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Capítulo 17 | Oscuridad

«El pasado es una colección interminable de horrores que sólo merece el más completo de los olvidos; el futuro, una incógnita poco confiable que es preciso asegurar; el presente, el campo de batalla».

—Ernesto Mallo.

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Nota 1: capítulo largo, pero muy importante / Nota 2: el amor está en el aire, jeje.

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Resulta extraño cómo los rostros pueden olvidarse con tanta facilidad, incluso aquellos más cercanos, más queridos, pero las voces no. Una voz nunca se olvida, siempre martilla en el interior del ser.

Han pasado dos semanas desde que escuché la voz de mi hermano en aquella extraña señal que llegó a los disidentes. A este punto mi memoria ha comenzado a borrar lentamente los detalles del rostro de Martin. A pesar de que intento obligar a mi mente a mantener una vívida imagen por medio de los cientos de recuerdos almacenados en lo más profundo de mi memoria es como si la misma me estuviera prohibiendo el acceso. ¿Acaso he comenzado a olvidarlo voluntariamente, de forma inconsciente, para evitar el dolor? ¿No he pensado en él lo suficiente?

Intentar encontrar un motivo lógico no ha logrado más que causarme malestar. Tal vez nunca entienda por qué me cuesta tanto recordarlo, y son aquellas preguntas sin respuesta las que más logran descarrilar las emociones. El único consuelo que me queda es que pude escuchar su voz, incluso de forma interrumpida y distorsionada, incluso aunque en ella encontré dolor y sufrimiento. Puedo sentir la presencia viva de mi hermano, aunque lejana y borrosa.

No obstante, ese consuelo se ve manchado por la incertidumbre. No puedo alcanzar a imaginar qué cosas ha tenido que atravesar él siendo un prisionero de la Gran Nación; la traición es el crimen más repudiado y sin duda alguna el que peores consecuencias conlleva. ¿Por qué han mantenido vivo a mi hermano todo este tiempo? ¿Acaso mi madre no quería borrar a sus hijos traidores de la faz de la tierra? Desde el momento en el que escuché la transmisión supe que algo no andaba bien, pero estar rodeada de criaturas cuyo odio más grande se encuentra representado en la figura de mi madre no me deja ninguna opción viable para lograr solucionar las cosas. Se lo dije a Samuel antes de irse y mi palabra se mantiene firme: tengo que rescatar a Martin, pero la verdadera pregunta es cómo y cuándo.

La soledad no ha representado mayor amenaza; me he acostumbrado poco a poco a la vida en Cartago, a no ser muy querida por la mayoría de sus habitantes y a pasar la mayoría del tiempo sola. Todavía no conozco qué tienen planeado los líderes para mí, cómo me usarán de arma y cómo piensan declarar la guerra a la Gran Nación, que es lo que he escuchado murmurar últimamente. Aprendí a aceptar negativas constantes ante cualquier propuesta que se me pueda ocurrir y a esperar pacientemente cualquier comunicado que quieran darme.

Hace unos días intenté reunirme con Gannicus para pedirle ayuda respecto a mi hermano, pero mis intentos fueron inútiles. La vida en Cartago parece medida detalle a detalle. Aquí no existe espacio para los errores ni para cometer acciones que puedan poner en peligro la integridad de la ciudad y sus pobladores. Sé que no lograré mi cometido, no podré convencerlos de ayudarme a rescatar a Martin; intentar hacerlo sola es una misión suicida.

Las distracciones y la evasión son el mejor remedio para una mente intranquila y a menudo meditabunda. Lidiar con las presiones del diario vivir y hacer frente a los problemas puede traer como consecuencia un estado de tedio, como si la energía corporal fuera completamente absorbida por los pensamientos impetuosos.

Decidí no desgastarme con dichosos pensamientos una vez dejé de ver a Lugh, pues éste ha pasado las últimas semanas encerrado en reuniones secretas con el resto de los líderes bajo el imponente domo del Capitolio. No puedo negarlo: un poco de ansiedad ha emergido en mí desde que no he tenido la oportunidad de hablar con él aunque sea una vez en el día; después de todo, podría considerar que Lugh es lo más cercano a un compañero que tengo en este conocido pero a la vez extraño lugar. Nuestro último encuentro fue aquel en el que me enseñó las pinturas y posteriormente escuchamos la transmisión distorsionada de Martín. Desde entonces no se me ha vuelto a acercar, ni siquiera entre sus ratos de descanso. ¿Aquel momento incómodo y extraño que experimentamos cuando él tomó mi mano para ayudarme a dar una pincelada, ha sido el desencadenante de su comportamiento? O por el contrario: ¿mi mente está maquinando suposiciones tontas, y simplemente está ocupado?

Sea cual sea la respuesta, ¿por qué debería de preocuparme por ello? ¿Tal vez me mentí a mí misma y la soledad sí comienza a afectarme? ¿Me hace falta hablar con alguien últimamente? Este contratiempo, sin embargo, ha logrado que me encamine en el inevitable sendero de la evasión, y para lograr dicho propósito me he sumergido en lo más profundo de objetos antes desconocidos para mí: libros.

Simplemente no puedo explicar con palabras la magia de estos fascinantes artefactos. En dos semanas he leído doce: comencé con uno de los que me prestó Lugh y entonces me convertí en una furtiva presencia de la biblioteca que cada madrugada se adentra de forma silenciosa para tomar cuantos libros puede en sus manos y llevarlos ágilmente a su habitación, sólo pausando la lectura durante dos días en los que me sentía agotada por la falta de sueño. La habitación está llena de no más de cien libros que he ido recolectando con los días y que planeo leer con rapidez en las próximas semanas: los hay sobre la cama, en el piso, en los sillones, en la mesa e incluso en el baño. Pronto me convertí en una versión humana de Lugh.

El magnetismo que emanan los libros es maravilloso, misterioso y tranquilo; me llena de una curiosidad inmensa que se expande cada vez más. Cada pregunta que aparece en mi mente es resuelta de forma casi inmediata, pero al pasar las páginas me encuentro con una nueva incógnita la cual taladra mi cabeza hasta que no encuentre una respuesta a la misma. Pronto mi habitación se convirtió en mi pequeña cueva y los libros en mi gran adicción.

Tal vez nunca se entenderá la magnitud de la ignorancia en la que vive un humano hasta que éste se adentra en el inexorable hábito de la lectura. Aquellos que primeramente fueron mis enemigos tenían razón al expresar, aunque fuese de forma ofensiva, que yo estaba ahogada en las aguas del desconocimiento. Y vaya que no puedo evitar sentir lástima por todos los ciudadanos que todavía naufragan esas mismas aguas.

