Capítulo 19 | Rituales y confesiones
«Ha intentado hacerse indiferente a los sentimientos mediante la razón, que es como intentar convencer con palabras y argumentos a un paquete de dinamita de que no explote».
—Sándor Márai.
Nota de autora: Capítulo bastante largo; es importante leerlo hasta el final, van a shippear mucho, y además... bueno, ya verán.
Cuando Alai me deja sola yo permanezco pasmada en mi lugar. No sé cuánto tiempo me quedo sumida en mí misma, como si mi mente fuera un océano y yo me estuviese ahogando en él. No puedo evadir los sentimientos de angustia y temor que comienzan a adueñarse de mí; me he dado cuenta de que mis métodos de supervivencia cobran factura uno a uno y que una vez cometo acciones que me aquejan constantemente entonces éstas siempre volverán a mi consciencia para torturarme. Ahora no sé si creer lo que tantas veces me repetí antes de entrar en la reunión, que yo no soy culpable de ninguno de los males que suceden en torno a los disidentes, ¿pero y si en realidad sí lo soy, al menos parcialmente?
No puedo esquivar aquellos juicios de los que yo misma me acuso: tal vez el bombardeo a Cartago fue sólo el comienzo, una amenaza directa, un mensaje subliminal que dicta "Abigail Reed, comenzamos con Cartago y continuaremos hasta dejar en ruinas cada ciudad disidente. Gracias por su colaboración". Creo poder leer las intenciones de la Gran Nación, pero no sé determinar cuándo tomarán el siguiente paso. Ahora el debate moral recae sólo sobre mí: les digo la verdad y asumo las consecuencias, o espero a que todo se desmorone y que la Gran Nación gane cada batalla, hasta que parcialmente gane la guerra que mañana mismo será declarada.
Recuerdo lo que Lugh susurró en mi oído cuando los traicioné en Torclon: veritas filia temporis. No puedo ocultar una mentira por mucho tiempo, porque en algún momento la verdad saldrá a la luz, siempre lo hará. Soy responsable de mis acciones y debo asumir las consecuencias, pero al mismo tiempo el mero pensamiento de hacerlo me llena de terror. Entonces no me toma mucho tiempo de reflexión para que una revelación importante llegue a mi mente: me da miedo decirles la verdad porque me da miedo decepcionarlos. Incluso aunque no sea aceptada por todos y cada uno de los humanoides yo ya he elegido mi bando, y mi lugar pertenece con ellos. Ellos son portadores de la luz que en algún momento iluminará la ignorancia de mis compatriotas; la Gran Nación es un monstruo que ataca en la oscuridad, cuando ya ha logrado que confíes en sus 'buenas' intenciones.
Suspiro con desesperación mientras sucumbo ante la desesperanza, poniendo mis manos sobre mi rostro a medida que mis piernas comienzan a moverse rápidamente en una especie de tic nervioso. Siento un impulso repentino de golpear la mesa una y otra vez, como si descargar la rabia que siento contra mí misma en una superficie inanimada fuese a hacerme sentir reconfortada. Tengo que pensar con la razón y no únicamente dejarme guiar por las emociones: cuando le entregué a Sergen las coordenadas de los disidentes yo no era más que una prisionera de los mismos, no conocía las atrocidades cometidas por mi nación, ni todo lo que nos han intentado ocultar por décadas; no sabía que el verdadero enemigo siempre yacía en el lugar al cual yo llamaba mi hogar. Mi cerebro estaba lavado, era una rea de mi propia ignorancia, la cual fue propiciada por mi nación. Fui traicionada por mi propia institución, el ejército, y apuñalada en la espalda por mi propia madre, aquella que me llevó en su vientre nueve meses. ¿Qué tan jodido es que mi propia sangre tenga la audacia de torturar a uno de los humanos que más amo en este mundo?
Cuando di esas coordenadas no sabía lo que hacía, ¿realmente debería culparme a mí misma? Si lo pienso con la cabeza fría la respuesta es 'no'. Ya no soy la misma de antes, mi lealtad pertenece a los disidentes ahora. Pero sé, en lo más profundo de mí, que ellos no lo verán de esta forma. Entonces, Abigail, piensa en una forma de demostrarles que, aunque te equivocaste, estás dispuesta a luchar por emendar tu error y a probarles que ya no eres esa humana. Tengo que decirles la verdad, tengo que salvarlos a todos. No sé cuántas ciudades disidentes existen, pero no puedo permitir que los únicos seres capaces de terminar con la tiranía de mi antigua nación padezcan bajo las bombas y eventualmente terminen extintos. Sí, debo decirles la verdad, pero al mismo tiempo debo probarles que soy leal y que mi único objetivo es acabar con mi gobierno, justo como ellos desean.
La pregunta es cómo. ¿Cómo enmiendo mi error y cómo les muestro mis verdaderas intenciones?
La pequeña parte de mí que continúa temerosa ante las posibles consecuencias encuentra un poco de alivio al escuchar pasos que provienen del corredor. Alicia se asoma por la puerta entreabierta. Su cabello rojo sobresale entre la monotonía decorativa de esta sala y su sonrisa hace disonancia con la imagen soberbia y la actitud amenazante de todos los humanoides que conozco. Ella toma asiento a mi lado, apoyando sus codos sobre la mesa al tiempo que apoya su mentón en el dorso de su mano. Es tan risueña que me provoca incomodidad, nunca he estado en presencia de alguien como ella, ni siquiera en mi antigua nación.
—¿Cómo te ha ido? —inquiere.
Yo frunzo el ceño con extrañeza.
—¿Te interesa saber cómo me fue?
Ella parece sorprenderse con mi pregunta, pero su postura continúa siendo la misma.
—Genuinamente —contesta—. No te mienten cuando te dicen que tuve un error de fabricación, aunque suene insultante. Pero la realidad es que no fue un error, no fue aleatorio.
Si su forma de ser logra sumirme en un estado de confusión, su última respuesta simplemente provoca que me estalle la cabeza. Busco en sus ojos una pizca de broma, algo que me diga que sólo me está tomando del pelo, pero la realidad es que parece ser sincera y sin intención alguna de tratarme sólo como a una ignorante, como lo han hecho muchos de sus congéneres.
—Guardo en mi sistema un recuerdo del inicio, aunque es distorsionado y lejano —relata, respondiendo ante mi aturdimiento—: un científico en Torclon me tomó de las bodegas subterráneas y comenzó a experimentar conmigo en un laboratorio oculto, como si no quisiera que nadie más se enterase. Fue él quien grabó en mi sistema las copias más básicas semejantes a sentimientos humanos muy distintos a los que ya tenía programados, que eran los únicos que necesitábamos para llevar a cabo nuestro papel.
Sus palabras me pasman por completo. Sacudo mi cabeza ante lo que acabo de escuchar, y debo levantar levemente mis manos frente a ella, pidiéndole una pequeña pausa para asimilarlo.
—¿Qué sentimientos plasmó en ti? —interrogo.
—Buenos, Abigail Reed. —Se limita a decir—. En mí continúan conviviendo los instintos más primitivos de mi especie: el odio hacia la humanidad, la furia requerida para la guerra; pero con el pasar del tiempo he aprendido a controlarlos a consciencia.
Me cuesta creer que alguien en Torclon haya hecho una programación prohibida en un espécimen que sólo tenía un objetivo: matar al enemigo. ¿Con qué fin hizo esto? ¿Por qué sólo con una humanoide? ¿Cuál fue el final de ese científico, si es que tuvo uno conocido? Diversas preguntas rondan por mi mente ante un inesperado giro en la historia de esta creación humana.
—Vaya, esto sí que ha sido sorprendente.
