentran vacías, pero a la distancia se puede ver la plaza y a cientos de civiles arrodillados en medio.

Los líderes de las ciudades disidentes están en primera línea, junto a Gannicus, y aunque no soy líder me ubico justo al lado de Lugh, no lo perderé de vista.

Esta ha de ser una de las ciudades más grandes de la Gran Nación, pues la enorme plaza se pierde en la distancia. Es lo suficientemente grande para alojar a cientos de civiles, pero no son los civiles lo que me preocupa: es el enorme ejército de nuevos humanoides que se ubica detrás de ellos. A simple vista podría decir que son el doble que nosotros.

La marcha de la disidencia se detiene y es entonces cuando nuevos murmullos comienzan a surgir entre los nuestros, pero esta vez se trata de murmullos de incredulidad y asombro, nada positivo. Es la primera vez que la mayoría de los disidentes ven al nuevo ejército y, sin duda alguna, aquellos ojos rojos e incandescentes pueden resultar aterradores.

No hay indicios de Renée, no hay indicios de ningún soldado humano. Han enviado a su nuevo ejército a hacer el trabajo sucio, los han enviado a extinguirnos.

Los ciudadanos que están arrodillados en medio de la plaza nos observan con expresión de terror. Sé que nunca se hubieran imaginado en una situación en la que se encontrarían en medio de dos ejércitos humanoides, todos ellos probablemente nunca habían visto a un solo humanoide y ahora están enfrentando la muerte sólo por atreverse a apoyar a la disidencia.

El nuevo ejército se encuentra a unos cinco metros detrás de la fila de civiles. No sé cómo piensan asesinarlos, pero tampoco sé cómo podremos llegar a ellos antes de que sea muy tarde. Sin embargo, lo que encoge mi corazón como producto de la ira es el hecho de que hay niños entre ellos, sus llantos de miedo comienzan a hacer eco en la vacía ciudad.

Si no hubiesen comenzado a llorar entonces nunca hubiéramos sabido que estaban en medio de todo esto, pues los adultos obstruyen nuestra visión. Gannicus observa con fijeza al nuevo ejército. El silencio es tenso, más cuando parece que algunos adultos han logrado callar a los niños.

El líder no ordena ni un solo movimiento, puedo notar cómo observa a detalle todo alrededor, está intentando descifrar cuál es la trampa.

Un pequeño gemido de dolor se escapa por mi garganta. Los síntomas desaparecen por un momento hasta que finalmente vuelven a hacer presencia, cada vez más fuertes. Esta vez es casi insoportable. Me está costando mantener la vista enfocada. Todo mi cuerpo comienza a irradiar calor, la fiebre está aumentando incluso más, yo misma puedo sentirla.

Comienzo a sofocarme. Respirar duele, como si estuviera tomando mis últimos respiros como humana. Todo mi cuerpo comienza a ceder ante algo que nunca había sentido, y sé que son los nanos.

Lugh toma mi mano nuevamente y puedo notar la preocupación en su rostro, pero cuando está a punto de hablarme gritos de ira comienzan a surgir en nuestro ejército. Lugh y yo llevamos nuestra vista al frente sólo para encontrarnos con algo totalmente inesperado, algo totalmente desfavorable.

Mi boca se abre de par en par cuando observo cómo el ejército de nuevos humanoides comienza a hacer espacio para que alguien pase al frente, un alguien humanoide, pero no de su misma especie. Entonces, ese alguien no es el único, el mar de ojos rojos se mezcla con ojos azul neón y mercurio.

—Heracles, hijo de... —murmura Lugh entre dientes con palabras llenas de ira.

Heracles y sus rebeldes se han unido al nuevo ejército de humanoides, eso sólo significa una cosa.

—¿Ahora te alías con el enemigo? —El grito de Gannicus es tan fuerte que me estremezco.

Nuestro ejército ahora es un mar de luminiscencia: los ojos de los nuestros iluminan de ira, así como los de Heracles y su ejército iluminan con traición.

—Podríamos decir que Renée y yo tenemos un objetivo común —responde el idiota de Heracles con una sonrisa de ironía en su rostro.

Gannicus. El objetivo común de Heracles y Renée es el tener la cabeza del líder de la rebelión en una bandeja de plata. No hace falta decirlo, todos lo sabemos. Varios de nosotros nos acercamos a Gannicus en un intento de mantenerlo a salvo. Entonces, sin perder ni un solo segundo más, la orden sale de su boca:

—Salven a los niños, mantengan a salvo a cuantos civiles puedan...