Con cada libro que leo he comprendido de forma definitiva por qué la Gran Nación ha ocultado tan maravilloso invento por décadas, logrando borrarlo de la memoria de todas las generaciones que han convivido bajo esta forma de gobierno. Cuán poderosos seríamos todos si, en conjunto, tuviéramos en nuestras manos por lo menos un libro. El conocimiento otorga libertad de pensamiento y por ende, libertad de elegir qué se quiere y qué no, y esto es algo que la Gran Nación intenta evadir con especial cuidado: nos quieren ignorantes para que no seamos más que sumisos esclavos a su servicio; nos quieren ignorantes para que en nuestras mentes no pueda asomarse ni el más mínimo sentido de que nuestro sistema está mal, para que en nuestras mentes no haya lugar a cuestionamientos contra aquella Gran Nación.

He conocido que la raza humana es más que lo que siempre vi en el Distrito Capital: estoy aprendiendo sobre historia y guerras; religiones y dioses, credos y filosofías; personajes que con sus actos de bondad o maldad lograron dejar una huella en la historia e incluso cambiar el curso de las cosas; artes, especialidades, estilos de vida que en mi antigua nación resultan insólitos; he leído historias ficticias llenas de emoción; he aprendido sobre geografía, psicología, política.

Pero lo que más me impactó fue conocer que, a través de la historia de la humanidad, existieron revoluciones por medio de las cuales los humanos derrocaron a otros humanos: monarquías absolutistas, dictaduras, entre otras cosas más.

Los humanoides no han sido los únicos que se han levantado contra la humanidad, como siempre nos lo hicieron creer.

Y la mayoría de estas revoluciones han sido guiadas por ideales y conocimientos, o por personas inteligentes que han logrado transmitir la sabiduría a aquellos que, como yo, vivían sumidos en la ignorancia. Hace muchísimo tiempo en un país que se llamaba Francia, en una época tan antigua que ni siquiera puedo contar cuántos siglos han pasado, sucedió una de las revoluciones más importantes de la historia: la revolución francesa. El pueblo vivía en la miseria, las cosechas no prosperaban, morían de hambre, los ahogaban los impuestos; mientras tanto, un grupo de personas privilegiadas que vivían en un enorme y hermoso 'palacio' disfrutaban de una vida sin penurias. Entonces, por medio del conocimiento todo cambió: un movimiento llamado "la ilustración" comenzó a discutir y transmitir la idea de que nada estaba bien, siendo el desencadenante intelectual de la revolución.

Este conocimiento se esparció por toda Francia y el pueblo se alzó en contra de los reyes. ¿Es eso posible? ¡El pueblo! Acabaron con la monarquía, con la tiranía. Entonces me pongo a pensar en las posibilidades que esta historia trae a mi consciencia: ¿por qué permitir que la Gran Nación continúe pisoteando a sus ciudadanos? ¿Cómo es que a nadie se le ha ocurrido levantarse en una revolución? Pero entonces lo recuerdo. La respuesta es simple: miedo y desconocimiento. Los únicos que se atrevieron a revelarse ahora son los más odiados.

Nos han hecho temer a los humanoides por décadas sólo para que ignoremos las atrocidades que comete la Gran Nación. ¿Son los disidentes los verdaderos enemigos, o como nosotros son sólo víctimas? Yo tengo clara la respuesta, pero los demás pobladores no.

El último libro en el que me sumergí es uno de los que en un principio me había prestado Lugh: "Breve historia del mundo desde el año 0 y la Rebelión Disidente: mitos y realidades. Historia detallada de los hitos que cambiaron el mundo. Por Alberto Ciro".

Lo que más sorprende es que Ciro era un escritor ilegal; así es como lo narra en la última página. Para el momento en el cual él escribió este libro los mismos ya llevaban décadas de prohibición, la única manera de conseguirlos era a través de los mercados negros de las distintas ciudades base. Ciro tenía lo que él llama una "impresa clandestina" en el sótano de su casa, donde él mismo fabricaba sus libros para después contrabandearlos a dichos mercados; se consideraba a sí mismo un 'historiador' y experimentó de primera mano la Rebelión Disidente hace noventa años. Él la presenció más cerca que nadie, pues en esos momentos tenía el lugar que hoy en día tiene Elisa Woods: la reportera central, la única que tiene el poder de narrar las noticias en el único canal existente en la Gran Nación.

Por supuesto, Ciro tenía que reportar los eventos de la Rebelión Disidente y sin duda alguna se veía en la obligación de modificar los hechos, como hoy en día lo hacen con las protestas estudiantiles. Cada paso de su carrera está narrado en su libro y a través de sus palabras puedo notar el dolor que representaba para él mentirle a su propio pueblo. Es por ello que decidió escribir este libro y dar a conocer la realidad de los hechos. "Podrán hacerme desaparecer de la faz de la tierra, pero las palabras perduran en el tiempo y no pueden ser borradas", narra en la introducción. Durante la lectura del mismo sentí una inmensa conexión con él, como si estuviese frente a mí narrándome los hechos de aquella oscura época. Al igual que yo, este hombre conoció las atrocidades que la Gran Nación intentaba esconder y como un furtivo traidor intentó dar a conocer la verdad a los demás. La curiosidad de saber qué sucedió con él me llevó a investigar a profundidad su destino, pero en la biblioteca no había nada al respecto. Tuve que acercarme a disidentes desconocidos cuyos ojos se iluminaban con odio al verme acercándome a ellos, pero cuando les pregunté por su nombre sus expresiones se sumaron en la confusión: ¿una humana intentando averiguar sobre el único par que ha rebelado la verdad de su rebelión?

Pero mi corazón se encogía cada vez que escuchaba las respuestas: un día desapareció de la faz de la tierra sin dejar rastro. Ya puedo imaginar qué le sucedió.

He logrado conocer y comprender a profundidad la rebelión disidente de formas que nunca logré imaginar. A este punto, después de todo lo que he experimentado y las malas situaciones que he pasado con la Gran Nación, no es de sorprender que nos mintieran sobre este tema también. La 'verdad' que han intentado grabarnos en la mente es que los humanoides, al solicitar igualdad de derechos y enfrentarse a una rotunda negativa, se alzaron de forma violenta contra los ciudadanos de distintas ciudades, masacrando sin piedad a miles de inocentes.

No obstante la 'verdad' que siempre hemos aprendido no puede alejarse más de la realidad: los humanoides se manifestaron de forma pacífica en las distintas plazas de la Gran Nación, pidiendo ser escuchados por el dirigente de turno. Habían pasado un par de décadas desde la Tercera Guerra Mundial y los humanoides eran usados como parte de las fuerzas armadas para mantener el orden en las distintas ciudades, además de servir como vigilantes fronterizos. Continuaban siendo usados como máquinas de guerra a pesar de que ya no había guerra, y no eran tratados con dignidad; durante estos años su inteligencia artificial comenzó a evolucionar y tomaron consciencia propia, dándose cuenta de que no eran más que simples esclavos, y fue allí donde surgieron sus ideales de igualdad.

