LSR - Capítulo 2 | La cuerda
La segunda rebelión
Capítulo 2 | La cuerda
«Al luchar contra la angustia uno nunca produce serenidad; la lucha contra la angustia sólo produce nuevas formas de angustia».
—Simone Weil
Por un reducido lapso de tiempo todo lo que puedo escuchar son murmullos; lo curioso, sin lugar a dudas, es que no se trata sólo de los murmullos de voces humanas, sino también de sonidos insignificantes que parecen traer algún falso recuerdo a mi memoria artificial: el crujido del pasto del bosque cuando cada par de zapatos pisa sobre el mismo con extrema urgencia; el pequeño y casi inaudible sonido de cuerpos colapsando entre sí; el magnífico y diminuto roce de las balas al rozar con el cañón de los fusiles.
Pero los sonidos humanos no pueden ser ignorados. Son, en realidad, bastante intensos. Por ahora parece que tengo un filtro en mis oídos que impide con brusquedad que pueda escucharlos con extrema claridad, pero el retazo de las cuerdas bucales rozando entre sí al producir desgarradores gritos de angustia es inconfundible. Angustia, vaya palabra extraña. ¿Acaso conozco yo el significado de aquellas tres sílabas? No, no lo creo. No obstante, esa palabra retumba en mi cabeza como si fuese el logo de Torclon rebotando en las pantallas de los computadores de la institución. Puedo visualizarlo en mi mente, miré aquellas pantallas fijamente por tantas horas que no pueden ser contadas con mis dedos. Ahora, en la proyección de mi mente la palabra «Torclon» es reemplazada por la palabra «Angustia», y rebota en las esquinas de mi cerebro como si este estuviese tratando de decirme algo.
Sin embargo, no puedo ahondar mucho en el asunto, pues puedo sentir el murmullo de las respiraciones ahogadas y el llanto tormentoso. Es entonces cuando me doy cuenta de que me he desconectado un tanto de la realidad, y cuando logro volver al presente siento entre mis manos el pesado y frío objeto que pronto identifico como mi propio fusil. Frente a mí todo es bastante confuso: cientos de miles de humanos corren de un lado a otro y otros tantos padecen sin vida en el suelo de las afueras del Distrito Capital. Ahora no son sólo mis soldados los que están disparando a diestra y siniestra. Tal pareciera que en cuestión de minutos han aparecido de la nada cientos de humanoides que, a pesar de tener cada uno un par de ojos mercurio o azul neón, y de vestir el uniforme de la disidencia, cuentan con un sistema de órganos humanos perfectamente funcionales. Lo sé porque puedo escucharlos. A estos soldados les late un corazón en el pecho, y entonces reconozco que de humanoides tienen poco. Sus rostros expresan demasiadas emociones como para ser reconocidas por mi sistema.
No, ellos no son humanoides, pero los protestantes piensan que lo son, pues ahora huyen despavoridos hacia el bosque que se expande a cada costado de la carretera.
Volteo mi rostro levemente hacia la izquierda, donde puedo observar al Distrito Capital a lo lejos, con las ruinas del rascacielos de Torclon sobresaliendo entre las demás estructuras y edificios que han sido bombardeados. Los manifestantes que hace pocos minutos sostenían panfletos y gritaban a la par cánticos de protesta, ahora se han dispersado de tal manera que la carretera hacia el Distrito ha quedado casi vacía. No obstante, puedo escuchar a las multitudes corriendo, gritando y muriendo dentro, en los bosques. De los cientos de miles de manifestantes, alrededor de un veinte por ciento ha caído, eso es lo que informa uno de mis soldados, quien recibe señales del helicóptero del departamento de comunicaciones que se encuentra sobrevolando el panorama, con Elisa Woods reportando desde lo alto.