Ella asiente con entusiasmo mientras apoya su mentón sobre su mano. Incluso aunque suene extraño, hablar con Alice me otorga tranquilidad, del tipo de tranquilidad que sólo podría sentir hablando con Martin en un contexto en el cual soy una completa extraña en un mundo de máquinas. Es difícil sobrellevar el pensamiento de que no soy aceptada entre una especie de la cual sólo quiero ser parte. Los disidentes son los únicos que me han mostrado la verdad, y cada vez me siento más alejada de los humanos y más cercana a los humanoides, incluso si la mayoría de ellos no me acepta como una más.
—¿Así que puedes sentir cosas que otros disidentes no? —inquiero, todavía preguntándome internamente cómo es eso siquiera posible.
Alice sonríe.
—Sí, muchas cosas.
—¿Puedes sentir amor? —suelto de repente.
Ella suspira lentamente mientras sus ojos se fijan en el techo, como si estuviese pensando a profundidad su respuesta. Después de unos segundos se acerca a mí de forma repentina, sobresaltándome.
—¿Puedo contarte un secreto y no se lo dices a nadie?
La observo extrañada, pero incluso aunque mi mente es un mar de confusión justo ahora yo asiento lentamente, invitándola a hablar. Ella parece dudarlo un segundo más, pero finalmente confiesa:
—Creo que estoy sintiendo eso por alguien.
Mi boca se abre de par en par ante la mera posibilidad de que un disidente pueda sentir amor. La expresión risueña de Alice se contrae en una oscura de un momento a otro, una mezcla de miedo, incertidumbre y desconcierto, como si a ella misma le sorprendiese. Parpadeo con rapidez intentando mantener la compostura para darle la suficiente confianza para que siga hablando. Hace mucho no sentía la complicidad de agradarle a alguien, menos en el mundo en el que estoy encerrada justo ahora.
—¿A qué le temes? —pregunto.
Mis palabras sólo logran ponerla más nerviosa. Ella observa a su alrededor, como temiendo que pueda ser escuchada por alguien más que yo, pero la sala se encuentra completamente vacía. La mano de Alice que yace sobre la mesa se remueve con incomodidad y mi instinto me guía a consolar sus sentimientos tormentosos. Coloco mi mano sobre la suya sin previo aviso, sorprendiéndola en el proceso. Ella me observa con los ojos bien abiertos y yo intento darle una sonrisa de apoyo. Alice ha sido lo más cercano a un humano que he encontrado aquí, además de Froy; pero incluso él guarda cierto misterio en su interior que todavía no logro descifrar. Ella, en cambio, parece tan sincera conmigo que no puedo evitar querer tenerla de mi lado. He aprendido que las alianzas son importantes en las ciudades disidentes, sobre todo para alguien como yo, la descendencia de la mujer más odiada.
—Temo a las consecuencias, Abigail Reed.
—¿Consecuencias? Pero todos tus compañeros saben que eres distinta, todos lo toman como un "error de fabricación".
—Sí, pero ninguno de ellos sabe que estoy sintiendo algo parecido al amor. Ni siquiera yo sé cómo logro distinguir que se trata de ese sentimiento. Pero eso no es lo peor, Abigail Reed.
—¿Entonces qué lo es?
Ella cierra sus ojos por un momento, y sin siquiera abrirlos deja salir las palabras de su boca:
—Lo siento hacia un humano.
Me atraganto con mi propia saliva ante las palabras de Alice. Siento mi pulso acelerándose mientras intento asimilar la información que acabo de recibir. Me recuesto contra el espaldar de mi silla con mi boca abierta de par en par y una mirada de asombro que no puedo ocultar. Cuando ella abre sus ojos estos están emanando una leve luminosidad, y tratándose de Alice, quien siente cosas que no debería sentir, no logro identificar el sentimiento ante el cual sus ojos se están iluminando.
Entonces sólo un nombre se viene a mi mente:
—Froy —murmuro.
Ella asiente sin decir una palabra más.
—Eso es antinatural —expreso.
¿Qué tanto creo yo mis propias palabras? Cuando expreso lo que pienso sin siquiera meditarlo algo en mi interior me dice que me estoy mintiendo a mí misma. Niego con la cabeza rápidamente, llevándome las manos a la sien.
—Lo es —confirma—. Por eso tengo miedo. Nadie puede saberlo.
—¿Ni siquiera Froy?
—Ni siquiera él —concluye—. Aunque algo me dice que lo sospecha.
Su expresión cambia de forma repentina; sus labios comienzan a curvarse en una leve sonrisa mientras sus ojos continúan fijos en los míos.
—¿Él siente lo mismo que tú? —inquiero.
—No lo sé —responde—. Pero cuando estamos en compañía del otro él tiene actitudes que no tiene con los demás, y creo que tú puedes ayudarme a descifrarlas.
—¿Yo? —Frunzo el ceño con tanta fuerza que mi frente comienza a doler.
Ella continúa con aquella pequeña sonrisa plasmada en su rostro mientras se cruza de brazos, y esta vez se me hace perturbadora.
—Abigail Reed, creo que te encuentras en una situación muy similar a la mía.
Todo mi sistema de defensa se activa de forma repentina. Mi corazón da un vuelco y de un momento a otro comienzo a sentirme acalorada. Niego con la cabeza ante la imposibilidad de expresar palabra alguna, pues pareciera que mi laringe estuviese apretando mis cuerdas vocales impidiendo que cualquier sonido emane de las mismas.
—Solía asustarme que yo fuese la única humanoide que sintiera cosas como estas, pero desde que ustedes llegaron de Cartago he tenido una certeza que me ha otorgado más tranquilidad, al menos en lo que cabe en mi situación.
—No sé de qué estás hablando, Alice. Creo que deberíamos irn...
—Yo solía ser la comandante estratega de mi batallón durante la Tercera Guerra Mundial —interrumpe—. Aunque todos los humanoides parezcamos iguales, cada uno de nosotros fue fabricado con funciones específicas dependiendo de las necesidades de cada unidad en la guerra. Yo fui fabricada con especial detalle en mi capacidad analítica y deductiva, para ser usada sobre todo en otros humanoides.
Ahora no tengo más excusas para terminar con la conversación, y aunque algo dentro de mí quiera gritar a los cuatro vientos qué es lo que está pasando dentro de mí, logro reprimirlo de forma rápida y astuta.
—Creo fervientemente que existe un humanoide que está pasando por un proceso rápido de evolución en su sistema de sentimientos y emociones, Abigail Reed, y dicho humanoide tiene un conflicto interno consigo mismo. Lo sé porque puedo leerlo, le pasa lo mismo que me pasó a mí y eres tú quien está causando todo esto.
Puedo sentir cómo se eriza mi piel y cómo comienza a tornarse irregular mi respiración. Alice no ha parpadeado ni una sola vez desde que comenzó a hablar, y lo que acaba de decirme ha logrado provocar una especie de corriente eléctrica en mi espina dorsal.
—Bueno, me alegra que cuentes con ese don, Alice, pero debo ir a ese lugar al que me citó Alail.
—Todavía falta tiempo para la medianoche. —Ríe, colocando sus manos sobre mis hombros—. Además soy yo la encargada de llevarte, no sabes a dónde vamos.
—Es que...
—¿De qué intentas huir, Abigail Reed? —interrumpe rápidamente.
Su pregunta es como un puñal. Me quedo congelada en mi lugar y aunque su actitud es tranquila y acogedora hay algo dentro de mí que me causa desasosiego.
—No estoy huyendo.
—¿Sabes? Creo que tú también estás en un conflicto interno contigo misma. No soy experta leyendo a humanos, por eso requiero tu ayuda con Froy, pero es que estás actuando igual a él.
—¿A Froy?
Ella ríe suavemente.
—No, a Lugh, es de él de quien estoy hablando.
La mención de su nombre provoca un vacío en el estómago. En cuestión de minutos Alice está logrando ponerme más nerviosa de lo que nunca me he puesto en toda mi vida. Internamente sabía que estaba hablando de él, pero me niego rotundamente a creer lo que sea que está intentando decirme. Sólo puedo hacer oídos sordos.
