Capitulo 23- El laboratorio (Parte 4)
Anubis miraba con orgullo a sus criaturas. Los Naga, producto de la unión genética entre tres animales procedentes del planeta Narber, Winne y Crialis, era la combinación perfecta de ferocidad, rapidez y fuerza que pudiera crear.
Tres de los soldados ya habían caído en combate. Una soldado con una mordedura en el brazo, otra con una grave herida en la cabeza y la que le interesaba, la del pelo largo y enredado de color marrón oscuro, que había sido acorralada en una esquina. Inhibió los instintos asesinos del Naga para que no la matase y pudiera dejarla con vida. Tras esto, comenzó a imaginar lo que haría a continuación. Ordenaría a los dos que asesinasen a los compañeros de la chica y uno de ellos se la llevaría por uno de los túneles hasta una zona donde unos siervos la retendrían y le pondrían un calmante que la dejaría en un estado de sueño perfecto. Tras esto, la llevaría a su laboratorio, donde la sometería a todo tipo de modificaciones a nivel genético, mezclando su ADN con el de otras criaturas para así, crear a un ser superior con infinidad de mejoras que la convertirían en un letal guerrero que, eso sí, se dejase controlar. No había tenido pocos sustos cuando al despertar a uno de sus sujetos de prueba, este se descontrolaba matando a todos los que tenía a su alrededor. Afortunadamente, en esas circunstancias, el permanecía en una sala contigua, viéndolo todo tras un campo de fuerza gravitatorio que la criatura no podía penetrar. Los que al final morían eran siervos, la reemplazable mano de obra barata.
Tan ensimismado estaba en sus fantasías y rememoraciones que no se percató de los inesperados disparos.
Giró su cabeza hacia los hologramas y pudo ver como los Naga se volvían hacia arriba y comenzaban a rugir con furia. Uno de ellos avanzó hacia el muro, clavando sus garras en la superficie lisa de color negro azabache. Los estruendosos gemidos de las dos bestias no parecían anunciar nada bueno.
—¿¡Qué está ocurriendo, maldita sea?!—preguntó encolerizado Anubis a sus siervos.
Estos accionaron varias válvulas y los hologramas cambiaron para mostrar lo que había al fondo de la habitación. Al filo del foso, se podía ver a un grupo de soldados armados con fusiles de asalto disparando contra los Naga.
La Quimera se enfadó bastante. Sus siervos percibieron esto con una súbita tensión que comenzaba a aumentar de forma exponencial. Anubis estaba muy tenso y parecía a punto de prorrumpir en una retahíla de insultos y blasfemias. Pero nada de eso ocurrió. En cambio, permaneció callado e inmóvil, como si nada pareciese alterarlo.
Los siervos lo miraban extrañados. Aunque las criaturas no tuvieran voluntad propia eso no significaba que no fueran conscientes de lo que le rodeaban y el hecho de que su amo se comportarse de tan extraña manera no les gustaba mucho. De repente, los siervos quedaron también inmóviles. No todos. Uno, incrédulo, miraba con temor a sus compañeros. La criatura de aguileña cabeza empezó a sentir que algo malo pasaría. Algo terrible y horrendo. Y lo peor, que él sería el centro de atención. No se equivocaba.
Antes siquiera de poder reaccionar a tiempo, los siervos se lanzaron sobre él. Lo derribaron, cayendo al suelo, y le rodearon. Desplegaron sus garras retráctiles y mientras que el derribado gritaba emitiendo un histriónico graznido, sus compañeros comenzaron a clavar sus garras por todo su cuerpo. Rajaron su piel, haciendo que sangre color tan negra como los ojos de las inertes criaturas, saliera a borbotones de su interior. Los siervos miraban sin ningún tipo de inquietud o remordimiento a su compañero tendido en el suelo. No parecían sentir nada, cosa evidente, pues solo seguían los designios de su señor. Le abrieron las entrañas, extrayendo sus órganos. Le extrajeron sus ojos, seccionaron su cuello y finalmente, le arrancaron las piernas y un brazo.
Aquella asquerosa carnicería concluyó enseguida. Anubis miró satisfecho el horrible espectáculo y luego se volvió hacia sus siervos.
—Preparadlo todo para marcharnos. Llevaos los datos y algunos de los artilugios. Nos vamos de aquí.
Lanzó un último vistazo al cadáver destrozado de su siervo antes de salir de la estancia.
—Y limpiad todo esto—o rdenó autoritario.