Cien mil manifestantes rodeaban las amplias afueras del Distrito Capital, eso es lo que se reportó hace poco. ¿Esto significa que veinte mil han caído? No existe forma alguna de que mis soldados hayan cometido tal masacre, pues éramos demasiado pocos. De un momento a otro en mi mente aparece un abrupto recuerdo: miles de militares usando el uniforme de la disidencia en las bases de la milicia. Pero ese recuerdo se disipa con rapidez y es reemplazado por ojos artificiales. Hemos sido nosotros. La misión ha sido un éxito.
Sólo cuando soy cien por ciento consciente de lo que sucede a mi alrededor es que me doy cuenta de que estoy siendo rodeada por seis humanoides, y a juzgar por los cuerpos humanos que yacen frente a ellos, me han protegido de ser asesinada por civiles enardecidos. ¿Por qué han querido venir todos en contra mía? Dejo caer mis brazos hacia los costados de mi cuerpo, con el fusil colgando de mi mano derecha de forma perezosa. Parezco estar entrando y saliendo constante y repetidamente de un estado de ensoñación. ¿Pero qué es la ensoñación? Realmente no importa.
He de llevarme la mano izquierda a la cabeza cuando mi sien comienza a doler con ímpetu. Cuando uno de los soldados rompe fila y se acerca a mí, soy consciente de que no entiendo muchas de las cosas que me dice. Es como si dentro de mí batallasen dos pequeñas figuras, halando de una misma cuerda, cada una en una punta, pero ninguna logra derrotar a la otra. Por ratos, una de las figuras es más fuerte, y entonces en mi mente se reproducen imágenes y recuerdos que no sabía que tenía; sin embargo, la figura oponente no tarda en recuperar el control de la cuerda, y hala con tal fuerza que la realidad parece materializarse frente a mí.
Todo parece automatizarse en cuestión de segundos cuando aquel humanoide me otorga un saludo militar.
—Misión cumplida —expresa.
Pero sigo escuchando el eco de las balas y los gritos.
—¿Misión cumplida? —repito.
El soldado permanece inmóvil, con su mano derecha sobre su frente, tan recto como sólo podía estarlo durante un saludo militar. No responde.
Un quejido casi silencioso llega a mis oídos, no encuentro mejor manera de explicarlo. Mis ojos se dirigen hacia los cuerpos inmóviles de los humanos que yacen a nuestro alrededor; sólo en un perímetro de cincuenta metros a la redonda puedo contar casi doscientos; pero sólo de uno de los cuerpos proviene aquel sonido extraño.
Los humanoides se mueven hacia un lado cuando salgo del pequeño círculo en el que me han encerrado para protegerme. Caminar se torna increíblemente difícil: mis botas pisan manos, piernas, pechos; no existen muchos lugares libres en los que pueda pisar el pavimento de la carretera.
Me detengo abruptamente cuando encuentro la fuente de aquel quejido. Me agacho con lentitud y agarro del hombro a aquella mujer que se encuentra casi inconsciente, bocabajo. La volteo con facilidad, de modo que sus ojos entreabiertos dan al cielo sobre nosotros. Sus signos vitales son tan débiles que pronto su corazón dejará de latir. Pero no analizo el estado de su débil cuerpo por mucho tiempo, pues cuando observo su rostro recuerdo casi al instante aquellas facciones que ahora esconden tanto dolor: es la mujer que intentó acercarse a mí cuando llegamos, aquella que hizo saber a todos que Abigail Reed había arribado al lugar, quien sea que sea aquella persona.
Cuando sus ojos moribundos se encuentran con los míos su rostro se contrae en decenas de emociones que no logro descifrar. Su labio inferior comienza a temblar, y lágrimas aparecen en sus ojos; este líquido transparente no había aparecido ni siquiera por el dolor físico que ha de estar sintiendo, no: apareció sólo cuando me vio a mí.
De repente, su mano agarra mi brazo con fuerza, tanta fuerza como puede tener un ser agonizante. Puedo sentir a mis soldados alistándose para apuntarle ante tal gesto, pero mi mano derecha suelta el fusil y se levanta en el aire como una orden. Ahora nadie apunta a nadie. ¿Por qué lo he hecho? No lo sé con claridad; existe algo en la manera en la que aquella mujer me observa, algo que se sale de los límites de mi racionalidad.