—¿Estás diciéndome que Lugh siente... cosas?
—Por ti —afirma.
De repente me siento mareada. Desde que comenzó nuestra conversación no he pensado en más cosas que en el hecho de que puedo confiar en que Alice es sincera conmigo, pero ahora que ha sacado este tema a flote mi sentido de la negación ha intentado tomar poder de cada rincón de mi ser. Ese esfuerzo sobrehumano en negarme a creer lo que ella está expresando de repente comienza a tomar factura, y siento como si mi cuerpo careciera de energía de forma repentina. He sentido tantas emociones en la última hora que mi mente es incapaz de organizarlas de forma coherente.
Pero hay algo que no puedo negar, por más que lo intente, incluso aunque sí cause un conflicto en mí: lo que ella afirma me ha hecho sentir una pizca momentánea de felicidad. ¿Qué es lo que está pasando conmigo?
—Alice...
Pero ninguna palabra sale de mi boca.
Ahora es ella quien coloca su mano sobre la mía, reconfortándome.
—Tal vez él nunca lo admita, pero esas son cosas que no se pueden ocultar por mucho tiempo. ¿Acaso nunca has notado nada extraño en él?
Entonces pienso en aquella ocasión en la cual nos encontrábamos en su pequeña sala de pintura, cuando él tomó mi mano para guiarme con el pincel y los dos nos quedamos mirándonos; algo en sus ojos era diferente, como si él sintiera lo mismo que sentí yo en ese momento: extrañeza, curiosidad y otras cosas que no sé nombrar. Luego de ese evento él no me habló por días, y cuando volvió a hacerlo me explicó que necesitaba pensar en algunas cosas. ¿Necesitaba pensar en lo que sea que estaba sintiendo... por mí? Y hace unos días en la enfermería de Babilonia, cuando nos quedamos mirando fijamente una vez más mientras yo puse mi mano en su mejilla. Momentos incómodos como esos ha habido varios.
Mis pensamientos se interrumpen cuando siento el calor subiendo a mis mejillas. Alice espera una respuesta, y sólo necesito encontrar una forma de que sus ojos humanoides dejen de mirarme de esa forma extraña.
—Sí, ha habido algunas ocasiones en las que él ha sido más... amable de lo habitual.
—¿Y a qué le temes tú? —pregunta.
Yo la observo extrañada, me está haciendo la misma pregunta que yo le hice a ella hace un rato.
—¿Qué te impide admitirte a ti misma que también estás sintiendo cosas fuera de lo común? —prosigue.
Yo me pongo de pie en un intento de recuperar el aliento. Ella imita mis acciones sin quitar su vista de la mía ni un solo instante.
—Bueno, Alice, eso es algo que no me he dado la tarea de indagar.
—Es otra forma de evadirlo —señala—. Pero puedes confiar en mí. Eres la única persona que sabe mi secreto y la única que puede ayudarme a descifrar esta especie de sentimientos humanos que estoy experimentando.
Sonrío con nerviosismo y extiendo mis manos hacia mis costados, como si estuviese a punto de dar un discurso. Sin embargo, una especie de cobardía toma poder de mis palabras y lo que pienso no puedo expresarlo en voz alta.
—No lo sé —respondo sin más, comenzando a caminar hacia la salida rápidamente.
Ella me sigue hacia el ascensor y las dos permanecemos en silencio, dando por terminada la charla. Mi conversación con ella resultó inesperada y llena de emociones extrañas. Pareciera que cada encuentro con un disidente termina tornándose en un revoltijo de pensamientos y sentimientos desordenados e inexplicables. ¿Podré algún día tener una charla normal con un humanoide sin terminar cuestionando hasta mi propia existencia? Hoy me he enterado de que tengo que narrarle a los humanos todas las mentiras que he descubierto sobre su gobierno; he recordado que entregué coordenadas disidentes a la Gran Nación; he conocido que hay una disidente cuyos sentimientos artificiales se salen de lo común y que puede sentir algo parecido al amor, y también me di cuenta de que Lugh está tan confundido como yo y que al parecer siente algo... por mí.
Ni siquiera tengo tiempo de digerir toda la información. El sonido de campana que indica que llegamos al primer piso de este edificio me saca de mi ensimismamiento. Alice sale primero que yo y entonces recuerdo que ella me ha confiado su más profundo secreto y que además ha intentado abrirme los ojos en cuanto a sentimientos se trata. Corro detrás de ella y toco su hombro para llamar su atención. Ella voltea hacia mí, con su habitual mirada soñadora y expresión amable.
—Hace poco te conozco, Alice, pero te agradezco por confiar en mí, por ser amable conmigo y por hacerme sentir bienvenida.
—No hay de qué, Abigail Reed —responde con una sonrisa.
—Puedes llamarme Abi —indico.
Ella parece sentirse feliz por esto, pues pasa sus manos sobre mis hombros y comienza a caminar con entusiasmo hacia la salida. Aquellos humanoides que caminan por las calles voltean a verme con expresión de asco, pero Alice logra hacerme sentir bien, sin miedo.
—Te prestaré ropa, esta noche será emocionante.
Pero a pesar de la curiosidad que siento sobre lo que sea que haremos a la media noche, ni siquiera mi importa. Yo estoy mirando hacia el frente con una expresión de shock en mi rostro, y en lo único que puedo pensar es en Lugh y en las palabras de Alice.
Alice me lleva a las afueras de la ciudad. No podría hacer recuento de todo lo que hemos caminado hasta ahora, puesto que mi mente se encuentra en otro lugar. Lo único que puedo destacar es que la enorme luna llena se posa sobre nosotros de forma imponente, iluminando nuestro camino. Hemos dejado atrás a Babilonia y cuando doy un vistazo sobre mi hombro puedo notar cómo sobresalen a lo lejos las luces rojizas de la ciudad, reflejándose levemente en el cielo que se expande sobre la misma. Ahora nos encontramos en campo abierto y a lo lejos, a la entrada del bosque, puedo notar las siluetas de decenas de humanoides, quienes parecen esperar a que todos lleguen.
Alice me ha prestado un abrigo grueso y ropa limpia, para que no ensucie el abrigo que solía pertenecerle a Lugh y que ahora es mío. No me ha dicho hacia dónde nos dirigimos o qué vamos a hacer, pero cuando nos acercamos a los demás mi corazón comienza a acelerarse. Creo que nunca me acostumbraré a lo terroríficos que se ven los ojos de los humanoides iluminándose en medio de la oscuridad, como si se tratase de un depredador asechando desde los árboles. A casi todos los presentes los había visto en Cartago, pero hay unos cuantos que no logro reconocer y que supongo pertenecen a Babilonia. Aquel humanoide que desbordaba odio hacia mí en la reunión, que es el líder de las fuerzas armadas de Babilonia, me observa con desprecio. Alguien lo llama con el nombre de Heracles y él finalmente desvía su mirada de mí. Los demás deciden ignorarme tan pronto como me ven, provocando que sus ojos se apaguen poco a poco.
La rabia que su mayoría siente hacia mí es comprensible, pero ver los rostros familiares de Alai y Forseti logra tranquilizarme; tal vez los demás me han ignorado tan rápido porque ellos les han comunicado que estoy de su lado. Entiendo que tal vez nunca me tomen como su amiga, pero verlos pasarme de largo con tanta rapidez es un gran paso y me hace sentir tranquila.
Más disidentes llegan mientras esperamos. Alice se pone alerta de repente y entonces comprendo por qué: Froy aparece detrás de nosotras en un intento de asustarnos; por supuesto, yo soy la única que se sobresalta, pues ella sabía de antemano que él estaba a punto de llegar. Vapor sale de la boca de Froy al igual que de la mía, demostrando que somos los únicos que nos vemos directamente afectados por el frío.
—¡Y viniste, Reed! —dice con entusiasmo.
—Alai me pidió que viniera.