Pasaron semanas sentados en las plazas y expuestos a la intemperie y a la Gran Nación no pudo importarle menos. El ministerio de comunicaciones comenzó a repartir panfletos que explicaban de forma explícita por qué un humanoide nunca podría considerarse un ser vivo, a pesar de que poco a poco comenzaban a tomar consciencia propia. Lavaron los cerebros de los pobladores comunicando supuestos crímenes atroces que humanoides rebeldes cometían en las ciudades, además de cortar el suministro de ambrosía, que es el nombre del extraño líquido azul que consumen los humanoides; Ciro no explicita de qué está compuesto, pero por la naturalidad de su uso se puede asumir que es una especie de combustible con la cual ellos se mantienen activos. Según lo narra, la falta de ambrosía no los mata, pero los deja completamente débiles e indefensos, en un estado que se asimila al del aturdimiento o la confusión.

Entonces la jugada injusta de la Gran Nación fue dejarlos debilitarse por el hambre para que quedaran en un estado de desprotección. Para sorpresa de Torclon, el mecanismo de desactivación masiva que habían fabricado en un inicio ya no funcionaba, la inteligencia artificial evolucionó de tal manera que ya resultaba inútil. Y así comenzó la mayor atrocidad de la nación, una que nunca nos cuentan: secuestraron a cientos de humanoides, sometiéndolos a experimentos brutales en los cuales intentaban encontrar la manera de desactivarlos. Ante estos actos los humanoides perdieron la paciencia y es allí como, producto de la provocación causada por la Gran Nación, se alzaron en una revolución y posteriormente se convirtieron en disidentes.

Actualmente la Gran Nación, con Torclon a la cabeza, continúa secuestrando humanoides esporádicamente para seguir con su experimentación, y así hemos llegado al día de hoy.

Cierro el libro y lo dejo sobre la mesa de noche, comenzando a sentir dolor ocular y cansancio en mi espalda. He notado que la posición que adopto en la cama no es la más saludable para leer. Podría recalcar que lo mejor de la situación es que tengo permiso explícito de Gannicus para entrenar con las fuerzas disidentes, guiadas por Alai, a pesar de que mi fuerza nunca se comparará a la de ellos. Esto logra mantenerme en forma y con una rutina diaria similar a la que siempre llevaba en el Distrito Capital. Por lo menos con esto siento que no soy completamente ajena a la vida que solía llevar con anterioridad.

Me pongo mi abrigo y salgo en busca de comida. Hay un enorme suministro de comida enlatada que un grupo de disidentes robó a un camión que transportaba hacia una ciudad base, y eso es lo que me ha mantenido alimentada estas últimas semanas, además de la carne de pequeñas aves que cazo con regularidad. Últimamente he tenido más libertad de moverme por Cartago y no siempre estoy vigilada. ¿Han comenzado a confiar en mí, acaso? Tendría sentido: ¿por qué volvería a la Gran Nación si mi vida aquí es mucho más segura?

No obstante, salir a buscar algo de comer a estas horas de la madrugada no sirve el único propósito de suplir mis necesidades básicas. El Capitolio suele estar vacío a esta hora y en una de mis misiones personales de exploración me he dado cuenta de que la oficina de Gannicus tiene un pequeño equipo de telecomunicación y uno de radio. Cuando tengo mi comida en mano me escabullo a la fría y desolada oficina y me siento frente al equipo, el cual se encuentra en la esquina menos visible, y comienzo a buscar señales. Me he obsesionado con la idea de comunicarme con él, de lograr recibir su mensaje. Sé que no se habría atrevido a intentar comunicarse si, en primer lugar, algo malo no estuviera pasando. Pero los disidentes no me dejan adentrarme en la base militar, por lo que tuve que encontrar mi propia forma de recibir sus señales.

Logré interceptar sólo tres la semana pasada y todas provenían del Distrito Capital. Sé que mi hermano está intentando decirme algo y yo trato de responderle de vuelta: "escabúllete en cualquier central, escabúllete en cualquier central, escabúllete en cualquier central...", es lo que repito durante los sesenta minutos que permanezco frente a la pantalla. Si la señal de Martín es tan distorsionada es porque está intentando comunicarse desde un lugar que no cuenta con el poder suficiente para emitir con claridad.

Desde la última vez que le dije que se conectara desde una central no he recibido más intentos de comunicación de su parte. Es un movimiento arriesgado. Existen tres centrales de comunicación: la principal está ubicada en MOC; otra se encuentra en los cuarteles militares y la última, la más accesible, se encuentra en el Departamento de Comunicaciones, que a pesar de ser una dependencia de MOC tiene su propio edificio.

Ésta última es más accesible por el hecho de que casi siempre está vacía. El noticiero a menudo tiene entradas repetidas que ya han sido grabadas con anterioridad y dichas grabaciones se repiten diariamente. Sólo se transmite en vivo si hay una noticia relevante, y últimamente parece que las protestas estudiantiles han acabado —o fueron obligadas a acabar, que es lo que probablemente sucedió—. Si Martin logra llegar a esa central estoy segura de que podremos comunicarnos con facilidad. He esperado puntualmente frente a la pantalla por los últimos cinco días, siempre a la misma hora y siempre durante la misma cantidad de tiempo. Este silencio por parte de Martin no logra más que provocar una profunda y aterradora preocupación. ¿Y si no lo logró? ¿Y si lo atraparon? ¿Y si no puede salir de donde está?

Una vez tengo mi lata de guiso salgo de la cafetería y me dirijo al Capitolio. Esta vez debo tomar un camino alterno ya que una gran celebración está siendo llevada a cabo en el enorme jardín frente a la edificación y gracias al libro que leí sé que se trata del aniversario de la rebelión. Por lo menos, aunque están cerca del Capitolio, estarán distraídos esta noche. Su festividad es ruidosa y estruendosa y tal parece que todos los ciudadanos de Cartago se encuentran reunidos aquí. A lo largo del jardín hay diversas fogatas, grupos de disidentes participando en algún juego, otros tanto hablando y bromeando sobre cosas que no logro entender. Para llegar a la entrada alterna debo cruzar el jardín, pretendiendo que voy hacia otro lugar. Lo único que me mantiene tranquila es que tal es su emoción que estos cientos y cientos de humanoides parecen ignorar mi presencia, todos menos uno.