Ella abre la boca poco a poco. Yo puedo observar en su cuello cómo los músculos de su garganta se contraen con esfuerzo, como si decir una sola palabra estuviese costándole un gran precio energético. Cuando las palabras logran ser pronunciadas por sus labios estas salen como un susurro débil, pero yo puedo escucharlas a la perfección.
—Abigail Reed —repite aquel nombre una vez más.
Me toma exactamente treinta segundos responderle:
—No sé de quién está hablando.
Ella levanta su otra mano, y con un gesto tembloroso señala hacia uno de los lejanos postes de luz que permanecen inmóvil en el borde de la carretera. Cuando suficientes lágrimas se han acumulado en sus ojos, comienzan a salir una por una, deslizándose por sus mejillas. Frunzo el ceño cuando siento algo extraño en mi pecho, una sensación no muy agradable; una sensación angustiante.
Angustiante.
—¿Qué es la angustia? —inquiero en voz baja a la mujer.
Ella parece sorprenderse por mi pregunta. Sus ojos se desvían hacia el cielo. Puedo sentir el agarre en mi brazo desvanecerse con cada segundo que pasa. Esta mujer sólo tiene pocos minutos de vida.
—Aparece cuando sabes que algo está mal —susurra con dificultad.
Parpadeo con rapidez. Mis ojos se desvían hacia los cuerpos sin vida que nos rodean, y entonces aquel sentimiento se intensifica.
—Abigail Reed —reitera—. Todo se desmorona una vez más...
—¿Una vez más?
Sus ojos, que están a punto de cerrarse, vuelven a fijarse en los míos. Las últimas palabras que pronuncia se ahogan en su garganta:
—¿Qué has hec...?
Un suspiro corto, débil y agonizante sale de su boca. Ha sido su último suspiro. Sus ojos, no obstante, permanecen fijos en los míos, y es entonces cuando acepto que ahora carecen de vida, incluso aunque por unos pocos segundos deseé, en lo más profundo de mí, que ese no fuera el caso. No hay nada que pueda ser por ella ahora.
Pero no puedo retirar mi mirada de la suya, ni moverme un solo centímetro; tampoco me atrevo a retirar de mi brazo el casi inexistente agarre de su mano. Comienzan a carcomerme ideas vergonzosas cuando me doy cuenta de que aquella mujer inmóvil y carente de vida me observa con decepción. Puedo reconocer aquel sentimiento casi de inmediato, cuando la figura más débil de mi cabeza hala la cuerda con fuerza, logrando mantenerla de su lado por pocos minutos. La figura oponente quiere tomar el control, y sé que tengo poco tiempo para asimilarlo.
Mis ojos se abren con ímpetu cuando observo de manera tímida a mi alrededor. El pavimento ha sido teñido de color carmesí, y mi mano temblorosa se dirige a mi boca para ahogar el lamento que por poco se escapa de la misma. Parpadeo con rapidez cuando un líquido caliente se escurre por mis lagrimales. No puedo entenderlo por un momento, pero entonces el fusil que yace en el suelo me da la respuesta inmediata. El recuerdo es claro, y la mirada perdida de aquella mujer lo dice todo: yo ordené este ataque.
Me pongo de pie lentamente, intentando mantener mi compostura. Por un momento siento un inmenso miedo creciendo dentro de mí cuando observo disimuladamente sobre mi hombro derecho: los soldados que se han quedado conmigo me observan fijamente. Algo anda mal.
Observo hacia el suelo, hacia nada específico. De repente mi cuerpo se pone rígido, desobedeciendo por completo las órdenes de mi cerebro. Es como si estar tan rígida como una tabla fuese mi estado natural, y entonces sé qué es lo que está sucediendo ahora: la figura oponente ha comenzado a halar la cuerda, obteniendo ventaja sobre aquella que hasta hace pocos minutos hizo un esfuerzo sobrenatural por mantenerse firme. Entonces ahogo un suspiro y mi mirada se dirige al frente; de mis ojos dejan de salir lágrimas. Cuando observo a la mujer ya no puedo descifrar su expresión.
