
C i n c u e n t a y t r e s
Parte 1
El viernes 13 de noviembre desperté a causa de una pesadilla. Grité tan fuerte que mamá llegó a mi cuarto, preocupada como nunca la vi antes. Me abrazó con fuerza y secó mis lágrimas mientras me decía que nada pasaba y todo estaría bien. No obstante, por más que quisiera creer en sus palabras, en mi cabeza revivía la pesadilla que había tenido, el presagio de lo que vendría. Al levantarme, mi ánimo fue cuesta abajo: no quería comer, no quería hablar y mucho menos pensar, pero como cuando cada vez que evitas pensar en algo te enredas más en ello, yo me hacía víctima de mis propia mente.
Mamá lucía cada vez más preocupada. Se mantuvo en silencio, me perseguía sin mover más que su cabeza, seguía mis movimientos con ojos clínicos, atentos a cualquier mal paso. Hasta cierto punto me empecé a fastidiar y quise decirle que podía ser un poco más discreta, pero omití hacerlo porque las ganas me faltaban.
A la hora del desayuno, reunidas frente a frente en nuestra pequeña mesa de la cocina y con nuestros pequeños gatos jugando con nuestros zapatos, el silencio fue en crescendo hasta que un comentario lo rompió.
—¿Has sabido algo de tu amiguito? Su papá vino a buscarlo aquí.
Se refería a Rust, quien, tal como me lo había dicho en el hospital, se fugó en la madrugada sin decirle a nadie dónde iría. Llevaba un día desaparecido, con la herida de bala en su brazo todavía sin sanar. Su padre estaba desesperado y muy decepcionado según me comentó Tracy; mis amigas no pudieron con el asombro cuando el jueves, en la entrada de Sandberg, la rubia me pidió hablar a solas.
—Es un idiota —mascullé pensando en su «volveremos a vernos».
—¿Crees que esté bien?
—No lo sé, mamá, la última vez que lo vi fue en el hospital. De él ya no sé nada, y para colmo no sé si me ha mensajeado o algo...
Lo último lo dije para tocar la fibra sensible de mamá y me regresara mi celular. Al parecer, a juzgar por su expresión, había funcionado.
—¡Muy bien! —se quejó— Te devolveré el celular, pero debes prometerme que te comportarás.
Mi rostro debió iluminarse de la pura emoción al escucharla. Y no era para menos, tener de regreso mi celular me daba cierta seguridad, tanto que subió mis ánimos por un momento.
—¡Graciaaas! Prometo portarme bien en lo que resta del semestre.
Podía haberla abrazado por encima de la mesa como pago por levantarme el castigo. Mamá se levantó para ir a buscar mi celular, el cual comprobé una vez me lo entregó que estaba apagado. Al tenerlo en mis manos inspiré hondo y lo apegué a mi pecho.
—Eres una exagerada —me dijo mamá al verme tan melodramática. Claro, para ella solo era un celular, para mí era una forma de arreglar las cosas—. Por cierto, Onne, tengo algo que decirte.
La dulzura con la que me había estado viendo se apagó tan rápido como mis ánimos.
—Si algo serio, ¿puedes esperar? Creo que no estoy de humor para soportarlo después de la pesadilla que tuve.
Mi sincera petición la hizo reflexionar un momento en el mantuvo la boca entreabierta, con la palabra asomándose entre sus labios.
—Tienes razón —consintió enderezando la espalda sin levantar la vista de la mesa—. No es el momento, voy a esperar.
Quien no podía esperar era yo. Estaba ansiosa por comprobar que podía viajar con mi celular, incluso leer los mensajes que, quizás me habías enviado. Me subí al autobús escolar, me dirigí hacia el último asiento. Quería tener un momento a solas, donde nadie pudiera ver mis gesticulaciones y conversaciones a través de la pantalla. Para mi tranquilidad, tú no habías enviado ninguno, pero desde el grupo de mis amigas tenía miles. También había recibido varios mensajes en el grupo familiar de los Reedus, quienes planificaban juntarse en Hazentown para celebrar la Navidad y el Año Nuevo.
Lo siguiente sería viajar.