Sonya seguía un poco aturdida. Debía haber visto como el Naga la mataba, o bien despedazándola con sus zarpas o de un fuerte y devastador mordisco. Tendría que haber sentido su cuerpo destrozado por la imponente bestia. En cambio, vio como la criatura se volvía hacia el muro de al lado, rugiendo encolerizada a algo que ella no podía ver. Pero si pudo escucharlo.
Aquella voz tan familiar era del sargento Mohamed Habib, y venía con ayuda. Desde lo alto de la plataforma que daba a la entrada de donde habían venido Walker y el resto, aparecieron él y otros tres soldados. El sargento árabe miró hacia abajo, petrificado ante lo que veía, pero no perdió su compostura. Sin pensárselo dos veces, se puso en marcha.
—Soldados, ¡fuego!—gritó con fuerza.
Él y los otros soldados comenzaron a disparar con sus armas contra las criaturas. Walker se cubrió tras un pliego del muro que sobresalía. Las balas pasaban rozando muy cerca de donde ella se encontraba. Confiaba en que Habib y los soldados tuvieran cuidado de donde apuntaban. Los dos Naga seguían rugiendo. Uno se aferró al filo y trataba de subir. Los humanos seguían disparándoles, sin percatarse de que las balas no hacían ningún daño en los reptiles.
Ella permanecía allí arrinconada, observando tan cruento ataque. Entonces lo vio. Tirado en el suelo, apenas a un par de metros de donde se encontraba, vio el incinerador. El arma de color blanco que expulsaba energía radioactiva. Luego miró al Naga que le había atacado y sin dudarlo, recogió el arma. A paso tambaleante, pues aun seguía algo aturdida, Sonya rodeó al Naga, poniéndose a su lado. La criatura seguía entretenida con Habib y los suyos. Sin tiempo que perder, apuntó el incinerador contra el pecho de la criatura, de color verde claro.
El Naga se movió rápido, apartándose de ella. Walker pudo ver que en el pecho de la criatura se había formado una quemadura. Esa zona se podía penetrar.
—¡Habib!—habló con fuerza la sargento—¡Disparad a su pecho! ¡Les puedes hacer daño ahí!
El hombre pareció escuchar lo que Sonya le acababa de decir pues él y los otros soldados comenzaron a disparar a esa zona. Enseguida, sangre amarillenta comenzó a salir de la zona ventral de los Naga. Los dos monstruos trataban de saltar para alcanzar a Habib y a los otros, pero Sonya no se lo permitiría. Aprovechando que volvía a estar entretenido atacando al sargento árabe y sus hombres, se acercó al reptil que la atacó y volvió a disparar contra su punto débil con el incinerador. Sabía que tenía que ser cuidadosa, ya que aunque el Naga estuviera concentrado en los de arriba, podía golpearla con su cola o percatarse de su presencia y volverse para atacarla. Así que con cuidado, plantaría cara a la criatura.
El pecho de la bestia comenzó a arder al contacto con la energía radioactiva del arma. Esta vez no se apartó, si no que siguió atacando el muro. Walker se tuvo que mover un poco para seguir atacando, pero finalmente, llamas ardientes empezaron a surgir. Muy pronto la criatura comenzó a rugir horrorizada al ver su cuerpo consumido por el fuego. Solo ardía una parte, pero fue suficiente como para que el reptil dejase lo que hacía y comenzara a revolverse, tratando de apagar el fuego. Sonya aprovechó para sacar su pistola y disparó al ser en su rostro. Pese a los terribles golpes, pudo apuntar bien y varias balas impactaron en la cara del Naga. Una de ellas atravesó su ojo, haciendo que sangre de color amarillo comenzara a surgir de la cuenca que albergaba la esfera celeste que era su ojo. La bestia, completamente ciega, emitió un fortísimo rugido y completamente descontrolada, fue por Sonya.
La sargento logró esquivarla y viéndola de cerca, quedó impactada por cómo había quedado. Ardiendo por delante, con muchas heridas por la zona ventral, sin ojos y supurando aquel liquido amarillento. Era una bestia derrotada y a punto de caer, pero estaba dispuesta a plantar cara hasta el final. Pero tras largo rato de impetuosa lucha, la heráldica criatura fue cayendo. Su cuerpo acabó sobre el suelo de cristalino color verde ahora teñido de sangre roja y amarillenta. Pero la batalla estaba lejos de concluir.
El otro Naga aun seguía luchando. Gómez, quien todavía seguía en pie, combatía con fiereza contra la bestia. Detrás de ellos, Hollander tenía una gran mordida en el brazo izquierdo muy cerca del hombro. Parecía perder mucha sangre. Sonya era consciente de que debían de terminar con aquello ahora mismo, así que fue por el Naga.
