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Episodio 6

GIA

Bailo sobre la cama al ritmo de la música que suena en un canal que he encontrado en la televisión, con la minifalda blanca que voy a llevar puesta esta noche, acompañada por unas medias de rejilla negras y un top también blanco por encima. Maquillo mis ojos con un ahumado oscuro que profundiza mis verdes pupilas, un poco de colorete y mi pintalabios rojo favorito sobre los hermosos labios que alguien me regaló al nacer.

—Joder, qué buena estás —hablo frente al espejo.

Me pongo una mochila pequeña negra en la que llevo todo lo que pueda necesitar, una botas militares del mismo color y cierro la puerta del hotel a mi espalda.

El club no está lejos de donde me alojo, he estado buscando información en la sala de ordenadores y los chicos tienen razón en que no será fácil entrar. Sin embargo, no saben quien soy ni los lugares a los que he conseguido acceder.

Me paseo por la entrada despreocupadamente, observando a la gente, cómo se mueven, cómo actúan, y no tardo en comprobar que todo son putos niñatos ricos y estereotipados.

Curiosamente solo veo colores verde, rojo y naranja en su vestimenta, lo que me hace pensar que se trata de una fiesta del semáforo. Estupendo, todos se fijarán en mí.

También me doy cuenta de que hay un hombre muy grande pasando lista en la puerta, lo que me hace descartar la idea de entrar por ahí. Tengo que pasar al plan B.

Voy a rodear el edificio cuando veo que una limusina se detiene justo frente a la entrada, y las cinco chicas que no me caen nada bien salen de ella acompañadas por Conan, West, Liam y Dallas. Todos llevan pantalones negros o vaqueros con una camiseta de un color, el verde.

—Mis solteros de oro. —Sonrío y me fijo en la vestimenta de ellas.

Tres van de naranja y dos de verde, Amber es una de ellas.

Cruzo la calle y me escabullo entre dos vallas de metal abiertas cuando una furgoneta entra, seguramente con bebidas o condones. A lo alto veo una ventana abierta, y debajo de mí un conducto de alcantarillado.

—No quiero oler a mierda —pienso en voz alta.

Para mi suerte, la furgoneta se detiene unos metros por debajo de la ventana, así que espero paciente tras un contenedor a que el conductor se baje y entre por una puerta que otro tío enorme le abre y vuelve a cerrar. Me subo al vehículo y de un salto alcanzo la repisa, utilizo mis botas de militar para hacer presión en una tubería y agradezco mis horas de entrenamiento en prisión que tanta fuerza me han dado en brazos y piernas.

—Dentro.

Exhalo un suspiro y me paso los dedos por el pelo para alisarlo antes de seguir el sonido de la música y, en pocos minutos, estar dentro del exclusivo club al que me ha costado una mierda entrar.

Desde arriba puedo ver bien el lugar, la pista de baile principal y los reservados con luces tenues llenos de sofás y biombos. La gente esnifa cocaína sin pudor ni disimulo, beben y se relacionan.

—¿Dónde me he metido? —Pongo los ojos en blanco y desciendo por unas escaleras cuando diviso a los chicos en una zona cerca de la entrada.

Establezco contacto visual con Dallas cuando se da la vuelta buscándome, lo sé porque su rostro es iluminado por una sonrisa. Igual que el mío.

Veo cómo le dice algo a Liam y él también se da la vuelta, me saluda con la mano y hace un gesto para que camine hacia allí, Dallas sale del reservado y me espera en unas escaleritas hasta que llego.

—Está conmigo. —Escucho que les dice a los dos escoltas que prohíben el paso a cualquiera que intente acercarse a las Ambrosias, o Ambrosías, como sea.

—Hola, pequeño, ¿cómo estás? —Coloco la mano en su cuello y lo acerco para depositar un beso en su mejilla.

—Bien, ¿y tú?

—¿Cómo cojones has conseguido entrar? —pregunta Liam en medio de una risa sorprendida.

—Tengo mis métodos. —Sonrío y me acerco al grupo, donde ahora mismo no se encuentra ninguna de las chicas.

—¿Qué quieres tomar? —cuestiona Dallas con una mano en mi cintura.

—Me da lo mismo, lo que estés tomando tú.

Asiente y se aleja unos pasos, hace una señal a uno de los camareros y después regresa con una copa para mí, seguramente de champagne por el color y las burbujas. Doy un trago y la dejo sobre la mesita de cristal que acompaña el reservado.