Me acomodé en el asiento de tal forma en que no pudiera verme desde un ángulo más centrado y acurruqué mis piernas contra mi pecho para que, al bajar la cabeza, mi celular quedara escondido. La posición me pareció incómoda durante unos segundos, pero mi propósito era más grande. Tomé aire y exhalé hasta el último suspiro para prepararme; necesitaba concentrarme, marcar la alarma y viajar. Cerré mis ojos, mi cuerpo se estremecía, mis nervios se retorcían en la boca de mi estómago tentando a expulsar el poco desayuno que hacía consumido.
«Tranquila», me dije.
Fue en vano, mis manos cobraron vida propia, temblaban al compás de un baile sin música.
Apreté con fuerza mis ojos.
—Por favor, que funcione... —rogué y descubrí que mi voz era un anhelo entrecortado.
Tragué saliva y volví a concentrarme.
Pero nada pasó.
Seguía en el autobús, rodeada de los estudiantes de Sandberg, en la misma realidad deprimente en la que todo se había ido al carajo.
—No, no, no... —murmuré—. Por favor.
Miré hacia el techo con la esperanza de encontrar allí alguna señal divina que me dije qué sucedía. Por supuesto, aquella ayuda celestial por la que clamaba una y otra vez en mis pensamientos, jamás llegó. Así como llegó mi habilidad, se había marchado.
Ya podrás imaginar cómo me puse. Quería destaparme en gritos y llantos, tirarme del cabello y pellizcarme, comprobar que todo era una equivocación, que necesitaba algo de tiempo, que en realidad mi habilidad no se había ido. Traté de viajar una vez más sin obtener los resultados esperados... Mejor dicho, ni siquiera obtuve resultados. Me eché a llorar como si hubiera recibido una pésima noticia. Mis compañeros me miraban con extrañeza, se preguntaban qué me ocurría, mas ninguno se acercó, lo que agradecí.
En Sandberg, apenas puse un pie fuera del bus, corrí hacia mi baño predilecto y me encerré en el último cubículo. Me rehusé a creer que había perdido lo que por tantos años me hizo alguien diferente al resto. Mientras más intentos fallidos hice, más me contradecía. Llegué a un punto de desesperación insana en el que ya no sentía nada. Me arrinconé, me refugié con mi propio cuerpo y dejé de pensar. Quería tiempo, irónicamente. Así, de una manera fugaz y efímera, recordé que el día en que visité a Rust en el hospital había renegado de la creencia en una deidad. ¿Había sido por eso? Mis suposiciones gritaban que sí, porque luego de eso no pude viajar con el celular de Rust y pude confesar que viajaba.
Tenía sentido, ¿no?
Si no crees en algo, entonces eso no existe.
—Yo creo en ti, yo creo en ti, yo creo en ti —empecé a murmurar cual mantra. Mi voz agónica dejaba en evidencia lo desesperada que me encontraba, al punto de un colapso que no dio lugar gracias a unos golpes en la puerta.
—¿Onne, estás bien?
Era Aldana.
Me sequé las lágrimas y respiré con fuerza por mi nariz para retener cual mucosidad peligrosa y así despejar mi nariz, cosa que no sirvió de mucho...
—Estoy bien.
Me escuchaba como un enfermo en sus últimas horas de vida, comparación que no me parece descabellada teniendo en cuenta el estado deplorable en el que me encontraba. La angustia de ya no poder viajar en el tiempo a unas horas del día que más temía, me arrebataba toda esperanza de vida. En mi cabeza el caos ya se había formado.
—No suenas como si lo estuvieras. ¿Algo le pasó a Rust?
—Creo que es la primera vez que él no tiene nada que ver.
Salí del baño para enfrentarme a mi rostro en el espejo. Me veía depresiva, un esperpento deprimente, con el maquillaje corrido y los ojos hinchados con un color similar al de mi cabello. Por mucho que intentara peinarme con mis dedos, mi alborotado cabello creía que sería un buen momento para hacerle la competencia definitiva a los rizos rebeldes de Sindy. Y yo... pues de pie a cabeza, me sentía diminuta.
Aldana me abrazó sin decir nada. No hacía falta las palabras, sentir su cariño fraternal bastaba para reconfortarme un poco.
—Estoy hecha un desastre —balbuceé al mirarme al enorme espejo una vez más.