Cuando mis ojos se cruzan con los suyos mi corazón da un pequeño vuelco. Lugh está sentado frente a una de las fogatas a unos veinte pasos del lugar en el que me he quedado quieta de repente, y sus ojos están posados sobre mí. Desde la última vez que estuvimos juntos en la biblioteca no había vuelto a mirarme a los ojos, ni siquiera en aquellos encuentros ocasionales en los que lo veía pasar en sus limitados momentos de descanso. Tal vez esos incómodos minutos en los que nuestras manos se tocaron y nuestras miradas se encontraron de forma prolongada fueron suficiente para hacerlo asquearse de mi presencia. No lo juzgo, si lo analizo yo también prefiero que las cosas sean de esta manera, pues aquella situación específica ha salido de mi comprensión, no entiendo qué sucedió y no quiero entenderlo, y lo más importante: no puede volver a pasar.

Lo ignoro y continúo mi camino, asegurándome de mezclarme en la multitud para que él me pierda de vista. Si Lugh se entera de que me estoy escabullendo en la oficina de Gannicus podría meterme en problemas. Camino tan rápido como puedo, casi trotando, hasta que me alejo lo suficiente de la celebración y puedo rodear el Capitolio para entrar por detrás.

Cuando me adentro en el lugar el bullicio proveniente del exterior se corta de forma rápida, y ahora sólo puedo escuchar mis pasos acelerados y mi ansiosa respiración. Los pasillos están iluminados con pequeñas antorchas ubicadas en las paredes y a pesar de la soledad en la que me encuentro hay algo en este ambiente que, aunque tiene un toque de misterio, también resulta reconfortante. No podría describir exactamente por qué siento eso cuando me encuentro aquí, incluso teniendo en cuenta que este fue el lugar en el que recibí una de las peores golpizas de mi vida y en el que casi matan a mi hermano. Por algún motivo comienzo a sentirme como en casa, aunque suene extraño; Cartago tiene un toque especial y cálido, a pesar de sus fríos habitantes.

Tal vez el hogar no es aquel en el que se encuentra la familia, sino en el que conocemos el mundo por primera vez. Me siento como una niña pequeña que apenas está asimilando las dimensiones de la vida humana, de la realidad. Sólo Cartago me ha ofrecido la posibilidad de conocer, aprender y, de una forma u otra, obtener autonomía. Tal vez todos somos prisioneros de una fuerza invisible que nos obliga a caer en las garras del desconocimiento; pero una vez la verdad sale a la luz, el sentimiento de libertad es innegable.

No me cuesta mucho llegar a la oficina de Gannicus, mis piernas se dirigen al lugar de forma automática. Hay algo en mí que anhela con esperanza el poder ver a mi hermano en la pantalla, el poder comprender qué quiere transmitirme. Deseo con lo más profundo de mi ser que ese día llegue hoy. Las fuerzas armadas han de estar pendientes de las celebraciones disidentes, o por lo menos eso espero. Hay ciertas épocas del año en las que la seguridad fronteriza se reforma por algún motivo, aunque nadie sabe por qué con certeza. Tal vez vigilan a los disidentes con más intensidad de lo que ellos creen. De ser así, y por favor que así sea, la seguridad interna del Distrito Capital no estará tan reforzada y Martin podrá hacer lo posible por escabullirse.

Si es que no lo intentó ya y está muerto.

Un escalofrío recorre mi espalda ante ese pensamiento, haciéndome detener a pocos metros de la oficina de Gannicus. ¿Y si la idea que le di, si es que siquiera logró escapar de donde sea que lo tengan preso, lo llevó a una inevitable perdición? La mera idea de esto me provoca náuseas. Niego rotundamente con la cabeza, sacudiendo esos pensamientos de mí. Martin no puede estar muerto, eso jamás. Lo conozco bien y sé que no se rendirá hasta obtener lo que quiere, hasta comunicarse conmigo.

De repente escucho pasos lentos detrás de mí, y por un momento logro estremecerme. Cuando escucho una voz que conozco más que bien no sé qué pensar; en estas semanas no he sido descubierta en mis misiones secretas a esta elegante oficina y no maquiné ninguna excusa aún.

—Reed. —Lugh me llama con voz baja.

Al voltear me encuentro con su rostro levemente iluminado por el fuego de las antorchas; el juego de luz y sombra resalta sus facciones y cuando le miro a los ojos no puedo evitar sentir nervios. No hablar con él durante tanto tiempo me hace sentir como si esta fuese la primera vez que vamos a dirigirnos palabra. El incidente de la biblioteca vuelve a mi memoria una vez más y la tensión existente entre los dos podría cortarse con una navaja. Algo me dice que él también lo recuerda, porque carraspea con incomodidad, metiendo sus manos en sus bolsillos mientras su mirada se pierde en un punto aleatorio detrás de mí.

—Lugh —respondo, comenzando a sentir sofoco.

Por un momento ninguno dice nada. Me he olvidado repentinamente de por qué vine aquí en primer lugar, y sé que faltan pocos minutos para la hora habitual en la que me siento frente a la pantalla. Me preocupa de sobremanera perderme cualquier mínima señal si me quedo aquí hablando con él, pero al mismo tiempo algo dentro de mí quiere quedarse. ¿Qué te está pasando, Abigail Reed?

—Te estás perdiendo la celebración —afirma de repente.

—Bueno, la hija de Renée Reed sería la última persona que pensarían en invitar —aclaro, fijando mi mirada en la lata de guiso que tengo entre mis manos.

Él menea la cabeza, posando su mirada sobre mí. Aunque yo no lo estoy viendo directamente puedo sentirla, como siempre lo hago. Su mirada es algo que no puedo pasar desapercibido, aquellos misteriosos ojos provocan cierta tensión cada vez que se cruzan con los míos.

—Puedes recibir la invitación de mi parte —dice repentinamente, y parece arrepentirse casi al instante—. Digo, sería una graciosa ironía celebrar el aniversario de la rebelión contigo presente.

Levanto mis cejas, atreviéndome a observarlo por primera vez. Me doy cuenta de que se ha peinado, organizando su cabello rebelde para una ocasión más formal. Gracias a las sombras que se trazan en su rostro producto de las antorchas puedo detallar las gruesas cejas y pestañas que enmarcan su rostro, y la barba pulida que delinea su mandíbula recta. Es casi real bajo esta luz; Lugh parece una copia humana, creado bajo nuestra apariencia, tal como un Dios todopoderoso una vez creó al hombre y la mujer a su imagen y semejanza, como aprendí hace poco.

—En definitiva serías la última persona de la que esperaría recibir dicha invitación.

Él frunce los labios y asiente de forma divertida.

—Bueno, Reed. Somos compañeros ahora, ¿no?

Y ahí está el shock eléctrico que recorre todos mis músculos ante aquella frase inesperada. Lo sabía implícitamente, de forma inconsciente y desapercibida, sí; pero escucharlo de él es diferente. No obstante, se siente extraño oír esto cuando desapareció por tanto tiempo y me dejó sola en este mundo de chatarra andante.