Lugh me observa con fijeza, con preocupación, con miedo. Se acerca a mí y posa sus labios sobre los míos dándome un beso que no se siente bien, pues parece que estuviera dándome el último.

—¡Ataquen! —ordena el líder y el caos comienza.

Entonces Lugh suelta mi mano y comienza a correr hacia Heracles. La avalancha de humanoides que corre hacia el enemigo me hace perderlo de vista. Siento que mi corazón da un vuelco y todo mi mundo se pone al revés.

—¡Lugh! —grito con fuerza, pero no puedo encontrarlo y mi voz se ahoga en el ruido.

Ha ido a matar a Heracles, estoy segura de ello.

Todo a mi alrededor se torna en movimiento confusos, gritos, golpes, explosiones. A duras penas puedo moverme pues mi propio ejército me está aplastando. Mi mente sólo piensa en Lugh, pero necesito mantenerme enfocada, incluso aunque mi cuerpo está a punto de desfallecer.

Justo ahora debo proteger tres cosas: los niños, Gannicus y Lugh.

Instintivamente comienzo por los más débiles. Me adentro en el caótico centro de la guerra y las cosas pronto se tornan pesadas. Un grupo de rebeldes se dirige hacia mí y entonces la ambrosía corre con más velocidad a través de mis venas, como si se tratase de una sobredosis de adrenalina.

Mis puños se levantan y los golpes comienzan. Logro derribar a dos con facilidad y Alai, quien aparece de la nada, me ayuda con los otros tres. Nos cuesta un poco, pero pronto tomamos ventaja gracias a la cantidad de ambrosía que Russo introdujo en mi cuerpo.

Tomo a Alai del brazo con fuerza y le ruego que busque a Lugh, pero pronto Alai es separado de mí.

Un nuevo humanoide lo toma de los hombros y lo lanza al suelo sin esfuerzo alguno. Entonces, esos ojos rojos se fijan en mí y me distraen del puñetazo que se dirigía directo a mi vientre. El poco aire que me queda sale con fuerza y siento que me estoy ahogando en dolor. Aquel humanoide me agarra del cabello y me lanza unos metros delante de él. Procuro recomponerme con rapidez, pero sé que las cosas no están a mi favor.

Otro puñetazo se dirige hacia mí y esta vez logro frenarlo con ambas manos, pero incluso con toda la fuerza que tengo no puedo hacerle frente a este ser. Ni siquiera sé cómo, no puedo predecir sus movimientos, pero me agarra del cuello con una sola mano y me alza del suelo con facilidad.

Su mano aprieta mi cuello con fuerza y no logro zafarme de su agarre. Doy un vistazo rápido a mi alrededor y sé que las cosas no van bien, el nuevo ejército está sometiendo a la disidencia, están haciendo lo posible por dar batalla.

Entonces, cuando estoy a punto de perder la consciencia mi cuerpo cae con fuerza al suelo. Alai, Lugh y otro humanoide han derribado a quien me estaba atacando. Tal parece que se requiere de tres humanoides originales para derribar a un humanoide nuevo, tal como sucede con los humanos en contra de los humanoides.

Los tres lo golpean hasta dejarlo inconsciente y les toma bastante tiempo hacerlo.

Lugh está sano y salvo por ahora. Siento como si la vida volviera a mí cuando me ayuda a ponerme de pie.

—Lo perdí de vista —explica.

Pero el agudo llanto de un niño nos pone alerta. A unos diez metros de distancia, Alice lucha contra un nuevo humanoide; ella lleva en brazos a un pequeño de unos dos años cuyos ojos observan con terror lo que está sucediendo.

Lugh y yo corremos hacia ella y desviamos la atención del humanoide hacia nosotros. Con una simple mirada le indico a Alice que corra. Otro pequeño grupo de humanoides a la distancia está escoltando a más niños y adultos fuera de la batalla, pero no sé cuánto puedan resistir.

Un grito de dolor sale de mi garganta, pero no he recibido ningún golpe. Se trata de mi pecho, mi corazón, algo está sucediendo. Caigo de rodillas al suelo y ahora el dolor es tal que ni siquiera puedo gritar. Lugh se enfrenta al humanoide y recibe ayuda prontamente.

Si esta batalla sólo la podremos ganar a punta de ayudarnos los unos a los otros, entonces es una batalla perdida. Nos superan en número: nos enfrentamos a dos ejércitos.

Lugh me ayuda a levantarme una vez más. Me ruega que me vaya, que me esconda, pero mis ojos están fijos en Gannicus a la distancia, está completamente rodeado. Se encuentra en compañía de Forseti y cinco disidentes más, pero se enfrentan a siete enemigos, tanto rebeldes como nuevos humanoides.