—¡Un pequeño paso para Reed, un gran salto para la humanidad! —exclama con voz extraña. Hace una pequeña pausa ante mi confusión—. ¿Alguna vez has leído sobre Neil Armstrong?
—¿Quién? —contesto, levantando mis cejas.
Froy cruza sus brazos, con una fingida mirada de decepción.
—Fue el primer hombre en pisar la luna —explica Alice.
Mis ojos se abren como platos y se dirigen de forma inmediata hacia la hermosa luna llena. ¿Que un hombre estuvo en la luna? ¿Acaso me están tomando del pelo? Pero no tengo tiempo de reaccionar por completo ante esta extraña revelación, porque una voz que conozco muy bien provoca escalofríos en mí. Una enorme sonrisa cruza el rostro de Alice y yo sólo puedo quedarme mirando a la nada ante los repentinos nervios que comienzan a recorrer mi cuerpo.
—Creo que ese hecho histórico no estaba en ninguno de los libros que le presté a Reed —dice Lugh, ubicándose a nuestro lado.
—No —respondo con prontitud, todavía sin atreverme a mirarlo a los ojos.
—¿Y a ti quién te invitó? —pregunta extrañado. Puedo ver por el rabillo de mis ojos cómo se cruza de brazos.
—Alai.
—¿Alai? —repite—. Eso me cuesta creerlo.
—¿Te cuesta creer que comienzo a caerle bien a algunos de tus compañeros, Lugh?
Finalmente lo miro a los ojos. La mitad de su rostro apacible se esconde entre las sombras provocadas por la oscuridad que nos rodea, pero la luz de la luna es suficiente para iluminar algunos puntos del mismo. Cuando nuestras miradas se cruzan él permanece en silencio por un par de segundos antes de menear su cabeza.
—Toma mucho tiempo acostumbrarse a tu presencia ruidosa y preguntona, y él no ha pasado el suficiente tiempo contigo, así que lo dudo.
—Puedes ir a preguntarle tú mismo —invito con tono amenazador.
Él hace ademán de hablar pero parece que nada ingenioso se le ocurre. Una sonrisa de victoria se dibuja en mis labios. Alice y Froy nos observan en silencio; cuando cruzo mi mirada con la de ella me levanta las cejas de forma repetida sin dejar de sonreír, lo cual sólo logra ponerme increíblemente incómoda. Froy deja salir una pequeña carcajada, pero se detiene de forma abrupta cuando Lugh lo observa con fijeza.
—Si las miradas mataran —murmura el humano.
Algún humanoide de la multitud grita algo que no logro comprender y todos comienzan a adentrarse hacia el bosque. Froy me da unas palmaditas en el hombro mientras me empuja levemente para comenzar a caminar. Lugh no dice una palabra más y comienza a andar con rapidez, adelantándose con un grupo de disidentes que parecen ser sus amigos.
—Cuando lleguemos a nuestro destino asegúrate de disfrutar de la vista, por si es la última vez que observas algo así.
—¡Froy! —exclama Alice en un regaño.
Frunzo el ceño ante sus palabras y tengo que pegar mi hombro al de Alice cuando nos adentramos en el oscuro bosque para poder determinar el camino.
—¿De qué hablas? —pregunto.
—Este ritual de bienvenida es algo normal para los humanoides, pero para alguien como nosotros representa una pequeña posibilidad de muerte en esta época del año.
Comienzo a preocuparme con las palabras del humano, incluso aunque su tono de voz guarda el mismo sarcasmo con el que siempre habla, esta vez algo me dice que sus palabras no tienen ninguna broma escondida en ellas.
—Alice...
—En parte tiene razón —contesta, intentando poner su mejor voz—. Pero sé que puedes lograrlo, eres militar.
—Bueno, yo también lo era y casi muero de hipotermia en mi ritual —interviene Froy, quien tropieza levemente con la raíz de un árbol, maldiciendo en voz baja.
—¿Hipotermia? —inquiero—. ¿Por eso Alai me dijo que terminaría mojada? ¡El invierno aún no acaba! ¿De qué trata todo esto?
—Ya lo verás —responde ella, dejando traslucir la preocupación en su voz.
—La cuestión es, Reed, que si no lo haces entonces no te puedes quedar en Babilonia —explica Froy.
—Pero yo soy su arma, mañana me usarán para atacar a la Gran Nación, no importa si hago su absurdo ritual.
—Por eso Gannicus no sabe que estás aquí. La verdad es que muchos los presentes desean silenciosamente que tú mueras hoy.
Froy ríe con ironía, pero su risa se apaga en cuestión de segundos, como si él mismo hubiese caído en cuenta de que no hay nada de gracioso en ese hecho.
—¿Por eso me invitó Alai? —inquiero indignada.
Nosotros somos los últimos, las decenas de humanoides restantes ya nos han tomado ventaja, tanta que ni siquiera puedo verlos ahora, incluso con la luz de la luna filtrándose sigilosamente entre las copas de los árboles. Sólo puedo escuchar sus voces a la distancia.
—No, Alai sólo quiere que te acepten en Babilonia —responde Alice—. Y la verdad es que debes hacerlo, Abi, ni siquiera con Froy hicieron una excepción.
—El ritual de bienvenida es muy importante para ellos. Comenzó como un juego y con el pasar de las décadas lo adoptaron como algo propio, realmente es algo sencillo y divertido para los disidentes —explica él—. Lo bueno, Reed, es que se lo toman tan en serio que si logras hacerlo se verán en la obligación de tomarte como parte de la ciudad, y dejarán de faltarte al respeto. Créeme, me pasó a mí.
Estos últimos días me pregunté constantemente cómo Froy logró ser aceptado entre los humanoides y pensar en que un ritual de bienvenida influyó tanto en ese factor me parece absurdo. Sin embargo, si quiero ser parte de ellos debo mostrarles que estoy dispuesta a hacerlo. Debo mostrarles que, a pesar del error que cometí con las coordenadas, error silencioso que no sé cómo confesar, yo estoy de su lado.
Continuamos el camino en silencio, acelerando el paso hasta que podemos ver al resto a corta distancia. Caminamos durante unos cuarenta minutos y yo me concentro en escuchar los hermosos sonidos nocturnos de la naturaleza. A pesar de que mi mente está repleta de pensamientos estresantes logro distraerme lo suficiente para lograr disfrutar de la caminata sin ninguna interrupción. Respirar el frío aire fresco realmente me ayuda a despejarme, incluso si es de manera efímera. Debo hacer un gran esfuerzo por no pensar en aquellas cosas que logran inquietar mi corazón: Martin, la cuestión de las coordenadas, lo que me dijo Alice sobre Lugh; y cuesta, pero logro dejar mi mente en blanco.
Entonces, cuando despierto de mi ensoñación consciente después de quién sabe cuánto tiempo y vuelvo a fijar mis ojos en el camino, me encuentro ante algo realmente sorprendente. Estuve tan concentrada y sumergida en mí misma que ni siquiera me había dado cuenta de hemos dejado el bosque atrás y ahora nos encontramos en un campo abierto. Pero lo más impresionante de todo es que frente a nosotros se expande un inmenso cuerpo de agua: el mar.
Nos encontramos en lo más alto de un precipicio, donde la tierra sobre la cual están puestos nuestros pies se corta de forma repentina para dar paso a un vacío que da directamente al mar. La luna llena se erige en el cielo forma imponente, reflejándose en el agua, y las estrellas llenan cada espacio en el firmamento como si se tratase de pequeñas hormigas blancas e inmóviles. Mi respiración se corta ante la belleza que mis ojos están presenciando y comprendo por qué Froy me dijo que debía disfrutar de la vista. He estado en lagos y ríos, pero nunca en mi vida había visto el mar.
Doy unos pasos hacia adelante, anonadada, observando cómo se pierde el agua en el horizonte en una perfecta línea infinita, y en un momento no puedo distinguir entre el cielo y el mar, pues ambos se mezclan en la lejanía de forma perfecta. Incluso los humanoides, que nada les sorprende usualmente, están tan perdidos en la magnificencia de la vista tanto como yo.
