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Capítulo 11 /// Pétalos Carmesí

"A veces buscamos lo que todavía no estamos preparados para encontrar".
—Anónimo.

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Estaba muriendo.

Tan solo dos palabras, que decían y callaban tanto.

Estaba muriendo.

Por más que pidiera piedad, el gato no se detenía. Con sus garras afiladas como espinas de zarza, rasgaba su pelaje con algo parecido al placer, mientras nuevas y profundas heridas se iban abriendo lentamente, causándole algo mucho peor al escozor.

Quería pelear y defenderse, pero sus músculos eran inútiles. Ni siquiera podía pedir ayuda. Al querer aullar, lo único que brotaba de su boca era un río del líquido carmesí que parecía bordearlo en cada parte de su cuerpo, como si básicamente estuviera bañado en él.

Ni siquiera las presas eran tratadas de aquella manera.

Estaba atrapado.

Pero, ¿por qué él?

¿Por que él lo estaba matando?

¿Y por qué seguía con vida? ¿Por qué el Clan Estelar simplemente no podía despojarlo de aquel sufrimiento?

¿Por qué?

Su agresor, tras terminar de hacerle un arañazo en la pata, giró su cara hacia él. Le sonreía con algo que horrorosamente mostraba ternura, y sus ojos oscuros brillaban como los de un cachorro al descubrir un juego nuevo.

¿Cómo había considerado a ese bastardo un ejemplo?

Con el rabillo del ojo, logró divisar detrás del asesino una silueta borrosa que se dirigía hacia él corriendo.

Pero ya era muy tarde.

El sonriente felino, se inclinó para recoger unas pequeñas flores blancas de muchos pétalos, que depositó con amabilidad en distintas partes de la figura de Lince Negro, que no dejaba de jadear, pidiendo al aire que penetrara en su nariz roja por un corte que tenía justo encima de ella. Éste estaba tan desesperado que ni siquiera se fijó en cómo su propia sangre manchaba poco a poco los frágiles capullos.

—La muerte de un justo guerrero —susurró en su oreja el asesino, arrastrando las palabras.

Eso era todo.

Con su última bocanada de aire, Lince Negro susurró el nombre de quién había sido un amigo, alguien en el que se podía confiar, un compañero de clan, a la vez que aquel felino deslizaba sus zarpas por el cuello de su víctima, observando su pecho con curiosidad hasta que este quedó sin nada más que recuerdos de los tiempos en los que bajaba y se alzaba, en un ritmo interminable.

Por lo menos hasta ese momento.

Hubo un movimiento en el brezo, y la cara de la solitaria blanca y atigrada apareció entre dos flores de un morado muy claro. Su pelaje estaba bien arreglado, aunque manchas recientes de barro hacían que partes de este estuvieran apelamazadas contra su delgada figura. Una amable sonrisa, aunque algo cautelosa, se hacía presente en su rostro.

Zarpa de Amapola echó un vistazo hacia atrás, comprobando que ningún gato la hubiera seguido, y una vez comprobó que estaban solas; avanzó para entrechocar narices con su amiga.

—¿Tenías que mostrarte en el campamento? —se adelantó a preguntar la aprendiza con una pizca de nerviosismo, antes que la otra dijera algo—. ¡Te pudieron haber visto!

Si bien se sentía alegre de ver a su amiga otra vez, no podía evitar sentirse preocupada en caso de que alguien las viera. ¿Por qué había hecho algo tan arriesgado?

Laurel negó con la cabeza, como intentando apartar surgientes pensamientos.

—No entiendes...

—¿Qué no entiendo?

La solitaria la miró fijamente. Sus ojos verdes se veían tan preocupados como los de Zarpa de Amapola en ese momento. Su tierna sonrisa se había esfumado.

—¡Vi a Regen! —exclamó por fín.

El alma de la aprendiza cayó hasta sus patas.

—¿Cómo? —preguntó incrédula.

Laurel se sentó, adelantando que sería una conversación larga.

—Verás... En la mañana, cuando las aves recién empezaban sus cantos, fui a la frontera con el... ¿Clan del Río, creo que se llamaba? Bueno, la cosa es, que fui allí para buscar unas cuantas colas de caballo para Fakides, otro solitario que vive cerca mío y que tiene una herida infectada terrible. Cuando llegué, y estaba al lado del río para recoger las hierbas, escuché unos pasos provenientes del territorio del Clan del Río. Pensé que era un guerrero, así que me escondí detrás de un arbusto. Me llevé una gran sorpresa al ver un gato gris azulado que no olía a ese clan cruzar el riachuelo para volver al páramo. Estaba sorprendida, porque en sus fauces llevaba unas flores blancas y de muchos pétalos, que hasta donde yo sabía no tienen ningún fin curativo.

Zarpa de Amapola quedó paralizada.

Era Regen.

No había otra explicación.

Regen había escondido aquellas flores bajo el arbusto.

—¿Te sientes bien? —le preguntó Laurel, al ver que sus patas temblaban—. Parece como si hubieras visto un espíritu.