Tomo una granada del abrigo de Lugh y comienzo a correr hacia ellos, incluso aunque cada movimiento duele y mi vista es cada vez más borrosa. Lugh corre a mi lado. Quito el seguro con mis dientes y la lanzo con un cálculo rápido de puntería. La granada cae justo detrás de los enemigos y no tienen tiempo de reaccionar.

Cuando la explosión finalmente sucede, Gannicus y sus acompañantes logran alejarse lo suficiente. Mis ojos se centran en los del líder, quien asiente en señal de gracias.

No obstante, cuando Lugh y yo estamos a punto de correr hacia cualquier disidente que se encuentre en aprietos, algo nos detiene.

El caos se frena repentinamente, el silencio reina en el lugar. Todos y cada uno de los nuevos humanoides que se encuentran en la plaza y en las calles se han detenido, han dejado de atacar repentinamente. Los rebeldes de Heracles, por otro lado, han comenzado a huir de la plaza, dejando sólo al nuevo ejército aquí.

Lugh y yo observamos a nuestro alrededor con confusión. Nuestro propio ejército se encuentra sumido en el mismo estado. Nadie entiende qué está sucediendo, pero lo tomamos como ventaja. Los nuestros se lanzan al ataque aprovechando la repentina quietud del enemigo.

Nosotros nos unimos a un grupo de unos setenta disidentes en esta porción de la plaza y comenzamos a correr hacia los enemigos que se encuentran en el centro, justo donde localizamos a Heracles, quien es el único rebelde que se ha quedado. Él es nuestro objetivo, aunque se encuentre rodeado de dos docenas de nuevos humanoides completamente inmóviles.

Pero de manera repentina siento como si una onda invisible atravesara mi cuerpo momentáneamente y un corrientazo eléctrico, casi imperceptible, recorriera mis extremidades. Esta sensación está acompañada de una especie de zumbido de bajo volumen. Sé que no soy la única que lo siente, pues todo mi grupo se detiene abruptamente.

Tan pronto como estas extrañas sensaciones desaparecen, escucho el sonido seco de cientos de cuerpos cayendo al suelo. Un aterrador silencio se apodera una vez más del ambiente. Observo a mi alrededor, atónita: al menos la mitad de nuestro ejército ha caído inconsciente al suelo de manera repentina. Nadie los ha tocado, apenas estábamos acercándonos de nuevo al enemigo.

Los que permanecemos en pie estamos en una especie de estado de shock. No tardo mucho en darme cuenta de que los únicos que permanecen conscientes son los disidentes de ojos color mercurio. El hecho de que yo todavía esté consciente ha de tener algo que ver con que estoy en proceso de transformación.

Mis ojos se dirigen hacia Gannicus, quien yace sobre el suelo a unos treinta metros de nosotros. Eso es lo que querían, dejarlo inconsciente, inmovilizado y prácticamente desprotegido. Tenemos que sacarlo de aquí antes de que se lo lleven.

Los disidentes de mi grupo preguntan a Lugh qué debemos hacer, y él sólo ordena continuar con el ataque. Sé que todos los que quedan en pie le han escuchado, incluso aunque se encuentren lejos, pues los gritos, el bullicio y la batalla comienzan una vez más.

Nos encontramos en una desventaja incluso mayor: todos los que están conscientes son humanoides que no podrán ser reactivados. Tomo a Lugh del brazo y comenzamos a correr hacia Gannicus, pero es demasiado tarde, pues dos de los nuevos humanoides llegan a él primero que nosotros, lo levantan y comienzan a alejarse.

Aunque Lugh quiere correr hacia Gannicus yo lo detengo. Él me observa con el ceño fruncido, sé que ha de estar insultándome en su mente.

—Si lo intentamos terminarás muerto —aclaro, observando a mi alrededor.

Los disidentes que quedan de pie están dando lo que pueden en la batalla, pero a medida que pasan los minutos somos cada vez más pocos. No podría vivir con la culpa de saber que todos los que están enfrentándose al enemigo hasta el último momento están a punto de morir de manera definitiva.

—Tenemos que retirarnos, ordénales que se retiren —suplico a Lugh—. Recuerda lo que te dije hoy. Sólo quedan en pie los que son como tú, todos morirán si no nos retiramos ahora.

Él asiente, un poco atónito.

—¡Retirada! ¡Retirada! —grita, tomándome de la mano y comenzando a correr.

