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Capítulo 10 /// Llama ascendente

"La luna está llena de miradas que se perdieron buscando una respuesta".
—Anónimo.

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Durante el resto del entrenamiento, Zarpa de Amapola no pudo evitar aprovechar cada oportunidad que se le presentaba para ver la cara de su mentor. En las aproximadas dos lunas que llevaba siendo aprendiza de Reyezuelo, no lo había visto nunca tan nervioso por algo. Ni siquiera en la mañana cuando encontraron el cuerpo de Ala de Campañol.

Al poco tiempo después de que Ave Manchada regresara solo al campamento, Reyezuelo ya estaba con su malhumor natural, pero la atigrada rojiza simplemente no podía creer que una cuantas flores le habían dado un susto de muerte. ¿Se había su mentor fijado en algún detalle imperceptible para ella? ¿O sería que no eran precisamente los pétalos blancos lo que lo habían asustado?

No tenía idea.

Pero en ese momento, era mejor dejar el tema de lado y continuar entrenando, porque si no lograba saltar hacia atras, y luego salir zigzagueando hacia su adversario, Reyezuelo se enojaría aún más con ella.

Ya estaba ceñudo desde que Zarpa de Amapola se atrevió a preguntarle por qué se había asustado de las flores (a lo que había respondido con un gruñido irritado) y aún no quería descubrir hasta qué nivel podía llegar su enfado.

Tras un suspiro cansado, dio un salto hacia atrás bastante torpe, para luego salir disparada ladera arriba. Su cola ondeaba tras ella mientras daba bruscas vueltas, hasta llegar donde esperaba su mentor, preparado para la pelea. Su expresión era fiera, pero esta vez Zarpa de Amapola estaba decidida a no dejarse vencer.

Cuando estuvo a una cola de zorro de distancia, brincó hacia su mentor, pero este, un latido de corazón antes que la atigrada rojiza lo alcanzara, se apartó levantando una nube de polvo. La aprendiza aterrizó en la tierra, con la vista nublada por la polvoreda. Se resignó a toser, tratando de sacar las partículas oscuras de su garganta.

—No estuvo tan mal —opinó Reyezuelo, una vez que la nube de polvo se hubiera disipado—. Volvamos al campamento, si no quieres morirte de hambre aquí.

Zarpa de Amapola no pudo evitar relamerse los bigotes: la imágen de un fresco ratón frente a ella hacía que sus tripas gruñeran de hambre. La aprendiza recogió la liebre negra que había atrapado hace un rato y partió a la zaga de su mentor de vuelta al campamento. Incluso desde aquella distancia, se podían apreciar unas pequeñas motitas lejanas, colina arriba, que eran las paredes de aulaga que refugiaban a los miembros del Clan del Viento. Quizás fueron sus pensamientos los que la distrajeron, porque en menos tiempo del imaginado ya estaban pasando entre los helechos de la entrada.

Por órdenes de su mentor, Zarpa de Amapola entregó su liebre a los veteranos, y luego se encaminó a la pila de presas, donde escogió un conejo marrón y pequeño, aunque bien alimentado, para compartir con alguno de sus hermanos.

—Ha pasado tiempo desde la última vez que salimos al páramo, ¿no crees? —le dijo Cielo de Espinos a su pareja, con quién estaba recostado fuera de la guarida de veteranos. Antes de que arrancara de un bocado la pata de su presa, Zarpa de Amapola pudo ver sus característicos colmillos, que eran algo más grandes que los de un gato común.

—Tienes razón —afirmó Aulaga Pequeña, tras dar un lametón cariñoso al veterano gris—. Pero no creo que mi viejos músculos puedan siquiera dar una carrera corta. Las hierbas de Ave Manchada son buenas, pero en poco tiempo mis únicos paseos serán de aquí a la pila de presas —añadió con un ronroneo ronco.

La atigrada de manto rojizo se recostó en un sector con suficiente sombra cerca de los lechos de los otros aprendices, y mientras esperaba que llegara la patrulla que había ido a remarcar las fronteras con el Clan del Río, se entretuvo lamiéndose el pelaje y escuchando las conversaciones de los demás.