Me agacho para agarrar mi fusil con rapidez, pues es hora de partir. Pero algo capta mi atención: la otra mano de aquella mujer aún señala hacia un punto específico de la carretera. Mis ojos se dirigen al poste de luz que se encuentra a unos cuarenta metros de mí. Me acerco rápidamente, evadiendo con agilidad los cuerpos sin vida de los humanos, al menos en la medida en que me es posible. Al acercarme al poste sólo puedo encontrarme, en un principio, con un par de grafitis prácticamente ilegibles. Lo rodeo, examinando con extremo detalle cada parte de este. Cuando estoy a punto de decidir que estoy perdiendo mi tiempo, mis ojos se encuentran con un detalle particular, un detalle que no puedo pasar por alto: un panfleto amarillento y arrugado que reposa pegado en la superficie del poste.
Lo tomo de una esquina y lo halo hacia mí. Cuando lo tengo entre mis manos me dedico primeramente a leer lo que de inmediato capta mi atención:
SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Abigail y Martin Reed.
Altos traidores de la Gran Nación, colaboradores de la disidencia.
Cualquier información de su paradero será recompensada.
Abigail Reed, aquel nombre aparece ante mí una vez más. Pero no es lo único que está impreso en este panfleto: justo debajo del aviso hay dos fotografías. ¿Cómo es posible que existan fotografías de estas personas? Egan Roman es el único que tiene acceso a este tipo de privilegios.
Observo las imágenes con atención, pero por más que intente evocar algún recuerdo escondido nada aparece en mi mente. Observo a lo lejos a la mujer sin vida, quien continúa señalando hacia mi dirección. ¿Quién es Abigail Reed y por qué la están buscando? No hay tiempo para preguntas absurdas. No obstante, casi por impulso doblo aquel panfleto con agilidad y lo introduzco en el bolsillo de mi pantalón, aunque no tenga un fin específico para hacerlo.
A pesar de que la misión ha sido un éxito no soy recibida con vítores; por el contrario, Sergen y Renée son los que obtienen todos los aplausos. Los soldados humanoides han sido llevados a un lugar desconocido por mí, y en esta fortaleza subterránea sólo quedan militares sudorosos y científicos cansados. Este largo y amplio túnel es sólo una pequeña parte de las instalaciones que Torclon y MOC tienen bajo tierra, pero es capaz de contener a miles de personas sin ningún problema.
Es sólo cuando Renée termina con su discurso que alguien me ordena comenzar a caminar. Desconecto mi atención de los largos y laberínticos pasillos por los cuales me guían dos militares, y sólo vuelvo a ser consciente de mi entorno cuando me encuentro una vez más en el amplio y solitario laboratorio al que ya me he acostumbrado.
Los militares se retiran, cerrando la pesada y blindada puerta tras de sí, pero estoy segura de que continúan vigilando al otro lado.
Me dirijo de manera automática hacia la camilla que se encuentra en el centro del lugar. Por algún motivo, la blancura de las instalaciones de Torclon me parece cada vez más disonante. Este es el único sentimiento que nunca se aleja de mí, incluso en mis momentos de lagunas mentales. El blanco no concuerda con Torclon; Torclon no concuerda con el blanco. Pero por ahora no puedo sentir más que eso.
Ignoro este hecho sin importancia a medida que mi mirada se dirige hacia la única proyección holográfica del lugar. El noticiero, estruendoso y catastrófico, sobresale entre la artificial armonía blanca del laboratorio. Mis ojos permanecen fijos en el titular, que sobresale con letras rojas y grandes:
Disidentes arremeten contra civiles que protestaban de manera pacífica.