—Regen escondió esas flores... —susurró, aún sin creer completamente lo que escuchaba.

—¿Conoces las flores de las que hablo? —preguntó atónita la solitaria.

—Continúa, por favor —insistió la atigrada rojiza, ante la confusión de su amiga de ojos verdes. Tenía que escuchar más, en busca de otra pista.

—Entonces, una vez que estuvo a buena distancia de mí, decidí seguirlo. Pensé que podía ser ese tal Regen. Después de un rato, lo vi junto a un espino seco, agachado como si hubiera visto algo allí... Y cuando sacó la cabeza, las flores ya no colgaban de sus dientes. Éste se alejó, y un rato más tarde vi que otro gato lo llamaba, sin parar de decir: "¡Regen!". ¿Qué te parece?

Pero Zarpa de Amapola no estaba en condiciones de opinar. Era como si todo a su alrededor se hubiese ido. Las piezas se unían a poco en su cabeza: Ala de Campañol no había estado de acuerdo en cuanto a aceptar a Regen, y éste la había matado. Ahora, aquella misma mañana, el proscrito había comentado que Pluma de Raíz y Lince Negro no se llevaban bien con él, "pero ya se les pasará", había agregado después. Sería que con aquella última frase... ¿Se estuviera refiriendo a algo no tan literal?

De repente un gran mareo la atozó, como si de la nada sus patas se hubieran transformado en débiles palos incapaces de mantenerla de pie; Laurel tuvo que acercarse a ella para que no cayera.

Lince Negro y Pluma de Raíz estaban en peligro.

¿Y si mientras ellas hablaban, Regen estaba haciendo de las suyas en otro lugar?

—¿Quieres acostarte, Zarpa de Amapola? —le preguntó inquieta la solitaria, al ver como el horror se iba dispersando por el rostro de su amiga—. ¿Sientes como si te fueras a desmayar?

—Están en peligro... —masculló la atigrada rojiza—. Están en peligro...

—¿Quiénes?

—Lo siento, Laurel. Tengo que irme. No me sigas.

Y sin dar más explicaciones, la aprendiza se lanzó de vuelta hacia el campamento. Sus patas iban lo más rápido que podían, pero a Zarpa de Amapola no le podían parecer más lentas. Su corazón saltaba raudo sobre su pecho, y unas terribles ganas de vomitar le retorcieron las entrañas.

Imágenes del proscrito gris asesinando estallaron rápidamente en su cabeza.

Regen, sonriendo alegre mientras la espesa sangre de su víctima descendía sin prisa por sus colmillos.

La aprendiza saltó sobre una roca.

Regen, arañando la cara de otro gato, disfrutando sus gritos de dolor que cada vez se hacían más silenciosos.

Zarpa de Amapola sintió las ramas de un arbusto cercano raspándole las patas, pero eso sólo hizo que la aprendiza acelerara más.

Pero las imágenes se detuvieron cuando la aprendiza se detuvo a un tronco de árbol de distancia de la entrada al campamento. Un grupo pequeño de felinos, la aguardaba con terror en la mirada. Sus flancos subían y bajaban con rapidez, sugiriendo que hace poco se encontraban corriendo, al igual que ella.

Sus ganas de vomitar aumentaron.

Eso sólo podía significar que...

—Lince Negro está muerto —soltó Águila Escarchada. Todo rastro de su típico humor había desaparecido. Sus ojos amarillos estaban vidriosos.

Zarpa de Amapola tuvo que esforzarse para recuperar el equilibrio. Había tardado demasiado.

¿Por qué?

Pronto se sorprendió así misma corriendo tras la patrulla como si su vida dependiera de ello. Sus pensamientos estaban nublados, y la única cosa en la cual podía pensar era en apurarse.

Un numeroso grupo de miembros del Clan de Viento estaba reunido a poca distancia del Sendero Atronador, murmurando entre sí, y reunidos en torno a algo, aunque por la distancia Zarpa de Amapola no pudo estar muy segura de qué se trataba.

En el cielo que cada vez se tornaba más gris, empezaron a aparecer pequeñas y redondas nubes que parecían lenguas de fuego ocultas en la niebla. Un color rosa las recorría como un manto, y a pesar de lo hermoso que lucía el horizonte, nadie estaba fijado en algo que no fuera el cuerpo inerte de Lince Negro.

Una vez que la aprendiza descendió la ladera, y logró hacerse espacio entre sus tiesos compañeros de clan, lo que presenciaron sus ojos la dejó sin aliento.

En el centro del pequeño claro que habían formado los gatos, descansaba el cuerpo del guerrero negro. Numerosas heridas, claramente causadas con garras, marcaban su pelaje como las rayas de un felino atigrado. La sangre aún manaba de muchas de ellas, dándole a su figura una apariencia delgada. Una de sus patas traseras seguía apenas unida a él por un hueso, todo rastro de la carne o piel que alguna vez había estado allí había desaparecido.

Básicamente estaba hundido en un pozo de su propia sangre.