—Digamos que te creo. Aunque es irónico: los compañeros usualmente no se dejan de hablar por tanto tiempo —acuso—. Ni siquiera un saludo, hiciste como si no existiera por dos semanas.

De repente el tono de mi voz denota la molestia que acumulé dentro de mí últimamente. El único problema de la evasión es que eventualmente los pensamientos, emociones y sentimientos aglomerados en la cabeza pronto buscarán su forma de salir de la manera menos oportuna. Siento calor subiendo a mis mejillas y debo apurarme por desviar la vista hacia otro lugar. Una pequeña risilla sale de la garganta del humanoide y ahora aprovechará lo que dije para burlarse de mí cada vez que pueda.

¿Me hizo falta hablar con Lugh? Vaya, no tengo por qué negármelo a mí misma: la respuesta es sí. Es el único en esta ciudad con quien puedo tener una conversación decente —lo que cabe dentro decencia, al menos—, y de mano de él he aprendido cosas nuevas e inimaginables. Sus enseñanzas han generado en mí cierto aprecio hacia él, pues tengo mucho por agradecerle. Y a pesar de lo insoportable que es la mayoría del tiempo, cuando tiene la disposición para hablar sobre diversos temas he de admitir que es agradable, lo disfruto. Pero eso no lo escuchará de mi boca jamás.

—No sabía que me extrañaste, Reed. —Se cruza de brazos con un deje de orgullo—. Eso es algo nuevo.

—No, eso no sucedió —respondo. Una excusa espontánea aparece en mi mente—. Es que comencé a leer muchos libros y tenía ganas de discutirlos contigo.

Ahora es él quien levanta sus cejas y su mirada de orgullo egoísta se torna en una mirada de orgullo hacia mí.

—¿Y qué tal? ¿Te gustan?

—Son maravillosos —contesto con una sonrisa.

—Sabía que el hecho de que te adentraras en la biblioteca durante la madrugada y tomaras decenas de libros entre tus brazos era buena señal.

Frunzo el ceño, extrañada. Nunca noté su presencia en el lugar. Ante mi mirada de desconcierto él prosigue:

—Es uno de los lugares en los que más paso mi tiempo durante las noches, ¿lo olvidas?

—¿Y por qué no me dijiste nada?

La pregunta parece incomodarle. De un momento a otro su compostura se torna rígida y sus manos vuelven a sus bolsillos, dirigiendo su mirada hacia la nada nuevamente.

—Estaba ocupado planeando algo con los demás líderes, algo que te involucra, pero Gannicus te lo contará mañana. —Permanece meditabundo un momento—. Y necesitaba tiempo para pensar.

A pesar de que lo primero me causa curiosidad, lo segundo es mucho más intrigante. Lugh no es el tipo de robot que requiere tiempo de reflexión.

—¿Pensar sobre qué?

—No te lo diré —responde a secas.

—¿Por qué no?

—Porque los humanoides tenemos algo llamado intimidad, Reed, al igual que ustedes.

Debo morder mi lengua para evitar hacer más preguntas. Entonces mi mirada se enfoca en la puerta de entrada a la oficina y mi sistema de alerta se activa. Ya me he pasado de la hora habitual, tengo que irme tan pronto como pueda. Mi expresión nada disimulada se delata por sí sola, sumándole la repentina impaciencia que he comenzado a sentir. Lugh frunce el ceño y me observa con ojos entrecerrados.

—¿Qué carajos estás haciendo aquí, Reed? —interroga con voz seria.

Yo suelto unas cuantas sílabas sinsentido hasta que me recuerdo a mí misma que debo mantener la compostura. Me pongo tan derecha como puedo y respiro lentamente, calmando los síntomas de nerviosismo que pronto se harán muy evidentes.

—Hace poco descubrí la terraza —explico con rapidez—. Ya que el noventa y nueve por ciento de los disidentes no me quieren presente en la celebración, entonces la veré desde arriba.

Me encojo de hombros intentando parecer lo más casual posible. Lugh observa la lata de guiso que tengo en mis manos y entonces eso parece convencerlo. Después de todo, no hay muchas cosas más que yo pueda hacer en este lugar. Aun así él permanece en silencio por un momento, observándome cual policía con la intención de hacerme hablar de más. No obstante yo me mantengo firme y después de un rato no le queda de otra que dejarme ir.

—Está bien. Yo debo volver —afirma.

Yo asiento con rapidez y entonces el silencio reina entre nosotros una vez más. Esta vez quien parece más incómodo es él, ya que da la vuelta repentinamente y retoma los pasos que dio hasta acá. Lo veo desaparecer al doblar la esquina y una sonrisa furtiva se dibuja en mis labios. No sé qué es aquello en lo que tanto tenía que pensar por dos semanas, pero el hecho de haber cruzado palabras con él, incluso de forma tan breve, es tranquilizante.

Aunque desearía quedarme a analizar nuestra reciente conversación un extraño sonido proveniente de la oficina de Gannicus provoca en mí un bajón de energía. Conozco ese sonido muy bien. Mis ojos se abren como platos y mi pulso se acelera de forma abrupta. Dejo caer la lata al suelo y corro hacia la oficina tan rápido como mis piernas me lo permiten. Me lanzo sobre la silla de tal forma que por poco caigo de ella. Un hilo de esperanza se filtra a través de la luz blanca de la pantalla que, a pesar de mostrar un simple hormigueo, comienza a dejar ver la silueta lejana de una persona.

Mis manos comienzan a temblar con ímpetu ante lo que estoy presenciando: lo ha logrado.

Debo quitarme el abrigo cuando comienzo a sudar como síntoma de la ansiedad. Me pongo en el trabajo de mover los receptores buscando la mejor señal posible. Pasan cinco minutos antes de que la imagen distorsionada finalmente se comience a tornar nítida. La silueta va tomando cada vez más forma y una enorme sonrisa de satisfacción aparece en mi rostro. Comienzo a decir su nombre repetidamente, con el corazón a punto de salirse de mi pecho y la felicidad desbordando de mi interior. La voz de Martin sale a través de los equipos y esta vez la escucho con claridad.

Aunque al principio la distorsión de la imagen se asimila a la de mis pesadillas, en las que por más que quiera detallar su rostro no puedo hacerlo, poco a poco se convierte en un sueño, una situación ideal en la cual mi astuta y cruel memoria me ha permitido el acceso a lo más profundo de mis recuerdos, donde el rostro de mi hermano continúa vívido, sonriente y feliz. Él es la única persona a la que amo, incluso aunque nuestro vínculo pareció romperse de forma indiscutible cuando lo dejé abandonado en Torclon, cuando le di la espalda. Nunca pensé que podría sentir tal nivel de alegría; he descubierto que el corazón humano se oscurece ante la ausencia de la familia, como si ésta fuera la única luz que logra mantenerlo vivo. Resistirse a esa oscuridad es difícil, pues la tristeza se apodera del ser. Sólo los recuerdos, aunque vagos y lejanos, pueden devolver un poco de luminosidad a la vida, aun cuando no queda nada. Y aquí está el rostro de Martín, apareciendo poco a poco en la pantalla frente a mí.