Elisa Woods narra desde un helicóptero los sucesos de hoy. Los músculos relajados de su rostro no concuerdan con el tono de voz dramático que está usando para narrar los hechos. Las cámaras hacen zoom hacia el caos que se esparce debajo de ellos: una porción del bosque arde en llamas, y se pueden observar manifestantes corriendo de un lado a otro. Lo que más podría impresionar al débil carácter de los espectadores, no obstante, es la cantidad de muertos que se puede observar desde lo alto. Todo esto ha sido obra de los disidentes. ¿Pero quiénes son exactamente los disidentes?
Frunzo el ceño con confusión. He sido yo quien llevo a cabo el primer ataque. Observo hacia mi pecho, donde reposa, sobre la chaqueta que llevo puesta, el símbolo de la disidencia, el cual es el mismo que aparece en la esquina superior izquierda de la transmisión del noticiero; la única diferencia entre mi símbolo y el del noticiero, es que el de este último está cruzado por una línea roja, indicando peligro.
Y este detalle no puede salir de mi mente una vez permanezco pasmada ante lo que acaba de materializarse en mi cabeza: ¿por qué llevo un uniforme disidente?
Mi mano se dirige automáticamente hacia el bolsillo de mi pantalón. Saco el arrugado panfleto y lo ubico frente a mis ojos. La información que se encuentra allí, a pesar de ser concisa, carece de sentido para mí. Pero hay algo más que llama mi atención, algo que no noté la primera vez que observé este papel: en la parte inferior del mismo, justo debajo de las fotografías, se encuentra un escrito a mano que parece haber sido hecho por una persona ajena a quien colocó el panfleto en aquel poste. El escrito consta de tres palabras:
—Veritas filia temporis —murmuro en voz baja repetidas veces, releyendo aquella frase.
¿Acaso no es lo mismo que han pronunciado aquellos civiles cuando me vieron llegar?
En mí comienza a crecer la confusión. Bajo el papel y observo el noticiero una vez más. Un nuevo titular ha aparecido en la transmisión:
Abigail Reed, la gran traidora, ha dirigido los ataques.
—El dirigente de la Gran Nación, Egan Roman, se dirigirá al pueblo a las ocho de la noche de hoy —narra Elisa Woods—. Se espera que ordene medidas extremas ante los diversos ataques disidentes que están ocurriendo en el país.
El panorama se torna oscuro repentinamente. Ahora las imágenes se centran en un grupo de soldados que intenta derrumbar a un par de disidentes que atacan desde lo alto de un árbol. Frunzo el ceño ante tal imagen: son dos de mis soldados. ¿Por qué están atacando a mis soldados?
—Mientras tanto, los entes gubernamentales de las principales ciudades base han ordenado toques de queda ante la amenaza de un bombardeo aéreo enemigo, tal como sucedió hace algunos días con Ciudad Base 36 y el Distrito Capital. Según informes especiales, los humanoides conocen de la existencia de los dispositivos de desactivación, y han logrado mantenerse alejados del perímetro de alcance.
Ahora la transmisión cambia, y una gran Ciudad Base es mostrada con rapidez. Los militares están presentes en cada calle de esta, y los ciudadanos nerviosos observan desde sus ventanas lo que sucede fuera.
—No obstante, la Gran Nación ha logrado bombardear con éxito las ciudades disidentes que han sido descubiertas gracias a coordenadas entregadas por un informante anónimo...
Ya no la estoy escuchando. Me he puesto de pie con ímpetu, y me dirijo hacia uno de los computadores que hay en el lugar. El nombre de Abigail Reed todavía está presente en el titular de la transmisión, y a pesar de que intenté concentrarme en lo que Elisa Woods está narrando mi mente no puede dejar de pensar en aquellas dos palabras.
Ingreso sin ningún problema a la base de datos de la milicia, como si supiese de antemano cómo hacerlo. Hay todo un apartado de personas que están siendo buscadas por la Gran Nación, y en ello se centra toda mi atención. Una vez más, Abigail y Martin Reed encabezan la lista. Las fotografías son las mismas que se encuentran en el panfleto. Cuando reviso la información de Abigail me encuentro con cinco páginas de informes, pero los pasos no tan lejanos de Russo llegando al laboratorio irrumpen mi tranquilidad y provocan que no pueda leer la información por completo. Ahora sólo me queda echar un rápido vistazo al resto de la lista, al menos a los primeros diez lugares.