Las órdenes de Lugh se repiten y los pocos que quedan de nuestro ejército comienzan a retirarse. No sé si el enemigo nos perseguirá, no sé si vendrán por nosotros. Me encuentro con Froy repentinamente, quien grita que debemos separarnos en grupos. No me da tiempo de responderle, pues continúa su camino con un pequeño pelotón, llevándolos hacia una salida distinta.

Cuando paso al lado de los cuerpos inconscientes de Alai, Forseti, Astrid y Alice siento que la esperanza comienza a desvanecerse. Ellos estaban protegiendo a Gannicus, se quedaron con él hasta el último instante, saberlo me duele hasta el alma, ni siquiera sé si volveré a verlos.

Corremos a través de las vacías calles de esta ciudad hasta llegar a la puerta de entrada. Los disidentes de nuestro ejército que salen por esa puerta son menos de la mitad de los que ingresaron a la batalla.

Sin embargo, cuando apenas nos hemos alejado medio kilómetro de la ciudad, el zumbido y la extraña e invisible onda aparecen una vez más, puedo sentir cómo atraviesa mi cuerpo y esa sensación electrificante recorre mis extremidades nuevamente. Entonces, cuando creía que al menos algunos de nosotros podríamos ser salvados, los disidentes de ojos mercurio también comienzan a desfallecer, cayendo inconscientes al suelo.

Lugh no es la excepción.

Su peso provoca que yo caiga con él, ya que su mano permanece agarrada a la mía. Me he quedado completamente sola, no queda ni un sólo humanoide de mi ejército en pie, hemos perdido. Mi cuerpo se estremece y comienzo a entrar en pánico cuando los ojos de Lugh no se abren por más que grite su nombre, por más que sacuda su cuerpo.

—Despierta, Lugh, despierta —repito una y otra vez.

Pero no tengo tiempo de llorar, no tengo tiempo de pensar, no tengo tiempo de asimilar lo que sea que está sucediendo.

El dolor en mi cuerpo no cesa, la fiebre ha llegado a su punto máximo, mi corazón late incluso más rápido que antes mientras siento un dolor agudo enterrándose en el mismo. Mi cuerpo comienza a ser poseído por corrientazos de energía extraños y dolorosos; siento cómo cada órgano de mi cuerpo comienza a apagarse, cómo los nanos se apoderan completamente de cada rincón de mí. Duele, duele, duele, es lo único que puedo pensar. Sé que estoy a punto de perder la consciencia, pero debo llevar a Lugh a un lugar seguro antes de que eso suceda.

A Lugh, su cuerpo; su cuerpo que no responde, su cuerpo que no despierta; su cuerpo que me niego a creer que carece de vida. No puede estar muerto, no puede. Por favor, por favor.

Mi mente comienza a divagar mientras mi cuerpo es absorbido por el dolor. Pero el corrientazo de ambrosía, la sobredosis de nanos, este último momento de mi transformación humanoide ayuda a que mi cuerpo tenga la fuerza suficiente para agarrar a Lugh, ponerlo en mi espalda y comenzar a correr tanto como pueda.

Corro sin saber hacia dónde voy, corro a pesar de que las lágrimas nublan mi vista. El extenso campo verde frente a mí parece no tener fin. Lugh es más grande y alto que yo y sus piernas se arrastran detrás de mí, pero yo continúo cargándolo en mi espalda, agarrándolo de los brazos, aunque mi piel sudorosa como producto de la fiebre vuelva resbaladizo mi agarre.

Y no sé cuánto tiempo ha pasado; tal vez una hora, tal vez más. A la distancia diviso una colina en cuya cima reposan las ruinas de alguna edificación antigua y, aunque estoy pasando por un martirio, continúo corriendo, o más bien caminando a este punto, hacia allá.

Las fuerzas ahora son casi nulas. Cedo ante el peso de Lugh y caigo al piso con él. Pero no me puedo rendir hasta no ponerlo en un lugar seguro. Esta vez lo dejo en el suelo y sólo agarro sus brazos, y comienzo a arrastrarlo como puedo colina arriba.

Las lágrimas se escapan de mis ojos y un vacío enorme recorre mi pecho; sólo puedo repetir su nombre una y otra vez, pues no puedo aceptar que él no esté, que tal vez nunca vuelva a despertar.



*****

Buenas noches, queridos lectores, ¿cómo les ha parecido el capítulo?

Ahora sólo falta el epílogo (técnicamente el último capítulo del libro) *llora*.

Iré a hacerme bolita en el sofá.

(El epílogo sí o sí lo subiré esta semana que viene, no se preocupen por la espera, jeje, no tardará en llegar, ya está casi listo).

Nos vemos en el epílogo <3

Carolina

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