Me separé de Aldana y fui a lavarme la cara para limpiar todo rastro de rímel que tenía. Para mi disgusto, las manchas se esparcían más y más, dándole a mi rostro un toque teatral.
Aldana esbozó una sonrisa y se colocó a mi lado. Ambas nos miramos al espejo un momento, como si intentáramos buscar una solución a mi problema. Entonces, ella dijo:
—¿Quieres fugarte?
Una propuesta tentadora.
—Claro, ¿por qué no?
En Sandberg existía un lugar para fugarse, una especie de hoyo en una de las murallas, el cual solo los estudiantes conocía. Se encontraba en el campus de Arte, detrás del edificio, cubierto por un herbaje espeso que albergaba toda clase de insecto. Nadie dijo que escaparse sería simple: además de esquivar a los profesores e inspectores del colegio, teníamos que ensuciarnos el uniforme de polvo y bichos. Para nuestra fortuna, el frío había despejado nuestra vía de escape.
Salimos hacia el terreno baldío, justo al lado de una construcción abandonada, y nos marchamos hacia ninguna parte.
Aldana tenía un auto pequeño pero moderno, tan cómodo que no se sentía el exceso de velocidad con el que manejaba. Primero fuimos al supermercado para comprar toda clase de comida, desde bolsas de papas fritas a pasteles; parecíamos dos idiotas empujando un carro que tentaba a chocar con los estantes. Luego me llevó por la carretera: allí pude despejar mi mente asomándome por la ventana y dejando que todo el viento me golpeara en la cara. Fue genial, porque moría de frío, pero un rico mocca aguardaba en el interior del auto.
Tras mi pequeña liberación, ya con el crepúsculo, bajamos a la playa para comer y mirar las olas ir y venir. Casi no intercambiamos palabras, nos dimos nuestro espacio para reflexionar.
Ni siquiera me di cuenta de que había empezado a llorar otra vez.
—Hoy no es mi día.
—Eso veo. ¿Sabes que puedes contarme lo que quieras, cierto?
—Lo sé. En la mañana tuve la que creí que era una pesadilla, pero veo que no era una, sino que una especie de premonición. Desperté en medio de un camino de tierra, a mi derecha e izquierda había hectáreas de girasoles, todos ellos marchitos. Corría por el camino, pero era interminable y no sabía hacia qué lado ir. Tenía que tomar la decisión porque algo me perseguía. No sabía qué. Corrí por el camino hasta que llegué a otro sitio: una habitación.
Me detuve. Lo que ocurría en esa habitación ya no formaba parte de una pesadilla, sino de la realidad. De algo que había tratado de olvidar, pero que seguía adherido a mí.
—¿Y qué había en esa habitación?
—No lo recuerdo bien.
En realidad, todos mis recuerdos sobre el 14 de noviembre son borrosos, solo tengo retazos violentos, fugaces y crueles que se arriman a mi cabeza como la garrapata se aferra a un can. Muerden mi psiquis, me hacen dudar de su veracidad, no varían, siempre son los mismos.
Cinco viajes padeciendo lo mismo.
Vaya...
Tomé aire para llenarme de valor y continué:
—Yo estaba en la habitación. La cabeza me daba vueltas, veía las luces en una cámara lenta y estas se volvían estelas que quedaban durante unos segundos y luego desaparecían. Las voces se distorsionaban, sonaban como una canción en reversa: gruesas, inentendibles. El cuarto era grande, con paredes de tapiz gris y diseño elegante de color blanco. Me encontraba de pie por un momento, tambaleándome y riendo aunque no sentía ganas de hacerlo, entonces mis torpes movimientos fueron retenidos por unas enormes manos que me obligaron a bailar. Yo no podía decir que no, estaba completamente...
—¿Drogada? —dijo tras no encontrar la forma adecuada de decir que era una presa sumisa ante sus más distorsionados placeres.
—Iba a decir fuera de mis cabales, pero eso tiene más sentido.
Ese fue un pequeño respiro antes de empezar a enturbiar mis palabras.
—Del centro de la habitación fui a dar con una butaca de terciopelo dorado. Todavía puedo sentir la textura de los pelillos en mis dedos... El sujeto que me obligaba a bailar con él me dio de beber. —Tengo imágenes vagas del vaso pequeño, el contenido dorado, el borroso rostro del tipo instándome a seguir—. Bebíamos algo fuerte, porque mi garganta dolía. —Cuando toco mi cuello, todavía siento el ardor en el interior de mi garganta—. Luego...