Me encuentro con extraños nombres que no cuentan con fotografía alguna. A pesar de no poder leer la información detallada de cada uno debido a la escasez de tiempo que poseo, aquel insoportable sentimiento de angustia comienza a expandirse por mi pecho una vez más. Por algún motivo, estas palabras ajenas a mi entendimiento encuentran un espacio en mi cerebro y comienzan a retar mi memoria.
—Gannicus, Alai, Samuel —leo en voz alta—; Astrid, Alice, Froy...
Russo se encuentra a tan sólo diez pasos de la puerta.
—Forseti, Heracles...
Dos pasos.
—Lugh.
La puerta se abre casi sin hacer ruido, y en ese corto periodo de tiempo he logrado desconectarme de la base de datos y volver a la camilla. Cuando el hombre se posiciona frente a mí, mis ojos se encuentran fijos en el noticiero y en la inexpresiva cara de Elisa Woods.
Observo a Russo de repente, logrando sobresaltarlo. Las bolsas bajo sus ojos ahora son más pronunciadas, y el olor excesivo a café y cigarros entra por mis fosas nasales. Sus ojos están inyectados de sangre, como es costumbre, y me pregunto cómo puede este humano ser eficiente en su trabajo si no cumple con las ocho horas de sueño necesarias para recuperar su sistema físico y mental.
Se coloca unos guantes con agilidad y dirige sus dedos hacia mis ojos. Por un momento lo único que veo es el blanco opaco de aquellos guantes, mientras sacan de mis ojos unos extraños objetos pequeños y transparentes. Entonces apunta hacia mis pupilas una fuerte luz que sale de la punta del bolígrafo que llevaba en el bolsillo de su delantal.
Ordena que me quite la chaqueta y obedezco inmediatamente. Él examina mis brazos, donde han comenzado a aparecer irregulares manchas amarillentas, y algunas comienzan a tornarse violeta. Yo observo cómo agarra un extraño aparato, el cual se coloca en sus oídos. Del otro extremo de este artefacto cuelga un círculo metálico que él acerca a mi pecho.
Entonces recuerdo lo que acabo de hacer en la base de datos de los militares, y repentinamente soy consciente de que el panfleto está guardado en el bolsillo de mi pantalón. Mi mano izquierda se dirige al bolsillo de forma disimulada, y sé que lo que tengo allí no debería encontrarse conmigo. Sé que algo estoy haciendo mal, a pesar de que no puedo distinguir el qué. Este simple pensamiento provoca en mí una sensación nauseabunda, nerviosa y errática, y entonces presiento que mi angustia ha comenzado a crecer.
Él me observa con el ceño fruncido. Sus ojos cansados, a pesar de carecer de energía, me miran con tal detenimiento que siento que puede ver a través de mis ojos. Mi corazón late con rapidez contra mi pecho, delatándome instantáneamente. Él puede escuchar mis latidos frenéticos a través de su artefacto de científico, y entonces una de las figuras comienza a ganar la batalla de la cuerda. Mi mirada se posa sobre su hombro, donde a lo lejos puedo ver el noticiero de la Gran Nación.
Muerte, disidentes, civiles, Abigail Reed.
Aquellas palabras se repiten en mi cabeza y mi respiración comienza a tornarse irregular. Russo me observa con mirada fría, incrédula, temerosa y preocupada, en una mezcla de emociones que no deberían aparecer al tiempo. Se aleja unos centímetros de mí; unos centímetros fríamente calculados.
Angustia.
—¿Qué es la angustia, Russo? —inquiero con voz temblorosa.
Él abre los ojos abruptamente. Por un momento pareciera que mi pregunta lo ha despertado más que las tazas de café que se ha tragado en las últimas horas. Sus ojos se dirigen hacia la puerta del laboratorio donde, a pesar de no poder verlos, los dos soldados vigilan el otro lado.