Cuando por fín la patrulla regresó de marcar los bordes de los clanes vecinos, Zarpa de Amapola alzó la cabeza para ver a Zarpa de Abeja corriendo en dirección a ella. En poco tiempo las dos hermanas se encontraban comiendo de la presa, aunque era necesario recalcar que la gata anaranjanda daba mordidas mucho más hambrientas y rápidas, como si no hubiera comido en lunas.

—¿A qué viene tanta hambre? —inquirió arqueando una ceja la atigrada.

La recién aludida esperó a terminar de tragar para contestar. De repente su expresión se tornó preocupada.

—Creo que son los nervios —explicó—. Cuando recorríamos nuestra frontera, nos topamos con una patrulla del Clan del Río. Y esos engulle peces no estaban muy contentos.

—Nunca lo están —observó Zarpa de Amapola.

—Es que esta vez era peor, Amapola. Un aprendiz que se creía el líder de todos los clanes andaba hinchando el pecho y gruñendo que habíamos cruzado su frontera. Los mayores no decían mucho, pero claramente estaban a la defensiva.

—¿Y que hicieron ustedes?

Zarpa de Abeja se encogió de hombros.

—Les dijimos que nunca habíamos cruzado la frontera, y, naturalmente, al ellos no creernos, los ignoramos. Aunque yo sí que tenía ganas de callar a ese gatito ridículo, si tan solo viera mis garras de inmediato soltaría esa sonrisa tonta...

—¿Dijeron algo más? —la interrumpió Zarpa de Amapola, al ver que la otra se desviaba del tema.

—Afirmaron que habían hace unos pocos días sentido el aroma de "un gato con olor a brezo y cagarrutas de conejo" —se burló, imitándolos con la última frase de una manera bastante realista, a opinión de la atigrada rojiza—. Qué tontos. Sacan conclusiones a la primera. ¿Cuánto tiempo les costará averiguar que solo son proscritos? O... —bajó el tono de su voz—, ¿no será tu amiga solitaria?

Zarpa de Amapola sintió como una descarga de relámpago en el cuerpo. ¿Cómo no lo había pensado antes? Puede que hubiera sido Laurel la que hubiera dejado aquellas flores bajo el hueco. Para mañana habían acordado una reunión en la tarde, dentro de una madriguera de tejón abandonada desde antes que ella naciera. Si lograba encontrarse con la solitaria ese mismo día, tal vez pudieran adelantar su junta...

Como si respondiera a una llamada, una cara blanca y atigrada marrón se hizo visible entre las paredes de aulaga que protegían al campamento. Al principio, Zarpa de Amapola pensó que era su imaginación, pero luego se dio cuenta de que en serio Laurel la miraba con impaciencia del otro lado del campamento, aunque era difícil descifrar su cara producto de todos los tallos verdes y diminutas flores amarillas que la escondían como a otro capullo. Superada la sorpresa inicial, la atigrada rojiza estiró un poco el cuello y asintió con la cabeza, demostrando así que la había visto. La solitaria sonrió, para luego volver a camuflarse.

La felicidad la envolvió como un zarzo. Podría conversar con ella en poco tiempo, y averiguar si Laurel sabía del origen de esas flores blancas como la luna, y también si ella había atravesado el territorio del Clan del Río...

—¿... Estás mirando?

Zarpa de Amapola devolvió su mirada a su hermana, que parpadeaba sin comprender nada.

—Te pregunté qué estabas mirando —repitió Zarpa de Abeja, con un dejo de molestia en la voz.

—Nada.

—No será que... ¿Estabas mirando a Grajilla? —dijo la otra aprendiza cautelosa.

—¡No todo en mi vida es ella! —soltó Zarpa de Amapola, levantándose de un salto. A pesar de que una buena parte sí lo es...

—Sé que quieres ir a verla, ¿pero no prefieres terminarte la presa antes? —le preguntó su hermana, a la vez que la atigrada rojiza se alejaba hacia la salida del campamento, sin responderle.

Antes de salir, le echó una mirada a Regen, que conversaba con Estrella de Zarapito sobre lo complicado que le resultaba cazar liebres. Habían pasado tantas cosas que por un tiempo se había olvidado del proscrito gris, y al verlo no pudo evitar fruncir el ceño.

Mientras caminaba alegremente para el encuentro con su amiga; en otro lado del páramo, Lince Negro soltaba su último aliento, tras susurrar el nombre del gato, que a su lado, le arañaba el cuello.

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