Zarpa de Amapola recién había percatado, que lo que pensaba eran grandes grupos del líquido rojizo acumulado en el pelaje del muerto, eran en realidad flores. Flores pequeñas, de gran cantidad de pétalos, coloreadas perfectamente con la sangre de Lince Negro.

Eso fue todo lo que necesitó la aprendiza para luego apartarse a un lado y vomitar junto a un arbusto.

Para eso habían estado alguna vez, esos inocentes capullos blancos ocultos bajo un espino muerto.

Para acompañar a un muerto.

Una vez que logró expulsar hasta la última gota de bilis de su estómago, sorprendió ver que cerca de Lince Negro estaba otro cuerpo en el suelo, claro que este último lo resguardaban Ave Manchada y los dos hermanos de Zarpa de Amapola, que estaban sentados cerca de este, y aunque las expresiones de ambos no eran visibles desde su punto de vista, le dio la sensación que estaban nerviosos y aterrorizados.

La atigrada rojiza se apresuró a ir hacia Zarpa de Abeja y Visoncillo, y cuando sus debilitadas patas lograron arrastrarla hacia donde quería, liberó un chillido de sorpresa al reconocer a su padre, cuyas heridas eran casi tantas como las de Lince Negro. Pero a diferencia del otro guerrero, el pecho de Celaje subía y bajaba, aunque en un ritmo muy lento. Sus ojos estaban cerrados, y su boca estaba entreabierta, acorralada con mechones del líquido carmesí.

La atigrada rojiza se dejó caer junto a sus hermanos, sin importarle que sus almohadillas se cubrieran rápidamente de la sangre del atigrado anaranjado. Era consciente del peligro al que todos estaban expuestos, pero nunca imaginó que su padre, el valeroso lugarteniente del Clan del Viento, fuera otra víctima de aquel asesino. ¿Qué clase de gato estaban enfrentando? ¿Era siquiera un gato?

Por supuesto que no era uno.

Era tan solo un monstruo, vestido de felino.

Quiso acercarse aún más para limpiar las heridas de el lugarteniente, pero Ave Manchada se lo negó con un gruñido, mientras adheria unas telarañas al pelaje de su padre, que soltó un gemido de dolor ante el contacto de la medicina con sus heridas, aún abiertas y sangrantes.

La aprendiza alzó la cabeza con lentitud, el horror presente en sus dilatados ojos amarillos. El miedo y la furia hacía que sus patas temblaran, y que una terrible presión le abrazara el pecho y la garganta, como si un gato invisible tratara de ahogarla.

La joven gata paseó su mirada entre sus compañeros de clan, que seguían mirando el cuerpo de Lince Negro, aún aturdidos. Muy pocos se atrevían a acercarse, como si aún no pudieran creer que el gato con quien en la tarde habían conversado o compartido lenguas estuviera muerto.

Regen.

Él había matado a Lince Negro y atacado a su padre.

La aprendiza se levantó, aunque sus patas aún no estaban en buenas condiciones. Pero lo que menos importaba en ese momento eran ellas.

¿Dónde estaba ese asqueroso carroñero?

Estaba aburrida de perseguirlo a todas partes, escondida y temerosa. No podía soportarlo. Le tenía que contar a Estrella de Zarapito. Gritarle a todo el clan, si era necesario. Decirle a los cuatro clanes, que Regen era un asesino.

Sus garras se desenvainaron, casi por iniciativa propia. Aquella tarde lucían blancas y afiladas, con los últimos destellos del sol confiriéndoles un brillo curioso en las curvadas puntas. No podía esperar por enterrarlas en el pelaje rasgado del proscrito.

Tenía que matarlo.

Ella, una pequeña y poco hábil aprendiza, iba a salvar a su clan.

Regen tenía que morir.

Repentinamente, los gatos que hace un rato estaban reunidos en torno al fallecido, salieron disparados en dirección al Sendero Atronador, como si una fuerza invisible los empujara allí.

Zarpa de Amapola alzó lo más que pudo sus orejas, con confusión. Decidió seguirlos, mientras la curiosidad la carcomía. ¿Qué estaba pasando?

Los felinos se detuvieron en seco, haciendo que la atigrada rojiza chocara con el gato que tenía adelante, y quién resultó ser nadie más ni nadie menos que Zarpa de Abeja. Parecía hecha de hielo, quieta y con los ojos abiertos como platos, mirando algo delante de ella que Zarpa de Amapola era incapaz de distinguir.

—¿Qué está pasando? —le preguntó la atigrada, acercando el hocico a una de sus orejas.

Como respuesta, la aprendiza anaranjada indicó con su tiesa cola hacia adelante. Su expresión seguía igual, paralizada con... ¿Miedo?

Zarpa de Amapola levantó sus patas delanteras del suelo para poder inclinar mejor el cuello, e inmediatamente descubrió la razón de la sorpresa y temor de su hermana al ver a Cielo de Espinos, el veterano, sentado tranquilamente al lado del Sendero Atronador, mientras de sus patas el color gris quedaba oculto producto de la sangre fresca que lo cubría.

Pero no era la sangre de una presa.

Era la sangre de un gato.

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