Pero entonces el tiempo parece detenerse y todo comienza a transcurrir en cámara lenta; esos pensamientos emocionantes son tan efímeros como mi sonrisa, que se esfuma de mi rostro una vez puedo ver a mi hermano sin ninguna interferencia. Mi mano temblorosa se dirige hacia mi boca en un intento de evitar que un sollozo escape por la misma, y entonces la rabia comienza a emerger en mi interior.

El rostro de Martin está lleno de moretones, sus labios están secos y a pesar de que son naturalmente gruesos están hinchados; sus ojos están irritados y podría jurar que hay algo extraño en su iris. Su mirada denota terror, nunca en mi vida lo había visto de esta manera. Le han rapado la cabeza en su totalidad y extrañas heridas que se asemejan a las que deja una bala recorren su cuero cabelludo. Lleva puesto un mono color blanco con el símbolo de la Gran Nación en el lado derecho de su torso: el puño plateado que se levanta en el aire. Aquel puño, a pesar de ser sólo un logo, parece dirigirse al rostro de mi hermano, y entonces recuerdo que aquella nación es la única responsable de lo que sea que le está sucediendo. Observa repetidamente a su alrededor inundado con impaciencia y temor a ser descubierto. Este no es el Martin que conozco. Mis puños se cierran con fuerza y mis dientes rechinan producto de la ira, y la imagen de Renée aparece en mi mente. Su rostro no lo he olvidado, no: los rostros malvados son los únicos que se quedan grabados en la memoria como si estuviesen grabados en nuestra piel. Por lo menos está vivo, es lo único que logra mantenerme cuerda.

—Martin...

—Abigail, no tengo mucho tiempo —clama con voz temblorosa.

Mis ojos comienzan a arder cuando las lágrimas amenazan con salir. Siento una inmensa impotencia dentro de mí. No sé qué le ha sucedido, no sé qué le están haciendo; lo único que sé es que estoy presenciando un acto de maldad y no estoy haciendo nada para ayudarlo.

—Martin. —Las palabras entrecortadas salen de mi garganta seca con dolor—. Martin, ¿qué sucede? ¿Qué te han hecho?

—No hay... tiempo, Abi, no hay tiempo...

—Dime que te han hecho, por favor —ruego, sintiendo el líquido caliente saliendo de mis lagrimales y recorriendo mis mejillas.

Aprieto mi boca con fuerza, él parece completamente ido. Hay algo en su cabeza que no le permite hablar con claridad. La forma en la que se mueve, la forma en la que observa a su alrededor, la forma en la que intenta mantener su compostura sólo me indican que hay algo en su interior que está fallando. Puedo ver una fina capa de sudor cubriendo su piel y su labio inferior ha comenzado a temblar.

—Te lo suplico, dímelo.

Abre su boca y trata de hablar, pero pareciera que siente dolor sólo con hacer eso. Su rostro se retuerce y se lleva la mano al cuello. Puedo deducir que Torclon ha hecho algo con él que le impide expresarse con libertad, provocándole dolor cuando lo intenta hacer, al menos con cosas muy específicas.

—No... recuerdo...

A duras penas puedo comprender sus palabras sobre el estruendoso sonido de mi respiración entrecortada. Llevo mis manos temblorosas a mi cabeza, con la creciente impotencia apoderándose de mí.

—¿Qué no recuerdas?

De un momento a otro la luz blanca parpadea de forma abrupta. El sonido de una alarma que se enciende y se apaga al tiempo que la luz blanca se torna en luz roja de forma intermitente logra hacerme desmoronar. Lo han descubierto; alguien se ha dado cuenta de que no está donde debería estar y han activado la señal. Quedan pocos minutos antes de que lo encuentren, nuestro tiempo está contado.

Él se aleja de la cámara, asustado, y comienza a dar vueltas sobre su propio eje mientras coloca las manos sobre su cabeza. Debo mantenerlo enfocado si quiero que me diga qué sucede y por qué ha intentado comunicarse conmigo por semanas.

—Martin, por favor escúchame —suplico, acercándome a la pantalla tanto como puedo, como si eso pudiese acercarme a él—. Dame toda la información que puedas, hermano...

Él retorna frente a la pantalla al escuchar mi voz. De repente su expresión se transforma en furia, como si lo que estuviera a punto de hacer desafiara a aquellos que lo están aprisionando. Lleva su mano a su cuello una vez más y comienza a hablar a pesar del dolor que esto le provoca.

—No... recuerdo... casi... nada... de... mi... vida...

Siento como si estuviera a punto de desmayarme. Me pongo de pie, apoyándome sobre la mesa en la que está la pantalla, como si estar sentada me causara mucha más tensión. Lágrimas han comenzado a surgir de los ojos de Martin producto de la agonía que le supone el decir cosas que no debería. No sé qué mecanismo han utilizado en Torclon para lograr esto, pero siquiera intentar encontrar una explicación sólo logra hacerme enojar mucho más.

—¿A qué te refieres con eso? ¡Martin!

—Cada... día... recuerdo... menos...

Entonces puedo notarlo en su mirada y comprendo que nuestra conexión no está del todo perdida; entiendo lo que me quiere decir en silencio, sólo posando sus ojos sobre los míos: de alguna forma están borrando sus recuerdos y pronto me borrarán a mí.

Entonces los sollozos son inevitables y un dolor punzante me carcome por dentro. Debo cerrar los ojos con fuerza para intentar bloquear las lágrimas, pero no lo logro. Cuando los abro puedo notar que él también está llorando, no sólo por el dolor físico, sino también el emocional.

—Abi...

Un sonido estruendoso estalla detrás de él, han abierto de forma abrupta la puerta del fondo: decenas de científicos y agentes militares ahora corren hacia él. El terror se apodera de mí y comienzo a gritar su nombre. Mi hermano se acerca de forma ansiosa a la pantalla, todo su cuerpo está temblando. En cuestión de pocos segundos está siendo sostenido por los agentes militares y un científico le intenta inyectar un sedante en su cuello.

Sin embargo, Martín se resiste y pelea contra ellos con todas sus fuerzas, aunque termine siendo inútil, pero le gana un poco de tiempo. A pesar del dolor que ha de estar sintiendo logra articular una frase desgarradora:

—¡Los... van a bombardear... a medianoche!