Aprieto el papel dentro de mi bolsillo, como si la respuesta estuviese en un simple aviso de «se busca».
—¿Qué es la angustia, Russo? —repito—. La angustia. Russo, dígame qué es la angustia.
La insoportable voz de Elisa Woods taladra cada vez más en mis oídos. Me pongo de pie de forma inesperada, provocándole al hombre un buen susto. Me dirijo hacia la proyección del noticiero, donde el helicóptero sobrevuela una vez más los miles de cuerpos sin vida de civiles inocentes.
Y es en este momento en el que siento el corazón en la garganta. Me llevo la mano al cuello, como si esto pudiese controlar la sensación de ahogamiento que he comenzado a experimentar.
—Muerte, disidentes, civiles, Abigail Reed —repito en voz alta.
Doy un giro de 180 grados, quedando frente a Russo una vez más.
—Gannicus, Samuel —murmuro—; Froy, Forseti...
Russo saca de su delantal una pequeña tableta de cristal. Sus ojos no se despegan ni un segundo de los míos, y cuando mi atención se dirige a lo que él tiene entre sus manos un recuerdo inesperado llega a mi mente. Mis ojos se abren como platos y un bajón de energía recorre mi espina dorsal.
—¿Sabe usted quién era el dios de todas las habilidades? —interrogo en voz baja—. Lo busca la Gran Nación.
Ahora me observa con confusión.
—Vuelva a la camilla, soldado —ordena.
—Mitología... —murmuro más para mí misma que para él.
Babilonia, la ciudad de las luces rojas; Cartago, la capital de los disidentes; Lugh...
Imágenes y palabras aleatorias se reproducen en mi mente con rapidez, y la angustia crece con cada segundo que pasa, pero cuando pienso en aquel nombre un sentimiento más se añade al remolino que comienza a surgir en mi interior, un sentimiento que no logro describir, interpretar o nombrar.
Russo amenaza con oprimir un botón en la tableta de cristal, pero algo dentro de mí me dice que no se atreverá a hacerlo.
Me acerco a él con lentitud, conservando una postura firme, casi rígida.
—No ha respondido a ninguna de mis preguntas, Russo —resalto.
Cuando estoy a un paso de él todo parece detenerse a nuestro alrededor, incluso el parloteo incesante del noticiero.
—Son preguntas poco relevantes para la función que usted cumple en esta institución.
—¿Y cuál es mi función en esta institución?
Su dedo índice, el cual apunta hacia la tableta, comienza a temblar. Puedo escuchar cómo traga saliva con nerviosismo.
—¿Qué es la angustia?
—Los sentimientos y emociones no son más que reacciones químicas.
—Yo no debería tener reacciones químicas —analizo.
Mi voz es incluso más inestable que antes. Hay algo que no está bien.
—No las tiene —responde rápidamente—. No hay angustia real, sólo ha copiado las emociones humanas que ha presenciado el día de hoy. Verá, la inteligencia artificial que desarrollamos tiene una particularidad... Es como un bebé.
—Desconozco esa palabra —interrumpo.
—Un humano muy pequeño, recién llegado al mundo —explica, dirigiendo su mirada nerviosa hacia la tableta cada tanto—. Ellos aprenden de lo que hay a su alrededor, lo copian... Ustedes...
—Entonces explíqueme qué es la angustia humana.
Traga saliva una vez más. Puedo notar que lo he dejado sin palabras, pero cuando me acerco más a él su boca se abre instintivamente.
—Podría definirse como un estado de inquietud que es desencadenado por algún temor, o por presenciar o llevar a cabo hechos desagradables. La angustia también puede surgir ante el peligro o situaciones amenazantes.
—¿Y de verdad cree que la estoy sintiendo debido a que los humanos que asesiné la experimentaron hoy?
Él permanece callado, como si no tuviese una respuesta o, más bien, no quisiera dármela.
