Epilogo- La caída del titán.
15 de Abril de 2665. Sistema Terminus. Planeta Zeta- Gamma 105. 24:59.
Las estrellas iluminaban el camino. O lo harían, de no estar cegadas por aquella gruesa capa negra que taponaba el cielo por completo. Un muro de gas oscuro se desplegaba por toda la bóveda del planeta llegando a ocultar el horizonte y sumiendo todo en un mar de tinieblas por el cual solo parecían moverse las peores pesadillas que uno pudiera imaginar. Tan solo de vez en cuando, un leve estallido de luz roja se dejaba atisbar por entre las sombras de aquella infranqueable muralla de humo y cenizas contaminada. Leves ráfagas de colores intensos como el chasquido producido al friccionar dos piedras que no hacía sino anunciar el horrible conflicto que se producía más arriba. Un torbellino de caos, que sin embargo gozaba de un armonioso silencio, que levemente se anunciaba como leves golpes de tambor que fueran aconteciendo a una batalla que sobreviniera, a pesar de que la batalla estuviera sucediendo.
Una devastadora batalla donde descomunales moles de metal, mas grandes que la mayoría de los planetas que pueden orbitar alrededor del Sol, se destruían las unas a las otras. Algunas lanzándose poderosos rayos que impactaban contra sus fuselajes, despedazándolos, abriéndoles para hacer que la inercia del espacio entrara dentro de ellas. Otros enviaban pequeñas flotas de naves, mucho más minúsculas que sus hermanas mayores, pero más maniobrables y mejor armadas, que se lanzaban directas a atacar los puntos débiles de sus rivales, revoloteando a su alrededor, como molestas moscas que estuvieran acosando a un herido búfalo por el ataque de unos leones. Y en verdad, algunas naves parecían animales malheridos. Profundos cortes en las largas laminas de metal que conformaban sus chasis, trozos tambaleándose iluminados por el incipiente fuego alimentado por el oxigeno del interior de las naves. Todas tenían un aspecto horrible y devastador, aunque visto desde el espacio, sin sonido y sin gravedad, adquiría un toque armonioso que entraba en clara contradicción con su autentica imagen. Un horrible escenario de onírica visión. Extraño, pero atrayente.
Amanda Guerra arrastraba a su compañero como podía. Lo sujetaba por los brazos, llevándolo por entre la pedregosa superficie conformada de tierra blanca y rocas gris oscuro. Aunque en ese oscuro lugar, todo adquiría un lóbrego color negro que lo dejaba completamente uniforme. Sentía dolores insoportables en su pierna derecha, notaba su rostro mojado y tenso. Su piel irritada y quemada. Pero seguía en pie. Era su única voluntad. No le dejaría morir, no a él. A Patel.
Fueron muy lejos. Hasta los confines de donde podían imaginarse. La N.A.I. Zafiro, una de las más modernas y avanzadas naves de toda la flota de la Confederación se dispuso a entrar en combate contra la flota Inmortal. Y fue la primera en ser pulverizada nada más entrar en combate. En momentáneos flashes recordó esa esfera de color azul transparente procedente de la nave enemiga Polifemo, brillando como una pequeña estrella que acabara de nacer. Al capitán Ivanovich diciéndoles que abandonasen la nave mientras él se quedaba allí. La destrozada Zafiro entrando en la atmósfera en apenas unos minutos, atraída por la gravedad del planeta. Rompiéndose y deteriorándose por la fuerte presión ejercida. Lo contempló todo desde una de las esclusas de emergencia en la que logro entrar a tiempo junto a su compañero.
Ahora, no tenía ni idea de donde se hallaba, tan solo se dejaban llevar por el rubor del viento, que como un guía que estuviera susurrándoles el camino, los llevaban por tortuosos senderos de dudosa seguridad. Dejó caer a su compañero sobre una plana roca que serviría de improvisada cama. Lo miró. Respiraba. Con esfuerzo, pero lo hacía. Y dormía. Completamente inconsciente del horror que estaba teniendo lugar. Después de cerciorarse de que no tenía ninguna herida preocupante, alzó la vista al cielo. Allí, se podían ver los estertores de la guerra que estaban teniendo lugar. Ocultos por la neblina oscura, como un tupido velo que ocultase a los actores de una obra de teatro. Potentes destellos revelaban las explosiones que tenían lugar sobre las naves. Y opacas sombras indicaban la caída de estas sobre la superficie del planeta.