Sus palabras me apuñalan el corazón y de forma impulsiva llevo mi mano hacia mi boca, denotando sorpresa, miedo y angustia. Todas las energías de mi cuerpo se escapan de mí, esfumándose en el aire. Entonces puedo ver cómo le entierran la aguja sin piedad y le inyectan el sedante con rapidez, dejándolo completamente inconsciente.

Me encuentro en un estado de conmoción, como si todo a mi alrededor comenzara a desmoronarse y ningún sonido pudiese llegar a mis oídos o emanar de mi boca. Mi cuerpo está totalmente paralizado, intentando asimilar lo que acabo de ver y escuchar. Pero el estado de shock se torna rápidamente en ira, una ira incontrolada e impulsiva, cuando una persona que conozco muy bien aparece frente a la cámara mientras mi hermano es arrastrado hacia quién sabe dónde.

Renée Reed me observa con una mirada amenazante y decepcionada. Siento un revoltijo en mi interior al ver su desgastado rostro frente a mí. Las ganas de vomitar provienen del odio que siento hacia ella, la única que debía protegernos y que falló en el intento de forma impensable. Entonces mi postura se torna desafiante y mis manos nuevamente se encierran en puños apretados, logrando que mis uñas se entierren en mis palmas, provocando dolor.

Pero ningún dolor es suficiente para desviarme de mi camino, y mi camino es derrocar a Renée Reed tal como los franceses derrocaron a la monarquía. Ella es la tirana, ella es el monstruo.

—Cómo pudiste... —murmuro entre dientes—. Es tu hijo.

Sus delgados labios se curvan en una extraña y malvada sonrisa, a pesar de que sus ojos continúan vacíos e inexpresivos.

—Vas a pagar por esto, Renée —amenazo—. Si le tocas un pelo más a Mar...

—Faltan cinco minutos para las doce, querida Abigail —interrumpe con voz serena, terminando la transmisión.

Entonces mis ojos se abren de par en par cuando por fin logro asimilar lo que está a punto de suceder y puedo sentir cómo la adrenalina comienza a correr por mis venas.

Sólo una palabra se cruza por mi mente: Lugh.

Salgo corriendo de la oficina y no puedo pensar con claridad. Soy una mezcla de emociones que juntas no pueden lograr nada bueno: terror, impaciencia, angustia. Mis piernas comienzan a doler por lo mucho que las estoy forzando y mi mente se desmorona con cada paso que doy. El miedo puede provocar en nosotros dos posibles tipos de reacciones: la parálisis o la acción; sin embargo, el que yo elija la acción no me hace menos propensa a cometer errores, como tomar el pasillo equivocado dos veces o tropezarme en las escaleras que llevan a la puerta de entrada del Capitolio.

Estos errores desencadenan una serie de emociones que comienzan a dejarnos inválidos mentalmente, si permitimos que la desesperación se apodere de nosotros no lograremos nada más que sufrir las consecuencias que vienen con aquello que nos ha provocado el miedo en primer lugar. Faltaban cinco minutos antes de cometer aquellos tres errores cruciales, ¿ahora cuántos me quedan?

Si algo aprendí en el ejército es que debo salvarme a mí misma antes de salvar a otros. Lo más sensato hubiese sido buscar refugio, no dirigirme hacia el que probablemente será el blanco: una plaza llena de disidentes. No obstante sólo puedo pensar en Lugh por motivos que no puedo comprender. Debo alcanzarlo antes de que todo quede reducido a cenizas, incluso aunque ponga en peligro mi propia vida.

Cuando salgo del Capitolio intento encontrarlo entre la multitud desde lo más alto de las escaleras de entrada, pero es casi imposible en un primer intento. Entonces mis ojos se dirigen al horizonte, donde el cielo se pierde en la distancia; si todos están aquí celebrando eso significa que no hay nadie observando los radares. Cuando cierro mis ojos y aíslo el ruido de la celebración tanto como puedo, el sonido lejano de los aviones de guerra comienza a retumbar en mi tímpano. Se acercan cada vez más.

Bajo las escaleras corriendo y me adentro en la multitud. Algunos humanoides me observan con extrañeza cuando los empujo fuera de mi camino. Comienzo a gritar el nombre de Lugh de manera desesperada, con tanta fuerza que siento como si mi garganta se desgarrara. Por un momento soy retenida entre un grupo de disidentes amontonados en una especie de baile como aquellos sobre los cuales leí en uno de los libros. Sólo me permiten pasar cuando observan mi rostro casi sumido en la locura cuando soy consciente de que queda menos de un minuto. Entonces llego a la fogata central, y al otro lado, más allá de la misma, se encuentra él junto con un pequeño grupo de disidentes, a los cuales ni siquiera detallo.

—¡Lugh! —grito con todas mis fuerzas.

Su oído humanoide lo ha captado. Sus ojos se cruzan con los míos y la sonrisa que tenía como producto de la conversación que estaba teniendo se desvanece por completo al observar mi rostro retorcido en diferentes expresiones. Yo me he quedado casi sin aire, me cuesta respirar debido a la pequeña maratón que acabo de correr. Pero lo que más me cuesta es enterarme de forma abrupta que me enfrento a una inminente muerte. Un estruendoso sonido provoca que todos se queden callados, y cuando Lugh desvía su mirada hacia el lado Este de la ciudad entonces él puede ver lo que yo estoy viendo: los aviones de guerra han entrado a Cartago, y ahora ha llegado el momento en el que mi cuerpo se queda completamente inmovilizado.

Todo sucede muy rápido, como en cualquier desastre: cuando la primera bomba estalla a lo lejos todos comienzan a correr y la conmoción y la desesperación se apodera de los pobladores de la ciudad que está a punto de desaparecer de la faz de la tierra. Escucho a Lugh gritando mi nombre pero lo he perdido de vista entre la multitud. El primer avión en acercarse a nosotros deja caer su bomba sobre la cúpula del Capitolio, y el estruendo provoca que yo me lance al suelo para cubrirme y evitar que cualquier escombro caiga sobre mi cabeza. Entonces otro avión nos sobrevuela y bombardea la avenida que se encuentra hacia mi costado derecho, y comprendo que es cuestión de poco tiempo antes de que bombardeen la plaza. Alai pasa corriendo por mi lado y grita a otros humanoides que se dirijan a los hangares y vuelen los aviones de guerra de la ciudad. El que haya posibilidad de defendernos logra causar en mí un poco de alivio, pero algo me dice que no será suficiente.

Me pongo de pie y comienzo a correr hacia el lugar más despejado; si me alejo de la multitud puedo tener más probabilidades de salir viva. Ya no hay más ruido que llegue a mis oídos que el de los gritos, los estallidos y los aviones de la Gran Nación sobrevolando encima de nuestras cabezas. Justo ahora estoy siendo controlada por el miedo y no por la racionalidad; caigo varias veces al suelo cuando humanoides desesperados por salvarse me empujan hacia un costado; si son fuertes en estado natural ahora puedo asegurar que son mil veces más fuertes cuando se encuentran bajo presión y ante la posibilidad de dejar de existir.