Los disparos de Habib y los otros le cubrieron mientras ella se acercaba y armada con el incinerador, atacó al reptil. Apuntó directamente a su rostro, en un intento por cegar a la criatura quemándole los ojos pero el monstruo se revolvió con rapidez y con un rápido latigazo de su cola, derribó a la sargento.
Sonya cayó de espaldas, golpeándose contra el duro suelo, aunque no se hizo demasiado daño. El Naga se puso encima de ella. Pudo escuchar el intenso quejido de sus zarpas clavándose en la superficie lisa sobre la que se hallaban. La bestia pretendía atacarle pero Gómez, rápido, golpeó a la criatura con su arma. El Naga se volvió hacia él y Sonya aprovecho la situación. Rodó por el suelo y disparó el incinerador, quemando a la bestia en el pecho. La criatura comenzó a revolverse de nuevo mientras ardía. El fuego, intenso y flamígero, surgía de su cuerpo emitiendo destellos rojizos. Las llamas empezaron a devorar su carne sin piedad. El monstruoso ser emitió un gemido estruendoso que hizo retumbar toda la sala. Entonces, Walker lo vio. Dos granadas de forma cilíndrica rodaron por el suelo. La sargento tuvo tiempo de reaccionar.
—¡Apartaos!—gritó Habib detrás de ellos.
Sonya y Gómez saltaron ambos hacia la derecha. El Naga, tan centrado en apagar el fuego de manera infructuosa con sus garras, no se percató de los explosivos recién arrojados. La explosión fue devastadora y sangre amarilla salió despedida por todas partes.
Algo aturdida, Sonya pudo ver el horrible desastre. La criatura aun ardía, toda su zona ventral aun era devorada por pequeñas llamas. Su pecho estaba completamente abierto. De dentro de aquel boquete surgía una pequeña cascada de sangre color amarilla que arrastraba trozos negros de algo que debían de ser las entrañas de la criatura. Había quedado con el cuerpo ladeado, con el torso, brazos y cabeza mirando hacia arriba. Uno de los brazos aun estaba alzado, como si tratara de pedir clemencia a sus dioses. Miró sus ojos azules, antes llenos de una increíble intensidad. Aunque temibles, a ella le parecían preciosos, lo cual le pareció perturbador. La cola de la criatura describía un arco levemente cerrado que parecía darle al a criatura el aspecto de un signo de interrogación. Contempló a la otra, bocabajo y con la cola completamente recta. Habían acabado con las dos. En ese mismo instante, una inesperada sensación de pánico la inundó.
—Tina—suspiró la sargento.
Fue a buscarla. Seguía allí. Sentada contra la pared con la frente sangrando. Se arrodilló a su lado. Tenía la mirada perdida, como si su mente hubiese perdido la orientación del espacio y el tiempo. Sonya, temiendo que la chica se encontrara en shock o hubiese sufrido una conmoción, llevó su mano a la mejilla de la chica. La acarició, sintiendo la calidez que desprendía su piel. Finas líneas de sangre ya reseca se dibujaban en su rostro, procedentes de la herida sufrida. La sargento siguió acariciándola, esperando alguna reacción por parte de la cabo. Finalmente, Tina movió sus ojos azules.
—Sargento—gimió algo débil.
—Tranquila—la calmó Walker—. Todo ha terminado.
Una hermosa sonrisa se dibujó en el rostro de la joven chica. Eso alegró a Walker. Se acercó y le dio un fuerte abrazo mientras la sargento empezó a llorar. No rompió en sollozos pero si dejó caer lágrimas por sus ojos. Lloraba de felicidad. Por escapar de aquella horrible trampa. Pero aun no habían escapado de aquel horrible infierno. Era consciente de ello y por eso, aun no podían cantar victoria. Pero de momento, quería abandonarse a ese pequeño conato de felicidad mientras acariciaba de forma tierna a Tina. Ambas lo necesitaban.
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Observaba aquella escena impertérrito. Los Naga, sus mejores creaciones, habían sido derrotados. Eran la combinación perfecta. Eso mismo se dijo. La dura e impenetrable coraza de un Ragan, las mandíbulas destructoras y las afiladas garras de un Yuronar y el serpentiforme cuerpo de un ágil Kaleob. Fueron las criaturas que Anubis uso para crear al Naga. La máquina de matar perfecta ahora vencida por los simples e insignificantes humanos.
Los siervos que había cerca se sacaron los ojos. Uno se rajó su propio cuello. La furia que emanaba de la Quimera se reprodujo en los abominables castigos a los que se sometieron sus propios siervos. Ellos eran sus marionetas y harían lo que el desease.