—Venga, enseñadme cómo movéis esos cuerpos. —Tiro de las manos de Dallas y Conan, y todos me siguen a la pista de baile.

La música retumba en los altavoces, todo el mundo se mueve a su ritmo, gente de verde habla con los que van de rojo y naranja. Al ser humano le gusta lo difícil por naturaleza.

—Eres la única que va de blanco —ríe West mientras bailamos.

—A alguien se le olvidó mencionar que era la fiesta del semáforo —digo acusatoriamente ante Conan, que fue el que me invitó.

—Fallo mío, pero puedo compensarte. —Ladea la sonrisa y me rodea con sus brazos para pegar su pecho al mío.

Le sigo el rollo un rato más ante la celosa mirada de Dallas, el cual creo que podría desnudarme solo con la mirada.

—¿¡Tú qué coño haces aquí!? —Una voz estridente sobresale por encima de la música a la vez que alguien me gira con fuerza por el hombro.

Me lleno de paciencia y niego con la cabeza sonriendo, procurando estar calmada.

—No vuelvas a tocarme —advierto sin cambiar la expresión.

—¡Seguridad! —grita Amber mirando hacia los extremos de la pista, donde hay al menos diez escoltas.

—Amber, ¿qué haces? Cállate la puta boca —gruñe Liam, pero es lo último que escucho antes de escabullirme entre la gente.

Me abro paso con toda la rapidez y disimulo que puedo, aunque teniendo en cuenta que soy la única en toda la sala vestida de blanco, dudo que me pierdan de vista. Entonces un brazo tira fuertemente de mí hacia el lado opuesto, me giro con la intención de romperle la cara a quien sea, hasta que veo a Dallas.

—Por ahí no, vas derecha al matadero. Acompáñame.

Analizo su mirada con miedo de que vaya a traicionarme, pero me basta una fracción de segundo para darme cuenta de que, si quisiera hacerlo, lo habría hecho hace tiempo.

Bordeamos el club y no dejo de mirar atrás mientras me dejo arrastrar por él, viendo cómo los hombres de negro están cada vez más cerca. No pueden pillarme, no puedo dejar que llamen a la pasma para echarme de aquí. Es un puto error de principiante, joder.

—¿¡A dónde vamos!? —exclamo perdiendo los nervios cuando no veo que salimos por ninguna parte.

En lugar de contestar, pasa por debajo de la barra de los camareros y abre una puerta oscilante, yo lo imito y me veo obligada a pestañear para que mis ojos se acostumbren a la oscuridad que hay aquí.

—No hagas ruido y no me sueltes —pide en voz baja.

Camino agarrada a su mano y a su camiseta verde, cruzamos otra puerta y bajamos unas escaleras; entonces me doy cuenta de dónde estamos: el alcantarillado.

—¡Alto! —Nos detenemos cuando escuchamos una voz grave tras nosotros.

Luces amarillas iluminan entonces el lugar, largas tuberías cruzan pegadas a la pared en horizontal por un pasillo que parece no tener fin. Miro a mis costados y arriba, más alcantarillas y tubos ocupan el techo.

—No te muevas, la señorita Amber McConnan nos ha informado de que te has colado, así que ahora nos vas a acompañar para que la policía se ocupe.

DALLAS

—Lo llevas claro. —Escucho su murmuro a mi lado.

Tres escoltas se aproximan despacio, uno de ellos lleva un arma y los otros simplemente sus manos dispuestas a arrastrar a Gia sin piedad. Esta gente no se anda con tonterías, el padre de Amber paga un dineral para que su hija esté segura.

—Gia, déjame hablar a mí. —Doy un paso por delante de ella—. Caballeros, ella ha venido conmigo, no se ha colado.

—Lo sentimos, señorito Peterson, pero solo obedecemos órdenes.

Dos de ellos se acercan mientras que el del arma permanece un par de metros por detrás. Gia levanta las manos y baja la mirada, fingiendo sumisión, y espera a que estén a punto de sujetarla por las muñecas para transformarse en la Gia que yo conozco.

—¡Detente! —grita el de la pistola apuntándola.

—¡No! —Me pongo frente al arma, sé que a mí no puede dispararme.

—¡Muévase, señor!

Tras de mí, Gia consigue dejar inconscientes a los dos utilizándolos para que uno golpee al otro. No sé como se las ingenia, pero se coloca tras uno de ellos cuando va a ser golpeada, consiguiendo que se dejen inconscientes mutuamente. Sin contar con la última patada que ella asesta en la cara al segundo.