Una vez más me levanto y continúo mi camino hacia cualquier lugar que pueda brindarme protección, pero poco a poco mis esperanzas se desvanecen. El cielo nocturno ahora ha adoptado una tonalidad naranja y puedo ver a lo lejos cómo casi toda la ciudad está siendo consumida por los incendios producto del bombardeo. Los aviones se han dividido en grupos, son decenas de ellos, cada grupo centrándose en bombardear un punto específico de la ciudad. En un momento mis piernas comienzan a sentirse débiles y una bomba cae justo frente a mí, a unos cien metros, y las ondas provocadas por la misma me hacen caer sobre mi espalda.

Intento recomponerme aunque la fuerza que me queda es poca. Los misiles comienzan a ser lanzados en el jardín en el que me encuentro y temo que el mismo se convierta en mi tumba. A lo lejos una de las bombas impacta sobre un grupo de disidentes que caen muertos sobre el pasto. El sabor metálico de la sangre comienza a filtrarse por mis papilas gustativas puesto que de forma inconsciente he mordido la parte interna de mis mejillas desde que el bombardeo comenzó. Pienso en la imagen temblorosa de Martin y sólo él logra que mi cuerpo saque energía de donde no la tiene; debo sobrevivir si quiero rescatarlo. No puedo morir así, él no puede morir así.

Una vez más comienzo a correr sin dirección específica, buscando cualquier ruta de escape posible; otro misil ha caído sobre el Capitolio y el polvo que emanan los escombros comienza a asfixiarme y a interrumpir mi visión; lo que una vez fue una imponente edificación ahora ha comenzado a arder en llamas. Ya casi no quedan humanoides en el jardín, están muertos o han logrado escapar, esas son las únicas opciones posibles. Soy yo la más indefensa de todas y ahora estoy en el punto cero, con pocas posibilidades de escape. Las bombas comienzan a caer a mi alrededor y es cuestión de poco tiempo para que una impacte sobre mí, o por lo menos lo suficientemente cerca. Puedo escuchar el sonido de más aviones proveniente de la parte trasera del Capitolio y entonces me doy cuenta de que algunos de los disidentes han logrado tomar los aviones de Cartago. Ahora no sólo me encuentro en medio de un bombardeo, sino de una batalla aérea.

Pero el cielo está cubierto de humo y la visión está totalmente distorsionada. Ahora sólo puedo guiarme por el sonido de los aviones, pero ya no sé reconocer cuál es enemigo y cuál es aliado. Al analizar a mi alrededor no veo ruta de escape posible: el Capitolio está totalmente destruido, las calles y avenidas cercanas están obstruidas por los escombros de los edificios, y casi todo el jardín está envuelto en llamas. El humo y el polvo se adentran en mis fosas nasales y siento que estoy a punto de desmoronarme. Si los disidentes lograron tomar sus propios aviones de guerra eso significa que el bombardeo en la zona militar que se encuentra detrás del Capitolio fue mínimo. Es allí hacia donde debo llegar, pero no encuentro salida alguna.

Puedo ver a una docena de disidentes corriendo a lo lejos, evadiendo las llamas del fuego de forma ágil. Decido ir tras ellos, pues son los únicos que quedan aquí y tengo que salir por el mismo lugar por el cual ellos van a salir, aunque pueda resultar herida. Los pierdo entre el humo, pero mis piernas comienzan a correr hacia la que creo que es la dirección correcta. Pero poco a poco me voy quedando sin oxígeno, sólo estoy inhalando humo y cenizas, cada vez es más difícil respirar, cada vez es más difícil correr; sé que me estoy asfixiando, sé que voy a morir. Mis piernas se mueven con más lentitud hasta que correr se transforma en un intento de caminar; soy presa de la desesperación, pero por más que se lo ordene a mi cerebro no logro moverme con más rapidez, no puedo concentrarme, no puedo pensar.

No puedo llegar ni a la mitad del camino, no sólo por la lentitud de mis pasos sino también porque algo pesado me empuja hacia un costado de forma repentina, con tanta fuerza que termino a unos treinta metros de donde estaba. Este empuje inesperado me ha dejado sin aire momentáneamente y ha hecho que mi cabeza dé vueltas de forma repetitiva. El estado de conmoción en el que me encuentro se apodera de todos mis sentidos cuando algo pesado se ubica sobre mí; bombas caen a mi alrededor y entonces me doy cuenta de que me han alejado del lugar donde iban a impactar la mayoría, salvando mi vida. No puedo pensar con claridad, no puedo sentir el pasto bajo mi cuerpo ni el calor a mi alrededor, me encuentro completamente paralizada y entonces, cuando unos ojos mercurio se iluminan a escasos centímetros de mí me doy cuenta de lo que ha sucedido: él se ha ubicado sobre mí para protegerme de las explosiones; Lugh se ha convertido en mi escudo.

Sólo sus ojos logran mantenerme despierta, sólo ellos iluminan la oscuridad a mi alrededor; mi nariz roza con la suya y nuestros labios están a punto de tocarse. Me pega a él tanto como puede protegiéndome de los impactos a nuestro alrededor; el único alivio que siento en esta situación es el saber que él ha sobrevivido. ¿Pero he sobrevivido yo? ¿Por qué todo se siente tan extraño, tan ligero? Puedo escucharlo repitiéndome que intente respirar con normalidad, casi rogándomelo, porque sabe que el oxígeno escasea en mi sistema, sabe que me estoy desvaneciendo.

Entonces puedo escuchar a los aviones de la Gran Nación alejándose mientras los disidentes van tras ellos. El bombardeo ha terminado, pero una sonrisa de victoria no puede dibujarse en mi rostro justo ahora, porque mis ojos luchan contra mí en un intento de cerrarse definitivamente; de repente siento un estado de somnolencia que me invita a dormir. Lugh aleja su rostro del mío levemente y se asegura de no aplastarme con su cuerpo. Hala mis párpados hacia abajo, examinando mis ojos por algún motivo, pero no puedo reaccionar ante eso, ante su toque o su voz; no puedo mover mis extremidades. Siento como si algo comenzara a desprenderse de mi interior. Estamos rodeados por incendios, humo, destrucción

Él coloca sus manos sobre mis mejillas con suavidad, manteniendo mis ojos fijos sobre los suyos. El toque delicado de sus manos sobre mi piel me provoca una agradable sensación de cosquilleo, de tranquilidad. Antes de que todo se torne negro puedo escucharlo, por primera vez desde que lo conozco, pronunciar mi nombre:

—Abigail, por favor resiste —suplica con voz apagada.

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