Salió de la sala de seguridad. Avanzó a través de la galería donde se hallaban sus preciados trofeos. Miró a todas y cada una de las criaturas que había ido atrapando en sus largos viajes. Una inevitable nostalgia le inundo. Veía a esos seres, atrapados en el líquido conservante, congelados en el tiempo. Entidades extrañas, productos de la compleja red de casualidades que era la evolución. Habían sido 200 años de viajes. El era una de las Quimeras más jóvenes que existían. Solo tuvo 2 clones antes que él pero aun así, se sentía más veterano que el mismísimo Osiris. Había visto mucho más que sus insignificantes congéneres y pese a todo se sentía desdichado. Aquel era su gran trabajo. Sus contribuciones fueron múltiples y el esfuerzo que dedicó, mastodóntico. Y sin embargo, era menospreciado por sus hermanos. Para ellos, el no era más que un científico loco obsesionado con la perfección de la especie, con indagar en las bases de la propia naturaleza para poder controlarla. No eran conscientes del hecho de que él era el responsable del aspecto que tenían las Quimeras, del gran ejercito de criaturas extrañas que les serbia y de acabar con toda clase de enfermedades y plagas. Era su gran trabajo y la admiración que se sintiese por él era inexistente.
Los siervos iban de un lado para otro transportando cajas y otros objetos. Entre ellos había holodiscos que contenían datos referentes al trabajo de Anubis. Información muy importante. Tanto que de caer en manos de los humanos podía desatar el caos. Las criaturas lo llevaban hasta el exo-transporte que había afuera, sobre unos grandes raíles que impulsados por energía eléctrica, impulsaban el vehículo a velocidades superiores a la del sonido. Cuando todos los holodiscos fueron cargados, el transporte de color naranja brillante y forma de bala cerró sus compuertas. Un súbito chirrido, como de recarga, sonó un instante y tras esto, el vehículo se fue tan rápido como apareció. El raíl, una pasarela de color gris claro, fue recorrido por serpenteantes corrientes de electricidad estática.
Anubis observó la escena hasta que un siervo se le acercó. La Quimera con aspecto de chacal, miró a su súbdito con cierta desidia.
—¿Está listo?—preguntó a este.
La aguileña criatura asintió levemente, evitando mirar a su amo. Todos los siervos le tenían pavor a Anubis. La Quimera decidió entrar a la sala de experimentación para comprobarlo.
Esta era una amplia sala con cuatro camillas. A los lados había repisas repletas de toda variedad de artilugios que usaba en sus experimentos. Algunos servían para cortar tejidos, otros servían para extraer o introducir órganos o líquidos. Uno en concreto, eran unas pequeñas pinzas con una pequeña urna de cristal detrás. Servía para extraer el material genético y aislarlo de forma automática y sin deterioros. Los siervos estaban recogiendo muchos de aquellos objetos para llevárselos en el siguiente transporte, que no tardaría en aparecer. Tras este vendría el último, que se llevaría a Anubis y a su preciado experimento.
La Quimera recorrió la sala desde la entrada hasta una puerta que había justo al otro lado de la estancia. Lo que había allí era una habitación contigua, un anexo más pequeño. Dentro se veían dos capsulas de hibernación de color negro y ovaladas. Una estaba abierta y la otra cerrada. Anubis se acercó a la que permanecía sellada. Acercó su hocicudo rostro y pudo contemplarlo a través del cristal.
—Maravilloso—resonó de forma cavernosa desde su mente—. Serás mi mejor creación.
Podía escuchar su acompasada respiración. El débil latido del corazón. Si afinaba su oído podía oír los músculos tensándose y la sangre recorrer con velocidad venas y arterias. Admiró a tan increíble ser. Ya había realizado diversas pruebas, y aunque no resultase un espécimen prodigioso, era óptimo para la experimentación. En un principio, halló a un sujeto mucho mejor, aquella humana de pelo alborotado y piel morena pero finalmente la desestimó. Demasiado impetuosa y rebelde. Él lo que buscaba era algo mucho más sencillo. Servidumbre. Y en este ser, lo había encontrado.
El sargento de Infantería Básica Adam Morris, el mismo soldado que bromeaba apenas un día atrás junto al cabo Zacarías Gómez acerca del trasero de la sargento mayor Sonya Walker, permanecía ahora en estado de hibernación dentro de esa cápsula. Listo para ser transportado a un lugar más seguro. Un sitio donde Anubis, el principal genetista de las Quimeras, le sometería a toda clase de experimentos hasta crear el soldado más poderoso y temible que el universo hubiera conocido. Y lo peor, es que cualquier atisbo de aquel bromista y divertido hombre desaparecería, pues solo sería otra marioneta más. Otra marioneta controlada por las Quimeras.
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