Y en ese mismo instante, lo escuchó.
Un estruendoso rugido. Como el sonido que harían las trompetas de los ángeles para anunciar el Juicio Final. Era muy intenso. Tanto, que se tapó los oídos para que este no acabara reventándole los tímpanos. Cuando hubo pasado un pequeño rato, se quitó las manos de sus orejas. El sonido había disminuido su intensidad, pero aun seguía ahí. Con sus ojos, buscó el origen de tan alborotador ruido y no tardó en dar con él.
Grande. Era muy grande. Un inmenso disco plateado con un cilindro en el centro. Descendía desde la atmósfera, cayendo en picado hacia su inexorable destino: estrellarse contra el suelo. Con desesperación, corrió para poner a su amigo a salvo. Descendieron por un terraplén y encontró una pequeña cueva. Ambos se metieron dentro, empujando a su malherido amigo que no era consciente de lo que iba a suceder. Sin previo aviso, ocurrió.
Un potente estruendo, como el de una bomba estallando o un portazo dado por alguien furioso, se repetía de forma ominosa anunciando el impacto de la gran nave. Toda la tierra comenzó a temblar, en la pequeña cueva guijarros y tierra caían alrededor de los dos humanos. Temía que la pequeña gruta fuera derrumbarse, pero afortunadamente no lo hizo. Finalmente, el temblor terminó. El alboroto estaba causando mella en ellos dos, pero finalmente sacó fuerzas para salir y comprobar que había ocurrido.
Ya en el exterior, el aire estaba más cargado que antes. Cargado de arena y humo, producidos por la onda expansiva que la nave había causado al impactar contra la superficie del planeta. Le costaba respirar, pero se acostumbro. Subió el terraplén y desde ahí lo pudo ver. Era un espectáculo sin igual. Tan horrendo como hermoso. Antes sus ojos, el gran disco platino que era la nave yacía semienterrada, elevada en un ángulo de 30 grados, con más de la mitad engullida por la tierra. Fuego de color verde oscuro surgía de las brechas abierto por esta y momentáneas explosiones dejaban un resplandor entre verde y azul. Era tan bello y conmovedor. Y más aun, al representar lo que significaba. Una súbita alegría invadió todo su cuerpo mientras sus ojos brillaban ante el fulgor verdeazulado que contemplaba. Llevo una mano a su oreja, y accionó el mecanismo del intercomunicador. La estática sonaba enmarañada y disonante, pero ninguna voz se oía. Pero le daba igual. Tenía que decirlo, y le daba lo mismo quien estuviera al otro lado pendiente.
—Aquí la suboficial Amanda Guerra, de la nave clase siete de apoyo N.A.I. Zafiro. Llamo para confirmar la caída de la nave de combate, de los Inmortales, clase Destructor, nombre en clave Polifemo. —Una sonrisa se formó en su rostro mientras un chute de adrenalina recorría su cuerpo de arriba abajo— Repito, Polifemo ha caído ¡La jodida nave se ha estrellado! ¡¡¡Esos cabrones no son invencibles!!!
Su voz apenas podía contener la felicidad que irradiaba. Ahogó un llanto y cayó de rodillas sobre el suelo. Empezó a llorar. De tristeza. De miedo. De alegría. De rabia. Lloraba por todo y no lloraba por nada realmente. Porque había escapado del infierno de una pieza para contarlo. Y allí delante, tenía aquella gran nave de apariencia indestructible sepultada mientras ardía. Un símbolo claro de que las cosas podían cambiar. De que no todo estaba perdido.
Pero en realidad, todo había cambiado. Más de lo que creían. Aquello no era más que el principio. Lo peor, estaba por llegar.
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