Russo siempre ha sido un hombre de carácter débil, lo he notado con el pasar del tiempo. Él siempre se encarga de mí, y siempre he notado que hay algo que le inquieta notablemente de su trabajo. Pero esto importa poco, pues se dedica a seguir órdenes y mantener la boca cerrada.
—Los humanos que asesinamos —corrijo casi de inmediato.
Y aquel sentimiento extremadamente desagradable surge una vez más cuando mi mente intranquila me hace notar que hay algo inconcluso en nuestra conversación.
—El dios de todas las habilidades —recalco—. Lugh.
Aquel nombre retumba en mi cabeza, y mientras más lo repite mi voz interna, más intensa se torna mi intranquilidad. Mi mano se dirige a mis labios de forma instintiva, como si algo en ellos pudiesen darme la respuesta que busco, incluso aunque no tengo clara la pregunta.
Una vez más todo se proyecta ante mí, y la proyección holográfica del noticiero, la cual está mostrando otra vez el bosque en llamas, se mezcla con todas las palabras, sonidos e imágenes que han comenzado a llegar a mi mente. De nuevo siento que me falta la respiración, o que mis pulmones no tienen la suficiente capacidad para recibir todo el aire que entra por mi boca.
Una de las figuras intenta recobrar el control de la cuerda. La batalla ha comenzado una vez más, y el vaivén de la cuerda provoca que yo entre en una especie de trance. Ahora no puede detenerse: en un momento estoy rígida, con la mirada perdida, y al otro me encuentro al borde de un colapso nervioso; en un momento no conozco emoción humana alguna, y al siguiente un remolino de sentimientos se acumulan en mi interior.
La cuerda es halada constantemente de un lado a otro. Las dos partes de mí que intentan retomar el control completo de mi organismo están comenzando a crear un caos. Russo me observa atónito, y a juzgar por su mirada podría afirmar que algo inesperado está sucediendo conmigo, algo que no debería suceder.
Intento acercarme a él, pero mis piernas no obedecen. Me falta el aire, y al siguiente minuto prácticamente no lo necesito; me invade la angustia, y al siguiente minuto todo me es indiferente. Loca, me estoy volviendo loca, y soy consciente de ello apenas por ratos. Caigo al piso de rodillas cuando el dolor en mi sien se torna insoportable; no importa cuál figura tenga el control de la cuerda, el dolor que siento no puede ser ignorado por ninguna de las dos.
—Martin... —murmuro.
Russo parece despertar de su trance al escucharme hablar una vez más.
Las lágrimas comienzan a llenar mis ojos cuando todas las palabras que salen de mi boca parecen ser importantes para mí, pero carecen de significado alguno. ¿Quién es Martin? ¿Por qué duele tanto pronunciar su nombre? Martin... ¿Martin Reed? Pero él no es el único desconocido que parece tener un efecto extraño en mí.
Gannicus.
Babilonia.
Lugh.
Mercurio.
Ojos color mercurio, eso es todo lo que puedo observar frente a mí, como si mi mente fuese un proyector holográfico. Aquellos ojos tienen un rostro, pero es un rostro borroso y lejano. De repente, un cosquilleo intenso vuelve a aparecer en mis labios.
Es entonces cuando un grito sale de mi garganta que los dos soldados entran al laboratorio con rapidez. Russo está a punto de ordenarme algo por medio de su tableta de cristal, pero por algún motivo su dedo no toca la superficie táctil de aquel artefacto.
En su lugar, observa atónito cómo me toman con fuerza y me arrastran fuera del lugar. Y antes de que la puerta que separa el pasillo del laboratorio se cierre, puedo notar en su mirada un deje de preocupación, como si algo malo fuese a sucederme.
Y a pesar de que poseo la fuerza suficiente para enfrentarme a estos dos militares, el dolor que siento me impide llevar a cabo cualquier acción. Pero esta vez en dolor en mi cabeza no es el culpable de mi incapacidad.
Esta vez un dolor emocional es el que obstruye mi capacidad de lucha, y es un dolor que aparece cada vez que aquel nombre es pronunciado por mis labios.
Lugh.
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