Heracles se pone al frente acompañado de otros disidentes de Babilonia, casi en el borde del precipicio. Aquel disidente de apariencia joven parece ser quien lidera toda la cuestión. Ahora que nos encontramos en campo abierto me doy cuenta de que somos casi doscientos los que venimos desde Cartago. Entonces recuerdo el bombardeo y las vidas disidentes que se perdieron y con dolor sólo puedo agradecer internamente porque Gannicus los haya convencido de que yo no tuve nada que ver con lo que sucedió.
Heracles extiende sus brazos hacia sus costados, sonriendo, como si quisiera abrazarlos a todos de forma simbólica.
—¡Bienvenidos, hermanos de Cartago! —exclama con voz fuerte y profunda—. Agradecemos que estén presentes en este lugar, teniendo en cuenta lo acontecido en la capital rebelde. Lamentamos con rabia y dolor que la asquerosa raza humana haya logrado su cometido, atacándonos en nuestro propio corazón. Hoy se ha decidido que mañana declararemos la guerra a la Gran Nación. ¡Vamos a vengar a nuestros compatriotas!
Murmullos de sorpresa y alegría comienzan a expandirse entre los disidentes. Un aplauso silencioso comienza a retumbar a lo lejos, contagiándose poco a poco entre los demás hasta convertirse en un bullicio que logra resonar con fuerza; silbidos y gritos son los siguientes en hacer presencia. Froy se ubica a mi lado, observándome con seriedad. Seré yo la que declarará dicha guerra y creo que apenas comienzo a comprender la magnitud de la situación.
—Por ello debemos disfrutar de hoy como si no hubiese un mañana. —Cuando su voz vuelve a alzarse los aplausos cesan, quedando el ambiente en completo silencio—. Ustedes serán siempre acogidos en Babilonia, y los invitamos a ser parte de este ritual de bienvenida, marcando su nombre para la eternidad. Y la humana...
Un silencio espeluznante se apodera del lugar mientras cientos de cabezas con ojos luminosos se voltean hacia mí. No obstante, ya no les tengo miedo.
—La humana demostrará a todos ustedes que está de nuestro lado.
Mis dientes rechinan mientras mis puños se cierran con fuerza. Si eso es lo que ellos requieren para creer en mí, entonces lo haré. Después de todo ya los he decepcionado lo suficiente.
Él gira levemente sobre su propio eje y señala hacia la distancia.
—A un kilómetro de aquí, en una diminuta isla, encontrarán una antigua estatua que representa al símbolo de la Gran Nación: el puño en alto. Fue puesta allí después de la Tercera Guerra con el objetivo de demostrar a cualquier atacante externo que la Gran Nación esperaba amenazante. Pero ahora somos nosotros los que nos imponemos amenazantes sobre los humanos.
Gritos de furia retumban en mis oídos. Puedo sentir cómo la emoción del momento comienza a consumirlos a todos, incluso a mí.
—El ritual consiste en nadar hacia ese lugar y marcar su nombre sobre la estatua, el cual perdurará para la historia, incluso si padecen en la guerra que se aproxima...
Entonces comprendo de qué trata y no puedo evitar sentir inquietud. Observo a Froy con angustia, ignorando por completo lo que sea que está diciendo Heracles justo ahora.
—¿Cuál es la temperatura del agua en esta época del año? —inquiero.
Él hace una mueca con su boca, cruzándose de brazos.
—No lo sé, Reed. Pero puedo asegurarte que cuando yo hice el ritual la sensación térmica me hizo sentir como si miles de cuchillos atravesaran mi cuerpo, así de fría está.
Un suspiro sale de mi boca. De repente me he paralizado. Soy excelente nadadora y siempre soporté el frío en los entrenamientos extremos del EMA; sin embargo, estos dos factores nunca se combinaron: jamás he nadado en aguas tan frías en medio de la madrugada.
—Si lo haces con suficiente rapidez puedo atender tu hipotermia antes de que empeore.
—¿Qué tan rápido es 'rápido' para ti?
—Si no quieres morir congelada más te vale no estar en el agua más de veinte minutos, eso que estoy siendo esperanzador.
La incredulidad comienza a apoderarse de mí, esto es simplemente imposible.
—No puedo nadar un kilómetro en estas condiciones en menos de veinte minutos; además hay que nadar otro kilómetro de vuelta.
—Exactamente, no se puede.
—¿Entonces cómo lo lograste tú?
—Es que yo no lo logré, Reed. A mitad del camino ya no podía sentir mi cuerpo y ellos tuvieron que sacarme del agua. Fueron compasivos conmigo, pero con la hija de Renée Reed...
—Eso no ayuda en nada.
—Estoy siendo realista. Como médico mi consejo es que no lo hagas; como humano en medio del mundo humanoide... te digo que no tienes de otra.
—¿Entonces qué te hace estar tan despreocupado? —interrogo con desesperación. La apacibilidad de Froy sólo está logrando molestarme.
Él toma un profundo respiro y me toma de los hombros, mirándome fijamente a los ojos. A pesar de todo este gesto se siente cálido y logra calmar un poco la intranquilidad que me consume.
—Heracles se apiadará de ti. Eres el arma más preciada de Gannicus, él no se atrevería a matarte. Nadie se atrevería, incluso aunque sea lo que más deseen. Pero tienes que intentarlo, como mínimo, para que ellos evidencien que estás de su lado.
Yo asiento lentamente, incapaz de pronunciar palabra. Por más misterioso que sea Froy sé que él me dice la verdad. En cuestión de pocos minutos decido confiar en su palabra y en que efectivamente me sacarán del agua antes de morir. Ya no queda tiempo de decir nada más cuando de repente un energético bullicio de emoción me saca de mi ensimismamiento. Los humanoides comienzan a correr hacia el precipicio y Froy me empuja levemente para que comience a caminar hacia aquel lugar. Puedo escuchar a Alice gritándome "buena suerte" a lo lejos mientras todo mi mundo comienza a dar vueltas.
Al llegar al borde del abismo un vacío recorre mi estómago cuando veo la negrura que se expande bajo mis pies. La altura es suficiente para soportar el golpe de impacto al caer al agua. Muerdo la parte interna de mis mejillas mientras veo a decenas y decenas de humanoides saltando con emoción al mar, causando un revoltijo en el agua cuando caen. Entonces me repito a mí misma que no soy la criatura débil que ellos piensan que soy. Fui de los soldados más fuertes de mi unidad, tengo gran resistencia a ambientes inhóspitos. Soy militar, incluso aunque ya no pertenezca a la Gran Nación ése es un título que estará conmigo por siempre. Sólo debo concentrarme y nadar lo más que pueda, hasta que mi cuerpo no dé más.
Una figura se ubica a mi lado, observando también a los demás a medida que caen al mar. Cuando volteo mi mirada me encuentro con la de Lugh, y de alguna u otra forma su presencia me hace sentir cómoda en medio de toda esta locura. Si Heracles quisiera dejarme morir desobedeciendo a Gannicus al menos sé que Lugh no me abandonaría. Lo sé.
—¿Tienes miedo, Reed? —inquiere con diversión, levantando una ceja.
—¿Estás seguro de que eres a prueba de agua? —Evado su pregunta mientras me quito el abrigo y los zapatos—. No puedo rescatarte si te da un cortocircuito.
—Soy a prueba de todo, eso ya deberías saberlo.
Cuando me despojo de mencionadas prendas puedo sentir el aire frío erizando mi piel. Entonces me doy cuenta de que Lugh también se ha quitado su habitual abrigo, y está usando una camiseta color gris clara. Nunca lo había visto usando algo que no fuese oscuro. El contraste de su camisa contra la luz de la luna provoca que su rostro se ilumine un poco, permitiéndome ver casi cada detalle de él. Lugh carraspea de repente cuando ve que estoy dispuesta a saltar, cruzándose de brazos. Él desvía su mirada hacia el mar una vez más.