—¿Luego?
—Él empezó a tocarme por todos sitios. Sus manos tocaron mi espalda, mis brazos, mi entrepierna... Todo. Hasta que tomó mi cuello y lo apretó. El agarre violento me obligó a abrir la boca desesperada por algo de aire. Mis lágrimas calientes eran el producto de la hinchazón en mis ojos. Al sujeto le gustaba, se reía. Sin liberarme me lanzó a una cama. Wow, esa cama... Era la más grande que vi en mi vida, con sábanas sedosas y blancas. En la cabecera había un par de esposas doradas en las que fui amarrada. Mi cerebro recién logró entender que algo andaba mal, pero ya estaba atrapada, puesta a su disposición.
—Onne, eso es horrible.
Lo era. Por mucho que moviera mis piernas, mis golpes eran como cosquillas para el enorme idiota.
—No importa cuánto luché, estar amarrada me hacía una víctima fácil de sus horrorosas intenciones. Ni siquiera hizo falta quitarme la ropa, llevaba una estúpida prenda que pudo romper sin esfuerzo. Se acomodó sobre mí y me dijo algo. Eso me dio algo de tiempo, porque antes de que ocurriera más, alguien intervino.
Allí corto el relato, Aldana no necesita saber más.
Ella, como si viviera lo que yo viví, exhala el aire de sus pulmones y vuelve a prestarle atención a los alimentos que nos quedan por comer.
—Me alegro de que haya sido solo una pesadilla —dijo.
—Sí... a mí también. ¿Podemos ir ahora a un lugar cerrado?
—Claro. ¿Qué propones?
—Alguna sala de cine o... no sé, ¿tu casa, tal vez?
La relación familiar entre Aldana y sus padres nunca fue buena, por lo que pasar tiempo en su casa no era una opción ideal para ella. En pocas palabras, eligió matar el tiempo viendo algún estreno en el cine.
Revisaba la cartelera del cine en mi celular cuando una llamada entrante por parte de mamá interrumpió nuestra salida.
—¿Mamá? No te vayas a enojar, estoy con Aldana camino al cine.
Me justifiqué de primeras porque creí que me regañaría por no volver a casa temprano. Para mi lamento, ella no llamaba por eso.
—Mi Onne, tu compañero de colegio está aquí.
—¿Quién?
—Ese chico con el que saliste hace un tiempo... No recuerdo su nombre.
Ella no lo recordaba, pero yo lo tenía grabado en mi cabeza a la perfección junto con su sonrisa pedante y el semblante de autosuficiencia.
El corazón me dio un vuelco doloroso.
—Mamá, no le vayas a abrir. Y si lo haces, dile que... no sé, que me quedaré el fin de semana en casa de Aldana.
—¿Te quedarás en mi casa? —inquirió mi amiga, quien seguía al volante— Porque yo no tengo problema.
Esa idea era perfecta. Si me quedaba en casa de Aldana y evitaba salir a toda costa, entonces quizás podría evitar lo que ocurriría en tan solo unas horas.
Regresé a prestarle atención a mamá.
—¿Puedo, mamá?
Ella se lo pensó bastante.
—Está bien, Onne, si eso te anima... ¡Pero nada de hacer locuras!
—Aldana es tranquila.
—Lo sé, cariño. Te amo, mi Onne, cuídate mucho.
—Yo te amo más.
No alcancé a tranquilizarme pues una nueva llamada entrante interrumpió el pequeño sabor de la victoria que comenzaba a sentir.
Respondí con miedo y este empeoró al escuchar la voz de Claus Gilbertson al otro lado de la línea.
—Te quiero aquí cuanto antes o me llevaré a tu madre. Tú eliges, cariño.
Debí suponer que Claus no recibiría un no como respuesta, ni me dejaría huir de sus perversos planes. Después de todo, por mucho que intentara zafarme de sus horribles intenciones hacia mí, él siempre conseguía meterme en la última habitación del segundo piso de Polarize, siendo el objeto de sus sentidos más primarios.
Ustedes no vieron nada e.e
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