—Baja el arma. —Escucho entonces, a la vez que el inconfundible sonido de un cargador.

Cuando me doy la vuelta, Gia está apuntando al mismo hombre que la está apuntando a ella.

—Por favor —insiste con la mirada cristalizada, la ira provoca a veces las ganas de llorar, lo sé bien—. Bájala.

—No puedo hacer eso, no sé quién eres, pero acabas de meterte en serios problemas.

Gia exhala un suspiro y desvía la mirada hacia mí un segundo, puedo ver en sus ojos que no quiere disparar, pero que lo hará antes de dejarse pillar. Casi veo una silenciosa suplica, pero yo no sé cómo hacer que este cabrón deje de apuntarla.

Entonces los dos observamos en silencio cómo otro chico aparece de la nada doblando la esquina que hay tras el escolta, se lleva los dedos a los labios para que no lo delatemos, y rápidamente coloca el cañón de su pistola en la cabeza del hombre que apunta a Gia.

—No muevas un puto dedo —ordena. Busco alguna explicación en la chica por la cual estoy cometiendo locuras, y me encuentro con una sonrisa de satisfacción en su rostro—. Tira la pistola.

El escolta tensa la mandíbula con rabia y baja la mano despacio, deja caer el arma y el otro chico la empuja con su pie hasta que Gia la recoge. Entonces el chico gira la suya y le da un fuerte golpe con la culata en la parte baja de la cabeza, provocando que caiga inconsciente en el acto.

—¿Quién eres tú?

—Hannibal.

—Hannibal el lapiceros —corrige Gia corriendo hasta él a la vez que el otro extiende sus brazos y la levanta en el aire.

—Marchaos, yo me encargo de limpiar —dice cuando se separan.

—¿Qué vas a hacer?

—Eso es asunto mío. —Me contesta—. Ahora largaos, venga.

—Las cámaras.

—Las anulé cuando vi tu intención de colarte por la ventana, sabía que no tardarías en meterte en líos.

Vuelven a darse un abrazo y Gia tira de mi mano para correr por los pasillos de las tuberías hasta una salida varios metros por delante. Mi respiración se ha disparado, puedo notar las palpitaciones del pulso cabalgando en mi cabeza y la dificultad para tomar aire.

—Oye, ¿estás bien? —Se detiene después de salir y refugiarnos en un callejón. Yo solo asiento mientras la miro—. Es la adrenalina, respira despacio.

—No puedo —jadeo nervioso.

Las sirenas de un coche policía terminan por desquiciarme. Ella me arrastra con fuerza hasta detrás de unos contenedores y hace que me agache a su lado.

—Concéntrate en algo, piensa en otra cosa. —Sujeta mis mejillas con sus manos y sus pupilas bailan entre mis ojos.

Asiento y trago saliva, pero el pulso no baja, y temo que esto vaya a desencadenar en otro episodio de ira que nos acabe por joder a los dos. Entonces sus labios se posan sobre los míos, gruesos y húmedos, con sabor a champagne. Apenas dura unos segundos antes de separarse y buscar mi mirada, pero no le doy tiempo, hundo mis dedos en su corta melena y ahora soy yo quien la besa a ella.

Ambos caemos hacia atrás, aterrizando con su espalda en el duro cemento de este mugriento callejón de la parte vieja de Edimburgo.

—¿Mejor? —cuestiona sonriendo cuando libero su boca.

—Sí.

—Vale, ahora deberíamos largarnos de aquí.

Me levanto de encima de ella y le ofrezco mi mano para ayudarla, los dos corremos en la dirección opuesta a la entrada del COBE y bajamos unas escaleras para caminar por el borde de las vías del tren. Simplemente la sigo sin preguntar a donde vamos, hasta que llegamos al hotel que hay cerca del campus, camina con paso apresurado, pero sin correr para no llamar la atención.

—Es esta —dice abriendo la puerta de un dormitorio.

—¿Aquí vives?

—Vivía, me marcho ahora mismo —informa sacando del armario las dos bolsas de deporte que llevaba cuando la conocí.

—Espera, ¿a dónde vas a ir?

—Cuanto menos sepas, mejor.

Mete ropa de un modo frenético y después saca de una caja fuerte un enorme fajo de billetes. También guarda las pelucas que posee y el resto de las pocas pertenencias que la acompañan.

—Espera, joder —pido tirando de su brazo para que se detenga.