—No tienes que probarles nada, Reed. Ya has demostrado suficiente.
Sus palabras, extrañamente sinceras, causan en mí cierta aflicción. Lugh confía en mí, incluso aunque le cueste admitirlo; me ha defendido frente a Astrid en la reunión de hoy. Sólo puedo pensar en las coordenadas. He traicionado a todos los disidentes, pero sobre todo siento que lo traicioné a él.
Cuando una expresión de extrañeza se dibuja en su rostro yo debo cambiar mi semblante, pues al parecer mis pensamientos se han reflejado en mi mirada.
—Por más tonto que suene, Lugh, sí tengo que demostrarles mi lealtad. Quiero que me acepten todos.
—Algunos ya aceptamos tu insoportable presencia, ¿eso no es suficiente?
—No creo que comprendas lo que se siente no tener un hogar, no pertenecer a ningún lado. Con ustedes siento que soy parte de algo importante y necesito que todos vean que soy leal a la causa disidente.
Lo necesito más para mi propia consciencia. Pienso.
Lugh suspira.
—Al parecer no puedo convencerte de nada.
Entrecierro mis ojos y ahora soy yo la que se cruza de brazos.
—¿Acaso estás preocupado por mí?
—¿Y qué si lo estuviera? Tengo que llevarte sana y salva con Gannicus.
Él comienza a retroceder repentinamente, alistándose para saltar. ¿Esta es la evasión de la que hablaba Alice? Me ubico a su lado con una extraña sonrisa en mi rostro, la cual no puedo quitar por más que lo desee. Me pongo en la misma posición que él, listos para correr y tomar el impulso necesario.
La adrenalina comienza a correr por mis venas y mi corazón se acelera a mil por segundo. Quedan tan sólo unos cuantos disidentes por saltar y si no lo hago ahora no lo haré nunca.
—Sólo asegúrate de quedarte cerca de m...
Pero las palabras de Lugh son interrumpidas cuando mis piernas comienzan a correr con rapidez hacia el precipicio. Sin pensarlo dos veces, sin meditarlo, mi cuerpo se mueve por inercia y entonces sólo puedo pensar en lo que tengo que hacer. Puedo sentirlo corriendo detrás de mí antes de que mis pies dejen el sólido suelo y me encuentre volando en el espacio vacío entre el mar y el precipicio. Me aseguro de ponerme bocabajo en posición vertical, estirando mis brazos para que los mismos puedan romper el agua antes de que el resto de mi cuerpo se sumerja por completo.
Y entonces sucede: el veloz impacto de mi cuerpo contra el agua causa dolor en mis brazos, pero sólo cuando el sonido del viento se interrumpe y me encuentro flotando a unos metros bajo la superficie es cuando puedo sentir lo que describió Froy. Nunca había sentido algo tan frío en mi vida; el agua me envuelve de forma dolorosa y siento los cuchillos imaginarios clavándose en cada parte de mi cuerpo. Por un momento me cuesta reaccionar para salir a flote y poder respirar. La oscuridad total me rodea a medida que mis músculos luchan contra la temperatura que los hace sentir adoloridos y débiles. Cuando mis pulmones se quedan sin aire mi cuerpo reacciona de manera instintiva y nada hacia la superficie.
Un gemido de dolor sale de mi boca al tiempo que tomo una bocanada de aire. No puedo reaccionar con suficiente rapidez. De repente Lugh aparece a mi lado e intenta decirme cosas que no puedo entender, pero cuando se acerca a mí para ayudarme mi cuerpo se activa ante la extrema necesidad de cumplir con este ritual y demostrarle a todos o más bien a mí misma que no soy sólo una traidora, como tanto me lo han repetido diversas personas en las últimas semanas, incluida mi propia madre.
Ignoro a Lugh por completo y comienzo a nadar hacia donde los demás se están dirigiendo. No puedo pensar en nada, mi mente se encuentra en blanco. Lo único que puedo hacer es moverme y comenzar a agarrar ritmo para entrar en calor. El dolor que provoca el frío me incita a detenerme repetidamente, pero soy constante con mi meta y hago lo posible por continuar por más tormento que esto represente.
Al principio mis habilidades de nadadora no me decepcionan, logrando mantenerme al ritmo de los disidentes más cercanos a mí —incluso aunque probablemente ellos se lo estén tomando con tranquilidad mientras yo estoy agotando cada pizca de energía—. El trabajo mental es más importante que el trabajo físico, al menos eso me repito a mí misma aunque sé, en lo más profundo de mí, que es una vil mentira; sí, puedo aguantar un poco más con el poder motivador de las palabras en mi mente, pero sé que no será suficiente para avanzar más allá de los quinientos metros, no cuando el agua casi helada me tortura lenta y dolorosamente. Logro aguantar unos diez minutos, al menos eso es lo que calculo, pero no creo llevar ni la mitad del camino. Es entonces cuando los síntomas comienzan a aparecer.
Mi respiración se torna débil poco a poco; entumecimiento comienza a recorrer mis extremidades y de un momento a otro me cuesta trabajo coordinar los movimientos de mis brazos y piernas. Cerrar mis manos en un puño me cuesta un gran trabajo, como si mis dedos hubiesen decidido dejar de responder las órdenes de mi cerebro. Debo detenerme cuando me siento extremadamente débil y el castañeo de mis dientes se vuelve incontrolable. No podría calcular cuánto tiempo le toma a mi mente asimilar los primeros síntomas de la hipotermia, pues pareciera que un lapsus de confusión ha tomado poder de mí durante aquellos primeros instantes, desconectándome momentáneamente del mundo real a mi alrededor. El dolor que causa el agua fría en mí comienza a desaparecer poco a poco y es reemplazado en su lugar por el adormecimiento de mi cuerpo. Siento que cada vez es más difícil mantenerme a flote. Pronto mi ritmo cardíaco comenzara a disminuir. Este debería ser el momento en el cual me saquen del agua, pero cuando observo a mi alrededor no logro distinguir a nadie que tenga la intención de ayudarme. Caigo en el atontamiento de forma tan constante que mi mente ni siquiera es capaz de procesar un ataque de pánico que logre despertar todos mis sentidos.
Entonces sólo puedo pensar en Lugh y mis labios pronuncian su nombre en un susurro tembloroso.
Y como si mi mente tuviera alguna especie de poder de atracción, algo inexplicable, tal vez un poder oculto, puedo ver a Lugh nadando hacia mí con extrema rapidez. Pero todo tiene explicación lógica en esta vida, ¿no? ¿Lugh escuchó mi tenue susurro con su capacidad robótica? Ni siquiera tengo tiempo para preguntarme más tonterías; él me rodea con sus brazos sin previo aviso, haciendo que el esfuerzo que debo hacer por mantenerme a flote sea mínimo. Sus ojos mercurio se iluminan con ímpetu pero su rostro no se ve enojado, por el contrario, está preocupado.
—Te dije que no debías hacerlo —regaña.
—No... estoy de... humor... para tus sermones... Lugh —murmuro con dificultad, con una voz entrecortada y poco audible.
Se queda pensativo por un momento, pero entonces me atrae aun más hacia él con ímpetu, tomándome por sorpresa. Instintivamente coloco mis manos sobre sus hombros ante la falta de espacio a mi alrededor y ante la necesidad de apoyarme en cualquier cosa para darle un respiro a mis músculos. Sus siguientes palabras me confunden por completo y entonces comienzo a pensar que estoy alucinando.
—Abrázame —ordena.
—¿Qué...
—Que me abraces, Reed, no te hagas rogar cuando estás a punto de sufrir un colapso por hipotermia. Estás pálida como la nieve, no podrás aguantar más de diez minutos más.
Y ante las sensaciones aterradoras que mi cuerpo está experimentando yo le obedezco. Rodeo su cuello con mis brazos y su torso con mis piernas, aferrándome a él como si mi vida dependiera de ello —tal vez lo hace—. Incluso un movimiento tan sencillo me ha costado bastante, como si hubiese corrido una larga maratón.
—Nuestro sistema tiene la capacidad de aumentar o descender su temperatura de acuerdo a las necesidades el ambiente en épocas de guerra —explica—. Lo usaré para calentarte, así que no te asustes.
Aunque intento emitir alguna palabra en medio del sonido incesante que provocan mis dientes al chocarse intermitentemente entre ellos, ni una sola palabra es pronunciada por mi boca. Esta vez no puedo distinguir si se debe al frío o al hecho de que estoy abrazando a Lugh y que me estoy aferrando a él con cada parte de mí. Pero eso no importa justo ahora, porque una sensación cálida emana de su cuerpo gradualmente.
Con el pasar de los minutos mis músculos se relajan de forma voluntaria, permitiendo que él cargue con todo mi peso. Comienzo a experimentar diversas y confusas sensaciones que causan un revoltijo en mi interior: primero, el extraño efecto de sentir cómo mi cuerpo se calienta poco a poco, al tiempo que el agua a nuestro alrededor, logra traer energía a mi organismo como si hubiese sido enchufada a un cargador; el castañeo intermitente de mis dientes disminuye lentamente hasta que el incesante sonido comienza a apaciguarse; mis pulmones, que hasta hace poco tiempo se sentían como si mi caja torácica estuviese encogiéndose sobre ellos impidiendo el correcto flujo de oxígeno, ahora comienzan a expandirse con relativa normalidad, y el entumecimiento instantáneo de mis extremidades se torna en un cosquilleo que paulatinamente permite que pueda moverlas con un poco más de facilidad.
Luego están las sensaciones mentales, aquellas que siempre aparecen en mi mente cuando momentos incómodos me lanzan juicios de valor sin piedad alguna, o intentan revelarme alguna verdad mística como aquellas epifanías religiosas sobre las cuales leí en los libros que me prestó Lugh: estoy tan cerca de él como aquella vez en la que me cubrió con su cuerpo durante el bombardeo de Cartago; he dejado mi cabeza reposando sobre su hombro y mis manos y piernas continúan rodeando su cuello y torso respectivamente. Lo más extraño de todo es que la voz que vive en mi cabeza, la cual siempre señala cada acto contradictorio de acuerdo a mis principios y moralidad, esta vez está apagada, como si estuviese tan paralizada como yo. Esta vez no es el frío, ni los síntomas ahora casi inexistentes de la hipotermia, esta vez es Lugh quien está incitando en mí sensaciones que no debería estar sintiendo: las malditas mariposas en el estómago o el corazón acelerado a causa de los nervios. No, esta vez me siento cómoda, incluso feliz, aunque esté flotando en medio del gélido mar. Tener este contacto, por más mínimo y tonto que sea, me está causando satisfacción.
¿Por qué ahora no intento negármelo continuamente a la par mi intelecto intenta huir corriendo lo más alejado de estas emociones como sea posible, como siempre lo hace? ¿Acaso hablar con Alice me ha activado una especie de chip interno, el cual me insta a admitir que hay algo que se mueve en mí cada vez que estoy cerca de Lugh?
Sin siquiera pensarlo levanto mi cabeza de su hombro y la ladeo levemente, provocando que mi rostro quede pegado a su mejilla. Puedo observar por el rabillo del ojo como sus cejas se fruncen en confusión, pero él no hace nada por evitar nuestra cercanía, incluso aunque hayan pasado tantos minutos que ya puedan verse disidentes nadando de vuelta a tierra; incluso aunque ya no necesite el calor que emana de él.
Lugh también ladea su cabeza hacia mí, son escasos milímetros lo que se mueve, pero mis sentidos ahora completamente despiertos logran captar hasta la más sutil acción proveniente de él. Sólo bastaría un leve movimiento para que mis labios rocen su mejilla. ¿En qué estás pensando, Abigail Reed? Sus ojos continúan iluminándose, pero no existe enojo proveniente de él; no, es una emoción distinta la que está causando esa reacción en sus orbes color mercurio, una emoción alejada del odio o la ira. Puedo sentir, de un momento a otro, cómo sus dedos aprietan mi cintura con más fuerza, como si él tampoco quisiera que este momento acabara; este raro, insólito y sorprendente momento.
Pero entonces un pensamiento intrusivo llega a mi mente y me veo en la obligación de romper el silencio: si los disidentes que comienzan a nadar de vuelta ven a Lugh en esta extraña posición, tan cerca de la hija de Renée Reed, su imagen como uno de los líderes podría quedar manchada. Pero no lo expreso con estas palabras, no cuando un hilo de temor me dice que si lo hago, él pueda afirmar que, efectivamente, estar tan cerca de mí no es más que un acto de humillación.
—Debemos volver —digo, con voz aún temblorosa, pero esta vez no es el frío el que provoca esto.
Por un momento él permanece callado, como si una especie de shock momentáneo lo hubiese despertado de repente.
—No. Debemos terminar —afirma, observando la estatua a lo lejos.
—Tenías razón, no puedo llegar.
—¿Y quién dijo que tienes que nadar?
Sus cejas se levantan y me observa con expresión divertida. Con un movimiento rápido e inesperado me ubica en su espalda. Él me ordena sostenerme con fuerza, y nuevamente rodeo su cuello con mis brazos y su torso con mis piernas; todavía puedo sentir calor en su cuerpo y por un momento se siente como si él fuese humano, no sólo un humanoide regulando la temperatura de su sistema interno.
Lugh comienza a nadar con tal rapidez que debo reforzar mi agarre y cerrar con fuerza mis ojos y boca para evitar que el agua entre en aquellos lugares. Creo que nunca pensé realmente en las infinitas capacidades de una máquina de guerra; él nada de forma inhumana, como si estuviese siendo impulsado por un motor. En cuestión de pocos minutos tocamos la tierra de una isla tan pequeña que no cabrían más de diez personas alineadas en una fila.
Temporalmente me cuesta ponerme en pie y no es difícil creer que momentos atrás estuve a punto de sufrir un colapso a causa de la hipotermia. La forma en la que Lugh me ha ayudado ha salvado mi vida de forma efectiva, e incluso aunque el viento vuelve a traer a mí la sensación de frío al salir del agua después de pocos minutos puedo mover mis extremidades con relativa facilidad. No queda ningún humanoide en la isla, ya todos han marcado sus nombres y nadado de vuelta. Ahora sólo quedamos nosotros.
La enorme estatua de metal, de unos seis metros de alto se impone ante nosotros. El puño levantado que representa la amenaza de la Gran Nación ahora está oxidado, pero todavía es posible observar con alta nitidez los cientos de nombres marcados sobre su superficie. Lugh agarra una piedra puntiaguda y comienza a marcar el suyo con agilidad. Yo sólo puedo quedarme paralizada observando semejante creación humana y lo irónico que resulta el hecho de que los nombres disidentes ahora invadan cada rincón de la misma. Esta es una forma simbólica de pisotear la presencia de la Gran Nación y ahora yo dejaré mi nombre marcado allí.
Cuando termina, Lugh extiende hacia mí la pequeña piedra y me quedo mirándola meditabunda por un momento. Al tomarla entre mis manos de repente siento un gran peso sobre mí, un peso que no debería estar allí en situaciones normales. Pero ahora me he convertido en algo más que en un simple soldado: ahora soy un arma que atacará a favor del bando que ha sido marcado como enemigo de forma errónea durante tantas décadas.
—Mañana seré yo quien declare la guerra a la Gran Nación —susurro, pero sé que él puede escucharme.