—¿Qué quieres? Tengo que irme, Dallas. Esa zorra de novia tuya ya le habrá dado mi descripción a la policía.

—Déjame pensar.

—Oye, eres adorable —dice antes de darme un rápido beso en los labios—, pero no puedo perder ni un minuto más.

Entonces una loca idea cruza mi mente, supongo que las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Saco mi teléfono y marco el número de Amber.

—Dallas, ¿dónde te has metido? —Su voz furiosa me azota desde el otro lado del altavoz.

—¿Estás con la policía?

Gia se da la vuelta entonces, despega los parpados desconcertada e intenta quitarme el móvil, pero le pido con el dedo que me dé un minuto y espere.

—Todavía no, hay demasiada gente y no han podido entrar. ¿Por qué? ¿Estás con ella?

No respondo, estoy a punto de traicionar a la mujer con la que pensaba que algún día me casaría, por una atracadora que ha intentado matarme dos veces.

—Dallas, contéstame. ¿Estás con esa puta?

—Escúchame, Amber. —Cuando su nombre sale de entre mis labios, Gia se lleva las manos a la cabeza y me lanza una mirada asesina a la vez que desesperada—. No vas a hablar con la policía y le vas a decir a tus escoltas y a todo le mundo que has confundido a Gia con otra persona.

—¿Qué te has fumado? —Ríe sarcásticamente.

—Si no lo haces, me aseguraré de que las fotos de tu padre con todas esas prostitutas lleguen a todos los putos miembros del Senado, incluido mi padre.

Se producen unos segundos de silencio al otro lado, en los cuales puedo imaginarme el rostro descompuesto de quien creía amar.

—Te has equivocado de bando, Dallas. Te juro por Dios que me encargaré de que este día no se te olvide en la puta vida —promete antes de colgar.

—¿Qué coño ha sido eso? —Gia me señala y después me arranca el teléfono de la mano.

—Ya no hace falta que te vayas, Amber no hablará, puedes estar tranquila.

—¿Tranquila? —Suelta una carcajada amarga—. Tú no te enteras de nada, ¿verdad? Dallas, eres un crío al que me he follado y ya. Esto que crees que hay entre nosotros, solo es fruto de tu inmadura imaginación. —Se acerca hasta estar a pocos centímetros de mi rostro y puedo sentir la ira en su mirada. Pero la mía también está empezando a crecer—. Quiero que te marches ahora mismo y no me busques.

—¿Con qué derecho te crees para decirme lo que tengo y no tengo que hacer? —pregunto notando los temblores de mis brazos. Ella desvía la mirada un segundo porque también lo ha percibido.

—Cuidado, estás a punto de convertirte en hombre lobo otra vez —advierte sin ningún temor en la voz y sin dar un solo paso atrás.

—Gia. —Cierro los ojos y me repito mi mantra en bucle durante unos cuantos segundos.

Intento continuar en ese limbo según me acerco a la puerta para marcharme sin que la situación se me vaya de las manos. Incluso llego a girar el pomo, sin embargo, esa atracción negativa que me acerca a ella es más fuerte.

Me doy la vuelta y, cuando la veo ahí de pie, con las dos bolsas de deporte llenas de pelucas falsas y dinero robado, y pienso que esta podría ser la última vez que la veo, mis pies caminan solos hasta ella.

—¡Dallas, te he dicho que te vayas! —Levanta la pistola en mi dirección con la misma sensación de adrenalina que tenía yo hace un rato, su mirada vuelve a humedecerse y la mandíbula le tiembla tanto como a mí los brazos.

—Dispárame —digo a la vez que sujeto la pistola por el cañón y lo coloco en mi pecho—. O me disparas, o me besas. Tú eliges.

Niega con la cabeza, impasible y sin moverse un centímetro. Todo su cuerpo tiembla por la dopamina que está generando, los impulsos que está conteniendo. Cuando doy un paso más, carga el arma y vuelve a negar, pero no va a disparar. Ha podido matarme en muchas ocasiones, pero aquí sigo.

—O me disparas o me besas —repito en un susurro dando un paso más, y después otro más.

Cuando mis labios ya casi rozan los suyos, aparto la pistola sin miedo y ella misma la suelta sobre la mesa del escritorio antes de abalanzarse a mis brazos. La sujeto a tiempo y dejo que su lengua me lleve hasta ese puto laberinto sin salida que todavía recuerdo de la primera vez que nos besamos.

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