El silencio reina en el ambiente, como si él me permitiera un pequeño desahogo de forma respetuosa. Mis ojos se dirigen una vez más hacia el símbolo de mi antigua nación, aquella que por tanto tiempo me lavó el cerebro hasta lograr sumergirme en la más absurda ignorancia.
—Marcar mi nombre en este símbolo es como firmar la declaración.
Y ante esta última frase el impulso toma poder de mi brazo derecho, como si fuera el combustible que alimenta mis nuevos ideales. Y entonces el nombre de Abigail Reed queda grabado en un pequeño espacio vacío de la superficie metálica de la estatua y ahora no hay vuelta atrás. Es el nombre del único humano que ha logrado llegar hasta aquí y vandalizar de forma silenciosa todo lo que esta estatua representa.
Cuando Lugh me lleva de vuelta subimos al mismo lugar desde el cual saltamos por medio de un inclinado camino lateral. Ninguno ha mencionado una sola palabra referente a lo sucedido en medio del mar. De la nada actuamos como si fuéramos dos desconocidos, como si estar en presencia del otro fuese extremadamente incómodo, y vaya que lo es. Sólo puedo pensar en eso durante todo el camino, ni siquiera la experiencia de haber marcado mi nombre en aquella estatua logra tomar total posesión de mis pensamientos. Aquel abrazo que comenzó como un método de supervivencia se convirtió en algo más, algo inexplicable e inesperado. Sólo quisiera preguntarle qué se pasó por su mente en ese preciso instante, pero la cobardía es más fuerte que la curiosidad y mi boca permanece sellada.
Al llegar arriba y tener mis pies sobre la tierra firme y segura no puedo evitar sentir alivio. Ya no queda nadie, sólo Alice, quien me espera a lo lejos sentada al borde del precipicio del cual salté, observando de forma distraída la luna. Yo doy un vistazo fugaz a Lugh, quien tiene los ojos fijos en sus pies. Trago saliva ante la repentina sequedad de mi garganta, ni siquiera el frío logra remover la sensación de nerviosismo que recorre cada esquina de mi ser. Yo comienzo a caminar rápidamente hacia Alice, una vez más intentando huir de mis emociones, pero la voz de Lugh llamando mi nombre a mis espaldas me detiene. Volteo lentamente, entre confundida y ansiosa. Él tiene una expresión seria, sus manos están apoyadas en sus caderas y su mirada está perdida en la luna a lo lejos.
A pesar de que atiendo a su llamado él no dice ni una palabra, como si le costara expresar lo que sea que quiere sacar de su cabeza.
—Gracias por ayudarme —expreso con rapidez, rompiendo el extraño silencio que de repente resulta tan envolvente.
Él me observa tan pronto hablo y asiente lentamente.
—Sólo lo hice porque tengo que llevarte viva a Babilonia.
Suspiro, un tanto con resignación. ¿Qué otra respuesta podría esperar de él? La diminuta pizca de esperanza que rondaba dentro de mí desaparece; tal vez él no sintió nada con ese inusual abrazo; tal vez Alice se equivoca y ella es la única humanoide capaz de sentir cosas distintas.
Sacudo mi cabeza ante estos repentinos pensamientos: ¿estoy admitiéndome a mí misma que deseo que Lugh sienta lo mismo que Alice siente por Froy?
No. Eso es tonto, estúpido, absurdo. No va a pasar y no quiero que pase, jamás...
Pero mis excusas internas son interrumpidas por su voz:
—Buenas noches, Re...
Su frase se detiene con brusquedad cuando observa mis ojos entrecerrados fijos en los suyos.
—¿Es eso lo que ibas a decirme, Lugh? —inquiero, evidentemente molesta.
—Qué extraño cambio de humor, Reed —responde con ironía, cruzándose de brazos.
Su repentina actitud de "todo me vale un carajo" logra sacar la rabia que de la nada se acumuló en mi interior. Tal vez hubiese sido mejor no hablar con Alice en primer lugar. Al decirme que Lugh siente hacia mí cosas distintas al odio sólo logró iluminarme con una tonta esperanza que ni siquiera sabía que guardaba en mí.
—¿De verdad sólo me ayudaste porque tienes que llevarme viva a Babilonia? —acuso, acercándome a él de forma amenazadora.
—Bueno, tú eres nuestra arma, ¿acaso lo olvidas? Si te dejo morir entonces Gannicus me mata.
Él se queda paralizado en su lugar mientras yo doy pasos lentos hacia él. Tal vez no entiende la rabia repentina que ha tomado poder de mí y no lo culpo, ni siquiera yo logro comprenderla del todo.
—¿Por qué eres tan odioso, Lugh?
—Vaya forma de agradecerme —responde con molestia, con sus ojos iluminándose una vez más, esta vez producto del enojo—. ¿Qué rayos te pasa?
—¿Acaso no me dijiste que ya no soy sólo la hija de Renée Reed para ti? ¿Acaso no me aceptaste como uno de los tuyos frente a Astrid y Gannicus?
—Sí. ¿A qué carajos quieres llegar?
—¿Me odias, Lugh? —inquiero entre dientes. Mis puños comienzan a cerrarse con fuerza.
A pesar de que le cuesta dejar de lado su orgullo, finalmente responde:
—No te odio, ya no más. Te lo he demostrado.
—¿Entonces por qué no dejas tu estúpida actitud fastidiosa y me respondes de una vez si tú también sentiste algo aquella noche en tu sala de pinturas? ¿O cuando nuestros rostros estuvieron a escasos milímetros del otro durante el bombardeo a Cartago? Dime, ¿sentiste también algo hoy, cuando nos abrazamo...
Me detengo abruptamente ante las preguntas que se dispararon de mi boca. Mis ojos se abren como platos y siento que mi cuerpo está a punto de desmoronarse. Acabo de admitirle que sentí cosas en las mencionadas ocasiones, cosas distintas.
El muro de sarcasmo y fastidio de Lugh parece derrumbarse de repente; su expresión de enojo se torna en una de sorpresa. Creo que jamás lo había visto mirándome de la forma en la que lo está haciendo justo ahora: con su boca abierta de par en par y sus ojos fijos en los míos sin parpadear ni un segundo. Él está en shock ante lo que acabo de decir tanto como yo. Hace ademán de hablar, pero le cuesta sacar las palabras de su boca, emitiendo sonidos ilógicos por un momento.
—Reed —emite finalmente—, ¿me estás diciendo que tú sentiste...
Pero su pregunta queda en el aire, como si no pudiera creer lo que sus oídos acaban de escuchar.
Y entonces la ansiedad comienza a tomar el control de mi cuerpo y sólo deseo que me trague la tierra. Mi corazón late con fuerza contra mi pecho, mis mejillas se tornan calientes como indicativo del sonrojo inevitable y vuelvo a sentir la falta de aire, como si me estuviese atacando la hipotermia una vez más. Entonces no encuentro más solución que huir, esta vez en el sentido más literal de la palabra. Doy media vuelta y comienzo a correr hacia Alice como si mi vida dependiera de ello.
—¡Reed! —Me llama él, al parecer paralizado en su lugar, pues no lo escucho corriendo tras de mí.
Pero yo no me atrevo a mirar atrás, ni siquiera cuando de manera inesperada, por segunda vez desde que lo conozco, su voz emite mi primer nombre con fuerza:
—¡Abigail, regresa!
Pero no puedo volver a verlo a la cara nunca más, nunca más. ¿Qué acabo de confesarle? Me cuesta respirar, pensar, procesar el vómito verbal que salió de mi boca. Ni siquiera me recompongo cuando me encuentro con el rostro de Alice que, en lugar de risueño y feliz, se encuentra serio y sin expresión alguna. Y mi mundo se derrumba a mi alrededor cuando súbitamente ella me dice:
—He escuchado a Heracles decir algo que al parecer sólo saben Gannicus y Astris —dice, poniéndose de pie para quedar a mi altura. Sus ojos artificiales me miran con compasión—. Abi, a tu hermano lo ejecutará la Gran Nación.
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